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Inquisición IX

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



María de la Santísima Inquisición dormía tan rígida como un cadáver. Sus brazos yacían estirados a ambos lados de su cuerpo cuan largos eran y los huesos laterales de su mandíbula sobresalían de lo tensados que estaban. El subir y bajar de su pecho era casi indetectable y nada se movía detrás de sus párpados. Tal vez, una persona tan despiadada como ella no tenía la habilidad de soñar.

Después de darle unas cuantas vueltas al almohadón entre sus manos sudorosas, Génesis lo acercó al rostro de María a tal punto que la funda de raso le rosó la nariz. Se detuvo. Si fallaba, sería la siguiente en dar un paseo por Las Rosas en el toro del arrepentimiento.

«No puedo hacer esto.»

María había vuelto hacía menos de cuarenta y ocho horas de Lago Espejo. Su llegada había tomado a todos por sorpresa, y tanto la Madre Inquisidora como Génesis se enteraron de su regreso cuando se encontraron con ella en el santuario. La Madre Inquisidora corrió a encontrarla, mientras que Génesis se escondió detrás del polvoriento órgano.

—Me alegra que haya vuelto tan pronto, su Santidad —le dijo la Madre, al verla—, pero debo decirle que ni notamos su ausencia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó María, con un evidente temblor en la voz.

—Por Génesis —aclaró la Madre―. Andaba por acá..., bueno, debe haber salido a algún lugar. Pero puedo decirle, su Santidad, que los dioses fueron muy sabios al dejarla a ella a cargo.

La Madre Inquisidora le contó a María lo ocurrido con Zacarías y el juicio, pero Génesis no se quedó a escucharlo hasta el final. En cuanto tuvo la oportunidad, escapó por una puerta que conducía a la cocina. Volvió a verlas justo antes de que comenzara el encuentro de las seis de la tarde, María se le acercó para saludarla y contarle que aquel encuentro estaba dedicado a ella.

—Quiero comenzar agradeciendo por los habitantes de Los Narcisos que, gracias a la omnipotencia de los dioses, hoy se encuentran más sanos y felices que ayer. —Génesis le echó un vistazo a su alrededor. Todos miraban a María con ojos esperanzados y llenos de asombro—. Hoy tengo el placer de comunicarles que durante mi ausencia me encomendé a ellos con toda mi fe y buena disposición, y, con toda su bondad, ellos me dieron la oportunidad de humildemente usar su poder y realizar un milagro que salvó cientos de vidas inocentes.

Un estallido de aplausos hizo eco en las paredes del santuario.

—Su santidad —dijo la Madre Inquisidora, poniéndose de pie con dificultad, luego de una sutil reverencia—, sería un placer para mi ir a Los Narcisos y ayudar a la población a que se reponga.

—Ellos no necesitan más ayuda —dijo María—, ya se repusieron y lo hicieron gracias a mí.

—Lo sé, lo sé —insistió la Madre—, pero tal vez necesitan ayuda para poner la ciudad en orden. Deben estar cansados y débiles.

—No —espetó María, esta vez con un dejo de irritación—. Ellos están bien, y ustedes tienen prohibido el ingreso a Lago Espejo. Aquellos que intenten salir de Las Rosas no solo estarán desafiándome a mí, sino que también a los dioses. Y la falta de fe será castigada

Nadie volvió a pronunciar palabra alguna. La Madre Inquisidora volvió a sentarse y desapareció entre la multitud.

—La falta de fe será castigada ­—repitió—, así como la lealtad y el compromiso serán premiados.

Uno de los gemelos, el que nunca sonreía, llevaba diez minutos observando a Génesis. Ella le devolvió la mirada y se obligó a sí misma a sostenerla. El segundo gemelo también se volvió hacia ella y soltó una risita grotesca y maliciosa.

—Génesis —la llamó María—, ponte de pie. —Obediente, Génesis hizo lo que María le había ordenado, pero no se alejó de su asiento en los reclinatorios—. Los dioses agradecen tu labor durante mi ausencia; tu fe y lealtad los enorgullece y los llena de fuerzas tanto a ellos como a mí. Es por eso quieren premiarte. —Génesis tragó saliva. Por alguna razón, la sonrisa de María la asustaba más que la de los gemelos—. Los dioses quieren darte la oportunidad de que pruebes tu compromiso con la Inquisición de la misma manera que lo hice yo. Ellos exigen que nos muestres la conexión que han forjado contigo a través de un milagro.

Génesis no fue capaz de replicar. De pronto las caras de las personas se habían vuelto borrosas y sus voces efusivas se habían transformado en murmullos sin sentido. Ni siquiera estaba segura de haber entendido lo que María acababa de decirle. No fue hasta que finalizó el encuentro que Génesis por fin entendió lo que le esperaba.

Aquella fue una de las noches más largas y frías que Génesis pudiera recordar. Durante los cortos e intercalados periodos de tiempo en que logró quedarse dormida soñó con Lago Espejo y toda la gente que se estaba muriendo allí. En el primer sueño se vio a ella misma contagiándose de la enfermedad, pese a que seguía en Las Rosas. En el segundo sueño iba a Los Narcisos y regresaba a salvo, pero todos estaban tan enfadados con ella por haber desobedecido a María que la apedreaban hasta que su rostro quedó irreconocible. La colérica mirada de Zacarías se destacaba entre la multitud.

«Pero está muerto»

Aquel sueño se había sentido tan real que, al despertar, le costó recordar que ni él ni su pupila habían sobrevivido a las heridas del castigo.

El último sueño que tuvo fue el peor. En él, lograba realizar el milagro y por un momento se sintió aliviada. Luego recordó que, para poder hacerlo, había tenido que hacer un trato con el reptil del inframundo. Un hombre viejo, con las rodillas dobladas hacia atrás, la esperaba junto al mar para cobrar lo que Génesis le había prometido. Una parte de ella no quería entregárselo, pero la otra, la que dominaba su cuerpo, no dudó en hacerlo.

—¿Qué tengo que darte? —le preguntó Génesis, cuando se reunieron en la costa. Por alguna razón, no era capaz de expresar sus llantos y protestas en voz alta.

—Tu vida —le respondió el reptil, con una voz tan familiar que Génesis se despertó gritando y empapada de sudor.

Aquel sueño la había asustado tanto que no quiso volver a dormir en toda la noche. No podía pestañear y le dolía el estómago por los nervios, pero estaba decidida. Cruzó la ciudad en camisón, el viento la acompañó con su fría caricia durante todo el camino hasta el santuario. Allí se dirigió directamente a la habitación de María. Decían que su puerta nunca quedaba sola, pero aquella noche no había nadie allí. Tal vez, los dioses lo habían querido así.

Una vez dentro y con el almohadón entre las manos, Génesis supo que solo le faltaba una cosa por hacer.

—No lo hagas. —Génesis se quedó inmóvil como una piedra. Uno de los gemelos apareció detrás de ella y se situó a su lado. Acercó la punta de lo que parecía ser un afilado cuchillo a su garganta y le dijo que saliera de la habitación—. Camina muy despacio junto a mí —le ordenó, en un susurro.

Génesis asintió y dejó caer la almohada sobre la cama. Él la condujo a punta de cuchillo hasta el patio, donde la arrinconó contra la puerta de la bodega.

—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó, sin subir el volumen de su voz. Génesis miró hacia todos lados en busca de un lugar por donde escapar, pero el cuchillo seguía rozando la piel de su cuello. Por su cabeza pasaron un millón de mentiras y excusas, todas igual de inservibles.

—Intentaba matarla —le dijo finalmente, casi con alivio.

—¿Por qué?

—Porque estoy aterrada. ¿Cómo se supone que haga un milagro? ¿Existen realmente?

—Pensé que los dioses te hablaban.

Génesis sonrió.

—No creo que los dioses deseen hablar con ninguno de nosotros, pero por un momento creí que querían comunicarse conmigo. Creí que ellos me estaban protegiendo. —Dejó caer la cabeza y, con ella, unas cuantas lágrimas—. Tengo tanto miedo de morir con dolor.

—Es normal tener miedo —dijo él—. Yo tuve miedo cuando vi a mi papá morir.

—Ustedes se lo entregaron a María —dijo Génesis, alzando la mirada. El gemelo debía rondar los veinte años, pero en sus ojos solo había cansancio.

—Pero no quería que muriera —contestó—. No sé si se le puede llamar vida a pasar día y noche encerrado en una jaula como un perro, cubierto de pis y mierda. —Se frotó los ojos con la mano que sostenía el cuchillo—, pero no quería que se muriera, menos de esa manera. Papá nunca aprendió a cerrar la boca.

Génesis observó el rostro del gemelo. Parecía más confundido que ella y aún más asustado.

—¿Tu papá fue la primera persona que perdiste por la anarquía?

—No —dijo él—. Perdí a mi hermana hace un año, más o menos. También la habían encerrado y mi hermano mayor se la llevó a los trenes y le dijo que se escape. —Rodó los ojos—. Seguramente está muerta.

—Yo conocí a una chica que estaba escapando de la Equidad el año pasado —le contó Génesis—. Pelo negro, con rulos. Parecía ser una persona fuerte y estaba decidida a entrar a la Autarquía.

—¿Le preguntaste el nombre? —quiso saber el gemelo, la emoción le hizo temblar la voz.

Génesis entrecerró los ojos, no se trataba de un nombre que ella hubiera escuchado antes.

—Ofelia —recordó, al fin.

Pese a que era de noche, el rostro del gemelo se iluminó.

—¡Es mi hermana! —dijo—. ¿Crees que está viva?

—Sí —dijo Génesis, y realmente lo creía.

El gemelo se quedó un rato en silencio, un rato en que se quedó mirando el rostro de Génesis como si estuviese viendo el fantasma de su padre.

—Deberías irte ―dijo luego―. Si te apuras y mi hermano no te ve, quizás nadie tenga que saber lo que pasó.

—¿No le vas a contar a la líder? —preguntó Génesis, su corazón había comenzado a latir a mil por hora.

—No —respondió él. La miraba a los ojos—. Quizás los dioses si te estén protegiendo.

Génesis asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y se echó a correr, pero antes de dejar el patio se detuvo en seco y miró hacia atrás.

—¿Cuál de los dos eres tú? Ángel o Ulises.

—Ulises —respondió él.

—Gracias..., Ulises.

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