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Éxodo VII

Éxodo

Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva



Quedaba una sola cuadra para que Ofelia por fin llegase a la oficina donde Gaspar y ella se habían estado refugiando los días anteriores. Después de haber despertado en un basurero lleno de cuerpos muertos, procuró internarse únicamente en las calles que estuviesen vacías y donde las sombras pudiesen servirle de escondite. Las piernas le temblaban, el estómago le rugía y solo gracias a las paredes de los edificios lograba mantenerse en pie.

En aquel momento, tenía dos opciones: darse la vuelta y buscar una calle deshabitada, o atreverse a caminar junto al grupo de chicas que fumaban, bebían y reían en la siguiente esquina. Pese al riesgo que corría, Ofelia optó por seguir derecho. Las chicas no dieron señales de notar que alguien se les acercaba pues siguieron bebiendo y riendo. Al pasar por su lado, Ofelia contuvo la respiración. El espacio entre ellas y la pared era estrecho, pero Ofelia fue capaz de escabullirse entre ambos.

O eso creyó.

En cuanto dejó escapar el aire de sus pulmones, una de las chicas, la más alta de todas, se atravesó en su camino.

—¿Quién es esta? —les preguntó a sus amigas. Las otras tres se giraron hacia Ofelia y comenzaron a hacer ruidos con la boca y las manos.

Ofelia intentó pasar por su lado, pero la muchacha la sostuvo por los hombros y le impidió avanzar.

—¿Acaso no es muy bonita? —preguntó ésta con voz masculina y obligó a Ofelia a girar sobre sus talones.

—¡Es como una muñequita! Aunque huele a mierda —dijo otra. Su cabello era rubio y largo, y sus ojos estaban fuertemente delineados—. ¡Yo la quiero! —exclamó, estirando los brazos. Ofelia se quedó como una estatua hasta que la primera la empujó hacia los brazos de la segunda.

—¡Ahora yo, ahora yo! —dijeron las otras dos. Acto seguido, comenzaron a lanzar a Ofelia de un lado al otro como si no fuese más que un muñeco de trapo.

De sus ojos escaparon unas cuantas lágrimas de impotencia. Finalmente, ellas mismas terminaron aburriéndose y la arrojaron fuera del circulo. La mejilla de Ofelia, que seguía resentida por la noche anterior, recibió la peor parte del golpe.

«Estúpida —dijo la voz, que llevaba un buen rato sin hablar—. ¿No has aprendido nada? Eres tan débil. Cuando Maximiliano venga a buscarte lo único que va a encontrar va a ser tu cadáver.»

—Solo me empujaron —susurró Ofelia—. No me hicieron nada malo.

«¿Así es como quieres que te vean? ¿Acaso eres un pedazo de trapo?»

Cuando la voz hablaba, le resultaba difícil escuchar sus propios pensamientos. O tal vez, en esta ocasión, Ofelia concordaba con la voz.

Se dio la media vuelta y regresó sobre sus pasos. Ya ninguna de las cuatro parecía prestarle atención. No tenían por qué, ella no era una amenaza. Incluso cuando estuvo junto a la más alta de todas, la que parecía ser la líder del grupo, ninguna notó su presencia. Ofelia alzó la mano y con el dedo índice tocó su hombro tres veces. Ella se dio la media vuelta de inmediato.

Pero no tuvo tiempo de decir ninguna palabra porque Ofelia fue más rápida. Con la muñeca derecha le golpeó la nariz, justo en la zona de los orificios, lazando su cabeza fuertemente hacia atrás. La otra se cubrió el rostro con ambas manos, pero aquello no detuvo el sangrado. Un segundo después, Ofelia sacó la navaja de su pantalón y con todas sus fuerzas enterró el extremo punzante en el cuello de su enemiga. Las tres secuaces se quedaron inmóviles al ver como su líder caía de espalda y moría desangrada.

En cuanto el cuerpo aterrizó sobre el suelo, Ofelia retomó su camino a toda prisa. Por un segundo, creyó que alguna de las tres iría tras ella y tuvo tanto miedo que no se atrevió a mirar para atrás. Sin embargo, sus sollozos le indicaron que se habían quedado junto a su amiga, lamentando su muerte. Cuando miró sobre su hombro, descubrió que se encontraban de rodillas, tomándole la mano a su líder y acariciándole la frente.

«Me enorgulleces» le dijo la voz, con sorpresa.

—Gracias —respondió Ofelia en voz alta. Escondió la navaja detrás de su cinturón y continuó con su camino.

Pero cuando llegó a la oficina que tanto anhelaba, la inundó un nuevo tipo de vacío. Cada rincón estaba infestado de recuerdos con Gaspar. Malos recuerdos. Por primera vez notaba que las paredes eran grises y que el techo parecía a punto de colapsar. La ventana era, sin duda alguna, lo que más aborrecía de aquel lugar. Era tan pequeña y alta que Ofelia era apenas capaz de ver a través de ella. Definitivamente, aquella oficina no justificaba los medios que había utilizado para regresar.

El departamento de enfrente, en cambio, parecía sacado de un sueño. Se encontraba en el primer piso de un edificio que llegaba hasta el sol. Al menos desde su ventana no lograba ver donde acababa. Había días en que Ofelia pasaba horas mirándolo, no porque fuese agradable a los ojos, sino porque desde allí podía ver que aún conservaba la cama y se veía increíblemente cómoda.

«Imagina como se sentiría pasar una noche allí —decía la voz en su cabeza—. Estirar cada una de tus extremidades, sentir la comodidad del colchón.»

—Hay gente quedándose allá —dijo Ofelia.

Ya había considerado la posibilidad de robarles su hospedaje, pero el departamento nunca se quedaba solo. Pese a la limitada visión que tenía, Ofelia logró distinguir a dos hombres viviendo allí, uno de avanzada edad y otro adolescente. Aquella debía ser una de las últimas camas en todo el Éxodo, no le extrañaba que la custodiaran veinticuatro horas al día.

«No se la merecen más que tú o yo», insistió la voz.

Ofelia no supo cómo responder. Se había intentado convencer a sí misma de que pronto buscaría otro lugar con otra cama, pero esa era la cama que ella quería. Cada día que pasaba, la quería más.

«Solo hazlo», le dijo la voz una noche. Acababan de regresar del estacionamiento; Ofelia había conseguido un par de alimentos, pero cada vez le parecía más difícil encontrar comida suficiente para satisfacer su insaciable hambre.

Por alguna razón, aquella noche estaba más cansada que nunca. La espalda se le partía en dos y sentía los parpados como si fuesen de hierro, pero Ofelia no les permitió cerrarse. Lo único que quería era seguir mirando la cama y soñar con ella.

«Estás esperando que le crezcan patas, ¿o qué? ¡Es un mueble, estúpida, no se va a mover de donde está!»

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Ofelia—. Me gustaría poder deshacerme de ellos de alguna manera, pero...

«Pero, ¿qué? —susurró la voz tan cerca de su oído que Ofelia sintió un escalofrío—. Solo tienes que tomar tu navaja y cruzar esa calle.»

—Pero son dos —dijo Ofelia, distraídamente. Enseguida, movió la cabeza de un lado y luego al otro. A veces olvidaba que no había nadie con ella—, aunque ahora hay uno solo —agregó.

«Mejor —dijo la voz—. Lo matas a ese primero y luego al otro lo agarras por sorpresa.»

—No voy a hacer eso.

«Por supuesto que no. —La voz rio con desdén—, porque eres una cobarde. Toda tu vida has dejado que hagan lo que quieran contigo. Primero tus hermanos, tus amigos, hasta un completo extraño te usó. Hizo lo que quiso contigo y se marchó.»

—Cállate.

«Tu vida es patética, Ofelia. Tú eres patética. Tal vez, deberías clavar tu navaja en tu propia garganta.»

—¡Cállate!

«Eres una inútil.»

—¡No soy inútil! —Ofelia se llevó ambas manos a los oídos, pero nada callaba a la voz.

«La gente inútil sirve más después de muerta...»

—¡No soy inútil! —repitió Ofelia. Su voz hizo eco en las paredes.

Por un momento, el silencio fue tan absoluto que creyó haber silenciado a la voz para siempre. Lamentablemente, no fue así.

«Entonces ve y toma la cama. Tus reglas son las reglas, ¿recuerdas? ¿Quién te impide que cruces la calle y obtengas lo que quieres?»

—No me han hecho absolutamente nada malo. No los voy a lastimar sólo porque tienen algo que yo quiero —dijo Ofelia, con una firmeza en la voz que hasta a ella le resultaba difícil de creer.

«¿Acaso crees que ellos no lo harían si la situación fuera al revés? Ellos te matarían y quien sabe qué harían contigo antes de eso. O después. Dime, Ofelia, ¿Cuándo fue la última vez que te cruzaste con alguien que valía la pena salvar?»

—No quiero hacerles daño. —En realidad, Ofelia solo deseaba que la voz no pudiese escuchar sus pensamientos.

Ésta rompió en carcajadas y su risa retumbó en el cráneo de Ofelia.

—Déjame en paz, por favor —suplicó Ofelia, tapándose los oídos una vez más. Ya no era capaz de escuchar lo que ocurría a su alrededor, pero la voz en su cabeza solo hablaba más fuerte.

«Si no puedes tomar el control de un simple objeto, ¿Cómo podrás controlar el caos en tu cabeza? ¿Cómo podrás controlarme a mí?»

—¡Cállate! —Con los oídos aún tapados, Ofelia sacudió la cabeza y cerró los ojos con tanta fuerza que le dolieron los párpados—. ¡No quiero escucharte! ¡Ándate, ándate!

«¿Quieres que me vaya? ¡Estarías muerta si no fuera por mí! Ahora, vas a bajar los brazos y vas a hacer lo que yo digo porque sabes que lo harás igual. Ya tomaste la decisión, es solo que aún no te atreves a admitirlo. Tu hermano no regresará a buscarte, él y todo el resto de tu familia ya se olvidaron de ti. Estás muerta para ellos. Gaspar tampoco regresará, él ya hizo contigo todo lo que quería hacer. A nadie le importa si vives o mueres, tampoco si ayudas a la gente o si los asesinas. Así que, ¿por qué debería importarte a ti? Lo único que debería importarte es tu propio cuerpo y lo bien que se sentirá después de una noche en una cama de verdad.»

La voz cesó y Ofelia bajó los brazos. Se equivocaba en una cosa, Maximiliano llegaría a buscarla en cualquier momento. Su única misión era estar viva para cuando eso ocurriese.

Tres minutos más tarde, Ofelia se encontraba cruzando la calle hacia el bloque de departamentos de enfrente. La puerta del departamento estaba abierta, pues el picaporte había sido arrancado, pero algo al otro lado le impedía empujarla. Ofelia lo intentó con todas sus fuerzas hasta que su cara quedó roja y sus brazos doloridos. Fue inútil.

«Llama su atención», dijo la voz calmadamente.

Obediente, Ofelia soltó un gritó tan agudo e infantil como se lo permitieron sus cuerdas vocales y acto seguido se ocultó en el departamento contiguo. Un señor de avanzada edad salió por la puerta después de un rato. Primero asomó la cabeza, pero como no se encontró con nadie se acercó a la ventana que había junto a la escalera y miró hacia afuera. Ofelia aprovechó la oportunidad para asecharlo por la espalda y cuando llegó a su lado, le clavó la navaja repetidamente en el cuello. El hombre cayó de rodillas al suelo intentando detener el chorro de sangre con las manos, como lo hacían todos. Luego, se desplomó sobre su espalda. Ofelia examinó su rostro y supuso que se trataba del padre del otro chico.

«Ahora solo tienes que encargarte del hijo. Debería ser más fácil», dijo la voz.

—Ojalá que no vuelva pronto —respondió Ofelia, entrando al departamento y asegurando la puerta con el mismo mueble que había utilizado aquel señor—. Lo único que quiero es dormir.

Una vez dentro del departamento, se reencontró con el silencio. Aquel silencio le permitió escuchar su conciencia, quien hacía mucho tiempo no se pronunciaba. Ahora, por el contrario, le gritaba a viva voz.

Con lágrimas viajando a través de sus mejillas, Ofelia se recostó sobre el colchón. En cuanto apoyó la cabeza sobre su suave y esponjosa textura, todo sentimiento de culpa desapareció. Aquella comodidad, que no sentía desde que el dirigente de la Equidad la había arrebatado de su casa y de su familia, era más de lo que esperaba encontrar en el Éxodo.

El hijo no apareció hasta la mañana del día siguiente. Ofelia lo encontró en el pasillo junto al cadáver de su padre. Cuando se le acercó, él la miró con los ojos rojos y las mejillas empapadas.

—¿Me vas a matar? —le preguntó el joven. Ofelia había pasado tanto tiempo espiándolo, que sentía como si lo conociese desde siempre. Ella se limitó a decirle que sí con la cabeza y, un segundo más tarde, le partió la garganta por la mitad con el filo de su navaja.

Nunca le había costado tanto abandonar su guarida para ir en busca de alimentos, pero el sol ya se había escondido y su estómago volvía a exigirle que lo alimentase. Además, ya no le quedaban más píldoras púrpuras. Ni todas las camas en el mundo la ayudarían a quedarse dormida sin una de ellas.

A paso lento, esquivó los cadáveres en el pasillo y dejó el edificio.

—Ofelia —dijo una voz extrañamente familiar.

Giró la cabeza con dificultad y lo miró a los ojos. Lo primero que creyó fue estar viendo un espejismo, pero no tardó en darse cuenta de que allí se encontraba el verdadero Gaspar. Llevaba puesto su largo abrigo negro, el que cargaba con todas las armas, y de su hombro izquierdo colgaba su misteriosa y preciada mochila.

—¿Qué quieres? —le preguntó ella.

—Deberías borrarte ese tatuaje —le respondió Gaspar, haciendo caso omiso de la pregunta de Ofelia—. Te va a meter en muchos problemas.

—¿Por qué estás acá?

«No lo escuches —susurró la voz—. Ándate antes de que logre engañarte.»

—¿Qué quieres? —volvió a preguntar Ofelia, tratando de ignorar a la voz. Gaspar, por otro lado, no parecía tener muchas ganas de conversar—. ¿Por qué no me dejas tranquila?

—Vine a decirte algo —le respondió él, por fin—. Algo que tú especialmente deberías saber.

Ofelia rio.

—¿Primero me abandonas y después me vienes con que tienes algo importante que contarme?

—Te dije desde el principio que me iba a ir cuando te adaptaras—dijo Gaspar, apuntándola con un dedo. Hablaba como si Ofelia no tuviese razones para estar enojada con él.

—No me he adaptado, Gaspar —dijo Ofelia, tras un suspiro. Gaspar dio un par de pasos vacilantes hacia ella—. Este lugar me está volviendo loca —confesó, dejando caer algunas lágrimas—. Escucho una voz en mi cabeza que no para de hablarme y me cuesta distinguir lo que es real de lo que no. —Se enjuagó los ojos—. En este preciso momento me está diciendo que no te cuente nada más.

—No estás loca. —Gaspar ya se encontraba a su lado y la sujetaba por los hombros—. He visto las cosas que has hecho sin mí, no cualquiera sería capaz de algo así.

—¿Qué quieres decir con que me has visto?

Gaspar enderezó la espalda y sus mejillas se tornaron de un rosa claro.

—Te estuve siguiendo por un tiempo, para ver cómo te las arreglabas para sobrevivir. Por un momento creí que no lo lograrías, pero volviste a sorprenderme.

Ofelia examinó su rostro por un par de segundos, intentado descifrar si decía o no la verdad. Luego, entendió que ya no le importaba.

—Me usaste. De todas las maneras posibles me usaste y después te fuiste. No finjas ahora que te preocupas por mí.

—Es verdad, no me importa lo que te pase —dijo él, abriendo los brazos y dejándolos caer—. Pero sí me di cuenta de algo. —Ofelia alzó las cejas—. No debí abandonarte porque juntos podríamos hacer muchas más cosas que tú por tú lado o yo por el mío.

—Déjame en paz. —Ofelia intentó alejarse, pero Gaspar la agarró de un brazo.

—Ofelia, no te vayas. Perdóname por haberme ido, ¿sí? Perdóname por haberte dejado sola. Quería alejarme y volver a estar solo, pero ahora me doy cuenta de que no nos conviene. Nunca pensé que encontraría en este mundo de mierda a alguien como tú. Alguien tan parecido a mí.

—Yo no soy parecida a ti —respondió ella.

—Como quieras —dijo Gaspar, levantando las manos—. Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que sentí que podía confiar en alguien. —Ofelia bajó la mirada—. Y no me iré esta vez, te lo prometo. Me quiero quedar contigo. —Ofelia rodó los ojos, pero Gaspar continuó con su discurso antes de que ella pudiese replicar—. Solo dame una puta oportunidad, Ofelia. Ya tengo treinta años y tú eres lo más cercano que he tenido a un amigo en toda mi puta vida. ¿No te pasa lo mismo que a mí?

—No —dijo Ofelia—. Y ahora tengo que irme porque me muero de hambre —agregó, dándose la media vuelta y alejándose unos cuantos pasos de Gaspar.

—Mejor deberías buscar un lugar donde puedan borrarte ese tatuaje —dijo él, elevando la voz por encima del susurro del viento—, porque tus hermanos no volverán —Ofelia se detuvo de inmediato—. La Equidad cayó a manos de la Inquisición hace dos días. La mayoría de los miembros de tu división se unieron a ellos. Todos los demás murieron.

De repente, las calles y los edificios giraron a una velocidad violenta y alarmante. Cuando todo estuvo quieto una vez más, ya no quedaba nada. Su conciencia, sus sentimientos, incluso el miedo, ya no estaban. La voz era la única que aún la acompañaba y se reía, despiadada.

—A mi también me da risa —murmuró Ofelia, se dio la media vuelta y quedó de frente a Gaspar. Él alzó las cejas y miró a ambos lados—. Está bien —continuó, con los ojos fijos en los de él—. ¿Dónde puedo hacerme el tatuaje del Éxodo?

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