Prólogo
República de Trovia
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
El país había comenzado a arder. Bastián abrió las pesadas cortinas de la habitación de huéspedes y se encontró de frente con las cinco hectáreas de prado que sus padres llamaban patio. Por encima de las copas de los árboles, los cuales parecían hechos de cartón, se asomaban los primeros indicios de humo, aunque se confundían con las nubes. Y sobre la cristalina agua de la piscina cayeron dos o tres copos de ceniza.
—¿Quién soy? —dijo alguien a espaldas de Bastián, al tiempo que unos dedos largos y delgados se posaron sobre sus ojos.
—¿Anastasia? —preguntó él. Ya conocía la respuesta, pero se sorprendió al descubrir que recordaba sus manos mucho más pequeñas.
—¡No puedo creer que estás acá! —exclamó ella, arrojándose al cuello de Bastián y rodeándolo con ambos brazos. Llevaba puesto un camisón rosado de mangas largas y su cabello estaba todo enmarañado—. ¿Qué le hiciste a tu pelo? —preguntó a continuación, agarrando a su hermano por los hombros y examinándole el rostro con cara de desagrado.
Bastián se pasó una mano por el cuero cabelludo. Había olvidado por completo que ahora tenía el cabello rubio. A él tampoco le gustaba, pero en aquel momento verse bien era una de sus últimas prioridades.
—Perdí una apuesta —le dijo—. ¿Sigues tocando el piano?
Anastasia rodó los ojos.
—¿Quieres ver mi trofeo? Me lo gané el año pasado. Mamá quiere que vuelva a concursar este año.
Bastián tragó saliva y abrió la boca para replicar, pero no alcanzó a producir sonido alguno. La conversación se vio interrumpida por un grito desgarrador que los alcanzó desde el primer piso.
—¡Dimitri! —gritó Casandra. Esta vez, su chillido fue tan agudo que Bastián creyó que los vidrios estallarían.
La encontraron en su habitación sentada al borde de la cama, aún envuelta en una bata de seda y zapatillas de casa. Con una mano sujetaba el celular y con la otra, su cabeza. Tenía el cabello más enmarañado que Anastasia y le temblaba el cuerpo entero. Cuando alzó la mirada, descubrieron que tenía los ojos llenos de lágrimas y la nariz enrojecida.
—¿Qué pasó? —preguntó Dimitri.
—La cuenta está vacía —espetó ella entre sollozos—. Pensé que era un error, pero, pero... —Inhaló un suspiro—, lo están diciendo en todas las redes sociales.
—No entiendo qué me estás diciendo —dijo Dimitri, quitándole a su esposa el celular de las manos.
—¡Yo tampoco entiendo! —soltó ella. Anastasia se sentó a su lado y le acarició la espalda.
Al cabo de un instante, Dimitri arrojó el celular a la alfombra y corrió a encender el televisor. En todos los canales se hablaba de lo mismo.
¿Había sido el cambio de la moneda física por los e-pesos, o pesos electrónicos, una estafa maestra, el más grande de los timos, para dejar a Trovia en la miseria? Nadie lo sabía, así como tampoco conocían a las personas que habían hecho desaparecer todo el dinero que circulaba dentro del país. El gobierno se había comprometido a encontrar una solución, pero por el momento lo único que los noticieros sabían, era que en la madrugada de ese mismo día la policía había recibido una llamada anónima, informándoles del paradero de las cabecillas del cartel «El Túnel». Una cadena de violentos tiroteos despertó a los vecinos quienes narraban la historia por televisión: varios policías habían resultado heridos y todos los miembros del cartel perecieron. Aún no se podía comprobar, pero militantes del actual partido y de la oposición podrían haber estado involucrados, puesto que varios de ellos habían arrancado del país temprano en la mañana. Sin embargo, no había forma de saber si ambos sucesos estaban relacionados o no con lo que ahora llamaban «el robo del milenio».
Dimitri cruzó la habitación en tres grandes zancadas. Se detuvo frente a Bastián, lo agarró por el cuello de la camiseta y lo acercó a su propio rostro hasta que sus narices estuvieron a punto de rozarse. De sus fosas nasales salía un aire caliente que le hacía cosquillas a Bastián sobre el labio.
—¿Tú sabías de esto? —le preguntó, intentando sacudirlo. Con seguridad, la última vez que se habían visto, cuando Bastián no era más que un adolescente, habría podido zamarrearlo, pero ahora que tenía veinticinco años ya no le resultaba tan fácil—. ¿Tienes algo que ver con todo esto?
—¿Cómo se te ocurre? —exclamó él.
No recordaba en qué momento había agarrado la mano de su padre, pero ahora se la apretujaba y no temía hacerle daño.
—De ti me podría esperar cualquier cosa —respondió Dimitri—. Te apareces en mi casa a las tres de la mañana luciendo como un payaso y al día siguiente pasa esto. —Apuntó con su mano libre al televisor—. Hace años que no te veíamos la cara. ¿Por qué apareciste justo ahora?
—Ya te lo expliqué —rugió Bastián—. Un amigo me ofreció un trabajo acá, en Ciudad Catarata ¡Yo no tengo nada que ver con nada!
Dimitri rio.
—¿Un trabajo? ¡Desde cuando les has trabajado un día a nadie!
—Planeaba empezar a hacerlo.
Le lanzó una mirada fugaz al televisor.
—Entonces, ¿por qué estás acá? —volvió a preguntar Dimitri, su rostro se tornó más rojo que antes—. ¿Por qué tenías que venir dónde nosotros? ¡Este es el peor momento para que tú estés acá!
—Cualquier momento habría sido igual de malo, papá
Dimitri no respondió. Tras soltar la ropa arrugada de Bastián, comenzó a caminar por toda la habitación, murmurando por lo bajo y frotándose la frente. Casandra lo miraba asustada y Anastasia no se atrevía a despegar los ojos del suelo.
—Esto es lo que vamos a hacer —dijo luego de detenerse frente al televisor—. Preparen una mochila con todas sus pertenencias más importantes. No se olviden de sus documentos...
—¿A dónde nos vamos? —preguntó Casandra.
—A Bosquegrande. Tenemos que apurarnos antes de que nos cierren las fronteras y no podamos salir del país.
—¿Nos vamos a ir de Trovia? —preguntó Anastasia—. ¿Vamos a volver?
—Por supuesto que sí —respondió Casandra, rodeándole los hombros.
Bastián fue el primero en situarse afuera del garaje; tenía todo lo que necesitaba empacado hacía días. Anastasia llegó a continuación, una pequeña mochila rosada colgaba de su hombro. Había reemplazado el camisón rosado por un vestido color crema y unas botas marrones de cuero. El parecido con su madre resultaba inquietante, la única diferencia entre las dos era el color de cabello. El de Casandra era rubio ceniza, mientras que Anastasia había heredado el cabello oscuro de Dimitri.
—¿Guardaste todo lo que vas a necesitar? —le preguntó, cuando ella se detuvo a su lado.
Anastasia no lo miraba a él. De hecho, sus ojos parecían perdidos.
—No sé —respondió—. Ni siquiera sé qué guardé. ¿Cómo se supone que elija entre todas mis cosas? —Soltó un suspiro—. Desearía poder llevármelas todas.
—Yo tengo algo que podrías guardar por mí —le dijo Bastián. Por fin, Anastasia se mostró interesada—. Pero no puedes decírselo a nadie. ¿Sí?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué es?
De su bolsillo, Bastián sacó una vieja fotografía donde salían los dos haciendo caras ridículas y sonriendo felices a la cámara. Se la habían sacado la última vez que él había estado en la ciudad, en un pequeño paseo por el centro comercial del que sus padres nunca se enteraron. Jamás le habrían permitido a Anastasia salir a solas con su hermano.
—Cuídala —le dijo, entregándole la fotografía.
—¿Por qué rayaste tu rostro? —quiso saber Anastasia—. ¿Son importantes estos números?
—No —dijo Bastián, encogiéndose de hombros.
—¿Qué son? —Sus grandes ojos pardos parecían estar escaneándole el rostro.
—Una contraseña —replicó él, sin pestañear—, de mi antiguo celular.
—Eres muy estúpido a veces, Bastián. Bueno, te prometo que la voy a cuidar —dijo finalmente Anastasia, depositando la fotografía en su mochila con excesiva delicadeza—. La voy a cuidar mejor que tú, está claro.
Dimitri y Casandra llegaron dos minutos después. Por las expresiones en sus rostros, Bastián supo de inmediato que habían estado peleando. Se subieron al auto sin decir palabra alguna y lo pusieron en marcha.
—¿Tenemos suficiente combustible? —preguntó Casandra, cuando ya habían dejado su hogar atrás.
Dimitri soltó un prolongado suspiro.
—Nos tiene que alcanzar.
Bastián rio.
—¡Que plan más brillante! —dijo—. Escapar del país sin gasolina. Papá, deberías unirte a las fuerzas armadas con esa mente estratega.
—¿Tienes alguna mejor idea de cómo salir del país? —preguntó Dimitri. Las venas en su frente empezaban a brotar otra vez—. ¿No? ¡Entonces cállate o bájate del auto y sigue a pie!
Bastián no replicó. Anastasia ya estaba lo suficientemente alterada como para que él cayese en los juegos de su padre. Sin embargo, se quedó mirándolo a través del espejo retrovisor.
—No le hagas caso a Bastián —le dijo Casandra a Dimitri en un susurro.
Bastián rodó los ojos.
—Agradezco tanto tener una familia —dijo cruzándose de brazos, y dejó caer la espalda sobre el respaldo. Anastasia le acarició el brazo, pero él prefirió ignorarla—. Pecan de inocentes si creen que vamos a alcanzar a salir del país a estas alturas.
No obtuvo respuesta porque, muy al pesar de sus padres, Bastián tenía razón. Trovia se había convertido en un campo minado y la ciudad los recibió con un grito de auxilio. Un grito por todos los ciudadanos que habían visto su trabajo de años desvanecido en un segundo. Por los elegantes edificios que comenzaban a transformarse en las ruinas fantasmagóricas de lo que habían sido. Y por las calles, que lloraban con lágrimas de escombros y fuego.
—¡Es muy peligroso! —estalló Casandra, sumida en un mar de lágrimas—. Por favor, Dimitri, volvamos. En casa tenemos un refugio perfectamente grande para los cuatro y tenemos suficiente comida para un año... quedémonos ahí hasta que todo esto se resuelva. ¡Por favor!
—No —fue la respuesta de su marido—. Tenemos que salir de acá.
El devastador paisaje no les dio más opción que recorrer el resto del camino en silencio, absortos ante la nueva imagen de su país. Las infinitas hileras de autos en las estaciones de servicio parecían ser el punto preferido de los vándalos; no había una misión más complicada que la de conseguir combustible. De las torres más altas caían personas como gotas de lluvia. Aterrizaban sobre los techos de los autos más cercanos o se hacían añicos en el pavimento. A la distancia, las grandes tiendas parecían vomitar colonias de cucarachas a través de sus vidrieras destrozadas. Las fuerzas armadas, en cambio, brillaban por su ausencia.
De pronto, Trovia se había convertido en una selva habitada por el animal más peligroso y mortífero de todos. Salvo que ellos no tenían la libertad de abandonar su hábitat para ir en busca de uno más acogedor. Y muchos, muchos kilómetros antes de estar remotamente cerca de la frontera, una voz proveniente de la radio anunció que los demás países del continente les habían cerrado las puertas a los ciudadanos Trovianos. El país de las armas, el país del contrabando, como lo conocían en el resto del planeta, era abandonado una vez más. Dimitri soltó un suspiro y con la cabeza gacha les dijo:
—Volvamos al refugio.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro