Inquisición X
Inquisición
Provincia de Las Rosas, Las Rosas
La última prueba, como María había decidido nominarla, dio comienzo a las seis en punto de la tarde, en el santuario de Las Rosas. Génesis fue la última en llegar, pues ella era la invitada especial de aquel encuentro. Cuando los Contricionistas le permitieron pasar al templo, se encontró con un mar de rostros preocupados y ojerosos. La Madre Inquisidora le apretó una mano cuando pasó por su lado, camino al altar, y Jezabel, su madre, aplaudía, pero no se atrevió a mirarla a los ojos.
Génesis se detuvo justo donde terminaban los reclinatorios, a una distancia prudente de María, pero esta dio unos pasos hacia adelante y acortó la distancia entre ambas. Entonces, tomó el rostro de Génesis con ambas manos y lo acercó al suyo propio.
―No tienes idea del gusto que me da verte el día de hoy —dijo, dándole un beso en la frente.
Génesis se limitó a dedicarle una poco sincera sonrisa y se sentó en el banco que habían situado junto a los peldaños de la tarima, enfrentada a todos los presentes, además de María. Tal como lo había esperado, en el encuentro no se habló de otra cosa más que de los milagros realizados a través de la historia del culto Inoista. Incluyendo el de María, el único de todos los milagros que no había tenido testigos.
«No voy a poder hacerlo —pensó Génesis, le costaba respirar—. Y ellos ya lo saben.»
A petición de la Madre Inquisidora, los últimos diez minutos los dejaron para orar. Por un instante que pareció durar horas, el santuario fue presa de un silencio absoluto. Oraban por Génesis, o eso creía ella, y pese a que también se puso de rodillas no fue capaz de dirigirse a los dioses. Ya lo había hecho una vez, justo antes de seguir los pasos de María de la Santísima Inquisición y juzgar a quien no le correspondía. «Al menos la Sagrada Fábula nos dijo una verdad: los dioses castigan.» Además, ¿Qué podía pedirles? Lo único que deseaba en ese momento era seguir con vida cuando fuera María quien se enfrentara al castigo de los dioses.
—Es hora —dijo de pronto María.
El estómago de Génesis dio un vuelco. Le temblaban las piernas y sus manos estaban empapadas de sudor. Tuvo la tentación de gritarles a todos que dejasen de mirarla, pero ni siquiera logró voltearse hacia ellos porque no se creía capaz de enfrentar el terror dibujado en sus rostros. Los Contricionistas, en la entrada, abrieron las puertas de madera. Acto seguido, María los invitó a seguirla hacia el exterior. El milagro de Génesis se llevaría a cabo de forma ceremoniosa, frente al mar.
Ella esperaba encontrarse con algún nuevo modo de tortura. Algo tan o más brutal que los apedreamientos, aunque le costaba imaginar una forma más dolorosa de morir que dentro del toro. Sin embargo, lo único que había en la vasta piscina de arena era un pequeño podio de madera, dónde descansaba una copa de lo que parecía ser vino y una diminuta y misteriosa botella.
—Génesis no es una mujer cualquiera —comenzó a decir María una vez que todos estuvieron situados en sus respectivos lugares. Para variar, María y Génesis eran las únicas enfrentadas al resto de la división. Las únicas de espaldas al mar—. Ella escucha a los dioses, ella los obedece, y ella nos guía hacia la salvación de la misma forma que lo hago yo. Los dioses nos enviaron a Génesis para protegernos del reptil del inframundo y de sus poderes de persuasión. —Todos los vellos del cuerpo de Génesis se erizaron. ¿Por qué aquellas palabras tenían que provenir de los labios de... ella?—. Gracias a Génesis conquistamos Lago Espejo, quienes estuvieron a punto de perecer por culpa de una horrorosa infección.
Pero, ¿los había salvado realmente? Desde que María había vuelto, nada se sabía de ellos. Excepto por lo que Rut contaba, quien aseguraba que los habían dejado tan enfermos como los habían encontrado.
—La líder asegura que logró hacer el milagro. Y yo estaba ahí cuando pasó —le contó a Génesis, más temprano ese mismo día—. Cayó de rodillas, con la vista fija en el sol. El Dios de la Luz se le presentó y le prometió la salvación de todos los enfermos. Yo no alcancé a ver cómo sanaban —agregó— pero seguramente ya deben estar bien.
—¿Cómo estaban? —preguntó Génesis—. ¿Qué enfermedad tenían?
—No sé —respondió Rut—. Tenían fiebre, vómitos y diarrea. Y eran tantos los contagiados que tuvieron que aislaros y los comenzaron a acinar en los gimnasios de los colegios.
Génesis no estaba segura si Rut realmente creía que la gente de Los Narcisos se estaba recuperando, o lo decía simplemente porque aquello era lo que debía decir. La honestidad era tan o más escasa en Las Rosas que el dinero desde que María había tomado el liderazgo de la Inquisición.
—En mi ausencia —continuó María. El sol comenzaba a esconderse, pero como nunca en Las Rosas, estaba despejado, por lo que unos cuantos destellos rojos y anaranjados se escapaban desde el horizonte. Además, en vez de fogata, en esa ocasión habían encendido velas, las que alumbraban el rostro de María desde abajo, acentuando sus huesudos pómulos—, Génesis tomó mi lugar y sentenció un castigo. —La miró de reojo—. Ella siguió las señales que los dioses le indicaron, al igual que lo hizo con los trenes subterráneos. Génesis decidió castigar, no solo al pecador, sino que también al débil, al derrotado.
Aplausos. A Génesis le costó trabajo creerlo, la aplaudían a ella. Inmediatamente, se volvió hacia María, quien en ese momento sonreía. Tenía los ojos cerrados, y el pecho rígido, a punto de explotar, pero su sonrisa lo decía todo. Qué sabroso le resultaba aquel momento
—Pero igual como lo hicieron conmigo —dijo María, alzando la voz por encima de los aplausos—, los dioses quieren poner a Génesis a prueba. Con una fe sin límites será capaz de cualquier cosa. Yo fui capaz en Lago Espejo, y los dioses me permitieron continuar esparciendo su palabra. Si Génesis lo logra ahora, también podrá continuar ejerciendo su rol como mi mano derecha. Si falla... —Levantó tanto el rostro que se ensombrecieron sus ojos—, tendrá que enfrentarse a las consecuencias.
A Génesis le habría encantado preguntarle cuales serían esas consecuencias, pero no se atrevió. De todas maneras, había perdido todo rastro de voz.
Sin decir palabra alguna, María tomó la diminuta botella, desenroscó la tapa de vidrio violeta y vertió el contenido dentro del vino. Alzó la copa y la sacudió con gentileza para que ambas sustancias se mezclaran. Con tan poca luz solar, el vino parecía sangre.
—Ahora —continuó María—, necesitamos un voluntario...
Los murmullos que se generaron al instante eran apenas audibles bajo el canto de las olas. Los que estaban más adelante, se echaron hacia atrás con pasos torpes, chocando con las personas que tenían a sus espaldas. Solo uno de ellos se atrevió a pasar adelante y ofrecerse como voluntaria.
—Muy bien —dijo María, cuando Jezabel apareció entre la multitud—. Tienes fe en tu hija.
Jezabel asintió.
—Lo único que debes hacer es beber de esta copa.
—¿Qué contiene? —preguntó Génesis, pero su madre ya había recibido la copa de vino y se la estaba llevando a los labios—. No la tomes —soltó, casi sin voz. No se dio cuenta en qué momento los Contricionistas se habían acercado a ella y la habían tomado de ambos brazos, impidiéndole moverse de su lugar—. ¡Mamá, no la bebas!
Demasiado tarde. De un sorbo, Jezabel vació la copa, no había dejado ni una gota.
Por un instante, hasta las olas guardaron silencio. Todos se habían quedado mirando a Jezabel expectantes de lo que ocurriría a continuación. Ella pasaba la mirada de la copa ahora vacía a su hija, una y otra vez. Génesis quiso decirle algo, cualquier cosa, pero no supo qué. Recién después de varios segundos silenciosos, Jezabel se llevó las dos manos al pecho. La copa había caído sobre la arena, pero no se rompió.
—¡Mamá! —volvió a exclamar Génesis, provocando que los Contricionistas la sujetaran con más fuerza.
Jezabel había caído de rodillas y arrugaba el rostro de dolor. No podía hablar, ni gritar, y en menos de dos minutos, su cuerpo entero se desplomó. Ahora miraba a la nada con los ojos como platos y la boca abierta.
Las Inquisidoras se apresuraron en acomodar el cuerpo de Jezabel sobre la arena, de manera que quedase mirando hacia el cielo y no de costado como había caído inicialmente. Todo había pasado tan rápido, que Génesis aún no terminaba de comprenderlo. Los Contricionistas la soltaron, ya no sacaban nada con tenerla sujetada, y ella cayó de rodillas, de la misma forma que lo había hecho su madre, solo que el dolor de Génesis requeriría de más de dos minutos para acabarse. Algunos sollozos y gritos ahogados surgieron de la multitud, y las olas volvían a romperse en la costa, pero para Génesis aquellos sonidos no eran más que susurros lejanos e irreales.
—No llores, Génesis —dijo María, su voz parecía vibrar en el interior de su cabeza, causándole un insoportable malestar en los oídos.
María tenía razón, Génesis se había puesto a llorar; lloraba a mares. No estaba segura de por qué lloraba pues había demasiadas razones: Nunca más volvería a abrazar a su madre, ni a escucharla. Nunca podría preguntarle qué tan intenso había sido el dolor causado por el veneno. Nunca olvidaría el terror en sus ojos al momento de morir. Y, por sobre todas las cosas, nunca se perdonaría a sí misma todo lo que había hecho y hasta dónde la había llevado.
—Puedes salvarla —continuó María. Génesis ahogó un suspiro y la miró por encima del hombro—, si tienes suficiente fe.
—¿Cómo se supone que lo haga? —preguntó Génesis, que seguía de rodillas sobre la arena y con el rostro bañado en lágrimas.
—Tú tienes que descubrir la manera.
Génesis se volteó hacia el mar, pero puso toda su atención en las estrellas. Con las manos juntas, y aprovechando que ya se encontraba en una posición de súplica, se dirigió a los dioses. Ahora que el sol se había escondido por completo allí arriba todo se veía más vacío. Se preguntó si realmente había dioses en algún lugar del universo, y si es que los había, ¿por qué irían a escucharla a ella?
—Por favor —murmuró, permitiéndole a las olas opacar el sonido de su voz. Nunca había deseado algo con tanta fuerza; tenía las manos tan apretadas una contra la otra que le dolían—. No es su culpa, permítanle regresar.
Pero Jezabel permaneció inmóvil, rígida como una estatua y con nada más que vacío en su mirada. Génesis cruzó los dedos una vez más y lo volvió a intentar.
—No es su culpa. —A excepción del mar, la playa estaba más silenciosa que nunca. Quizás se debiera a la intriga o, tal vez, estuvieran tratando de escuchar sus plegarias. Génesis no se los permitiría. Aquella conversación era entre ella y los dioses, nadie más—. Yo quise desafiar a María, no ella. No ella.
Esta vez, tardó más en abrir los ojos. Su deseo de revivir a su madre era tan grande, que por un momento creyó ser capaz de lograrlo. Podía sentirlo. Podía escuchar su respiración retomando lentamente su ritmo y su cuerpo despegándose de la arena. Olía la fragancia de su cabello impulsado por el viento. Podía ver las caras de asombro de los demás miembros de la división...
Por eso, cuando por fin despegó los párpados no pudo creer que su madre siguiera igual de inanimada e incluso más pálida que antes.
Por tercera vez, cruzó las manos, cerró los ojos y suplicó.
—Yo la puse en esta situación —exclamó. Ya no le importaba quiénes la escuchasen—. ¿Por qué la castigan a ella?
Aunque, ¿era a Jezabel a quienes castigaban los dioses?
«Qué lindo regalo... —pensó Génesis—, sería abrir los ojos y encontrarme con nada más que todo por delante, en cualquier lugar que no sea aquí.»
De pronto, una mano fría y torpe se posó sobre su hombro. Era María, quien la miraba hacia abajo con una sonrisa triunfante en los labios. Las yemas de sus dedos le rozaban la clavícula causándole una incomodidad que se extendió por todo su cuerpo.
—¿Puedes hacerlo o no? —le preguntó.
—No.
María dio unos pasos hacia adelante, para dirigirse a su gente. Su voz se escuchaba más aguda de lo normal. Parecía estar tratando de contener las carcajadas de júbilo con toda la fuerza de su garganta.
—Génesis ha fallado —sentenció—. Esta noche no podemos hacer otra cosa más que orar. En la mañana comunicaré el deseo de los dioses. ―Se volvió hacia Génesis―. Si son piadosos, tal vez tu único castigo sea abandonar tu posición como mi aprendiz. Pediré que así sea.
Con preocupación en sus rostros, y tan silenciosos como lo habían estado durante la ceremonia, uno a uno, los miembros de la Inquisición se fueron alejando de la playa, donde ahora el mar rugía con más ímpetu que antes. Génesis se quedó sentada sobre la arena hasta que todo el cielo estuvo bañado de estrellas y no hubo nadie más allí. Una vez que se encontró completamente sola, se tendió junto al cuerpo de su madre y con un dedo tembloroso acarició su rostro. Quería decirle algo, despedirse de alguna manera, pero solo lo logró en sus sueños después de quedarse dormida.
Despertó antes de que el sol comenzara a brillar. Lo primero que vio fue el rostro de Álvaro, que la sacudía por los hombros. Luego notó que el cuerpo de Jezabel ya no estaba allí, alguien debía haberlo retirado.
—¿Estas bien? —le preguntó. Génesis no respondió, en vez de eso, escondió el rostro entre sus manos y rompió en llanto. Un llanto que llevaba guardando por años.
—La extraño—Fue lo único que pudo decir, entre jadeos. Álvaro la rodeó con ambos brazos y le dio unos torpes golpecitos en la cabeza—. Y tengo miedo —balbuceó, una vez más—. Me da miedo el dolor.
—Yo puedo ayudarte —dijo Álvaro—, a deshacerte de ella.
De inmediato, casi como si el contacto con Álvaro le hubiese causado electricidad, se alejó de él y examinó su semblante. Se veía cansado de tanto remar, y hasta más flaco que la última vez que se habían visto. Pero sus ojos... en sus ojos se escondía un secreto, una intención, y Génesis no lograba descifrar cuál.
—¿Por qué quieres que la mate? —le preguntó ella. Bajo la luz de la luna, Álvaro no se parecía en nada al anciano amable que ella recordaba. Su respiración agitada y dificultosa le daban aspecto de estar siempre enojado, pero eran sus ojos los que más la asustaban. Ella los recordaba azules y calmos. En aquel momento, se veían tan negros y furiosos como el mar—. ¿Por qué estás acá?
Álvaro la miró con el ceño fruncido, y dio unos cuantos pasos hacia atrás.
—¡Génesis! —El viento trajo consigo una voz que la llamaba a la distancia.
Génesis se dio la media vuelta y se encontró con el rostro asustado de Sara, quien la apuntaba con un dedo acusador
—¡Un brujo! —exclamó—. ¡Eres una bruja! ¡Génesis es bruja!
—¿Qué? Sara, cállate...
—¡Aléjate de mí, bruja! —la interrumpió, tomando su anillo de la cuerda sagrada y apuntándolo hacia Génesis y Álvaro.
—¿Te volviste loca? —le preguntó Génesis, aquello era lo último que necesitaba—. ¡Los brujos no existen!
—¡No te hagas la inocente! —Sara caminaba en reversa para no dejar de apuntarlos con el anillo— ¡Ese brujo es tu amigo!
Génesis dio unos pasos hacia adelante, y abrió y cerró la boca varias veces, en vano. Para cuando logró formular una idea coherente en su cabeza, Sara ya se había perdido en la distancia.
—Déjala ir —le dijo Álvaro en voz baja—. Y escúchame—agregó, tomando a Génesis por los hombros—. Tú estabas acá despidiéndote de tu madre, nada más.
—¿Qué quieres decir?
—Te estoy ayudando, así que mejor hazme caso. Va a ser peor si se enteran de la verdad.
—¿Qué verdad?
Álvaro no respondió. Simplemente, se dio la media vuelta y empujó su bote al mar. Génesis lo observó internarse en la profundidad hasta que la neblina de la madrugada lo ocultó por completo. Se sintió más sola que nunca mirando hacia la nada, acompañada únicamente por el lamento de las olas. Sara la había acusado de ser bruja y de seguro ya se lo estaría contando a María. Génesis, sin embargo, solo era capaz de pensar en Álvaro, y en esos oscuros ojos suyos.
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