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Inquisición I

Inquisición

Provincia de Las Rosas, Las Rosas



Todos los habitantes de Las Rosas se encontraban en la playa aquella puesta de sol. Las nubes amenazaban con tormenta y el viento deambulaba, furioso. Frente a ellos, se erguía la tarima que habían construido los Contricionistas, vestidos en sus típicas túnicas negras y máscaras semejantes a cabezas de cuervos. De las vigas que sostenían el telón del techo, colgaba una solitaria cuerda de mimbre. Sobre la base, se encontraban María de la Santísima Inquisición, ―su tupida mata de pelo negro, largo y reseco, revoloteaba por delante de su cabeza, tapándole el rostro blanquecino y huesudo―, más dos Inquisidoras y el sacrificio que los dioses demandaban. Ellos habían elegido al señor Gutiérrez, quien llevaba años sin reconocer su propio rostro en el espejo debido a su avanzada edad. Últimamente, yacía postrado día y noche, ya que había olvidado hasta como mover los pies para caminar. Génesis no lo conocía él, pero sí a su pequeño nieto, Abel, de aquellos tiempos en que trabajaba para su dentista.

De no ser por el mar, la playa habría estado en completo silencio. Muchos aún se mantenían escépticos. Todos los demás miraban a su líder pálidos y boquiabiertos. Los padres de Abel parecían en estado de shock. Una de las Inquisidoras se acercó al abuelo de Abel y rodeó su cuello con la soga que colgaba del techo. Abel lloraba en silencio. Sus padres le explicaban que pronto su abuelo tendría una vida mejor. Lamentablemente, sus palabras no evitaron que se orinara los pantalones.

Génesis bajó la mirada, sus ojos castaños quedaron casi ocultos debajo de los párpados, y apretó los puños.

—No deben estar asustados —dijo María, mirando al anciano por encima del hombro—. Los dioses no pidieron este sacrificio para castigarlo. Lo hicieron para salvarlo de los pecadores que controlan este país. —Se volvió hacia su público—. Los dioses lo eligieron a él porque​ lo aman.

Sus palabras fueron coronadas por los rugidos del mar.

—¡Los dioses lo aman! —estalló la voz de una persona, perdida entre la multitud—. ¡Es la voluntad de los dioses!

—¡Es la voluntad de los dioses! —estallaron todos.

María volvió a mirar hacia atrás y le indicó a una de las Inquisidoras que procediera. Ella abrió los ojos de par en par y palideció.

—Es hora —dijo. El abuelo de Abel miraba en todas direcciones, parecía comprender lo que estaba por suceder.

La Inquisidora tomó la palanca con manos temblorosas y abrió la trampilla debajo de los pies del anciano. Su cuerpo cayó cuan pesado era y se balanceó en el aire de un lado al otro. Por un instante, incluso el mar guardó silencio.

Al cabo de la ceremonia, nadie estaba seguro de lo que debían hacer. Algunos se fueron de inmediato, otros se quedaron allí, contemplando la escena. Lo que ninguno hizo fue bajar al abuelo de Abel. Génesis dudó por un momento, pero se abrió paso entre los hombros y codos para llegar a la tarima. Ya casi había salido del mar de personas cuándo alguien más agarró su brazo y la obligó a voltearse. Era su madre que la forzaba a avanzar con la corriente.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó.

—Bajándolo de ahí —respondió Génesis.

—No lo hagas —dijo Jezabel, lanzándole una mirada severa.

―No puedo dejarlo ahí.

―No puedes terminar ahí. ―Jezabel tomó a Génesis de las manos y sonrió―. En el templo comentaron que pronto harán una excursión a Malaquías. Tal vez te haría bien ir.

Génesis soltó un suspiro. Ella siempre había soñado con irse a vivir a otra ciudad y llevarse a su madre con ella. Los Ciervos era su opción preferida, no la conocía pues nunca había salido de Las Rosas, pero había visto muchas fotos del lugar. Su antigua jefa, una de las tantas víctimas de la anarquía temprana, había nacido en Los Ciervos y siempre le contaba historias maravillosas a Génesis. Se trataba de una ciudad pequeña, pero moderna e impecable, donde se comía ciervo todos los días y se iba a la playa todos los fines de semana. En Las Rosas, en cambio, llovía trescientos días al año.

―Lo voy a considerar ―le respondió a su madre, avanzando junto a los demás.

Al otro día, María anunció en el encuentro de las seis de la mañana que esa noche los dioses la habían vuelto a visitar. Se le aparecieron en un sueño para contarle que el señor Gutiérrez tenía ahora una vida feliz y tranquila. Su espíritu estaba cada vez más cerca de transformarse en luz. ­Por supuesto, no dijo nada acerca del cuerpo del pobre anciano, que seguía pudriéndose en la playa a vista de todo el mundo. Los padres del niño, por su parte, derramaban lágrimas de alivio, y sus amigos y conocidos les daban palmaditas en la espalda a modo de felicitación. Abel no parecía entender por qué.

Mientras María predicaba, Génesis observaba la Cuerda Sagrada que relucía en su cuello. Aquel era el símbolo más representativo del Dios de la Luz, y su historia era la preferida de Génesis. Ella nunca se había considerado una buena lectora, pero desde pequeña su madre le leía la Segunda Fábula todas las noches, hasta que se la aprendió de memoria. El Dios de la Luz se encargaba de guiar a los hombres y ayudarlos en los tiempos de necesidad, pese a que los mismos hombres lo habían traicionado. Lo sentenciaron a muerte y lo ahorcaron, pero cuando lo soltaron, al tercer día, el Dios de la Luz desplegó sus alas y regresó al cielo. La cuerda sagrada era un manifiesto de arrepentimiento por parte de los hombres, pero solo los mensajeros y los pastores, los cargos más altos del templo, tenían permitido usarla en el cuello; los demás, debían llevarla en el dedo anular. Génesis había recibido el suyo cuando cumplió dieciocho años y nunca se lo volvió a sacar.

Cerró los ojos y aspiró una gran cantidad de aire. Si su madre iba a enviarla a Malaquías, esperaba que fuese pronto, pues no sabía cuánto más podría aguantar.

Al término del encuentro, Génesis esperó a Milagros junto a la puerta del santuario. Ella, que siempre se sentaba en las primeras filas, fue de las últimas en salir. Vestía de azul aquella mañana, el traje combinaba con sus ojos, y su cabello castaño, que cuando no estaba atado se transformaba en una mata gigantesca de resortes, caía por encima de su hombro en una trenza maría. Se veía más ojerosa que el día anterior, y también estaba más pálida.

—¿Vas a hacer trabajo voluntario?

—Sí —contestó Milagros, desanimada.

—Te acompaño hasta allá —le dijo Génesis.

Milagros le abrazó y le dio las gracias. Caminaron en silencio casi todo el camino, hasta que pasaron por un callejón angosto y poco concurrido. La casa de Zacarías, para quien Milagros trabajaba, se encontraba a unas cuadras de allí, sobre una ladera frente al mar.

—¿Te puedo pedir un favor? —preguntó Milagros, sin mirar a Génesis a los ojos—. ¿Te quedarías esperándome afuera de la casa?

—¿Quieres que me quede una hora en la calle?

—Sé que es mucho pedir, pero... ¿lo harías? Sólo por hoy.

Génesis dudó.

—¿Por qué quieres que me quede?

—Zacarías siempre me pide que me quede a almorzar con él, pero si te quedaras acá, sentiría que tengo una buena razón para irme rápido. Por favor, quédate.

Génesis acabó sentándose en un banco que miraba al mar. Su espesa melena caoba bailaba al son del viento. A lo lejos, perdido en el horizonte, se podía observar la silueta de Yuco. No siempre era posible distinguirlo. Por lo general la neblina lo cubría, pero los días despejados como aquel aparecía como por arte de magia. Aquella también era una provincia que le habría gustado conocer; los rumores que se contaban sobre brujos y magia negra siempre habían llamado su atención. Pero con el país en anarquía y el peligro que había fuera de las divisiones, su sueño de salir de Las Rosas parecía cada vez más lejano.

—Se ve hermoso, ¿no?

Génesis dio un pequeño salto. No se dio cuenta en qué minuto alguien se había sentado junto a ella y casi se cayó del asiento cuando se encontró con nada menos que María de la Santísima Inquisición.

—Parece un lugar encantado, pero no lo es —dijo—. Está lleno de maldad y magia negra. Es un lugar contaminado por la mano del pecado.

—Yo no creo en la magia —dijo Génesis.

María ignoró su comentario.

—¿Sabes por qué Yuco fue nombrado así?

—No. Tampoco sé por qué Las Rosas se llama así. Yo nunca he visto una rosa en mi vida.

María permaneció en silencio, con la vista fija en ella. Dos segundos más tarde, volvió la mirada hacia adelante y dijo:

—Se dice que cuando los conquistadores de Trovia descubrieron Yuco sólo había una persona viviendo en la península. Un hombre muy malvado, pero muy poderoso, astuto y experto en el uso de la magia negra, que se hacía llamar así. Tenía poderes más grandes de los que podrías imaginar. —Hizo una mueca con los labios—. Se dice que pasaban los años y él seguía viviendo, igual que el primer día. Nadie fue nunca capaz de sacarlo de su pueblo y, poco a poco, fue reuniendo seguidores, otros brujos de menor categoría, para que vivieran con él. Cuando se construyó el primer santuario del país, y el único —agregó, arqueando las cejas—, acá en Las Rosas, Yuco no pudo convivir con ello, se llevó a todos sus aliados con él a la isla que hoy conocemos como Los Brujos y los hizo desaparecer a todos, incluida la isla. Entonces se supo que Yuco no era un simple brujo, Yuco era el reptil del inframundo, lo que otras religiones conocen como el diablo y, pese a que el poder de los dioses pudo alejarlo, no lo eliminó por completo. Por eso la isla de Los Brujos aparece cada tanto, Yuco está en ella y también todos sus aliados.

Génesis no fue capaz de responder. Ella había escuchado las historias que se contaban sobre la isla de Los Brujos: que aparecía una vez al año y que cosas extrañas sucedían cuando lo hacía, pero nunca las había creído y, ahora que escuchaba esas historias de la boca de María, las creía aún menos.

«Al otro lado del mar, entre los árboles y el musgo —comenzó a cantar Génesis, para sí misma. "Al otro lado del mar" era la única canción del folklor sureño de Trovia que no enseñaban en las escuelas, pero era la única que todos se sabían de memoria—, ha surgido la tierra del mal, ha surgido el inframundo. Los brujos bailan libremente, los hombres buscan un refugio. Al otro lado del mar, se encuentra la provincia de Yuco.»

—Vi como mirabas a Abel hoy en el encuentro —continuó María. Génesis se puso rígida—. Estoy segura de que tienes un corazón puro, pero tan débil como el de una paloma. La tentación siempre hace caer a los de alma débil. ¿Lo sabías? Tu madre podría explicártelo mejor que yo.

Génesis hizo rechinar los dientes.

—¿Es la debilidad peor que la arrogancia?

María no dijo nada. Simplemente se limitó a mirarla con una sonrisa cargada de desprecio. Luego volvió su mirada hacia Yuco.

—Míralo bien —le dijo, poniéndose de pie—. Acostúmbrate a Yuco. Podrías necesitarlo.

Génesis observó a María marcharse hasta que se perdió de vista. Se detenía a saludar a todo el que se le cruzaba. Les estrechaba la mano a los mayores, les besaba la frente a los de menor edad. ¿Cuándo habían comenzado todos a adorarla?

Milagros salió justo una hora después. Se masajeaba la frente y tenía las mejillas coloradas.

—Tuve que hornear veinticinco tartas —contó—. Zacarías y su esposa son los encargados del siguiente plato comunitario. No creo que yo reciba el crédito, pero seguramente llegará a oídos de María.

―Y si no llega, al menos sabrás que hiciste algo bueno.

―Pero mamá se va a querer morir. Escuchó, el otro día, que María aún no me perdona por... haberle faltado el respeto cuando éramos chicas. Por eso, tiene que enterarse, pero se va a enterar. Ella se entera de todo.

Génesis forzó una sonrisa y asintió.

―¿Estoy loca, Génesis? ―soltó Milagros de pronto―. Sé honesta conmigo. María jamás me va a elegir como su aprendiz.

Génesis no supo qué responder, así que se limitó a encogerse de hombros y darle la mano a Milagros.

La casa de Génesis se encontraba a los pies de un cerro, en un barrio que solía ser muy peligroso incluso antes de los tiempos de anarquía. El portón estaba corroído por la humedad y el pasto demasiado crecido. Cuando entró, lo primero que vio fue a su madre de rodillas frente a un retrato del Dios de la Luz, susurrando palabras inentendibles. Ni siquiera notó la presencia de su hija y ella no se molestó en hacerse notar. En vez de eso, subió las escaleras recordando aquellos tiempos en que su madre se burlaba de los fanáticos del culto y le proponía quedarse en cama viendo una película en vez de ir al templo para el encuentro de las seis de la mañana. Las Rosas ya no era lo que alguna vez fue, y la idea de irse a Yuco o a Malaquías, o cualquier otro lugar, la llenaba de esperanza. Tal vez, allí los dioses le hablaran con más claridad, porque las acciones de María no le permitían escucharlos.

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