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Inquisición VIII

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



Aun estando protegidos por el techo del túnel y habiendo varios metros de tierra sobre sus cabezas, el estrepitoso rugido del viento no pasaba desapercibido. Revoloteaba en la intemperie, como una bestia devorando todo a su paso. En ocasiones, cuando por fin parecía haberse calmado, dejaba escapar unos escalofriantes silbidos cargados de lamentos que se colaban por las puertas de la estación.

Noticias importantes de Lago Espejo estaban por llegar. María de la Santísima Inquisición se había encargado de que nadie, además de sus Inquisidoras y dos Contricionistas, se enterase de aquella pequeña reunión; Génesis sospechaba que ninguna de las noticias que el tren acarreaba eran buenas noticias.

Por un momento que a Génesis le pareció eterno, no hicieron más que quedarse de pie frente a las líneas del tren, en completo silencio y expectantes. Los Contricionistas se posaron a cada lado de María, Génesis sabía que uno de ellos se llamaba Ángel y el otro Ulises, pero ignoraba cuál era cuál. Podía verles los rostros dado que ambos usaban la máscara de cuervo a un costado de sus cabezas. Con el resto del uniforme, también habían hecho destrozos: transformaron la tradicional túnica negra en un pantalón, un suéter y lo que parecía ser una capa que apenas pasaba sus codos. Además, le habían añadido guantes sin dedos, vendajes negros que envolvían sus tobillos y densos pañuelos alrededor de sus cuellos.

El tren no tardó en llegar y de él se bajaron tres mujeres jóvenes con una I dorada bordada en sus vestimentas y otra marrón tatuada en sus cuellos. Las tres llevaban el ceño fruncido, y la piel pálida y sudorosa.

—¿Cuál es tu nombre, querida? —preguntó María, con voz grave y cruzando los brazos frente al pecho.

—Yo soy Abril, y ellas son Tamara y Soledad. —Las tres hicieron una reverencia al mismo tiempo.

—¿Cómo se encuentra todo en Los Narcisos?

—No sé qué ha pasado, su Santidad —se apresuró a contestar Abril. Tenía los hombros ligeramente alzados y no paraba de retorcer las manos—. Yo hice todo lo que usted me pidió, pero no sé qué hacer con esto.

—¿Qué pasó? —volvió a preguntar María. En su voz no había otra cosa más que frialdad.

—Hubo un brote —comenzó a explicar ella, al borde del llanto—. Nosotras pensamos que solo se trataba de un resfrío, pero al parecer es algo más. —Dudó un par de veces antes de seguir hablando—. Han muerto decenas de personas.

María apretó la mandíbula con tanta fuerza que dos grandes huesos aparecieron detrás de sus mejillas.

—Los dioses nunca castigan porque sí —sentenció—. Y con enfermedad debemos pagar nuestros pecados. Déjalos que mueran.

—Tiene toda la razón, su Santidad —dijo Abril—, pero no creo que éste sea el caso. La mayoría de los que se han enfermado son niños, su Santidad.

—Por todos los dioses —dijo la Madre, abanicándose el rostro con la mano—. ¿No han preguntado si hay algún doctor? ¿O alguna enfermera, al menos?

—Solo farmaceutas, y han hecho todo lo que han podido, pero sin los remedios y con los escasos alimentos que tenemos no hay mucho que puedan hacer.

—¿Para qué viniste, entonces? —inquirió María, su pecho se expandía y se contraía a una velocidad poco natural—. Yo creo que estamos enfrentándonos a una causa perdida.

—Tiene toda la razón —dijo Abril—. Pero aún podemos intentar una última cosa. Eso venimos a pedirle, su Santidad.

—¿Qué cosa? —preguntó María, frunciendo el labio superior.

—Que los sane usted —respondió Abril, e inmediatamente agachó la cabeza.

—¿Cómo podría sanarlos yo?

—Discúlpeme, su Santidad —intervino Soledad, la más alta de las muchachas—. Nosotras creemos que usted, con el favor de los dioses y si ellos lo permiten, podría realizar un milagro.

El rostro de María palideció.

Génesis cerró los ojos y soltó un suspiro.

—La niña tiene razón —opinó la Madre—. Los dioses obran a través de usted, su Santidad.

—Estoy segura de que si los dioses planean salvar a esa pobre gente me darán el poder de hacerlo. Sin embargo, no puedo dejar Las Rosas desatendida —dijo María, forzando una sonrisa.

—No sería la primera vez, su Santidad —dijo Sara. María le lanzó una mirada inquisitiva—. Ya ha dejado Las Rosas por ciertos periodos de tiempo y nada malo ha ocurrido. Otros podrían tomar su lugar por el tiempo que usted se ausente... su Santidad.

María se volteó hacia Génesis.

—¿Tú crees que debería ir?

—La gente la necesita, su Santidad.

La piel de María pasó de tener un tono verdoso blanquecino a un rojo flameante. Cuando sus finos y arrugados labios comenzaron a curvarse y a formar una sonrisa, Génesis se arrepintió de haber dado aquella respuesta.

—Muy bien —dijo, entonces—. Iré. No debería preocuparme sabiendo que te dejé a ti a cargo de esta provincia.

—¿Yo? —Génesis tragó saliva—. Su Santidad, dudo estar preparada. Hay gente mucho más apta que yo para...

—Confío en ti. Estoy segura de que tomarás todas las mejores decisiones. —Se volvió hacia Abril con una sonrisa mucho más auténtica que antes—. Acompáñame al santuario —le dijo, dándose la media vuelta e indicándoles a las demás que la siguieran también—, voy a necesitar mi copia de la Sagrada Fábula en Lago Espejo. Tomaremos el siguiente tren.


—¡Génesis, al fin! —exclamó Jezabel, al tiempo que Génesis intentaba escabullirse escaleras arriba y perderse en su habitación.

—La líder me mantuvo ocupada —le explicó, desde el tercer peldaño—. Y la verdad es que estoy un poco cansada.

—No importa —respondió su madre, la tomó de la mano y la arrastró hasta la cocina—. Quiero mostrarte algo —agregó, haciendo un gesto con su brazo para indicarle dónde debía mirar.

Lo primero que Génesis notó al entrar a la cocina fueron los pocillos llenos de castañas, piñones y avellanas. Junto a ellos, un jarrón de jugo natural y un frasco de miel—. Siéntate —le ordenó, tras acomodar su silla junto a la de Génesis—. Vamos a celebrar.

—¿Qué vamos a celebrar?

Jezabel rio.

—Hay demasiados motivos ¿no? Por un lado, está todo este alimento que nos entregan nuestros árboles y nuestro mar. Bendita sea nuestra líder, María de la Santísima Inquisición.

—Bendita sea —dijo Génesis, porque su madre la miraba, expectante.

—Pero hoy quiero celebrar por otra cosa. —Se acercó a Génesis y le acarició la mejilla—. Quiero celebrar porque los dioses me dieron a la mejor de todas las hijas.

—¿A qué te refieres?

—Supe que quedarás a cargo de la provincia durante la ausencia de nuestra líder —dijo, apretando los labios para no sonreír más de lo necesario.

—¿Cómo lo supiste?

—Es una increíble noticia —opinó Jezabel—. Significa que cree en ti. Significa que los dioses me dieron una buena hija, digna de la confianza de María de la Santísima Inquisición.

—Gracias, mamá. Pero, no sé si sea una buena noticia. ―Dudó antes de continuar―. Tengo miedo.

—Si la líder te eligió, es porque los dioses también lo hicieron.

Génesis rodó los ojos.

La Madre Inquisidora le había dicho algo muy parecido cuando vieron a María partir en el tren hacia Lago Espejo. Según ella, solo se ausentaría por un par de días, pero no dejó ninguna instrucción a Génesis sobre qué hacer o cómo hacerlo. Génesis le pidió a la Madre que la aconsejara hasta que María estuviese de vuelta, pero la Madre se limitó a decirle que siguiese su corazón, que los dioses la guiarían. Ante tales comentarios, ella no era capaz más que de bajar la mirada y sonreír.

—Yo entiendo que tengas miedo ―añadió Jezabel―. Tienes una gran misión por delante, debe ser atemorizante.

Génesis asintió.

―Ni siquiera sé por dónde empezar.

―Entonces elige un lugar, el que tú quieras, el que los dioses te hagan elegir. Te encargarás del asunto y continuarás con el siguiente.

―Gracias, mamá ―dijo Génesis.

Y siguió su consejo. Planeó detalladamente todas las actividades que realizaría al día siguiente: el encuentro de las seis de la mañana, el desayuno con la Madre y las demás Inquisidoras y una rápida visita a los extremos de la cuidad para verificar que no les faltase agua o alimento. Terminado aquello, convocaría al encuentro de las seis de la tarde una hora antes, debido al mal clima. Entonces, quedarían libres de hacer lo que quisiesen con su tiempo libre. A los Contricionistas los dejaría para otro día, el simple hecho de encontrarse cerca de ellos le ponía los pelos de punta.

Pero los dioses no permitieron que ninguno de sus planes se hiciera realidad. Llegó al santuario mojada y adormecida, y pese a que nadie hablaba, la lluvia no los dejaba escuchar nada más que su propio llanto torrencial. Génesis nunca se había dado cuenta de cuánta gente asistía al encuentro de la seis de la mañana. El hecho de que todos tuvieran sus ojos puestos en ella le aterraba.

—Que mis errores no me cuesten la vida, por favor —murmuró, antes de comenzar.

Tras un rápido vistazo al cielo, se volvió hacia su público. Ellos deseaban verla fracasar, lo notaba en sus miradas hambrientas y morbosas. Génesis abrió la boca no una, ni dos veces, si no que veinte. Su cabeza estaba en blanco, las palabras se habían escapado de su memoria. Fue entonces que un doloroso chillido, proveniente de las butacas, interrumpió a la lluvia y al silencio. Génesis y todos los demás se volvieron hacia la tercera fila, donde una señora acababa de romper en llanto. En desmedro de la ceremonia que estaba llevando a cabo, Génesis se dirigió a las butacas y le preguntó:

—¿Puedo hacer algo por usted?

La mujer, con sus mejillas empapadas y ojos rojos e hinchados, la tomó de las manos y le dijo:

—Castígala.

—¿A quién?

—A la... prostituta que tentó a mi marido.

La mujer rompió en llanto una vez más. El hombre sentado a su lado se puso de pie de inmediato y se abrió paso hasta la salida del santuario. Génesis solo pudo verle la nuca, pero aquello fue suficiente para reconocerlo. Se trataba de Zacarías, el culpable de la muerte de Milagros.

—Puedes contarnos todo —dijo la señora que se encontraba sentada detrás de la esposa de Zacarías, posando una mano sobre su hombro—. ¡Dinos quien fue y la atraparemos!

Se puso de pie y apuntó a una joven que se hallaba arrinconada al otro lado del salón. Ella intentó esconder su rostro detrás de su larga y lacia cabellera, pero todos los que estaban a su alrededor se lanzaron hacia la joven como animales y del cabello la arrastraron hasta los pies de Génesis. Una vez que la tuvo al frente pudo notar las grandes ojeras debajo de sus ojos y el tono pálido de su piel. Lucía igual que Milagros antes de morir.

—¿Qué esperas? —preguntó alguien de la multitud— ¿No vas a hacer nada?

Génesis se irguió. Su estómago no paraba de retorcerse y su cabeza estaba completamente en blanco. No sabía qué hacer, solo sabía que no quería estar allí, no quería tomar ninguna decisión y, sobre todas las cosas, no quería estar a cargo de la división en aquel momento.

—Todos tenemos derecho a un juicio —dijo Génesis finalmente, pero el llanto de la mujer avivó la euforia de los demás.

—¡No se lo merece! —gritaban algunos.

—¡Hay que quemar a la ramera! —gritaban otros.

—El juicio se hará igual —dijo Génesis, alzando su voz por encima de todas las demás—. Los dioses decidirán su castigo, no ustedes. —Sus palabras fueron seguidas por un silencio abrumador y miradas acusadoras—. Pero no será la única. —Se volvió hacia la esposa de Zacarías—. Lo siento mucho, pero su marido ha caído en la tentación dos veces desde que María asumió el liderazgo de la Inquisición. Dejarse atrapar por la tentación es una señal de debilidad y los dioses no pueden darse el lujo de tener a un débil dentro de su ejército. Contricionistas —los llamó—. Asegúrense de que ninguno de los dos abandone Las Rosas hasta que los dioses me hayan dado su veredicto.

Se reunió con la Madre Inquisidora y Sara aquella misma tarde y ambas dieron sus sinceras opiniones sobre el asunto. Sin embargo, Génesis no escuchó a ninguna de las dos. Ya sabía lo que ellas dirían y en aquel momento una batalla se estaba librando dentro de su cabeza. Una batalla entre perdonarlos a ambos o castigarlos a los dos y vengar la muerte de Milagros.

Más tarde, en la soledad de su habitación, Génesis se dispuso a comunicarse con los dioses. No pretendía escucharlos, ni siquiera esperaba que ellos la escuchasen a ella, pero nada le impediría intentar al menos pedirles perdón. Los Inoistas solían rezar con sus cabezas gachas, pero Génesis alzó la mirada hacia el cielo. Allí estaban los dioses. Mucho más grandes que el universo, mirando a los humanos con dulzura, como un padre a un hijo en sus años más tiernos.

«Así de ignorante somos —pensó Génesis—, ante sus ojos.»

Dictó la sentencia durante el Juicio de los Dioses, esa misma noche. Su decisión fue recibida con aplausos y risas de júbilo, y sus deseos fueron órdenes. Los Contricionistas se encargaron de conducir a los acusados hasta la playa. Allí los pusieron de rodillas sobre la húmeda arena y los amarraron de pies y manos. Los demás, llenaron canastos tras canastos de rocas que usarían para apedrearlos. Todo estaba listo para comenzar, y las manos de la Inquisición temblaban deseosas de que Génesis se apresurara en dar la orden. Ella, por otra parte, se tomó todo su tiempo para dar inicio al castigo.

Caminó a paso lento hasta donde se encontraban los acusados y se detuvo frente a la joven. Tenía el pelo desordenado por el viento, los labios secos y la piel blanca, como la de un fantasma. Lo único que Génesis sabía sobre ella era que habían estudiado en el mismo colegio y que había pertenecido a la orquesta estudiantil. Lamentablemente, nunca supo su nombre. Tal vez, era mejor así.

—Lo siento —murmuró a su oído y le dio un beso en la mejilla. Ella la miró con los ojos muy abiertos—. Estoy segura de que, si no continuas después de hoy, es porque los dioses tienen planeado un mejor destino para ti en la siguiente vida.

—Yo no hice nada malo —le suplicó ella, envuelta en un mar de lágrimas—. Él me obligaba. Yo no quería, lo juro.

—Lo sé —respondió Génesis—. Por eso tenemos que impedirle que vuelva a dañar a otra persona.

Se dio la media vuelta y caminó en sentido contrario con el corazón hecho trizas. Sin embargo, la expresión de terror dibujada en el rostro de Zacarías le causaba tanta dicha que casi anulaba todo sentimiento de culpa.

—Lo siento —dijo él, cuando la vio aproximarse—. No volveré a hacerlo, lo juro —Génesis rodó los ojos—. ¡Seré bueno, seré fiel!

—Estás podrido por dentro —le dijo Génesis—, y ya es hora de que tu cuerpo siga los pasos de tu alma.

—¿Por qué haces esto? —preguntó él, sus lágrimas habían comenzado a mezclarse con sus mocos—. ¡No es mi culpa tener estos deseos! ¡Ella me sedujo!

Génesis sintió aquella última oración como una cachetada.

—Espero que mueras lentamente y que el dolor te consuma —dijo—. ¿Cómo se siente saber que nadie te extrañará? ¿Que toda esta gente quiere verte muerto?

Zacarías no fue capaz de articular palabra alguna. Simplemente, se quedó observando a Génesis con los ojos llenos de lágrimas y el rostro cubierto de flema.

—Eres malvada —gritó después de varios largos segundos.

—¿Yo? No —dijo Génesis, y acercó su boca al oído de Zacarías—. Los demás lo son y me voy a deshacer de todos, uno por uno. —No estaba segura de dónde salían aquellas palabras, o si realmente las creía, pero escucharlas de sus labios le produjo más satisfacción de la que había sentido nunca.

—Deténganla —dijo él, en un susurro de voz que luego se transformó en un grito desesperado. Su rostro se había desfigurado—. Deténgala —repitió—. ¡Es malvada! ¡Es peligrosa! —El volumen de su voz aumentaba más y más a medida que Génesis se alejaba del él—. ¡Ella es el reptil del inframundo!

Génesis se detuvo frente a su gente y observó el miedo y la preocupación trazados en sus rostros pintados de rojo por el fuego de las fogatas.

—Pueden comenzar —les dijo.

Entonces, las advertencias de Zacarías dejaron de ser importantes para ellos. Su completa concentración se focalizó en arrojarles rocas a él y a la joven que se encontraba a su lado. Sus ansias de dañar y descargar la ira que los invadía eran más grandes que todo lo demás, incluso que el mismo razonamiento.

Génesis miró al otro lado del mar, detrás de la niebla que escondía a Yuco. Se preguntó si Milagros estaría mirando desde la distancia y por primera vez, deseó verla para poder contarle que Zacarías no volvería a dañar a nadie más. Sin embargo, fue la voz de Álvaro la que acarició sus oídos y fue capaz de imaginar perfectamente lo que le diría si estuviese junto a ella.

—Si puedes matarlos a ellos dos, ¿por qué no hacer lo mismo con María de la Santísima Inquisición? 

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