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Inquisición V

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



El viento golpeaba sus mejillas con tanta fuerza que le ardía la piel. Las olas rugían furiosas y las pequeñas gotas que colisionaban con su rostro eran una advertencia por parte del mar acerca de la tormenta que estaba por llegar. Las nubes negras y pesadas se asomaban por encima de su cabeza y la juzgaban desde el cielo. Y el bote, que se mecía de un lado al otro, jugaba con sus miedos. A Génesis nunca le había gustado el mar, le parecía peligroso, irreal e interminable. Aquel día, sin embargo, no podía pensar en un lugar donde pudiera encontrarse más segura que allí.

Álvaro debía estar pensando en algo similar porque no había dicho palabra alguna desde que habían zarpado. Ella lo examinó por un instante y una oleada de cariño la inundó. Sus pequeños ojos azules, tristes y melancólicos, parecían ser capaces de ver más allá del rostro de las personas, y la armonía de colores entre su piel tostada y su cabello pintado de cenizas le daban un aspecto acogedor, confiable...

La silueta de Las Rosas apareció a la distancia, aunque no era más que una mancha negra de tierra. Génesis bajó la mirada de inmediato. De pronto, sus manos comenzaron a temblar y su estómago dio un vuelco involuntario. El frío, ahora más intenso, se filtró entre su ropa, su piel, sus tejidos y se posó sobre sus huesos. El olor característico del mar, salado e inconfundible, comenzaba a desaparecer y era reemplazado por uno nuevo, desagradable y penetrante. Génesis no había estado segura al principio, pero ahora no le cabía duda. Lo había sentido antes en el cabello de María de la Santísima Inquisición. Ese punzante olor a azufre traído a la tierra desde los dominios del reptil.

La llegada a la costa tomó a Génesis por sorpresa. Álvaro fue el primero en bajarse; amarró el bote a una estaca que sobresalía de la arena mojada y le tendió una mano. Ella se secó las gotitas de mar que tenía en el rostro y se bajó del bote con su ayuda. Sus pies se hundían en la arena a medida que se alejaba del mar.

—¿A dónde va tan rápido, m'hija? —le preguntó Álvaro. Las olas opacaban el sonido de su voz.

—No sé —respondió ella, deteniéndose en seco y mirando hacia la borrosa ciudad—. Donde la líder, supongo.

—¿Sabes dónde está?

—No —dijo, con la mente completamente en blanco—. ¿Tú?

—¿Cómo voy a saber eso yo? —preguntó Álvaro, encogiéndose de hombros.

—Tienes razón.

—Las Rosas no es tan grande —dijo él, parecía preocupado—. No te costará encontrarla. —Ella asintió, pero no fue capaz de replicar—. ¿Está segura de que quiere estar acá?

—Sí. —Ya era muy tarde para dudar.

—¿Qué le va a decir?

Génesis bajó la mirada. No soportaba ver su propia preocupación dibujada en el rostro de Álvaro.

—No sé —respondió ella—. ¿Te puedo pedir un favor? Uno grande.

—Claro que sí —dijo él—. No te prometo que vaya a hacerlo, eso sí.

—¿Puedes venir a verme, cada tanto? —le pidió—. Si no encuentro a alguien con quien desahogarme, perderé mi fe. Últimamente siento que los dioses quieren abandonarme.

Álvaro negó con la cabeza y dijo con voz ronca:

—Los dioses nos abandonaron hace mucho tiempo. Fueron vencidos por los hipócritas, por los que jugaron a ser dioses y crearon atrocidades, por los que conocieron el pecado y fueron seducidos por él. Hasta los ignorantes, los que no supieron más que seguir a la corriente, expulsaron a los dioses de nuestro país. Pero en Yuco... —dijo, volteándose hacía el horizonte—. Claro que voy a venir a verte. De eso no te preocupes—. Génesis forzó una sonrisa—. Cuídate, m'hija —agregó, y regresó con dificultad a la orilla.

Allí se subió al bote y se internó en el mar. Las olas lo mecían de lado a lado y lo arrastraban hacia el interior. Pasó de ser un punto, a perderse de vista por completo, entonces Génesis se giró sobre los talones y aceptó que ya no tenía vuelta atrás.

Antes de darse cuenta a dónde iba, se encontró a sí misma frente a la entrada de su hogar. La luz de las velas aún no se extinguía y el silencio reinaba en cada habitación. Génesis subió las escaleras cuidadosamente para no hacer ruido, pero fue innecesario. Su madre se encontraba de rodillas junto a la cama, con las manos juntas y la cabeza gacha. Sus labios se movían más rápido de lo normal.

—Mamá —le dijo, desde el umbral de la puerta. Jezabel ahogó un suspiro y giró el rostro hacia su hija.

—Génesis —murmuró—. ¿Qué estás haciendo acá?

—¿Puedo pasar? —preguntó ella, dando un paso hacia adelante. Su madre asintió con la cabeza y con una mano le indicó que se sentase en la cama.

—¿Qué haces acá? —le preguntó una vez más, posando gentilmente su mano sobre la rodilla de Génesis.

No obtuvo respuesta. En realidad, ni Génesis sabía con certeza lo que estaba haciendo allí.

—¿Has estado bien? —le preguntó a su madre.

—¿Yo? Sí, bien —respondió Jezabel, tomó la mano de su hija y la posó entre las suyas—. Quería verte —agregó, con voz quebrada. De pronto, abrió los ojos de par en par y se echó hacia atrás—. ¡Génesis! —exclamó—. Aún no te has conseguido un anillo sagrado.

Génesis miró su mano, lo había olvidado por completo.

—No he tenido la oportunidad —respondió, dubitativa.

—Estuviste en Yuco —continuó su madre, con una mueca en el rostro—. Sin la protección de nuestra fe, un brujo se pudo haber pegado a tu alma.

Génesis sonrió y entornó los ojos, la sola idea le sonaba ridícula. Sin embargo, la imagen de una demacrada Milagros apareció repentinamente frente a sus ojos.

—Perdóname, mamá —dijo. Ya no aguantaba más, tenía que contarle la verdad a alguien—. No podía quedarme en Yuco ni un minuto más.

—¿Qué te pasó?

—Vi a Milagros, mamá. Me habló y se me apareció en la noche.

El rostro de Jezabel se ensombreció.

—¿Qué?

—Creo que intentaba pedirme ayuda, pero no logré entenderla...

—Mi Génesis —le interrumpió Jezabel. En su rostro había aparecido una sonrisa torcida y dura, nada propia de ella—. Mi querida hija. Los dioses te eligieron, los dioses te hablaron.

Génesis alejó su mano de las de su madre.

—No fueron los dioses, mamá.

—Por supuesto que sí —insistió ella. Le temblaba todo el cuerpo—. Génesis, escúchame. O fueron los dioses, o los sirvientes del reptil del inframundo. Y cuando la líder te pregunte por qué volviste sin su permiso ¿Cuál de las dos historias crees que te costará la vida?

«Las dos.»

—Pero no fueron los dioses ni tampoco el reptil del inframundo. Fue el espíritu de Milagros.

—¡Los fantasmas no existen, Génesis! Milagros murió y su espíritu está ahora viviendo otra vida. Si los dioses son misericordiosos, tal vez una pacífica.

Génesis tragó saliva.

—María no me va a creer si le digo que los dioses me hablaron.

—¿Por qué no? Le hablan a ella todo el tiempo.

—¿De verdad crees eso, mamá? —preguntó. Sentía un vacío en el pecho, imposible de volver a llenar.

—Tengo que creerlo, y tú también. Ahora vamos, ella querrá saber esto.

—¿Ahora?

—Es mejor que escuche de nuestra boca que estás acá.

Salieron de la casa a toda prisa y se dirigieron hacia el santuario, donde ahora vivía María. No importó que el cielo estuviese cayéndose a goteras ni que fueran altas horas de la noche, Jezabel estaba convencida de que «su santidad» querría las noticias lo antes posible.

—¿Qué es eso tan importante que me tienes que decir? —le preguntó a Génesis, cuándo se encontraron sentadas frente al escritorio de su recamara. Las Inquisidoras obligaron a Jezabel a esperar en el pasillo—. Y, ¿Quién te trajo hasta acá?

—Creo que los dioses —respondió Génesis, con un susurro de voz.

—No uses sus nombres en vano —le advirtió la líder.

—No lo estoy haciendo. —Había llegado el momento. Génesis se preguntó si María podía escuchar los latidos de su corazón—. Ellos me hablaron.

María frunció los labios y apretó la mandíbula. Sus ojos delataban un rastro de temor. Quizás, temía que Génesis estuviese diciendo la verdad. Quizás temía que estuviese jugando su mismo juego.

—¿Te hablaron? —intentaba sonreír, pero emanaba ira por cada uno de sus poros—. Pruébalo.

Génesis tuvo que esconder las manos para disimular el temblor.

—No sé cómo.

Los labios de María se arrastraron como serpientes sobre su piel hasta formar una sonrisa.

—Entonces, asumiré que me estás mintiendo. ¿Sabes cuál es el castigo para los mentirosos? —La habitación daba vueltas alrededor de Génesis. Tenía que pensar en algo, y tenía que hacerlo rápido—. ¿Sabes cuál es el castigo para los que se burlan de mí?

—¡Ya sé cómo demostrarlo! —exclamó ella, poniéndose de pie. No podía creer lo que estaba por hacer, pero no tenía opción, no si quería seguir viviendo—. Ellos me contaron un secreto y yo puedo compartirlo contigo. Está oculto en Malaquías. Hay personas que no quieren que sepas de él, pero... —Dudó antes de continuar—, los dioses sí.

Por la mañana, Génesis, María, una Inquisidora y un Contricionista se reunieron en la playa, dónde tomaron un bote que los llevaría hasta la siguiente ciudad.

—Ya hemos enviado personas a Malaquías —le dijo María, una vez en el mar—. Si me muestras algo que ellos ya conocen, creeré que me sigues mintiendo.

Génesis tragó saliva.

—Si supieran, ya se lo habrían dicho. —María quedó mirando a Génesis con el entrecejo fruncido.

Llegaron a Malaquías antes del mediodía, María fue la primera en bajarse del bote. Una vez que estuvo de vuelta en tierra firme, comenzó a alejarse de ellos dando grandes zancadas. Ya casi había llegado a la vereda cuando les gritó:

—Más rápido.

El centro de la ciudad no estaba lejos de allí. Malaquías ya no se parecía al lugar que Génesis había conocido. En cada calle había al menos un cadáver colgando de un árbol o poste de luz. Algunos aún se balanceaban de un lado al otro, de la misma manera que Milagros balanceaba sus pies el día de su muerte. Génesis no podía mirarlos. Todos ellos eran Milagros ante sus ojos.

—¿Quién los mató? —Entablar una conversación con María era lo que menos quería hacer. Sin embargo, necesitaba saber la respuesta.

—Ellos mismos lo hicieron —dijo María, mirándolos con orgullo—. Se dieron cuenta de que la tentación los venció y prefirieron acabar con sus vidas.

—¿Por qué?

—Porque prefirieron morir antes que enfrentarse al verdadero arrepentimiento. —Sus ojos desprendían chispas.

El resto del camino lo hicieron en silencio. María solo habló dos veces. La primera, antes de entrar a la lavandería, y la segunda, antes de entrar al armario que conducía a la estación de trenes.

—La ira de los dioses caerá sobre ti si esto es una broma —dijo ambas veces.

Pero una vez que descendieron por la escalera del armario, María se quedó sin palabras. El tren estaba por partir; el motor los llamaba a abordar con sus rugidos. A diferencia de su última visita, en aquella ocasión ellos eran los únicos allí, excepto por el hombre que la ayudó a llegar a la aduana. Génesis había olvidado por completo la promesa que le había hecho. Él, simplemente se veía destrozado.

—No —dijo inmediatamente, parándose frente a la puerta del primer vagón y abriendo los brazos cuan anchos eran. Génesis se detuvo, pero María continuó caminando hacia él.

—¿Quién eres tú?

—Yo cuido estos túneles —dijo él. Su cara estaba roja y su pecho subía y bajaba con violencia—. No les permitiré que den un paso más.

La mueca de asco dibujada en el rostro de María dio paso a una sonrisa burlona. Sin romper el contacto visual, se levantó el vestido hasta la altura de los tobillos y movió su pie hacia adelante. La punta de su zapato chocó con la de él.

—Entonces, ¿Cómo acabo de hacerlo? —preguntó.

—Déjanos entrar, por favor —le suplicó Génesis, asomándose por detrás de la espalda de María—. Los Dioses recordarán que nos ayudaste. —Le lanzó una mirada significativa—. Si no me crees, si mi palabra no es suficiente —continuó—, hazlo por tu propio bien.

Él agachó la cabeza, pero no se movió hasta que el Contricionista lo arrastró hacia el otro costado. De inmediato, María entró al tren y lo examinó de punta a punta. Génesis se limitó a observarla desde la entrada. Las piernas le temblaban.

—¿Cómo te enteraste de este lugar? —le preguntó María, cuando regresó—. No me mientas.

—Los dioses me hablaron de él —dijo.

—Entonces los escuchas. ¿Eso quieres decir? —Escupía al hablar—. ¿Cómo son sus voces?

Por un segundo, Génesis no supo qué responder.

—Como la de Milagros —le dijo, al cabo de un rato.

—Los dioses no tienen la voz de tu amiga Milagros —gruñó.

—La tienen cuando me hablan a mí.

En cuanto el tren comenzó a andar, María tomó asiento junto a una ventana y Génesis se sentó a su lado. Ninguna habló ni se movió hasta que el tren volvió a detenerse, esta vez en la aduana. Entonces, ambas se pusieron de pie.

Génesis, que había olvidado aquel desagradable olor a humedad, tuvo que cubrirse la nariz con la manga de su chaleco antes de salir del tren. María prácticamente corrió hasta el fin del pasillo y se devoró la aduana con la mirada. Sus manos se retorcían y su sonrisa era la más amplia que Génesis le había visto jamás. Sus ojos saltaban de andén en andén, como quien no podía decidir qué pastelillo comer primero. La desafortunada ganadora fue la Equidad, pues sus ojos terminaron posándose sobre la E roja que los representaba.

—Haz hecho bien en contarme sobre este lugar —le dijo a Génesis—. Le haremos una visita a la Equidad. La mayoría de ellos son ateos y a los dioses no le gustan los ateos.

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