Éxodo VIII
Éxodo
Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva
—¡Miren lo que traje! —dijo Franco, alzando las manos a la altura del rostro. Sostenía tres botellas de cerveza de medio litro cada una, que había conseguido en la Unión. Era evidente, pues todos sus productos tenían la misma etiqueta: Blanca con grandes letras azules. Les pasó una a cada uno y se sentó en la esquina junto a la ventana, entre medio de Ofelia y Gaspar.
El ala este de la planta nuclear nunca descansaba. A Rodrigo, el jefe de los Bull Terrier, le encantaba que hubiese un ambiente festivo, por lo que siempre invitaba a los miembros de su pandilla a beber y a jugar póker con él. Aquella noche, sin embargo, ellos tres eran los únicos allí.
—Y eso no es todo. —Franco rio y de su pantalón extrajo un paquete de inciensos del que cayó una bolsita transparente con algo verde adentro.
—¿Qué es? —preguntó Ofelia.
—Es hierba, de la buena —dijo él, dedicándole una enorme sonrisa.
—¡Esa mierda es té! —dijo Gaspar, y de un manotazo le quitó la pequeña bolsita para pasarla por debajo de su nariz.
—No, es verdadera —dijo Franco. A continuación, alzó su botella de cerveza—. Por estos últimos tres meses. ―Se volvió hacia Gaspar―. Y porque volvemos a ser familia.
Gaspar le respondió el brindis a Franco, y después de beber un gran sorbo de cerveza, volvió a olfatear la bolsita.
—¿Es real?
—Y cien por ciento pura —dijo Franco—. Es un regalo de mí para ti —agregó.
—Parece que sigue mi buena racha —dijo Gaspar y se embutió la botella de cerveza en la boca.
Ofelia desvió la mirada y observó a través de la ventana al cielo cayéndose a goteras. Las calles no tardaron en quedar cubiertas de barro y la basura expulsaba más olor que nunca. No se trataba de un paisaje ameno para los sentidos, pero cualquier cosa era mejor que la cara de triunfo de Gaspar. Sobre todo, cuando dejaba su cuello tan expuesto.
«Yo creo que él también lo desea» —le susurró la voz al oído.
—¿Estás bien? —le preguntó Franco, al tiempo que agitaba una mano frente a los ojos de Ofelia—. ¿En qué estabas pensando?
—En nada —dijo ella, y bajó la mirada porque la voz había comenzado a regañarla.
―¿En qué estabas pensando? ―insistió Gaspar. Miraba a Ofelia de reojo.
―En lo largo que es tu cuello.
Franco explotó en carcajadas y escupió cerveza en toda la pared. Gaspar, en cambio, volvió a beber un trago, sin despegar la mirada de Ofelia.
A veces, Ofelia extrañaba los viejos días, cuando Gaspar se limitaba a regañarla y darle lecciones de vida. Cuando la superficie del Éxodo la aterraba y las entrañas le eran desconocidas. Después de que Gaspar la abandonó, Ofelia supo de inmediato que nada iba a ser igual entre ellos, porque ya nada lo era dentro de ella, pero a Gaspar le tomó tiempo darse cuenta. Cuando por fin lo hizo, la situación entre ambos cambió aún más.
El reclutamiento por parte de los Bull Terrier cayó en el momento preciso. Ofelia todavía recordaba el temblor de sus piernas llegando a la planta nuclear. Ella había estado allí antes, muchas veces, pero nunca se había dado cuenta de lo imponentes que podían llegar a ser las torres de enfriamiento frente al manto negro de la noche. De pronto, Ofelia notó que su mano derecha se había enroscado alrededor del mango de la navaja; la apretaba con tanta fuerza que le sudaba la palma.
—¡Pss!
Ofelia y Gaspar intercambiaron un par de miradas inquisitivas.
—Gaspar —murmuró la voz por segunda vez.
Miraron para todas partes, pero la calle parecía estar completamente vacía. Por un momento, Ofelia pensó que se trataba de una nueva voz en su cabeza, una que Gaspar también podía escuchar. La sola idea le puso los pelos de punta. No obstante, al final de un angosto y oscuro callejón, apareció una silueta que les hacía señas con las manos para que se acercaran a él. A medida que se aproximaban, el rostro de aquel extraño fue pareciéndole cada vez más familiar a Ofelia.
—Así que... —dijo él, refregando sus manos una contra la otra—. ¿Vas a encontrarte con Rodrigo?
—Sí —le respondió Gaspar—. ¿Qué estás haciendo acá?
—Verificando que no necesites ayuda —dijo él, dándole una palmadita a Gaspar en el pecho.
—La verdad es que no —dijo Gaspar, encogiéndose de hombros—. Quiero terminar con esto de una vez por todas.
—Buena idea —dijo el amigo de Gaspar. Uno de sus ojos estaba más quieto que el otro. Ofelia estaba segura de haber visto eso antes—. Me alegro de que te hayan contactado, Gaspar. Los Bull Terrier siempre nos cuidamos las espaldas entre nosotros ―agregó, esta vez sus dos ojos, incluso el que parecía no estar viéndola, apuntaban a Ofelia―. El fuego nunca ha sido nuestra arma de elección, pero los traidores sufren de todas maneras.
«Franco», pensó Ofelia y los recuerdos de aquel día fueron llegando uno a uno a su cabeza. Con ellos, el temblor de sus extremidades se acentuó.
Diez minutos más tarde, Gaspar y Ofelia se encontraban frente al jefe de los Bull Terrier y todos sus secuaces. La mayoría de ellos medía cerca de dos metros y tanto sus brazos como sus pantorrillas eran más grandes que la cabeza de Ofelia. Los otros, los más escuálidos, rodeaban sus cuerpos de cadenas y otras armas blancas. Rodrigo, sin embargo, era el más temible de todos. Se trataba de un hombre de avanzada edad, canoso y de barba larga. Sus musculosos brazos y cuello estaban cubiertos de tatuajes, y una profunda cicatriz partía su rostro en dos, desde la esquina izquierda de su frente hasta el extremo derecho del mentón.
Por un largo rato, no dijo palabra alguna. Solo se dedicó a caminar alrededor de Ofelia y Gaspar, examinándolos de arriba abajo. Después de la quinta vuelta, por fin les habló.
—Gato nunca me cayó bien —dijo, lanzando la colilla de su cigarrillo aún encendido a los pies de Ofelia—. Era un asco haciendo negocios. Tuvo una buena idea, eso se lo reconozco. A la gente le gusta ver peleas, ¿o no? Les gusta ver a otros sufrir. Pero cuando Gato creyó que podía contactarse con la Unión sin mi autorización, me di cuenta de que con un tipo así de traidor, así de oportunista, no puedo hacer negocios. ―Ofelia tragó saliva y miró a Gaspar de reojo―. ¿Saben una cosa? Envié a varios de mis hombres a saldar las cuentas con Gato, pero tú te adelantaste―. Gaspar alzó la frente―. Eres bueno, sangre fría y eso me gusta. Necesito a alguien como tú en mis filas, especialmente ahora que perdí a seis de mis ninjas.
Con un gesto de la mano le indicó a la única chica del grupo que abriese la puerta del armario. De allí saco a tirones a dos hombres amordazados, cuyos rostros estaban cubiertos de sangre y sus pantalones, de excrementos. La chica los obligó a sentarse frente a Ofelia y Gaspar. Ella tenía tantos tatuajes como Rodrigo y los brazos casi igual de musculosos.
―Ellos debían asesinar a Gato ―explicó Rodrigo―. Y me fallaron ―sacó una pistola de su cinturón y les disparó a ambos en la nuca. Algo líquido y viscoso aterrizó sobre el labio de Ofelia―. Tú vas a ocupar sus lugares. ―Apuntó a Gaspar con el dedo del medio―. Espero que no seas una decepción como estos dos gusanos.
―¿Y ella? ―preguntó Gaspar con la voz más carrasposa de lo normal.
Rodrigo miró a Ofelia de arriba abajo.
―Ella puede ayudarnos con la limpieza. Pero es tú responsabilidad, no quiero escuchar que esté metida en problemas ―añadió, al mismo tiempo que se daba la media vuelta y desaparecía por la puerta.
Desde ese entonces, Ofelia pasó día tras día limpiando vómito y sangre, recogiendo basura y tendiendo camas. Aunque también aprovechó de conocer la planta nuclear de principio a fin, y allí encontró objetos que jamás creyó volver a ver en su vida. Rodrigo tenía en su habitación una bañera, un ventilador eléctrico y una caja llena de pilas. Ofelia lo envidiaba por tener aquellos privilegios. En una de sus travesías, también descubrió que la chica que había conocido aquel día se llamaba Bárbara y era la novia de Rodrigo. Lamentablemente, lo supo después de encontrarse con el espejo de cuerpo entero que Bárbara escondía en su habitación. Hacía tanto tiempo que Ofelia no veía su propio rostro que cuando se miró tardó un par de segundos en reconocerse. Su cabellera, que alguna vez fue brillante y crespa, ahora no era más que una enmarañada mata de pelo seco como la paja. Sus mejillas se habían transformado en dos hendiduras que le daban aspecto de calavera. Y, debido a que el espejo estaba cubierto de polvo, solo podía ver dos agujeros negros donde sus ojos debían ir.
—¿Qué estás haciendo? —dando un pequeño salto, Ofelia se volvió hacia la puerta, donde Bárbara la observaba apoyada del umbral. Se trataba de una mujer joven, pero alta y maciza. Tenía el cabello largo y negro, y los ojos pintados con sombra azul. Miraba a Ofelia con desprecio.
—Lo siento —respondió ella—. Hace tanto tiempo que no me veía al espejo que no pude aguantar la curiosidad.
—¿A sí? —preguntó Barbara—. Bueno, ¿sabes qué? No me importa. Así que ándate de mi cuarto antes de que te arranque todos los dientes de una patada.
Gaspar, por otro lado, no podía quejarse. Era verdad que lo vigilaban las veinticuatro horas del día, pero aquello no parecía molestarle. Después de todo, Josefina y Ramona, sus voluptuosas patrulleras, estaban fascinadas con él.
―¿Por qué estás tan callada hoy, Ofelia? ―preguntó Franco, de repente. Gaspar acababa de salir a orinar, por lo que habían quedado solos Ofelia y él
―No creo que sea buena idea hablar ―dijo Ofelia, bebiendo también de su cerveza―. Tengo un secreto que se me puede escapar en cualquier momento si hablo demasiado.
—Puedes confiar en mí —dijo Franco—. ¿Cuál es tu secreto?
Su ojo real brillaba cada vez que creía estar a punto de descubrir algo interesante.
Ofelia lo observó en silencio durante varios segundos.
—¿Creerías si te dijera que Gaspar no mató a Gato?
—¿Qué? —volvió a preguntar Franco, esta vez sonriendo.
Ofelia dudó antes de replicar.
—Gato estaba durmiendo, igual que todos los demás en el cuartel. Y yo estaba harta de su arrogancia y de sus chistes ―contó―. Además, no me había olvidado de lo que me hicieron ese día en el cuadrilátero, así que agarré un bidón de combustible, (siempre había, para sus motos), se lo tiré encima a él y al cuartel, y le prendí fuego a sus sábanas. Se despertó recién cuanto tenía el pelo en llamas; ya sabes cómo se van a dormir los líderes de las pandillas, intoxicados hasta las venas. Supongo que desde el principio supe que iba a terminar de esta forma, pero Gaspar no quería verlo y me obligó a que nos uniéramos a ellos. Y ahora estamos acá.
Franco la miraba con el ceño fruncido y la boca semi abierta.
—No te imagino haciendo todo eso.
¿Era miedo, lo que Ofelia detectaba en la voz de Franco? Bebió un gran sorbo de cerveza antes de replicar.
—No —dijo finalmente, fingiendo una sonrisa. Luego, agregó—. Estaba bromeando, solo Gaspar haría algo así.
«¿Y qué vas a hacer esta vez, Ofelia?», le preguntó la voz.
Ofelia prefirió no pensar en la respuesta.
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