Inquisición VII
Inquisición
Provincia de Las Rosas, Las Rosas
Génesis, la Madre Inquisidora, Sara, la señora Ana y María de la Santísima Inquisición se encontraban sentadas alrededor de una robusta mesa de roble, en el comedor del santuario. Las primeras cuatro tenían las cabezas agachadas, los ojos cerrados y susurraban palabras al vacío. María, en cambio, oraba a los dioses con los ojos abiertos, vigilando a las demás. Génesis la había descubierto varias veces mirándola con los ojos desorbitados, pero María enseguida volvía a cerrarlos, pretendiendo que no había ocurrido nada.
—Muy bien —dijo la líder al cabo de media hora, y bajó las manos, permitiéndoles a las demás hacerlo también. Génesis soltó un suspiro y masajeó sus codos—. Espero que la meditación con los dioses les haya servido para llegar a un consenso.
—Yo digo que la chica debe ser castigada —dijo la Madre Inquisidora. Cada día que pasaba su voz se volvía más áspera—. Las mujeres no deberíamos andar haciendo ese tipo de cosas.
—Es una interesante propuesta, Madre —dijo María, con la cabeza ladeada—. ¿Qué opinas tú, Sara?
—Estoy de acuerdo con la Madre —dijo ella moviendo la cabeza de arriba abajo—. A menos que usted piense otra cosa —se apresuró a agregar—. Los dioses me recomendaron que la escuche a usted.
María hizo caso omiso de su comentario.
—¿Génesis?
Génesis tragó saliva antes de replicar.
—Es muy pronto para decidir si merecen un castigo o no —dijo ella. Sus dedos se habían transformado en un espectáculo de títeres y ella era la espectadora más atenta—, pero sea cual sea la decisión que tomemos debiera ser igual para los dos. Los dos estaban haciendo lo mismo.
—Pero ella debió seducirlo —insistió la Madre—. Nunca faltan las mujeres que se prestan para eso.
—¿Qué opina usted, señora Ana? —preguntó Génesis antes de que la Madre Inquisidora tuviera la oportunidad de continuar.
La señora Ana posó ambas manos sobre sus piernas y se las frotó varias veces seguidas. Aquella era la primera vez que participaba de un juicio y nunca había hablado en privado con la líder. Su pierna derecha no paraba de temblar desde que había llegado y cada vez que hablaba lo hacía sílaba por sílaba. Génesis la había elegido a ella como jurado imparcial por su carácter dócil y emocional, el cual parecía estar sepultado debajo de los nervios en aquel momento.
—Son solo adolescentes —dijo la señora Ana, con voz aguda.
—¿Qué significa eso? —preguntó María. El rostro de la señora Ana perdió todo rastro de color—. ¿Qué los adolescentes tienen permitido dejarse llevar por la tentación?
—¡No! —exclamó, moviendo las manos—. ¡No quise decir eso!
—¿Qué quisiste decir entonces? —preguntó María, apoyando ambas manos sobre la mesa—. Explícanos.
—Quise decir que... —El pecho de la señora Ana parecía a punto de estallar—, se quieren —dijo—. No es pecado amar.
—Es pecado prostituirse —soltó la Madre Inquisidora.
—El amor no debiera ser usado como excusa para pecar —dijo Sara—. ¿O me equivoco, su Santidad?
—Tienes toda la razón, Sara.
—No entiendo —dijo Génesis—. ¿Dónde está el pecado?
María abrió sus orificios nasales y aspiró una gran cantidad de aire.
—Ese chico y esa chica fueron encontrados fornicando en la cama de los padres del chico —dijo ella, con voz chillona—. ¿Te parece a ti que su comportamiento fuera el indicado?
—Entonces, ¿es pecado tener relaciones sexuales? —preguntó Génesis. Se arrepintió de sus palabras en cuanto las dijo, aun así, estas siguieron saliendo—. ¿O lo es ser descubiertos?
—¿Tienes algo para proponernos, Génesis? —preguntó María, de inmediato―. ¿O tu misión de hoy es actuar como una discípula del reptil?
—Quiero proponer algo —dijo Génesis enderezando la espalda—. Que se casen.
—¿Qué? —preguntó María, inclinándose hacia Génesis—. ¿Quiénes deberían casarse?
—Los acusados —dijo Génesis—. Deberían casarse. Los dioses valoran a la familia.
María sonrió y soltó un suspiro.
—Las que estén a favor —dijo.
Génesis fue la primera en alzar la mano, luego lo hicieron la señora Ana y la Madre Inquisidora. Eran mayoría.
—Muy bien —añadió, poniéndose de pie y apoyando ambas manos sobre la mesa—. Génesis, ¿me acompañarías a buscar la sidra? Celebraremos este consenso con un delicioso almuerzo que Rut preparó para nosotras. —Rut se asomó por la puerta de la cocina y las saludó con la mano. Tenía el cabello despeinado, las mejillas rojas y el delantal cubierto de diminutas escamas—. Señora Ana, espero que pueda quedarse con nosotras.
—Sería un placer —dijo la señora Ana, cuyos brillantes ojos delataban su descomunal entusiasmo.
—Génesis, la sidra está en la bodega. ¿Vienes conmigo?
Génesis asintió y empujó la pesada silla de madera hasta que esta chocó con la pared. Acto seguido, se puso de pie y siguió a María, quien ya iba por la mitad del corredor. Ambas se aventuraron hacia la espesa lluvia que caía sobre Las Rosas.
La bodega no era más que una habitación oscura ubicada en el patio trasero del santuario. En ella se encontraban al menos cincuenta estanterías de aglomerado, repletas de botellas de licor. Al llegar al otro lado, María introdujo la llave en la cerradura y la giró, sin embargo, no abrió la puerta.
—Te voy a confesar algo —le dijo, dándole la espalda a la bodega y enfrentándose a Génesis. La lluvia había aplastado tanto su cabello que éste resaltaba la forma de su cráneo—, pero no se lo puedes decir a las demás. —Génesis negó con la cabeza. Su cabello también se había adherido a su piel—. Tú y yo somos las únicas personas inteligentes en esa habitación.
—En realidad, la señora Ana fue psicóloga por muchos años y se especializaba en adolescentes problemáticos —la contradijo Génesis.
María le dedicó una mirada asesina antes de proseguir.
—Tal vez puedas hacerles creer a las personas que tienen algo de poder sobre sus vidas con tus pequeños juicios, pero tú y yo sabemos que no es así. Los dioses deciden por ellos.
—Gracias a los dioses que usted está acá para guiar nuestro camino tan lejos de la tentación como sea posible —dijo Génesis. Había utilizado tantas veces aquella frase en el pasado año, que había perdido todo su significado—, su Santidad.
—Exacto —replicó María—. Es a mí a quien deben servir —concluyó. Acto seguido, se internó en las tinieblas de la bodega, cerrando la puerta de un manotazo antes de que Génesis pudiese entrar. Ella no tuvo otra alternativa más que esperarla bajo la lluvia torrencial.
Al regresar, se encontraron con un enorme pescado recién horneado sobre la mesa junto a un contundente plato de ceviche. María sirvió sidra en cada una de las copas y regresó a su puesto, en la cabecera de la mesa. Génesis intentó sentarse a su lado, pero Sara le dio un codazo en las costillas para que se moviera. Una vez que todas estuvieron sentadas, se tomaron de las manos y agacharon sus cabezas. Varias gotas de lluvia cayeron de la cabellera de Génesis y aterrizaron sobre su plato.
—Demos gracias al Dios de la Luz por el abundante alimento que nos obsequia el mar —dijo María—. Lo tomaremos como una recompensa por difundir su palabra. Al Dios del Retorno, por las segundas oportunidades otorgadas a aquellos que nos abandonan. Y demos gracias al Dios de la Inocencia por mantener la anarquía lejos de nuestra puerta.
—A los dioses damos gracias —repitieron las otras cuatro y se soltaron de las manos.
—Tenemos mucha suerte de vivir cerca del mar —dijo la señora Ana, sirviéndose una generosa porción de ceviche en su plato—, cazar es imposible con esos neutros sueltos.
—Cazar es difícil porque los animales de las demás divisiones se están muriendo —dijo María, clavando sus ojos en los de la señora Ana—. El reptil del inframundo los mata.
—Tiene razón, su Santidad —dijo la señora Ana, intentando esconderse detrás de la botella de sidra.
—Los dioses son tan sabios —comentó Sara de pronto—. Ellos saben quiénes merecen su bondad.
Génesis frunció los labios. Su madre la había criado para que creyera esas mismas palabras y aún lo hacía. Sin embargo, toda esa comida sobre la mesa desafiaba sus creencias. La Inquisición no había hecho más que daño desde que María los lideraba, aun así, el mar rebosaba de peces y mariscos, los bosques, de frutos rojos, y las tierras, de tubérculos. No había una sola persona en toda la provincia que pasase hambre.
Ya casi no quedaban neutros, ni en las calles ni en los túneles. La gran mayoría se había unido a la Inquisición. Los primeros lo habían hecho por miedo, pues María no se había conformado con Los Narcisos, también llevó su toro de metal a Arce Blanco y a Colina Azul. Los pocos neutros que vivían en ambas ciudades ya sabían todo sobre los horrores que había enfrentado la capital de su provincia, así que se unieron a la Inquisición sin protestar. Los demás lo hicieron porque ya no tenían qué comer y la Inquisición parecía ser la única división dispuesta a aceptarlos.
De la Unión también habían llegado muchos. Todos explicaban que estaban hartos de ser explotados para terminar recibiendo las migajas.
—Nuestro río también está lleno de peces —decía uno de ellos, un día—. Pero nunca llegan a nuestros platos. Ni los fideos, ni la leche, ni nada de lo que producimos. A dónde se van todas esas cosas, me pregunto yo.
—Eso no es nada —añadió otro—. Yo soy soldador y en lo único que he trabajado todo este tiempo es en maquinaria de hospital. Dime, ¿Dónde está esa división tan maravillosa que aún tiene hospitales funcionando?
—Génesis —dijo la Madre Inquisidora, chasqueando los dedos frente a sus ojos. Génesis dio un pequeño saltito y miró a ambos lados. Por un momento había olvidado dónde se encontraba—. ¿No tienes hambre, cariño? —le preguntó—. Veo que mueves tu comida de allá para acá, pero no comes nada.
—Seguramente no le gustó —comentó Sara—. Rut no tiene muy buena mano que digamos.
—No, no es nada de eso —dijo Génesis—. Estaba un poco distraída, nada más.
—Ten cuidado con lo que piensas —dijo María—. La tentación aprovecha de meterse en nuestras cabezas cuando pensamos demasiado.
—Seré cuidadosa, su Santidad —dijo Génesis y enseguida volvió a enterrar la mirada en su plato. No volvió a decir palabra alguna en todo lo que quedaba del almuerzo.
Volvieron a reunirse justo antes de que las campanas del santuario dieran aviso del comienzo de un nuevo encuentro. María se dirigió directamente hacia el altar y se sentó en la silla del medio, la única con encajes dorados y piedrecillas en el borde del respaldo. Génesis y la señora Ana se sentaron a su derecha y la Madre Inquisidora y Sara a su izquierda. Lea y Jacob, los acusados, llegaron a las seis en punto, ambos amarrados de brazos y piernas, y seguidos de un numeroso grupo de curiosos. Se pusieron de rodillas frente a María y el resto del jurado, y esperaron por su veredicto.
—Cuando la primera mujer de la Sagrada Fabula cayó frente a la tentación —comenzó a decir María. El santuario entero había sido consumido por un silencio absoluto—, el Dios de la Inocencia le perdonó la vida a cambio nada más que de una sabia lección. Hoy, los dioses han decidido hacer lo mismo con ustedes dos. —Los acusados intercambiaron miradas de asombro, mientras que la multitud demostró su sorpresa con gritos ahogados—. Gracias a la bondad de los dioses, ustedes no serán castigados, pero deberán actuar según sus reglas. Es debido a esto que, en quince días, jurarán su amor frente a los dioses y se convertirán en marido y mujer.
—Gracias, su Santidad —dijeron ambos, al unísono haciendo una reverencia.
El encuentro prosiguió con su normal transcurso, excepto porque la bondad de los dioses se convirtió en el tema principal de la noche. El techo del santuario retumbaba bajo la pesada lluvia; Génesis era capaz de visualizar lo furioso que debía estar el mar. Con él, la imagen de Álvaro, esperándola junto a su bote, acariciando su pierna mala y mirando para todas partes, se posó frente a sus ojos. Hacía tres meses que no iba a verlo. Después de su última visita, simplemente no se atrevía a volver.
—¿Por qué todavía nadie nos ataca? —le había preguntado Génesis.
Tenía esa pregunta atorada en la garganta desde hacía mucho tiempo y no era la única a la que le preocupaba. María había trasladado todas las armas de la base militar de Puerto Niebla a la base militar de Las Rosas. La provincia de Yuco había quedado tan indefensa como lo estuvo con el Escuadrón de Paz.
Álvaro suspiró y se sentó en el borde de su bote.
—La gente ya no quiere pelear. Quiere quedarse cuidando a sus seres queridos —respondió—. Pero la cosa está tensa, m'hija. Que no te quepa duda de que es así.
—No se suponía que las cosas salieran así —dijo Génesis, sentándose frente a él en la arena—. He tratado de hacer que las cosas mejoren, pero no sé cuánto tiempo más María va a tomar en cuenta mis ideas.
—Quizás, ya es hora de que tú tomes las riendas del asunto —dijo Álvaro—. ¿Pa' qué esperar?
—¿Qué podría hacer?
—Deshacerte de esa mujer —dijo Álvaro. Sus ojos azules se clavaron en los castaños de ella—. No serías la primera ni la última que haga una cosa así, menos en tiempos como los de ahora.
Génesis no respondió de inmediato. Lentamente y sin romper el contacto visual, se puso de pie y retrocedió un par de pasos.
—No puedo hacer eso —le dijo—. Matar es pecado.
—Tienes razón —dijo él, se puso de pie y desató su bote—. Se me olvida que todavía crees en esos dioses...
Aquella conversación con Álvaro, la última que habían tenido, siguió dando vueltas en la cabeza de Génesis hasta que el encuentro terminó. Salió del santuario por la puerta trasera para no tener que encontrarse con su madre en el camino de regreso, pero fue otra persona quien la distrajo de sus pensamientos.
—Génesis —dijo una voz a sus espaldas.
En un comienzo, Génesis creyó que solo se trataba de la lluvia, pero cuando se giró sobre sus talones y se encontró con Lea, la misma chica que antes había estado de rodillas frente a ella en el Juicio de los Dioses, supo que debía tratarse de un asunto importante.
—¿Pasó algo? —preguntó Génesis.
Lea dudo antes de replicar.
—Gracias —le dijo finalmente, con una tímida sonrisa.
—No me agradezcas a mí —dijo Génesis—. Los dioses decidieron perdonarte, no yo.
Pero la sonrisa de Lea se amplió y ella negó con la cabeza.
—Gracias por darnos la oportunidad de defendernos —dijo—. Varios en la división sabemos que fue obra tuya.
Génesis no supo qué replicar. Nunca había esperado que sus esfuerzos por hacer de la Inquisición un mejor lugar fueran reconocidos, pero la gratitud de Lea le llenó el corazón de orgullo.
—De nada, supongo —dijo con voz áspera y encogiéndose de hombros.
Lea salió corriendo de inmediato en la dirección opuesta y se perdió de vista entre la espesa lluvia. Génesis también se disponía a marcharse cuando una gruesa cabellera negra, que acababa de desaparecer detrás de los árboles, captó su atención. ¿Había María estado escuchando su conversación con Lea? Por todos los dioses, Génesis esperaba que no.
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