Inquisición IV
Inquisición
Provincia de Yuco, Puerto Niebla
Génesis se sentó en el último peldaño de la escalera, apoyó la cabeza contra el pilar de madera y soltó un profundo bostezo que le sacó lágrimas.
—No te quedes ahí sentada —le dijo Sara, quien en ese momento trasladaba un tacho de pintura—. Tenemos que terminar la pared de atrás.
Génesis la miró con los ojos entornados y suspiró.
—¿Por qué no la terminan ustedes? —preguntó—. Al fin y al cabo, fueron ustedes las que quisieron cambiar los últimos dos colores.
Sara se detuvo en seco y se giró hacia Génesis con los ojos abiertos como platos y la mandíbula apretada.
—Estamos trabajando para los dioses. Tenemos que hacer más de lo que se nos pide.
—Por supuesto. ¡Que tonta soy! —dijo Génesis.
Sara retrocedió sobre sus pasos, dejó el tacho de pintura en el suelo y apuntó a Genesis con un dedo acusador.
—Deja de burlarte de lo que hacemos —le ordenó, haciendo una pausa tras cada palabra—. Ni los dioses ni la líder van a estar contentos con tu actitud.
—Tienes razón —dijo Génesis, poniéndose de pie—. Dormí mal anoche. Estoy tan cansada que no sé lo que digo —agregó. Tomó el tacho de pintura de Sara y el suyo propio, y los llevó hasta la parte trasera del templo.
Llevaban meses construyéndolo, Génesis no podía creer que ya estuviera casi listo. Ella llegó cuando los cimientos ya estaban hechos, pero trabajó en él tanto como los demás. Y debía admitir que se sentía orgullosa de lo que habían logrado construir.
—Este color sí es perfecto —dijo Sara, cuando llegaron a su destino—. Es... tan angelical.
Genesis arqueó las cejas.
—Es rojo.
—Es coral —la corrigió Rut, la mejor amiga de Sara, con el ceño fruncido—. Y muy angelical
Sara le arrebató el tacho de pintura a Génesis de las manos y caminó hasta donde estaba su amiga.
—Génesis —le dijo, mientras se alejaba—, tú encárgate de esa esquina—. Apuntó con su pulgar a un trozo de pared que aún no había sido tocado. Obediente, tomó una brocha, la empapó de pintura y comenzó con su labor—. Génesis se siente un poco cansada —le dijo Sara a Rut—. Si su fe flaquea durante el día es debido a que durmió mal anoche, nada más.
—Los dioses quieren que descanses, Génesis —le dijo Rut, mirándola por encima del hombro de Sara—. ¿Por qué los desobedeces?
—A veces, me dan mucho qué pensar.
Las dos amigas intercambiaron una mirada, pero ninguna respondió. Sara dejó de pintar y se volteó hacia Génesis.
—¿Es por lo de Milagros?
El corazón de Génesis se detuvo. ¿Era posible que Sara supiera sobre Milagros? Negó con la cabeza y siguió pintando.
—¡No menciones a Milagros! —dijo Rut, dándole un codazo a Sara en las costillas—. Puede sentirse mal.
—No debería —dijo Sara—. Milagros era una discípula del reptil del inframundo.
Rut se quedó en silencio y también lo hizo Génesis.
—Y esto se remonta a cuando éramos chicas. —Génesis la miró de reojo—. Siempre fue una mala persona. Traicionera, egocéntrica, burlista...
—Tienes razón —opinó Rut, ahora susurraba. Aun así, Génesis podía escucharlas a ambas—. ¿Te acuerdas de los sobrenombres que le ponía a la líder cuando éramos voluntarias?
—Me acuerdo perfectamente bien —dijo Sara.
—Entonces, supongo que también te acuerdas de que todas nos reíamos —dijo Génesis, alzando la voz por encima de las otras dos. Se arrepintió de haber hablado en cuanto las palabras salieron de su boca.
Rut bajó la mirada y se concentró en el pedacito de pared que estaba pintando. Sara la miró con la cara pálida y los orificios nasales dilatados.
—Yo nunca me reí de los sobrenombres que Milagros le ponía a María de la Santísima Inquisición —dijo, con el pecho inflado—. Y si estoy mintiendo, que los dioses me castiguen aquí mismo.
—Claro —murmuró Génesis—. Así mismo trabajan los dioses.
—¿Qué estás queriendo decir?
—Nada —dijo Génesis, volviendo la mirada hacia su trabajo. Había pasado la brocha unas ocho veces por el mismo lugar—. Pero éramos tan tontas e infantiles que no lo hacíamos con maldad.
—Eso no justifica nada —dijo Sara—. Los dioses nos acompañan desde que nacimos. Debemos ser capaces de escucharlos si creemos en ellos. Además, no hay nada peor que hacerlos enojar —agregó—. Yo no quiero hacerlos enojar. Recibí un mensaje de la líder esta mañana, soy la candidata con más posibilidades de convertirme en su aprendiz.
—¡Me alegro tanto! Nadie lo merece más que tú —dijo Rut.
Ninguna de las dos volvió a dirigirse a Génesis, hasta que el sol se escondió y llegó la hora de volver a sus casas. Sara y Rut guardaron las brochas y la pintura en el templo y se quedaron de brazos cruzados mirando como Génesis seguía pintando la pared.
—Nos tenemos que ir —dijo Sara—. Guarda tus cosas porque vamos a cerrar.
—Yo me voy a quedar un rato más. —Ambas amigas compartieron una mirada de complicidad.
—¿Así que ahora quieres quedarte trabajando hasta tarde para ganarte el favor de los dioses?
Genesis suspiró.
—No me quiero quedar por esa razón —dijo ella—, pero si se me aparecen los dioses les diré que ustedes empezaron a trabajar antes que yo.
—Gracias —dijo Rut. Sara le dio un codazo en las costillas.
—Nosotras nos vamos, así que tú también te tienes que ir.
Tras un suspiro de resignación, Génesis limpió la brocha que estaba usando, cerró el tacho de pintura y lo llevó al templo. Sara y Rut no se movieron de donde estaban hasta que Génesis dejó el recinto.
A ella le habría gustado quedarse toda la noche si era necesario. No porque quisiera ganarse el favor de los dioses o de María, sino porque el templo era el único lugar donde Milagros nunca se le aparecía.
Llegó a su casa cuando el cielo estaba completamente oscuro. Hacía tanto frío aquella noche que Génesis se fue directamente a la cama. Pese a lo cansada que se sentía no lograba quedarse dormida. Sus párpados insistían en cerrarse, pero sus oídos, los cuales tendían a agudizarse con la oscuridad, captaban hasta el más insignificante de los ruidos.
«Deben ser los animales —se repetía Génesis, cerrando los ojos con fuerza y tapándose hasta la nariz con la sábana—. O el viento, nada más.»
Una vez que estuvo más calmada, se acostó en posición fetal e intentó pensar en otra cosa. En lo llamativas que estaban quedando las paredes del templo, en lo cómoda que era su cama y en todas las cosas que le contaría a su madre cuando la viera de nuevo. Poco a poco, el sueño la fue venciendo...
—Ayúdame.
Los ojos de Génesis volvieron a abrirse de par en par. Reconoció claramente la voz de Milagros en aquel susurro. Ya la había escuchado antes, aunque la mayoría de las veces se comunicaba con ella a través de objetos. Una única vez, la más aterradora de todas, la vio.
—Dioses —murmuró. De su boca, brotó una pequeña nube de vapor—, hagan que se vaya, por favor.
Pero los dioses no atendieron su petición. La esquina inferior de su colchón se hundió al mismo tiempo que alguien se sentó en la cama. Génesis soltó un grito ahogado y encogió las piernas. Dos segundos después, una delicada mano acarició su rodilla.
—¡¿Qué quieres?! —preguntó histérica. Con lágrimas en los ojos, se armó de valor y despegó la mirada del techo.
Lo primero que vio fue el sombrío rostro de Milagros. Sus ojos eran vidriosos y carecían de expresión. Sus piernas estaban muy juntas y sus manos descansaban sobre sus rodillas.
—¿Qué quieres? —volvió a preguntarle, pero no obtuvo respuesta. Milagros permaneció inmóvil frente a ella, con la mirada perdida y la piel pálida—. ¡Intenté ayudarte! ¡Intenté luchar contra ella! ¿Qué más quieres?
—Ayúdame —repitió Milagros. Arrastraba las palabras y su voz se escuchaba distante, como si estuviera en otro lugar—. Tengo frío.
Génesis tragó saliva.
—¿Cómo lo hago? —preguntó—. ¿Qué tengo que hacer?
—Escúchalo —dijo Milagros. Tenía las mejillas hundidas y los párpados caídos. Se veía igual de triste que antes de morir—. Por favor —agregó, arrugando con una mano el trozo de sábana que cubría las rodillas de Génesis.
Después de una larga mirada, en la que se dijeron muchas cosas, el fantasma de Milagros se puso de pie y desapareció tras la puerta de la habitación. Cuando Génesis salió a buscarla, ya no había nadie. Sin embargo, al día siguiente, después de haber soñado con botes, caballos y trenes, apareció un mensaje en la ventana, que se había empañado con el calor de la cocina a leña. El mensaje rezaba:
«Vuelve.»
La tarde de ese mismo día, Génesis dio un paseo por la playa. Observó el horizonte, donde se distinguía la silueta de Las Rosas, y contempló la posibilidad de regresar. Le aterraba tener que contarle a María que había abandonado su misión, pero no tanto como pasar otra noche en Yuco.
Siguió caminando hasta llegar a una remota playa donde ya no pudo avanzar más. Su camino se veía interrumpido por una enorme colina de roca que dividía la playa en dos. A orillas del mar, un pescador guardaba sus redes y sus cañas de pescar, y desataba su bote del mástil que lo sostenía. Se trataba de un hombre canoso, de avanzada edad. El mismo que conoció en la aduana y que la envió de vuelta a la Inquisición.
—¿Génesis? —preguntó él, y levantó una mano para saludarla. Génesis no se movió de su lugar.
—Que coincidencia que nos volvamos a ver —dijo ella, alzando la voz por encima del susurro del viento y de las olas.
—Pero aquí estamos, m'hija. —Álvaro dio unos pasos lentos hacia ella entre jadeos. Génesis lo observó en silencio hasta que se encontraron lado a lado. Apenas si podía respirar.
—¿Me estás siguiendo? —le preguntó. No tenía ganas de andar con rodeos.
—¿Por qué lo haría? —preguntó él, encogiéndose de hombros. Se veía confundido y cansado—. Tienes cara de enferma. ¿Qué te pasó?
—Tú tampoco te vez bien.
Álvaro bajó la mirada y suspiró.
—Los viejos somos todos feos. —Sonrió—. ¿Qué haces acá? Pensé que tu familia estaba en Las Rosas.
—María me trajo.
—Entiendo —dijo Álvaro y escupió en la arena.
—Pero no me encuentro bien —agregó, volviendo su mirada hacia la silueta de Las Rosas—. Tengo que volver a mi ciudad.
—Niña, escúchame bien —le dijo Álvaro, tomándola por un hombro y forzándola a mirarlo—. Yo no quise ponerte ideas raras en tu cabeza ese día. No sabía lo que estaba hablando, y no quiero que creas que debes hacer nada de lo que dije ese día porque no es así.
Génesis pestañeó varias veces.
—No voy a hacer nada —dijo—. Lo intenté, pero no me funcionó.
—Entonces, ¿por qué vuelves?
—Porque este lugar me da miedo. —Lo miró—. ¿Puedes llevarme? ¿Ahora mismo?
Álvaro frunció el ceño y suspiró.
—¿No crees que esa mujer vaya a hacerte algo?
—Quizás —dijo ella, y dio unos cuantos pasos hacia el bote de Álvaro, casi por inercia—, pero no quiero pasar otra noche en Yuco.
—Al otro lado del mar, bajo los ojos de la luna... —cantaba Álvaro al tiempo que las olas los mecían—, ha fallecido un inocente, una mujer llora con locura. Se los lleva un manto negro, los observa un cielo gris. Al otro lado del mar, se encuentra la provincia del ruin.
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