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Inquisición XI

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



Génesis llevaba todo el día refugiándose en una vieja cabaña a orillas del mar. No sabía si alguien la buscaba pues no había señales de que lo hicieran. En ocasiones, estaba convencida de que todo había sido parte de su imaginación. Tal vez, nunca envenenaron a su madre, ni Sara la acusó de ser bruja. Su único contacto con el exterior fueron unas cuantas visitas rápidas a la ciudad, en las que Génesis aprovechó de conseguir agua y alimento. Todo lucía tranquilo allí afuera, pero Álvaro seguía sin aparecer.

Aquella noche se quedó dormida escuchando el rugido de las olas abalanzándose sobre la arena. Una serie de sonidos inusuales la mantuvo despierta hasta entrada la madrugada. Estaba segura de que solo se trataba del viento, pero no podía sacarse la sensación de que aquella vez no estaba sola. El cansancio terminó por vencerla y Génesis acabó cerrando los ojos, rogando por lo bajo que aquella presencia desapareciese por la mañana.

Tres veces despertó sobresaltada porque en sus sueños María la encontraba. Las tres veces tuvo dificultades para volver a dormir. La cuarta vez, pese a que supo en todo momento que estaba soñando, la pesadilla fue mucho más larga y escalofriantemente vívida. Las olas seguían azotándose con furia contra la playa y habían comenzado a caer las primeras gotas que precedían una espesa lluvia de primavera. Sin darle importancia, Génesis se levantó de su cama y salió de la cabaña. El viento revoloteaba su cabello y agitaba su camisón. Había alguien esperándola a orillas del mar. Pese al frío y la humedad, Génesis sabía que debía reunirse con él.

No estaba segura de quien se trataba, solo sabía que ya se habían visto antes. Una vez que estuvo más cerca de él y logró ver su rostro arrugado y sucio, y sus piernas deformes, supo que se trataba del reptil del inframundo. Ahora lo recordaba, había hecho un pacto con él, pero ¿no había sido eso en otro sueño?

—¡Ándate! —le gritó ella, manteniendo una distancia prudente—. Yo no te debo nada.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él, con una sonrisa burlesca dibujada en su desagradable rostro. Dio unos pasos hacia adelante, sus rodillas invertidas no lo detuvieron—. ¿Para qué te escondes? Te encontrarán de todas maneras.

Inmediatamente, Génesis se vio a sí misma dar la media vuelta y alejarse del mar, carretera arriba. Escuchó su propia voz rugiendo, suplicándole que se detuviera, pero su cuerpo no parecía responder a su cabeza. La Génesis del sueño tenía completo control sobre sus piernas y ella estaba decidida a encontrarse con María de la Santísima Inquisición.

«Que sueño más extraño», pensó mientras caminaba por las calles de la ciudad. El viento se colaba por su camisón y le acariciaba las piernas, y de pronto estuvo muy consciente del frío y del rocío húmedo bajo sus pies. Deseaba que se terminase ya.

Las puertas del santuario estaban abiertas de par en par. La luz de su interior captó su atención desde lejos y las voces cantarinas se fueron incrementando de a poco. Debía tratarse del encuentro de las seis de la mañana, el primero del día. Cuando sus pies se encontraron con el rugoso suelo de madera, observó las nucas de los que se encontraban arrodillados y con las cabezas gachas. Los observó uno a uno hasta que su mirada se encontró con la de María, quien la examinó con una mezcla latente de furia y sorpresa.

—La bruja está acá —murmuró, levantando un huesudo dedo para apuntarla. Sus ojos parecían a punto de salir rodando de sus cuencas—. ¡La bruja está acá!

La voz de María rebotó en el techo y las paredes, y Génesis se escuchó a sí misma diciendo: «Tengo que despertar». Entonces, sus ojos se abrieron y se encontró con la peor de las sorpresas. Ya no estaba en la cabaña a orillas del mar, estaba de pie en medio del santuario, descalza y con la misma ropa con que se había ido a la cama.

Todos fijaron sus ojos en ella. No parecían asustados o furiosos, sino más bien, decepcionados, tristes...

—¿Qué haces acá? —preguntó la Madre Inquisidora, con lágrimas en los ojos.

Génesis no supo qué responder. ¿En qué momento se había ido a meter allí?  Una brisa le acarició el cuello y Génesis miró hacia atrás. Justo antes de que los Contricionistas cerraran las puertas del santuario, notó que un par de ojos la observaba desde el exterior. Unos ojos acuosos que le sonreían. Ninguno de los dos quebró el contacto visual hasta que las puertas estuvieron cerradas. Aquello también había sido real.

Dos segundos más tarde, los Contricionistas la tomaron por ambos brazos y la arrastraron hacia donde se encontraba su líder, quien apenas era capaz de controlar el temblor de su cuerpo cuando la miraba. Pese a que Génesis pataleó y se retorció todo el camino, no logró soltarse del fuerte agarre de los Contricionistas.

—Sabía que había algo raro contigo —dijo María, apretando los dientes, una vez que estuvieron cara a cara. Todo su rostro temblaba—. Eres una pequeña y miserable bruja.

—No soy una bruja —dijo Génesis, le ardían los ojos—. Lo juro por todos los dioses.

—¿A no? —preguntó María, cada vez temblaba con más fuerza—. ¿Todavía tienes el descaro de mentir? Fuiste descubierta en la playa, acompañada por un brujo de Yuco.

—Yo estaba... —Se detuvo. Álvaro le había dicho cómo responder: se había quedado en la playa para despedirse de su madre, pero ¿debía seguir los concejos de Álvaro? Aquel ser que la condujo hacia el santuario... no podía ser él, ¿o sí? No, Álvaro era su amigo, su único amigo—, estaba despidiéndome de mi madre.

Pero María no pareció creerle, pues una gran sonrisa triunfadora se dibujó en su huesudo rostro.

—Pues Sara los vio a ti y al brujo mirando hacia Yuco —Hubo un silencio tan profundo que Génesis pudo escuchar cómo la gente detrás de ella tragaba saliva o se aclaraban la garganta—. ¿Ahí te convertiste en bruja? ¿Cuándo te envié a Yuco?

—¡No soy una bruja! —exclamó Génesis, incapaz de controlarse un segundo más.

—Yo soy quien lo decide, gracias a los dioses.

—No soy una bruja —repitió, retorciendo los brazos para poder liberarse—. ¡Se los juro! —insistió, mirando sobre su hombro al resto de los ciudadanos—. ¡Ayúdenme! ¡Me va a matar!

La única respuesta que obtuvo fueron unos cuantos carraspeos incómodos y una que otra persona acomodándose en su asiento. Aquella era toda la respuesta que recibiría de ellos. María los había domado bien.

—Llévenla al puerto —decidió ella—, la llevaremos a Yuco, donde pertenece, y allí dictaremos su sentencia—. Miró hacia abajo y agregó—. Están todos invitados a mirar. —Más que una invitación, aquello había sido una orden. No, un reto. Pobre de aquel que se atreviera a faltar.

Con la líder a la cabeza, seguida muy de cerca por Génesis y los Contricionistas que la obligaban a avanzar, el santuario quedó vacío. Caminaban al ritmo de la marcha compuesta por sus propios pasos, pues todos estaban sumidos en un silencio absoluto y escondidos detrás de sus cabezas gachas. Génesis nunca los había visto así.

El sol asomó sus primeros rayos de luz. Ella examinó cada calle y detrás de cada árbol, pero no encontró nada. El ser de ojos acuosos no la había abandonado, solamente había llegado a Yuco más rápido y la esperaba allí. Había estado con ella desde hacía mucho tiempo, y lo entendía por fin.

Cruzaron el Mar Entrante en los botes de los pescadores. Génesis abordó el primero en partir, junto a María y una patota de Contricionistas. Las olas parecían bailar y a medida que se aproximaban a Yuco, esa extraña sensación de persecución se volvía más y más poderosa. Tal vez, eran ciertos los rumores que circulaban sobre la península. Tal vez, Génesis los había estado presenciando todo ese tiempo.

En cuanto pisaron tierra, la amarraron de manos y pies, y la arrastraron por toda la ciudad. Los residentes de Puerto Niebla salieron de sus hogares y observaron la escena, curiosos. Génesis mantuvo los ojos pegados al suelo para no tener que enfrentarse a sus miradas prejuiciosas. Lamentablemente, le fue imposible apagar sus exclamaciones. «¡Acaben con la pecadora!», decían. Para colmo, el entusiasmo de estos nuevos espectadores fue contagiando al de los primeros y pronto todos se mostraron fervorosos con la idea de verla siendo juzgada por los dioses.

Se detuvieron frente al templo que ella misma había ayudado a construir. El de paredes sanguinolentas.

—Solo existe una manera de deshacerse de los brujos —dijo María, con voz más grave de lo normal—. Y solo el fuego purifica a nuestro mundo de la magia negra.

Génesis, quien ya no intentaba librarse de los Contricionistas, alzó la mirada por primera vez y se encontró de frente con un grupo de Inquisidoras que arrastraban hacia ella un enorme poste de madera. Lo situaron frente al templo, detrás de María de la Santísima Inquisición, y adornaron su base con troncos resecos. María debía llevar días planeando su sentencia.

—Estoy lista —susurró Génesis, cuando María acabó con su discurso. Habría deseado una muerte menos dolorosa, pero una vez que el dolor pasase, ya no habría más de qué preocuparse.

Con los ojos cerrados y las lágrimas contenidas, dejó que la amarraran al poste y que acomodaran los leños bajo sus pies. Era una mañana fría y ventosa, pero el calor del fuego ya comenzaba a rozar su piel. Génesis alzó la vista hacia el cielo. Las nubes estaban arremolinadas y habían adquirido un tono gris intenso. Tal vez, los dioses también la miraban, con una moneda en la mano, preparados para decidir si, en su siguiente vida, regresaría como un ángel o una lombriz...

Una gruesa gota se estrelló sobre su párpado, luego otra sobre su mejilla y muchas más sobre su nariz. De un segundo a otro, la cuidad entera enmudeció bajo la lluvia. Los árboles, el pasto y las calles quedaron empapados, y apenas se escuchaban los gritos de María tras el fuerte estallido de los chaparrones contra los techos de lata de las casas. Génesis miró sus pies. La lluvia había apagado el fuego, también.

Pero la tempestad duró tan solo un par de segundos.

—Bruja —susurró María de la Santísima Inquisición, tiritando debajo de su larga cabellera negra que ahora goteaba. Su ropa mojada acentuaba su esquelética figura—. No creas que tus trucos te salvarán la vida.

Génesis miró sus pequeños ojos negros y encontró en ellos algo que la dejó anonadada: terror.

—Deberías agradecerle a los dioses que no lo soy —le dijo, asegurándose de que solo ella pudiera oírla.

A María se le desorbitaron los ojos y sus fosas nasales se expandieron hasta quedar del tamaño de dos aceitunas negras.

—¡Quemen a la bruja! —gritó, tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron.

Los Contricionistas volvieron a acomodar los leños e intentaron encender el fuego. Les costó más esta vez, porque la madera estaba mojada, pero lo lograron, y cuando aparecieron las primeras llamas, cuando Génesis creyó que ya no había vuelta atrás, un grito desgarrador rompió el silencio. Había sido María. Un Contricionista la sostenía por la espalda y exprimía su pescuezo con su propio collar de la cuerda sagrada.

«Nunca debió ponérselo» —pensó Génesis. No le correspondía, y ahora estaba pagando por ello.

—¿Qué les pasa? —gritó el Contricionista, removiéndose la máscara negra que cubría su rostro y arrojándola al suelo. Recién ahí, descubrió Génesis que se trataba de Ulises. Tenía las mejillas acaloradas y la frente contraída—. ¡Todos ustedes saben que ella no es una bruja! ¿Hasta cuándo van a seguir las ordenes de está loca de mierda?

—¡Ulises! —intervino Ángel, su hermano gemelo. Él no se quitó la máscara, pero su voz delataba lo furioso que estaba—, suelta a nuestra líder.

Tenía los puños apretados y todo su cuerpo se estremecía. Génesis quiso sentir lástima por Ulises, incluso quería sentirse agradecida por defenderla, pero tras la muerte de su madre su corazón se había vuelto de piedra.

—¡No la voy a soltar! —continuó él. Era admirable el convencimiento con el que hablaba —. ¡Estoy harto de ver gente morir! ¡Estoy harto de fingir que hay un dios al que tengo que rendirle tributo cuando lo único que recibimos es horror y muerte! ¡La única que ha hecho algo para ayudar a alguien, es esa chica que está ahí! —añadió, apuntando a Génesis con la mano—. ¿Y ahora quieren matarla? ¿Qué son todos ustedes? ¿Monstruos?

—¡Es una bruja! —protestó el gemelo, escupiendo hacia donde Génesis se encontraba amarrada—. ¡Merece morir!

—También lo merece este saco de huesos —sentenció Ulises, presionando el collar con más fuerza—. Yo nunca creí en los dioses, hasta que la conocí a ella. —Volvió a señalar a Génesis—. Y nunca creí en el reptil del inframundo hasta que conocí a esta mujer —añadió, dándole a María un fuerte sacudón.

Ángel se arrojó sobre los leños y se apoderó del único que había comenzado a arder. Dio tres grandes zancadas hacia su hermano e intentó golpearle en la cabeza. Ulises alcanzó a escapar, pero tuvo que soltar a María, quien se refugió detrás de Ángel. Él movía el tronco de un lado al otro, como si intentase espantar moscas.

Ulises retrocedió y se unió al grupo de personas que rodeaba al poste y a Génesis, mientras que detrás de su hermano gemelo se aglomeró otro montón de gente: los fieles a María de la Santísima Inquisición. De pronto, toda la Inquisición estuvo dividida.

—¡Bajen a esa pobre chica! —exclamó la Madre Inquisidora. Acto seguido, unas manos cosquilleantes desataron los nudos que amarraban a Génesis al poste de madera. María, que miraba la escena horrorizada, se llevó una mano a la frente y dejó caer su escuálido cuerpo sobre los brazos de Ángel. Él la cargó sobre su hombro y condujo a su grupo entre los árboles, donde se perdieron de vista.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Ulises a Génesis.

Ella dudó antes de responder. La expresión de espanto que puso María cuando desobedecieron sus órdenes había quedado grabada en su retina.

—Me tiene miedo —susurró, con la mirada perdida en el punto donde ella acababa de desaparecer.

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