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Éxodo V

Éxodo

Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva



Aquella mañana hacía más calor de lo normal, o tal vez ya era de tarde. Tantas semanas habían llegado y se habían marchado sin mirar atrás, meses quizás, que Ofelia ya no llevaba el rastro del tiempo. Aun así, creía estar segura de que había caído la tarde, pues esa era su hora de dormir y su cuello ya no era capaz de sostener su cabeza.

Gaspar y ella habían tenido una excelente noche. Consiguieron salchichas, frijoles e incluso un bebestible que parecía jugo. Y entre todo eso, una bolsa de plástico con cinco píldoras púrpuras.

—¡Menos mal! —suspiró Ofelia, dando unos pequeños aplausos. Aquellas píldoras eran las únicas que se atrevía a consumir. Se había prometido no probar ningún otro tipo de droga, pero aquel lo necesitaba. El Éxodo era tan caliente en las tardes que quedarse dormido era una tarea imposible. Salir era aún peor. De todas maneras, Ofelia le tenía respeto a la píldora. Nunca se tomaba una entera, con un tercio dormía sin interrupción durante diez horas seguidas. No podía imaginar un acto más saludable.

—Te las regalo —le dijo Gaspar, y le arrojó la bolsita. Ofelia la atrapó con ambas manos—. Yo ya tengo lo que quería —agregó, dándole unos golpecitos al bolsillo en su pecho.

Gaspar tenía debilidad por drogas muy difíciles de conseguir, incluso en el Éxodo. Cuando no las conseguía en el estacionamiento, era capaz de irse a la planta nuclear e intercambiar toda su comida por una miserable píldora, o una línea lastimosa.

—Gracias, creo que necesito un buen descanso —dijo ella, guardándose las píldoras púrpuras en el bolsillo trasero de su nuevo pantalón corto, el cual ella misma había tenido que rasgar.

—Puede ser —dijo Gaspar, apoyando la cabeza contra la pared frontal de la oficina donde planeaban dormir—. Has estado adaptándote bien, Ofelia —continuó. Sostenía un cigarro al que daba vueltas y vueltas. Cada tanto lo pasaba por debajo de la nariz para oler su fragancia. Él no lo admitía, pero había soltado unas cuantas lágrimas cuando encontró ese cigarro—. Te felicito.

—Gracias —respondió ella, dubitativa.

Gaspar la trataba con más respeto ahora que era capaz de conseguir alimentos por sus propios medios. La píldora púrpura también la ayudaba con eso.

—He estado pensando, quizás no te cueste tanto adaptarte al Éxodo como pensé. Colina Azul era la ciudad más peligrosa del país antes de la anarquía. Lo sé porque estuve allá.

—¿Has estado en el sur? —Ofelia no podía creer que Gaspar estuviese hablando sobre un periodo anterior a la anarquía.

—Viví casi toda mi vida en Los Narcisos, los extremos altos de la ciudad son igual de peligrosos que tu ciudad.

—No —dijo Ofelia. De pronto, ya no tenía sueño—. Los índices de crimen y mortalidad de Colina Azul siempre superaban a los de Los Narcisos, según las noticias. El extremo alto de Los Narcisos era clase media para nosotros.

Gaspar alzó las cejas.

—Entonces, ¿alguna vez te metiste en algo... turbio?

—No —respondió Ofelia, frunciendo el entrecejo. No estaba segura de entender a qué se refería con eso—. Mis hermanos eran los problemáticos, yo era la mejor amiga de la chica que siempre le avisaba al profesor de la tarea.

—¿Qué?

—Yo era una buena hija, aunque ellos nunca lo notaran. —Agachó la cabeza y se puso a jugar con el polvo que se había acumulado entre las baldosas—. Los veía siempre tan afligidos que yo no quería ser otro problema. Toda mi adolescencia me dediqué a obedecerles para que ellos pudieran lidiar con mis hermanos tranquilamente. —Negó con la cabeza—. Aun así, siempre encontraban una razón para decepcionarse de mí.

—A mi padre le habría encantado tener una hija como tú —dijo Gaspar. Aquella era la primera vez que mencionaba a su familia.

—¿Tu padre y tú se llevaban mal? —le preguntó Ofelia.

Gaspar se quedó en absoluto silencio.

—Entonces, ¿nunca hiciste nada malo? ¡Que aburrido! —dijo él, haciendo caso omiso de la pregunta de Ofelia.

—Solo una vez —respondió ella—. Tenía seis o siete años, estaba jugando en el patio de la escuela con mis compañeros de clases. Un pájaro bebé cayó frente nuestro. Una de sus alas estaba rota y yo pensé que la caída lo había matado, así que hice un hoyo en la tierra, lo enterré y lo tapé hasta que ya no se veía nada de él. Mis compañeros me vieron hacerlo; ellos sabían que el pájaro seguía vivo...

—¿Se asustaron?

—Mucho. Se fueron corriendo donde la profesora y le contaron todo. Ella, espantada, llamó a mis padres y les habló de la situación. Les dijo que le preocupaba la frialdad con la que había manejado la muerte del pájaro.

—Apuesto que tus padres se espantaron también —dijo Gaspar.

—Con la profesora, sí —dijo Ofelia, riendo—. Papá no creyó que yo fuera lo suficientemente valiente como para hacer algo así. Mamá tampoco le creyó, pero se enojó tanto conmigo por hacer que desperdiciara su mañana que dejó de hablarme por todo un mes.

—Tuviste suerte —dijo Gaspar—. Te salvaste del castigo.

—Me castigaron igual por no decirle a la profe que no había sido yo. «Hasta para eso eres una inútil», me dijeron cuando volvimos a casa. «No tenemos ni el tiempo ni el dinero para andar perdiéndolos con tus ganas de llamar la atención».

Siguió pensando en sus padres la noche siguiente, cuando Gaspar y ella salieron en busca de algo que comer. Podía escuchar sus voces como si estuvieran adentro de su cabeza. Especialmente, los constantes regaños de su madre, quien a menudo la culpaba de hacerlo todo mal.

Eligió a un sujeto que, a juzgar por su nariz roja y su incapacidad para quedarse quieto, había estado bebiendo desde mucho antes que ellos llegaran al estacionamiento. Ofelia se dirigió a él silenciosa, como siempre, y soltó una píldora púrpura justo encima de su vaso plástico. Por un descuido, ésta aterrizó con un fuerte «blup» y salpicó varias gotas de su contenido sobre el brazo del sujeto. Inmediatamente, éste giró su enorme cabeza hacia ella y con una mano torpe la tomó por el cuello. No actuó con rapidez, pero la sorpresa paralizó a Ofelia, y una vez que se encontró entre sus manos ya no se pudo soltar.

Después de varias patadas y rasguños, Ofelia dejó de luchar. Le quedaba poco aire en los pulmones y su vista se cubrió de puntitos de colores. El sujeto la agitaba en el aire y le preguntaba cosas que ella no era capaz de oír. De no haber sido por Gaspar, quien apareció justo a tiempo para romperle la cabeza con una botella de vidrio, Ofelia no habría sido capaz de sobrevivir.

—¿Sabes lo que me costó conseguir esa botella de whisky? —le preguntó a Ofelia, dándole una mano para ayudarla a incorporarse.

—Soy una inútil —dijo ella, agarrándose de él y poniéndose de pie—. No sé qué me pasó.

—Mejor vámonos, yo ya conseguí un paquete de fideos y un poco de agua.

—Lo siento, Gaspar —se disculpó ella.

—Te dije que lo olvides —respondió él. Hablaba sin mirarla a los ojos—. Yo también fui un idiota, dejé todas mis armas en la mochila y no alcancé a sacarlas. Tenemos que ser más precavidos, para la otra.

Ofelia asintió.

Decidieron regresar a la oficina donde habían pasado el día anterior. No estaba lejos de allí y el camino era tranquilo. Ya habían recorrido varias cuadras cuando una voz que venía de la esquina de enfrente captó su atención.

—¡Estoy seguro de que lo vi por acá!

Gaspar se dio la media vuelta y comenzó a caminar en la dirección opuesta. Ofelia lo imitó, pero solo después de echar un vistazo hacia atrás. Dos hombres y una chica se acercaban a ellos, los tres llevaban armas y, por alguna razón, sonreían.

—Corre —dijo Gaspar, descolgándose la mochila del hombro y pasándosela a Ofelia. Ella la rodeó con ambos brazos, pero no se movió—. ¡Corre! —repitió él, esta vez a viva voz.

Sujetando la mochila con más fuerza que antes, Ofelia cruzó la calle a toda prisa y se escondió entre los escombros de un edifico derrumbado. Gaspar se detuvo dónde mismo y esperó allí a que los desconocidos lo encontraran.

—Tú sabes que no nos interesa pelear contigo —dijo uno de ellos. Ofelia apenas distinguía las figuras borrosas de los tres sujetos, a través de los diminutos agujeros de los escombros—. Pero tendremos que hacerlo si no cooperas.

—No tengo idea de qué estás hablando, Santiago —replicó Gaspar, con los puños apretados.

—Deja de jugar, Gaspar —dijo otro—. Devuélvenos nuestra mochila.

—Espera, espera, espera. La mochila es mía —dijo Gaspar—. Ustedes intentaron robármela.

Santiago y los otros se lanzaron un par de miradas burlonas y rieron por lo bajo.

—Dejemos de jugar y hablemos en serio —continuó Santiago, quien parecía ser el líder de la pequeña pandilla—. O la entregas pacíficamente, o te la quitamos nosotros de la peor manera.

Gaspar no contestó de inmediato. Se tomó unos segundos para palpar los bolsillos de su pantalón sin que Santiago y los otros se diesen cuenta. Por su postura rígida, Ofelia adivinó que Gaspar no llevaba ningún arma con él. Esa noche las había guardado todas en la mochila.

—Qué pena por ustedes —dijo Gaspar, encogiéndose de hombros y alzando las manos al aire—, porque ya no la tengo.

—¿Qué hiciste? —preguntó Santiago con los ojos muy abiertos.

—Me ofrecieron una muy buena recompensa por ella —dijo Gaspar. Ofelia, por su parte, abrazó la mochila como si de ello dependiese su vida.

Santiago, cuya vena de la frente parecía a punto de estallar, le hizo un gestó con la cabeza a los otros dos. Inmediatamente, los tres se arrojaron sobre Gaspar como gatos, con cuchillos y cadenas en las manos.

Pero el siguiente minuto todo cambió. Ofelia ya no se encontraba acurrucada contra la pared del edificio y ya no sujetaba la mochila de Gaspar. Ahora se hallaba de pie en la mitad de la calle, sosteniendo un arma con sus manos salpicadas de sangre. Los tres sujetos yacían en el suelo boca abajo. Gaspar miraba la escena desde el otro lado de la acera, entre medio de los cadáveres. Él también había caído al suelo y tenía un profundo corte en la mejilla.

—¿Qué... que pasó? —preguntó Ofelia. Apenas le salía la voz.

—¿Me estás jodiendo?

Ofelia miró a su alrededor y luego a sí misma. La respuesta llegó a su cabeza junto con un incontrolable temblor en las piernas.

—¿Los maté yo? —preguntó, soltando el arma y dejándola caer.

—A esos dos —le dijo Gaspar, y con su dedo índice apuntó al sujeto que estaba a su izquierda y a la chica—. Les disparaste por la espalda y murieron enseguida. Al otro... —continuó, moviendo la mirada hacia el cuerpo de Santiago, quien no tenía ni una gota de sangre encima, pero su cuello se doblaba en un ángulo poco natural—, lo maté yo. Se distrajo con los disparos, así que aproveché.

Ofelia se llevó ambas manos a la cabeza y se echó el cabello hacia atrás. Todo daba vueltas y su estómago amenazaba con devolver lo poco que había ingerido. Acababa de matar a dos personas y no sabía si sentirse culpable u orgullosa.

Gaspar se dirigió a ella con dificultad.

—¿De dónde sacaste el arma? —le preguntó, alzando la barbilla al hablar.

—La saqué de tu mochila —respondió Ofelia, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Qué? —preguntó él, y la agarró del brazo con tanta fuerza que le hizo daño—. ¿Te metiste en mi mochila?

—Sí —dijo ella, sin bajar la mirada—, y te salvé la vida.

—¿Viste algo más?

—Tu diario de vida —replicó, mordazmente—. Me demoré en rescatarte porque me entretuve leyéndolo.

—Estoy hablando en serio —dijo él, tirando de su brazo.

—Apenas me acuerdo de haberles disparado. ¿Realmente crees que me detuve a revisar tu mochila? —dijo ella, furiosa.

Sin embargo, dos imágenes pasaron frente a sus ojos: una billetera y una foto enmarcada. Ofelia no alcanzó a verla bien, pero estaba segura de que en ella estaba la familia de Gaspar.

—¿Lo hiciste?

—¡No!

Gaspar suspiró y continuó con su camino como si nada hubiese ocurrido. Ofelia lo siguió, pero no volvió a dirigirle la palabra. Fue Gaspar quien rompió el silencio, y lo hizo recién cuando iban de regreso en la oficina.

—Me alegro de que hayas hecho lo que hiciste —le dijo—. Me salvaste, estamos a mano.

Ofelia se limitó a asentir con la cabeza.

Antes de entender qué ocurría, Gaspar la agarró del brazo y la besó de lleno en los labios. Ella se quedó inmóvil, presa del asombro, pero acabó por ceder ante el beso y dejarse llevar por él. Entre los primeros rayos de sol y el roce de sus cuerpos sudorosos, la habitación se volvió borrosa y húmeda, y a ratos dejaba de existir. La mañana los recibió aún entrelazados en una manifestación de soledad y placer.

Se quedaron dormidos mucho después de que el sol se posara sobre sus cabezas. Ofelia despertó cuando la noche había vuelto a caer. La habitación se sentía más silenciosa de lo normal y menos cálida. Con los ojos muy abiertos, Ofelia se incorporó y miró a su alrededor. Gaspar no estaba allí, ni tampoco su mochila. A su lado, encontró una navaja perfectamente pulida y una hoja de papel doblada por la mitad.


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