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Inquisición II

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



A eso de las diez de la noche, Génesis se puso el abrigo y se dirigió a la puerta. Las nubes parecían rozar las copas de los árboles, pero el viento corría con tanta velocidad que descartó llevar el paragua.

―¿A dónde vas?

Génesis se sobresaltó; sentada en el rincón más alejado del sillón se encontraba su madre, completamente a oscuras.

―¿Por qué no enciendes una vela?

―Génesis, no salgas. No hay nadie en las calles a esta hora.

―No me va a pasar nada.

―Pero, ¿qué van a decir de nosotras?

Génesis tragó saliva antes de replicar porque se le había formado un nudo en la garganta.

―Buenas noches, mamá. No me esperes despierta.

La casa de los padres de Milagros quedaba a unas cuantas cuadras de la suya, pero el viento le impidió acelerar el paso. Desde hacía días que Génesis no sabía nada de ella, pese a que había intentado visitarla en diversas ocasiones y en distintos horarios. Todas las veces, recibió la misma respuesta: «Está haciendo trabajo voluntario».

Esa noche, cuando llamó a la puerta y Damaris, la madre de Milagros, la recibió, supo de inmediato que por fin la encontraría.

―Génesis, estamos por cenar. ¿A qué se debe tu visita?

―Vengo a ver a Milagros ―respondió Génesis―. Gracias por la invitación. No he comido todavía y la verdad es que tengo hambre.

Damaris abrió la boca, pero se limitó a soltar una risotada. Génesis se abrió paso hacia el interior de la casa y caminó directo al comedor.

―¿Génesis? ―Milagros tenía la piel más pálida que de costumbre, y las bolsas negras debajo de sus ojos resaltaban incluso a la luz de las velas.

―Génesis quiso quedarse a comer con nosotros ―dijo Damaris, con una sonrisa que parecía estar dañando los músculos de su rostro.

―Solamente quiero conversar con Milagros ―se defendió Génesis―. Si usted quiere, después de eso me voy.

―¡Pero como se te ocurre, Génesis! ―dijo Damaris, sacando otro plato del estante y poniéndolo en uno de los puestos vacíos alrededor de la mesa―. Por favor, toma asiento. Yo voy a buscar los cubiertos.

Lemuel, el padre de Milagros, se quedó observando como Génesis echaba la silla hacia atrás y tomaba asiento, con cara de reproche, mientras que Milagros esparcía los trozos de trucha de un lado del plato al otro. La porción que Damaris le sirvió a Genesis era bastante más pequeña que las de los demás, pero ella lo agradeció de todas maneras.

―Afortunadamente no nos ha faltado el alimento ―comentó Damaris, acercándole a su marido la fuente de ensalada­―. Los dioses son gentiles con los que distribuyen su palabra. Por eso María de la Santísima Inquisición nos ha traído tanta abundancia.

―Nuestra costa siempre ha sido generosa ―comentó Génesis, con voz entrecortada.

El papá de Milagros se aclaró la garganta exageradamente, como si intentase decirle algo a su esposa sin necesidad de usar palabras. Por un momento, ninguno de los presentes se atrevió a seguir con la conversación.

―¿Qué era eso tan importante que querías conversar con Milagros, Génesis? ―preguntó Damaris, en un intento desesperado por romper la tensión.

Génesis tragó con dificultad.

―Estaba preocupada, nada más ―respondió―. Quería verla y saber cómo estaba.

Milagros no hizo ningún amago de querer responder, o haber escuchado a Génesis, siquiera. A penas había tocado su comida, y seguía sin despegar los ojos del plato. Génesis no recordaba haberla visto así antes y le dolía en el alma no saber por qué.

­―No tienes de qué preocuparte ―dijo Damaris entre medio de risotadas―, estamos bien, Milagros está bien. Cansada, eso sí ―agregó―, no es tarea fácil luchar por ser la aprendiz de María.

―¿Cómo es que tú no lo estás intentando? ―le preguntó Lemuel, de pronto―. ¿No te interesa aprender de nuestra líder?

Génesis miró a Milagros en busca de auxilio, pero fue en vano.

―Siempre he preferido aprender por mi cuenta.

―Tú no tienes la sabiduría de nuestra líder, ella te enseñaría cosas más allá de lo que puedes imaginar.

―Es cierto, se necesita más que sabiduría para exterminar una división de la noche a la mañana.

Los padres de Milagros intercambiaron una mirada.

―Los dioses ciertamente la ayudaron ―dijo Damaris―. Ellos le dieron la orden.

―Los mataron mientras dormían ―replicó Génesis―. Incluso a los niños.

―Mi comida se enfrió, Damaris ―espetó Lemuel, se aclaró la garganta estrepitosamente y se puso de pie―. Levanta los platos, se terminó la cena. Génesis, deberías irte a tu casa.

Por un breve momento, en la cocina quedaron solo ella y Milagros.

―¿Me vas a decir qué te pasa? No me quiero ir sin entender.

Milagros levantó el rostro lentamente, pero evitó la mirada de Génesis hasta el último momento.

―Hice algo que no debería haber hecho ―respondió al fin―. Pero no quiero hablar de eso.

Génesis no supo qué decir. Cuando escuchó los tacos de Damaris acercándose al comedor, tomó la mano de Milagros y le dijo:

―Si necesitas ayuda, yo estoy acá.

―¿No se supone que te ibas, Génesis? ―Damaris ya había regresado al comedor y la miraba desde el marco de la puerta, con las manos en las caderas.

Génesis volvió a darle las gracias y se apresuró hacia la salida. Se detuvo un momento al pasar junto a Damaris.

―De verdad creo que algo le pasa a Milagros. Por favor, intente ayudarla.

La madre de Milagros asintió con la cabeza y puso su mano sobre el hombro de Génesis. Por un segundo vio en ella la mujer que solía conocer, mucho antes de que comenzase la anarquía.

No supo de Milagros o su familia hasta dos días más tarde, cuando Las Rosas se reunió nuevamente frente al mar. La madre de Génesis le había suplicado que se quedase en casa, y por un momento, pensó en acceder a sus peticiones. Sin embargo, su instinto la obligó a acudir a la sorpresiva convocatoria de María. Cuando llegó, todos le daban la espalda a la ciudad, Génesis tuvo que abrirse paso entre la multitud.

Por un segundo, creyó estar viendo un monstruo. Frente a ella, de rodillas sobre la arena, había un ser de rostro rojo. Tal vez estaba cubierto de sangre, tal vez no le quedaba piel. Sus ojos estaban hinchados y sus dientes habían sido quebrados. Tenía las muñecas y los tobillos amarrados y la multitud le arrojaba piedras.

Pero se había equivocado, y también los demás. Aquel no era un monstruo, era Milagros. El mar y el viento protestaban furiosos, mientras que los hombres y las mujeres la apedreaban, eufóricos. Horrorizada, Génesis se acercó a su amiga e intentó soltar la soga que amarraba sus piernas. Algunas piedras le golpearon los hombros y la mejilla, pero no desistió. Fue María quien la detuvo. La agarró por el codo y la obligó a ponerse de pie.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

Detrás de María estaban los dos padres de Milagros, Damaris y Lemuel. Ambos encorvados y con los hombros hacia adelante. Miraban la escena sin intervenir.

—¡Milagros no hizo nada malo!

—Milagros desobedeció al Dios de la Inocencia —repitió María, sin soltarla. Le temblaba el mentón—. Tentó a un hombre inocente.

Génesis frunció el entrecejo.

—Ella le tenía miedo.

—Ella lo sedujo. —La cabellera de María se retorció sobre su cabeza como un nido de serpientes al tiempo que se volvió hacia su rebaño—. Nuestro trabajo es ver por debajo de la belleza exterior y descubrir el verdadero rostro de la tentación. Hoy, al revelar la máscara de esta pecadora, lo estamos logrando. Estamos destruyendo la cara exterior de la tentación y encontrando su verdadera y horripilante naturaleza.

Génesis alzó la mirada hacia las estrellas. ¿Qué pensarían los dioses?

Se quedó en la playa hasta que ya no hubo nadie más que ellas dos. Milagros se encontraba tendida sobre la arena, sollozando por lo bajo. Génesis estiró su brazo para tocarle el hombro, pero una mano regordeta se lo impidió.

—¡Aléjate de ella! —dijo el padre de Milagros—. ¡Para siempre! Tú eres la mala influencia que la hizo cometer esta atrocidad.

Acto seguido, la empujó con tanta fuerza que Génesis cayó de espaldas. Entre él y su esposa cargaron a Milagros y se la llevaron a su hogar. Génesis los siguió.

La puerta ya estaba cerrada cuando ella llegó. Miró de lado a lado sin saber qué hacer. No quería irse. Necesitaba ver a Milagros y pedirle perdón. Por no haber estado con ella, por ser mala influencia, por lo que fuera. Se acomodó en un costado de la casa, debajo de un pequeño techo que la cubría de la lluvia. El pasto era suave, pero estaba húmedo y frío. Cerró los ojos y respiró profundamente. Poco a poco se fue quedando dormida.

La cara roja y furiosa del padre de Milagros la despertó. Intentaba decirle algo entre medio de gritos y escupitajos, pero Génesis no entendía de qué se trataba. Sin embargo, logró captar la última pregunta.

—¡¿Dónde está?!

Ella pestañeó un par de veces.

—¿Milagros no está? —Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¡No finjas que no lo sabes! —volvió a gritar él—. ¡Tú le dijiste que se fuera!

El padre de Milagros alzó una mano. Génesis se agachó antes de que ésta impactase contra su rostro. En cuanto estuvo libre, se alejó de él tan rápido como se lo permitieron las piernas. La madre de Milagros salió corriendo detrás de ella, luego lo hizo su marido. Estuvieron a punto de alcanzarla cuando ella se detuvo entre dos caminos. Retomó la marcha tan pronto como los vio acercarse, dobló en la primera esquina y se detuvo frente al arroyo. Entonces, la vio.

Los árboles, altos y robustos, siempre habían embellecido aquel arroyo. Aquel día, por el contrario, parecían monstruos, firmes e inquebrantables. Del árbol más cercano colgaba Milagros, sin vida. Se había amarrado una soga al cuello, la misma con la que solían saltar de niñas, y se había arrojado al abismo.

Las nubes se alejaron del sol y se acentuaron las enormes sombras de los árboles. Milagros tenía la cara destruida y sus pies se balanceaban de un lado al otro. Génesis cayó de rodillas y vomitó. Los padres de Milagros estaban mudos.

Hasta que la madre de Milagros soltó un grito tan desgarrador que retumbó en el cielo. Génesis se puso de pie, su estómago amenazaba con volver a descomponerse, pero comenzó a alejarse de todas maneras; no podía quedarse allí ni un segundo más. Los gritos de Damaris se callaron después de muchos kilómetros.

El sol estaba sobre su cabeza cuando llegó a la salida norte de Las Rosas. Se giró sobre los talones y miró su ciudad natal por última vez. Veintiséis años había vivido en aquella ciudad, ya había llegado la hora de marcharse.

Caminó un par de kilómetros más, y se arrastró el último par de metros. Tuvo que sentarse sobre una roca para recobrar el aliento cuando la calle comenzó a oscilar hacia ambos lados. Tenía sed y hambre, y estaba completamente sola.

Al otro lado de la carretera, en un terreno privado, un caballo comía pasto. El cercado no era muy alto, Génesis se creía capaz de saltarlo. Miró a ambos lados, luego a la casa que, desde allí, parecía de juguete. Se acercó al animal con ciudado, le permitió que oliese su mano y le acarició el lomo un largo rato. Quince minutos más tarde, regresó a la carretera, esta vez, sobre el caballo.

Llegó a Malaquías poco después del atardecer. Todo el lugar era un desastre. Las calles estaban cubiertas de basura y olía a baño público. Había gente por todas partes. Algunos estaban solos, rodeados de inmundicia, otros, en grupos, armando pleitos en las esquinas.

Después de horas cabalgando en círculos, optó por bajarse del caballo y seguir a la mayoría. Cada vez que pasaba por fuera de la antigua lavandería, Génesis se encontraba con distintas personas entrando y saliendo del local. Sorprendentemente, los que entraban no eran los mismos que salían. Presa de la curiosidad, ató al caballo a un poste y se aventuró hacia la lavandería.

Un grupo de extraños la condujo a un sótano oscuro y con olor a humedad. Una vez allí, dejaron de moverse, hasta que el primero de ellos abrió una delgada puerta oxidada de lo que parecía ser un armario y los obligó a ponerse en fila detrás de él. A algunos los dejaba pasar sin problemas, a otros, les hacía varias preguntas antes de dejarlos continuar. A ella, en cambio, la tomó por el cuello y la arrinconó contra la pared. Su cabeza rebotó contra el concreto, haciendo un ruido sordo.

—¿Qué haces acá? —le preguntó.

Génesis abrió la boca para hablar, pero el hombre presionaba su cuello con tanta fuerza que casi no era capaz de producir sonidos.

—Quiero irme —dijo ella, entrecortadamente.

—¡Eres de la Inquisición! ¿Esa mujer te envió?

Génesis negó con la cabeza.

—Quiero escapar de ella. —Cada vez le costaba más respirar—. ¡Lo juro por los dioses!

Él dudó antes de soltarla. Cuando por fin lo hizo, Génesis se deslizó por la pared y quedó de cuclillas en el piso. Tuvo que golpearse el pecho para parar de toser.

—Entra —dijo él, tomándola del brazo y empujándola hacia el interior del armario que, para el asombro de Génesis, estaba vacío.

—¿Qué es este lugar?

—¡Sólo avanza! —le dijo.

Génesis no se movió. Las paredes del armario le rozaban los hombros y frente a ella no había otra cosa más que una pared.

—Mira al lado, idiota —le gritó el hombre. Su voz hizo eco.

En el otro extremo del armario había un sacado, alto y delgado. Génesis tuvo que pararse frente a él para distinguirlo. De él, se desprendía una escalera, la cual conducía hacia un piso subterráneo. Génesis bajó los escalones, uno a uno. Tuvo tiempo para imaginar todo tipo de cosas en el camino, pero jamás imaginó que encontraría luz artificial. Hacía años desde que el país entero había quedado en penumbras, a merced de las velas.

Génesis se quedó esperando al pie de la escalera. Él señor de la entrada fue el último en aparecer y pasó a su lado sin dirigirle la mirada.

—Señor —lo llamó ella, y corrió tras él.

—¿Qué quieres? —respondió éste, sin detenerse.

—¿Qué es este lugar?

—Una casa de muñecas —le respondió.

—¡En serio no sé qué es! —dijo Génesis, acelerando el paso.

—Mira a tu alrededor, te vas a dar cuenta solita.

Génesis rodó los ojos.

—Dijiste antes que María de la Santísima Inquisición no sabe de este lugar. ¿Es verdad?

El hombre se dio la media vuelta y apuntó a Génesis con un dedo calloso.

—Por nada del mundo debes decirle a esa mujer sobre los trenes.

—¿Trenes? —preguntó ella.

—¿Me escuchaste? —dijo él—. Ella es peligrosa.

—¿La conoces?

—Me fui de la Inquisición cuando ella tomó el liderazgo. Yo era muy cercano al pastor Guzmán y puedo asegurarte de que hay algo muy sospechoso con respecto a la manera en que murió.

A Génesis le habría encantado seguir haciéndole preguntas sobre María, pero no había ido tan lejos para seguir pensando en ella.

—¿A dónde llevan los trenes?

—A otras provincias. Pero te digo desde ya que es muy difícil entrar a las otras divisiones. Yo todavía lo estoy intentando. —La quedó mirando—. Para empezar, deberías borrarte esa I marrón de tu cuello. Sólo te hará las cosas más difíciles.

Génesis se llevó una mano a su propio tatuaje y le preguntó:

—¿Cómo puedo borrarla?

—¡Más vale que esta sea tu última pregunta!

—¡Lo es! Por favor, ayúdeme a escapar.

El hombre la quedó mirado con los ojos entrecerrados. Luego, la tomó de un brazo y la alejó de los demás.

—En la aduana hay una persona que borra los tatuajes —le dijo, en voz muy baja—. Por lo general, pide algo a cambio.

—¿La aduana?

—¡Dijiste que sería la última pregunta!

—¡Por favor! —dijo Génesis, juntando las manos

—¡Esta bien! —el hombre se rascó la barbilla. El contacto de sus dedos con el asomo de una nueva barba hizo un sonido gastado—. Cuando el tren pare y te digan que te bajes, llegarás a un lugar donde todas las provincias se juntan. A ese lugar lo llamamos «aduana», y allá es donde tendrás que elegir cuál división es la tuya.

Génesis aún tenía muchísimas preguntas por hacer. Sin embargo, el sonido ensordecedor del tren llegando a la estación nubló todos sus pensamientos.

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