Éxodo XII
Éxodo
Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva
«Una celda oscura y húmeda con tu nombre en la puerta.» Las palabras de la sombra resonaron en los oídos de Ofelia durante todo el camino al Éxodo.
Al llegar, se dirigió directamente a la planta nuclear, donde no tuvo problemas para infiltrarse pese a que casi no tuvo que usar su nueva habilidad; le bastó con escabullirse entre las sombras y hacer la menor cantidad de ruido posible. Había poca gente en el viejo cuartel, Ofelia tenía el recuerdo de siempre haberlo visto abarrotado. La oficina de Rodrigo también estaba vacía, a excepción de Bárbara y el General, que se veía preocupado. Ofelia se acopló a una de las esquinas y dejó que su piel tomara el tono grisáceo de las paredes.
—Después nos ocuparemos de la Unión —gruñó Bárbara—. Lo importante ahora es que encontremos al hijo de puta que nos está quitando el Éxodo.
—Sí —dijo el General, forzando una sonrisa—. Pero, Bárbara...
—¿Qué? —quiso saber ella, con un latente dejo de irritación en la voz.
—Tengo mucha hambre. Y no soy el único. Ramona estuvo vomitando un líquido trasparente ayer, todo el día. —Soltó un suspiro—. Si seguimos así, nos vamos a morir de desnutrición.
—Tienes tus dos piernas y tus dos brazos, ¿o no? ¡Sal a la calle y consigue tu propia comida!
El General se marchó derrotado, dejando a Bárbara acompañada únicamente por Ofelia y la sombra. En cuanto la puerta se cerró, Bárbara caminó hacia la ventana, donde se detuvo para observar su propio reflejo. Se levantó la camiseta dejando a la vista su hundido estómago. Estaba tan delgada que Ofelia habría podido contar sus costillas con un dedo.
Aprovechando que Bárbara estaba distraída, se le acercó por la espalda, y en cuestión de segundos, la agarró de la cabellera y presionó el filo del cuchillo que había robado de la casa de Raquel, contra su largo y delicado cuello. Cuando Bárbara vio el reflejo de Ofelia en la ventana, sus ojos se abrieron de par en par. Enseguida soltó un par de palabrotas e intentó sacarse a Ofelia de encima, pero ella se encaramó sobre su espalda y le rodeó la cintura con las piernas. Acto seguido, presionó el cuchillo con más fuerza y Bárbara se vio obligada a detenerse.
—¿Cómo entraste acá? —le preguntó a Ofelia. Su pecho subía y bajaba con violencia.
—Gracias a cierta habilidad que aprendí en la Cofradía —respondió ella.
Bárbara movió la cabeza de un lado al otro y escupió a la ventana, justo donde el rostro de Ofelia se veía reflejado.
—¿Por qué no me matas de una vez por todas, loca de mierda?
Con un nudo en la garganta, Ofelia tiró del cabello de Bárbara hacía atrás, dejando su cabeza completamente tendida sobre sus hombros, y apretó el cuchillo hasta que aparecieron las primeras gotitas de sangre.
—¿Tú también crees que estoy loca? —preguntó Ofelia, con un susurro de voz— Probablemente sea verdad. ¿Te conté alguna vez que de niña enterré vivo a un pájaro que encontramos en el patio de la escuela? ¿Te conté que fui yo la que quemó a Gato y a su pandilla? No fue difícil. Junté todos los galones del gas de sus motocicletas mientras él y los otros dormían, y lo arrojé por todo el teatro: paredes, escaleras, marcos de las ventanas... incluso sobre su cama, ahí fue cuando despertó. Pero una vez que dejé caer el fósforo encendido ninguno tuvo tiempo de escapar. Se lo merecían por haberme puesto a pelear contra su gorila. Ellos no me reconocieron cuando nos aceptaron en su pandilla, y yo estaba dispuesta a olvidarlo. Después conocí a Gato.
—¿Por qué me estás contando esto? —preguntó Bárbara. La posición en que se encontraba su cabeza le dificultaba para hablar.
—No sé —respondió Ofelia, soltando una amarga carcajada—. Hubo un momento en el que realmente te admiré, ¿sabías? Si solamente no me hubieras culpado de algo que no hice.
Enfurecida, Barbará agarró a Ofelia de ambos brazos y la arrojó al suelo con tanta fuerza que la hizo rebotar. Ofelia soltó un grito de dolor en cuanto su espalda colisionó contra el concreto.
—¡Deja de mentir! —le gritó a todo pulmón y con los ojos bañados en lágrimas—. ¡Tú lo hiciste! ¡Mataste al hombre que yo amaba! ¡Admítelo!
—No me importa si lo amabas o no —dijo Ofelia, aún tendida en el suelo—. No podía permitir que le entreguen el Éxodo a la Autarquía.
—¿Lo estás admitiendo? —Bárbara entrecerró los ojos aún humedecidos.
—Ustedes planeaban unirse a la Autarquía, llevarse a unos cuantos y entregar al resto —dijo Ofelia.
La respiración de Bárbara se volvió a agitar.
—¿Cómo sabes eso? —le preguntó.
—Lo sé porque... —No supo qué responder. Por un instante, se recordó a sí misma escuchando esas palabras exactas de la boca de Rodrigo. Aquello era extraño, ellos dos nunca habían tenido una conversación.
—¡Alguien te lo contó! —dijo Bárbara, de repente—. ¿Por eso lo mataste, lunática de mierda?
No quería seguir escuchándola. Antes de que su cuerpo se mezclara con los colores del suelo, Ofelia rodó sobre su hombro hasta quedar oculta bajo el escritorio. Cuando desapareció por completo, Bárbara se quedó de pie en medio de la habitación con los ojos desorbitados y la boca abierta. El camuflaje funcionaba aún mejor bajo los mantos de oscuridad que la noche le otorgaba.
Bárbara corrió hacía la puerta, pero Ofelia, que estaba más cerca, se interpuso entre ella y la salida, y una que vez que la tuvo de frente, le enterró el cuchillo en la parte baja de la rodilla. Bárbara cayó al suelo desgarrando el aire con un grito de dolor. Entonces Ofelia se precipitó hacia adelante y le clavó el cuchillo en plena yugular. Bárbara intentó detener la sangre con las manos, al igual que todos los demás, pero terminó cayendo de cara al suelo, a los pies de Ofelia. Allí, dio sus últimos suspiros.
Pero la noche estaba lejos de terminar. Bárbara, con la garganta degollada y bañada en sangre, acababa de ponerse de pie. Se dirigía al escritorio, donde se sentó con los brazos y las piernas cruzadas. Ofelia tenía los ojos tan abiertos que parecían pelotas de golf y su cuerpo temblaba descontroladamente. Esta vez, no bastaría con un cuchillo afilado o un cuello desprotegido para derrotar a su opresor
—¿Qué pasa, Ofelia? ¿No me reconoces?
—Eres la sombra —dijo Ofelia, con la voz entrecortada. Apenas podía sostener el cuchillo debido al temblor de sus manos―. ¿Ahora qué quieres?
—Quiero que recuerdes.
Un conjunto de imágenes pasó frente a los ojos de Ofelia en cuestión de segundos. Gaspar, la tarjeta, Rodrigo y un contenedor de basura, el mismo que había utilizado para ocultar el cuerpo de Peña la noche en que lo mató. Ofelia se dio la media vuelta y salió corriendo de la planta nuclear en busca del contenedor. No tardó en encontrarlo, pues olía a podrido y había una nube de moscas volando sobre él.
—Mira lo que hay adentro —dijo la sombra. Ahora tenía el rostro rosado y regordete de Peña—. Te va a gustar.
Ofelia se tapó la nariz con el brazo y se acercó al basurero. La tapa hizo un chirrido metálico cuando la empujó hacia arriba y ésta chocó con la pared que había detrás. Bajó la mirada, lentamente, y se encontró con dos rostros, verdosos y huesudos, que la miraban de vuelta. Uno era el de Rodrigo y el otro...
No pudo soportarlo. Cerró la tapa del contenedor, que se desplomó haciendo un ruido estrepitoso, y se alejó de allí tan rápido como se lo permitieron las piernas. En cuanto se alejó del olor, cayó de rodillas y vomitó todo lo que había comido en la Cofradía. Su corazón latía con tanta fuerza que parecía capaz de quebrarle las costillas.
—¿Maté a Gaspar? —preguntó. La sombra se arrodilló frente a ella. Ofelia casi se desmayó cuando la vio. Había cambiado de rostro otra vez. Ahora tenía la piel verdosa y las mejillas hundidas de Gaspar; al menos del que yacía en el contenedor.
—¿No te acuerdas?
Pero Ofelia cerró los ojos y lo vio todo. Ocurrió la noche anterior a su desaparición. Ella salió de la planta y él la siguió.
—¿Te pasa algo, Ofelia?
No quiso responderle. Aún estaba furiosa por lo que Franco le había contado, pero Gaspar era rápido y no le costó alcanzarla. La tomó de un brazo y de un tirón la acercó hacia su propio cuerpo.
—¿Qué te pasa?
—¿Por qué tú puedes ir a verla? —le preguntó Ofelia—. No es justo.
—Necesita mi ayuda —dijo él, encogiéndose de hombros—. Ya sé lo que estás pensando, pero mi hermana no me abandonó a mí, yo la abandoné a ella. Tengo que hacer esto.
—Mi hermano no quiso abandonarme.
—¡Pero lo hizo igual! —exclamó Gaspar, abriéndose de brazos—. Tu hermano no iba a sobrevivir la anarquía, de todas maneras.
—Eso no lo sabes —susurró Ofelia.
Gaspar soltó un suspiro y se frotó la frente.
—¿Hasta cuando vas a seguir con esto, Ofelia? Tú querías que yo lo mate.
—¿Qué?
—¡Admítelo de una vez! —espetó, al borde de la histeria—. Me viste llegar con el arma en la mano, viste mis intenciones, pero no hiciste nada. Te quedaste ahí parada, mirando como ocurría.
—¡No! —gritaron ambas Ofelias, la de los recuerdos y la del presente, al mismo tiempo.
Entonces recordó. Gaspar había aparecido detrás de los árboles, pudo verlo por encima del abrazo que le estaba dando a Maximiliano. Se encontraba detenido detrás de su hermano, a uno diez metros de distancia, con el arma a la altura de sus ojos. Antes de disparar, su mirada se cruzó con la de Ofelia. Quería su permiso. Ella no le dijo que lo hiciera, pero tampoco le pidió que no. Simplemente quedó mirando, sin expresión en el rostro, como Gaspar presionaba el gatillo. Recién en ese momento, ella rompió el abrazo y observó a su hermano caer moribundo sobre la nieve inmaculada.
—Lo dejé morir —dijo la Ofelia de presente, con un susurro de voz.
—Pero esa noche no lo recordaste —le dijo la sombra—. Creíste que Gaspar se burlaba de ti y lo apuñalaste cinco veces en el estómago.
—Ofelia, ¿Qué hiciste? —le había preguntado Gaspar. Miraba la sangre que emanaba de su estómago, incrédulo—. ¿Por qué...?
Apenas se le entendían las palabras pues su boca estaba ahora llena de sangre. No tardó en desplomarse sobre sus rodillas hasta quedar tendido sobre el suelo. Ofelia se acercó a él y le besó los labios rojos.
—Rodrigo no supo nada esa noche, y en vez de sospechar algo de la repentina desaparición de Gaspar, te obligó a limpiar su oficina. Estaba borracho, pero eso no era novedad, y mientras limpiabas te contó sus planes de unirse a la Autarquía. Ese fue su mayor error. Ni siquiera vio en qué momento le enterraste tu navaja en la yugular, de la misma manera que lo hiciste con Bárbara —rio. Ofelia alejó la mirada de inmediato, no soportaba ver la sonrisa de Gaspar—. Antes de tirarlos al basurero, te aseguraste de registrar la mochila de Gaspar. ¿Te acuerdas de cómo te morías por saber qué escondía en ella? La tarjeta seguía allí, tal y como lo imaginaste. A Rodrigo, en cambio, ni siquiera lo volviste a mirar...
—¿Cómo me pude haber olvidado?
La sombra utilizó la mano putrefacta de Gaspar para acariciarle la mejilla, aunque su tacto no fue más que una leve brisa.
—Era más fácil así.
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