Éxodo III
Éxodo
Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva
El imparable retumbar de los tambores se escuchaba hasta en sus sueños, pero fueron los estrepitosos tonos agudos los que la despertaron. Cuando abrió los ojos, se encontró con nada más que oscuridad y cegadores destellos de colores, los cuales no paraban de girar y dibujar espirales en las paredes. La habitación entera giraba con ellos. Ofelia creyó que sus ojos podrían acostumbrarse al bombardeo de luces en medio de la penumbra, pero estos solo la mareaban. No podía seguir acostada, pero tampoco podía ponerse de pie. Su estómago rugía y su boca sabía amarga.
La música y las luces no solo la despertaron a ella. Varias personas a su alrededor alzaron sus cabezas y examinaron su alrededor con los ojos aún entrecerrados. En el medio de la habitación, un equipo de música de medio metro de alto reproducía las canciones más espantosas que Ofelia había escuchado en su vida, a todo volumen. La explosión de sonidos metálicos y electrónicos hacía retumbar los parlantes del estéreo, de los cuales también provenían las luces de colores.
—Esos hijos de puta siempre se van a robar electricidad a la aduana.
Ofelia giró la cabeza, sobresaltada. La habitación giró tan bruscamente que le costó un largo rato recuperar la estabilidad. Gaspar estaba sentado a su lado, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas levantadas. La quedó mirando durante todo un minuto antes de hablar.
—¿Eres buena para algo?
—No.
—En algo debes ser buena —dijo, irritado.
—No que yo sepa —dijo Ofelia, llevándose una mano a la frente—. Mamá siempre me decía que salí igual a ella: sin ningún talento.
Gaspar soltó un suspiro y se puso de pie.
—Párate que tenemos que irnos.
—Pero es de noche —dijo Ofelia, observando el cielo estrellado a través de los tragaluces del techo.
—No hay mejor momento que la noche para salir a las calles del Éxodo.
Ya llevaban dos días escondidos en la planta nuclear, Ofelia no sabía de qué se escondían exactamente, pero Gaspar le había dicho que aquel era uno de los pocos lugares del Éxodo donde nadie molestaba a nadie. Cada uno vivía en su propio mundo, contaba él, siempre y cuando fueses a hacer negocios. Ofelia tardó en comprender qué tipo de negocios.
—¿Quieres probar? —le preguntó Gaspar a Ofelia, cuando se acomodaron en la esquina más alejada del pabellón.
—¿Qué? —preguntó ella, entre medio de risitas. Él la miraba sin expresión en el rostro. En la palma de su mano descansaba una solitaria píldora purpura del tamaño de una mentita—. ¿Quieres que me la tome?
—Te ayudará a dormir —dijo él—. Este lugar se pone muy caluroso cuando sale el sol. No vas a poder dormir si no te la tomas.
—¿Tú te vas a tomar una? —preguntó Ofelia.
—No, estas ya no me hacen efecto —respondió Gaspar—. Yo tengo lo mío acá —agregó, dándole unas palmaditas al bolsillo de su abrigo.
Con una mano temblorosa, Ofelia agarró la píldora y se la llevó a la boca. Después de eso, todo se volvió borroso y sin sentido. Al menos, hasta que la música y la explosión de colores la despertaron de sus cuarenta y ocho horas de sueño.
—¡Vamos! —insistió Gaspar, quien ya se dirigía a la salida.
Ofelia se tambaleó un par de veces antes de correr tras él. Afuera, solo los alumbraba la luz de la luna; la música de la planta no era más que un distante susurro.
—¿Qué quisiste decir con que roban energía? —preguntó Ofelia—. ¿Se puede robar electricidad? ¿Cómo?
—Todo se puede robar —dijo Gaspar, con una sonrisa torcida—. De todas formas, la electricidad no sirve para nada.
—¿Te volviste loco? —Ofelia lo miraba con los ojos tan abiertos como platos—. ¿No te acuerdas del internet? ¿O de la calefacción?
—Supongo que tú no te acuerdas del consumismo o del abuso de poder.
—¿Qué?
Gaspar se detuvo en la mitad de la calle. La gente que pasaba cerca de ellos se hacía a un lado para seguir avanzando, la música de la planta nuclear los atraía como la basura atraía a las moscas. El viento le dio a Ofelia una suave caricia y se coló entre su ropa.
—¿Sabes por qué existe esta división? —preguntó Gaspar. Ofelia negó con la cabeza—. Porque hay personas que queremos que la anarquía continúe. Estamos hartos de que haya gente diciéndonos qué hacer o qué nos pertenece y qué no. Estamos hartos de que otros manejen nuestras vidas. No podemos trabajar si no seguimos ciertos pasos y si no trabajamos no tenemos plata, lo que significa que somos infelices. No importa si soy capaz de internarme en un bosque, armar mi propia casa y conseguir mi propia comida. Tal vez, así quiero que sea mi vida, pero no puedo, porque alguien más me lo prohíbe, pese a que esa persona no me conoce, no sabe qué me hace bien y qué no. Entonces, me siento disconforme, inquieto y comienzo a cometer errores y a dañar a otros. —Ofelia tragó saliva—. Todo porque a alguien se le ocurrió decirme a mí como vivir mi vida.
—¿Y qué hay de todas las muertes que ha provocado la anarquía? ¿Las justificas?
—¿Por qué no? —preguntó Gaspar, encogiéndose de hombros—. Los débiles siempre terminan sufriendo. En el sistema de antes, los débiles vivían en la calle, o se mataban trabajando por un salario miserable. Ahora la fuerza es otra. Ahora es la fuerza física la única que importa. Tal vez, ahora hay otro tipo de débiles, pero siempre los hay. Tiene que haberlos. —Se acercó unos pasos hacia Ofelia y le examinó el rostro—. ¿Qué clase de persona eres tú? ¿De los que eran fuerte antes o de los que son fuerte ahora?
—¿Qué se yo? —Se encogió de hombros. Nada de lo que Gaspar decía tenía sentido. Su familia era un claro ejemplo de que algunas personas eran siempre débiles. Probablemente, ella también.
—Empieza a preguntártelo —dijo él, y retomó su marcha.
—¿Adónde vamos?
—A conseguir algo de comer —respondió Gaspar.
—¿Hay algún lugar donde intercambien comida? Sería maravilloso encontrar un lugar como la planta nuclear, pero en vez de drogas, que haya alimentos.
—Armas y drogas hay por todas partes, pero comida...
El estómago de Ofelia volvió a rugir, esta vez, suplicante.
—Entonces, ¿de dónde vamos a sacar comida?
—De donde nosotros queramos. En el Éxodo tus reglas son las reglas.
—¿Ese es el lema del Éxodo?
—No es solo un lema, es la verdad.
Ofelia prefirió omitir cualquier tipo de comentario. A medida que el efecto de la píldora púrpura se desvanecía, todos sus dolores regresaban. Lo único que quería era cerrar los ojos para que el martilleo en su cabeza se detuviera.
—Cuidado —dijo una voz ronca.
La calle era lo suficientemente ancha como para que caminasen más de dos personas lado a lado, pero aquel idiota optó por pasar junto a Ofelia y golpearla fuertemente con el brazo. Desafortunadamente, ella pasó a empujar a Gaspar, quien se volvió hacia el sujeto y lo quedó mirando.
—Ten cuidado, imbécil —le gritó, antes de que el otro alcanzara a llegar a la esquina.
—Déjalo, no pasó nada —dijo Ofelia, pero Gaspar la ignoró.
—¿Estás sordo, gordo hijo de puta? —Arrojó su mochila al suelo y corrió tras el sujeto que empujó a Ofelia, quien ahora también corría, aunque a menor velocidad—. ¡Te hice una pregunta, gorila de mierda!
Sin esperar respuesta alguna, Gaspar recogió una roca del tamaño de su mano, la alzó por encima de su propia cabeza y la dejó caer sobre el cuero cabelludo del confundido extraño. Él cayó de boca al suelo.
—Que te sirva para no volver a molestarme —dijo Gaspar, alzando la voz con cada palabra—. ¿Escuchaste, hijo de perra?
El hombre intentó hablar, pero solo gemidos escaparon de su boca. Gaspar se giró hacia Ofelia con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Escuchaste eso? —Señaló al hombre con la roca ensangrentada—. Quiere seguir respondiéndome.
A Ofelia se le erizaron todos los vellos del cuerpo.
—No creo que fuera eso lo que... —No pudo terminar la oración. Una vez más, Gaspar machacó la cabeza del sujeto con la roca.
Ofelia cubrió sus ojos, pero escuchó perfectamente cómo el cráneo de ese pobre hombre se hacía trisas. Al regresar dónde ella, Gaspar le alejó las manos de la cara de un manotazo. Su rostro y su ropa estaban cubiertos de manchas rojas de distintos tamaños. Ella no se atrevió a mirar al cuerpo muerto del individuo.
—Gaspar, ¿era necesario? —le preguntó Ofelia. Él la miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa que partía su cara en dos.
—¿Me estás cuestionando? —se asombró Gaspar—. ¡Por supuesto que era necesario! Nos estaba desafiando.
—Me empujó por accidente, quizás estaba borracho —le dijo Ofelia—. No era necesario que llegaras a ese extremo.
Gaspar alzó las cejas y, con una mano en el bolsillo y la otra aun sujetando la roca, se acercó aún más a Ofelia, hasta que ya no hubo espacio entre ellos.
—No tienes idea de cómo funciona este lugar —le dijo, y tomó la barbilla de Ofelia para obligarla a mantener el contacto visual—. Yo sí, y si no quieres terminar como él, te recomiendo que no me contradigas más. —Miró al cuerpo sin vida por encima del hombro.
Ofelia lo imitó. Solo que ahora se veía a ella misma tirada sobre el cemento, con el cráneo destruido y el cabello cubierto de sangre. Gaspar se encontraba a su lado en su pequeña visión, y le decía en voz baja: «Te dije que te quedaras callada.» Cerró los ojos y sacudió la cabeza de lado a lado.
—¿Podemos encontrar un lugar donde quedarnos? Ya no tengo hambre.
—Eso vamos a hacer —le respondió él, siguiendo con su camino como si nada hubiese ocurrido. Todavía no soltaba la roca, la cual dibujaba un delgado hilo de sangre detrás de sus pasos.
—¿Vas a necesitar esa piedra? Deberías tirarla.
Gaspar giró su mano y la miró.
—Pienso usarla para conseguirnos un buen lugar donde dormir.
—¿Vas a usarla otra vez? —Las manos y las piernas de Ofelia temblaban descontroladamente.
—Si es inteligente, se irá antes de que tenga que hacerlo.
Siguieron avanzando, esta vez en silencio. Ofelia estaba desesperada por encontrar un lugar donde pudieran refugiarse, pero Gaspar ignoró todos lugares vacíos que se encontraron en el camino. Tal vez, estaba más interesado en encontrar a alguien con quien usar su roca que en buscar un refugio.
—Gaspar —lo llamó Ofelia. No quería molestarlo con sus preguntas, pero la curiosidad la estaba matando—, ¿habías matado a alguien antes?
—¿Qué crees?
—Me refiero a antes —dijo ella—, antes de la anarquía.
Gaspar no respondió de inmediato. Aquellos minutos de silencio fueron suficiente para que Ofelia supiera la respuesta. Tragó saliva y escondió las manos dentro de los bolsillos de su pantalón.
—Lo que hayamos hecho antes de la anarquía no importa —le dijo, al fin—. Tampoco hay manera de saber si lo que te digo es verdad o no.
Ofelia asintió, pero se quedó en silencio. Nunca creyó que extrañaría tanto la Equidad como en ese momento. Al menos allá, sus padres y hermanos la protegían de los asesinos como Gaspar.
«Solo tengo que aguantar hasta que Maximiliano me venga a buscar», se dijo a sí misma, tragándose las lágrimas.
Al cabo de media hora, Gaspar por fin encontró un lugar de su agrado. A Ofelia no le sorprendió descubrir que ya estaba habitado.
—Busca algo con que defenderte y espérame acá —dijo él. Acto seguido, se dirigió a la entrada de lo que parecía haber sido alguna vez una casa familiar.
—¿Cómo qué? —preguntó Ofelia, mirando a su alrededor. No había nada allí que pudiera servirle de protección. Se volvió hacia Gaspar para pedirle ayuda, pero él ya había desaparecido.
Un grito, agudo y desgarrador, atravesó los oídos de Ofelia, quien alcanzó a esconderse detrás de un poste de luz justo a tiempo. Una mujer acababa de salir hecha una bala por la puerta principal. La pareja de la joven no había tenido tanta suerte.
—Puedes entrar —le dijo Gaspar, después de un rato.
Ofelia le obedeció, temerosa. La oscuridad le impedía ver con claridad, pero no pudo evitar distinguir la silueta del cadáver que yacía en medio de la habitación. La luz de la luna alumbraba la parte blanca de sus ojos.
Gaspar se sentó en el sillón junto a la ventana y apoyó su cabeza contra el vidrio. Miraba hacia afuera con los ojos entrecerrados y una sonrisa torcida. Ofelia tuvo que darle la espalda para que no la viera romper en llanto. Ya no lo soportaba más. No soportaba el calor, ni dormir en el suelo. No soportaba ver más cadáveres, no soportaba a la gente. Pero, por sobre todas las cosas no soportaba el miedo que le tenía a Gaspar. El solo hecho de que pudiera acercarse a ella por detrás y matarla a piedrazos la paralizaba. Podía escuchar su respiración cada vez más cerca...
—¿Estás asustada de mí?
La pregunta de Gaspar la golpeó de frente, como un balde de agua fría.
—No —respondió ella, con voz gangosa.
—Yo estaría asustado si fuese tú. —Ofelia, que aún no se atrevía a enfrentarlo, abrió los ojos de par en par—. Pero decidí que voy a ayudarte —añadió él. Confundida, Ofelia se volvió para mirarlo—. Si aprendes rápido, quizás estés viva para cuando venga a buscarte tu hermano.
Examinó su rostro. Lo conocía demasiado poco como para estar segura, pero parecía estar diciendo la verdad. Dubitativa, se acercó al sillón donde estaba Gaspar y se sentó a su lado. Él no se movió, pero le dirigió una mirada suspicaz.
—¿Por qué me estás ayudando? —le preguntó Ofelia—. ¿Qué ganas con todo esto?
Gaspar tragó una gran bocanada de aire y apoyó los codos sobre las rodillas.
—Me recuerdas a alguien —dijo él, pegando los ojos al piso—. Alguien a quien me gustaría estar protegiendo, pero no puedo. —Movió la cabeza de lado a lado—. Lo peor de todo es que cree firmemente tener compañía y protección, pero se equivoca. Es mi culpa que se equivoque.
—Quizás, él también encontró a alguien que lo está ayudando —dijo Ofelia. Apoyó una tímida mano sobre la espalda de Gaspar, pero la retiró tan pronto como él le lanzó una mirada asesina.
—Puede que tengas razón —le dijo, agachando nuevamente la cabeza—. Pero me cuesta creerlo.
—Todo es culpa de esta maldita anarquía —resopló Ofelia, abrazándose las rodillas.
—La anarquía no tiene nada que ver —dijo Gaspar—. Las cosas ya estaban mal desde hace mucho tiempo.
—Sí, pero... —Ofelia se quedó sin palabras. ¿Cuánto tiempo más iba a pretender Gaspar que la anarquía era algo positivo?—, pero perdimos todo lo que teníamos —dijo más tarde—. Todo.
—¿Y? —preguntó él, encogiéndose de hombros—. Yo no tenía nada antes, tampoco. —Volteó la mirada hacia ella—. ¿Y tú?
—Solamente a mi familia —le respondió.
—¿Y ellos? ¿Cuánto tenían?
—¿Te refieres a si éramos ricos o pobres? —Gaspar asintió—. Éramos extremadamente pobres. Yo y dos de mis hermanos tuvimos que ponernos a trabajar antes de terminar la secundaria. Si no, no podíamos pagar el alquiler y comer al mismo tiempo. Mi otro hermano, Ángel, se gastaba todo lo que papá intentaba ahorrar. De alguna manera, siempre encontraba sus escondites y nadie podía decirle nada porque mamá lo defendía. A él no lo extraño para nada.
—¿Ves lo que provoca el dinero? Pero acá en el Éxodo, los hijitos de mamá, como tu hermano, son los primeros en perder los sesos —dijo Gaspar.
—Todos ellos durarían más que yo —dijo Ofelia, expresando en voz alta lo que tanto le aterraba.
—Mira —le dijo Gaspar—, si no eres fuerte de cuerpo sé fuerte de mente. —Ofelia frunció el ceño—. No seas valiente, sé inteligente. La persona que causó esta anarquía tenía la mente más brillante de todas, pero sus brazos parecían fideos.
—¿Sabes cómo empezó la anarquía? —preguntó Ofelia.
—¿Tú no? —Una gran sonrisa iluminó el rostro de Gaspar—. Digamos que el cambio a la moneda electrónica no fue una muy buena idea por parte del gobierno, porque el sistema fue hackeado y toda la plata del país desapareció. Queda oro, en alguna bóveda del Palacio Municipal, pero para acceder a ella se necesita una tarjeta y los dígitos de un código.
—Pero hay miles de tarjetas en el país. ¿Cómo pueden saber cual es la que buscan? —preguntó Ofelia.
Gaspar soltó un suspiro.
—Porque descubrieron los últimos cuatro dígitos del número serial.
Ofelia no supo qué decir, su cabeza seguía procesando la información.
—¿Te imaginas todas las cosas que podríamos hacer si encontráramos la tarjeta?
—Yo la destruiría —dijo Gaspar—. No tengo ninguna intención de volver al antiguo orden en el que el dinero nos controlaba a todos. Y a la persona que lo robó, le enviaría flores y chocolates.
Ofelia sonrió por lo bajo.
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