Éxodo I
Éxodo
Provincia de Punta de Luz, Tierra Nueva
Ofelia se puso rígida como una estatua cuando el tren partió, y no cambió de posición hasta que se detuvieron por primera vez, una hora y media más tarde. Levantó la cabeza y la asomó por la ventana. Habían llegado a la Unión. Las puertas de los vagones delanteros se abrieron, permitiéndole a la gente subir y bajarse de ellos. Los del Éxodo, en cambio, seguían encerrados.
Con el corazón en la mano, observó el interior del tren y a quienes viajaban en él. Tras tomar una gran bocanada de aire, se arrojó hacia la puerta que dividía su vagón del siguiente, posó una mano sobre la manilla y la presionó.
El seguro no estaba puesto.
De un manotazo, abrió ambos lados de la puerta y corrió hasta el final del siguiente vagón. Allí no tuvo tanta suerte.
—¡Sáquenme de acá! —gritó, a todo pulmón, golpeando el vidrio con los puños—. ¡Me están secuestrando! —agregó, derramando un mar de lágrimas—. ¡Ayúdenme, por favor! ¡Ábranme la puerta!
Todos la miraban, pero nadie hizo nada. Los miembros del Éxodo reían y se burlaban, mientras que los de la Unión pretendían que no sucedía nada. Las lágrimas siguieron empapando sus mejillas, los gritos, por otro lado, cesaron. El tren partió una vez más, la conducía hacia su muerte. Ofelia apoyó la frente contra la ventanilla de la puerta y cerró los ojos. Si iba a morir, ojalá fuese rápido.
—¿Por qué no vuelves con nosotros? —dijo una voz ronca a su oído. Su respiración le hizo cosquillas en la oreja. El olor amargo de su aliento le acarició la nariz.
Ella fue con él, no sacaba nada con hacerlos enojar. La obligaron a sentarse entre medio de los hombres, quienes la apretujaron durante todo el camino a Punta de Luz. Ofelia agachó la cabeza y se mordió la lengua hasta hacérsela sangrar.
En la última parada del tren, las puertas de su vagón se abrieron, habían llegado al Éxodo. Al otro lado de esas puertas sólo existían dos posibles escenarios. Ella sólo fue capaz de imaginar el más trágico.
De a poco, el tren se fue vaciando. Ahora sólo quedaban Ofelia y sus secuestradores. El sujeto de voz grave la rodeó por los hombros y le susurró al oído:
—Tienes un día para escapar de nosotros. —Su sonrisa mostraba todos sus dientes amarillos—. Trata de correr rápido— agregó, dándole un beso húmedo en la mejilla.
Ofelia no se detuvo a pensarlo. Partió hacia la salida del tren y subió las escaleras que conducían a la superficie en menos de tres segundos. Una vez arriba, no supo qué camino tomar. Allí todo era diferente a lo que ella conocía. En vez de pasto y árboles, la ciudad brindaba arena y arbustos resecos. Las pequeñas viviendas se encontraban amontonadas dentro de altas, pero hoscas construcciones de cemento, cuyas diminutas ventanas apenas permitían el ingreso de la luz solar. Por supuesto, todas las ventanas y puertas habían sido reemplazadas por cartones y tablones colgando de clavos oxidados.
El olor de la ciudad era una mezcla de cloaca y carnicería. Ofelia podía sentirlo en el paladar. A lo lejos, se escuchaban gritos de hombres y mujeres, llantos de bebés y disparos. Cuando uno se apagaba, el otro comenzaba. Sin embargo, era el calor, el abrasante y seco calor que aplastaba sus hombros, el que no le permitía respirar.
Pensó en dirigirse hacia la izquierda, pero un grupo de personas acababa de incendiar un automóvil desmantelado. La máquina estaba envuelta en llamas y el fuego había comenzado a expandirse por la calle. No le extrañaba, pues un grupo de vándalos arrojaba los restos de gasolina a todas las personas que pasaban cerca de ellos. Ofelia se giró sobre los talones y caminó en sentido contrario. Cuatro calles más allá, se encontró con un niño de no más de trece años que pasó corriendo a su lado. Tenía la cara cubierta con un pasamontaña y sujetaba sus pantalones al correr. Preocupada de que alguien lo estuviese persiguiendo, Ofelia lo siguió con la mirada. Fue entonces cuando vio al niño alejar su mano del cinturón. Sostenía un arma y la estaba moviendo en su dirección. El ojo del revólver no tardó en encontrar los de Ofelia.
Pero la bala no iba dirigida a ella, iba dirigida a otros dos niños que se encontraban más atrás. Uno de ellos parecía adolescente, el otro no podía tener más de ocho. Ellos también portaban armas y no parecían tener miedo de usarlas.
Ofelia no quería volver a encontrárselos así que decidió doblar en la siguiente esquina. Se arrepintió de haberlo hecho pues terminó divagando por unas calles muy oscuras, estrechas y vacías.
—¡Agáchate! —Un furioso gruñido rugió entre los edificios. Ofelia se arrojó al suelo boca abajo y cubrió su cabeza con ambas manos. Tardó medio minuto en darse cuenta de que el grito no iba dirigido a ella.
Dos círculos de personas se habían formado en mitad de la calle, Ofelia los observaba a escondidas, detrás de un tacho de basura. Los del círculo interior se encontraban de rodillas, con las manos detrás de sus cabezas. Los del círculo exterior llevaban puestos chalecos antibalas y apuntaban sus armas a las cabezas de los otros.
—¡Déjanos en paz! —gritó uno de los que estaban de rodillas. Sus palabras fueron calladas por una bala incrustada en su cráneo.
Ofelia, quien estaba teniendo problemas para respirar, cruzó el callejón a toda velocidad. Corrió con tanta fuerza que no se dio ni cuenta en qué momento golpeó a alguien más con el hombro.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella, furiosa. Todos los vellos del cuerpo de Ofelia se erizaron.
Acto seguido, la extraña la tomó por un brazo y la arrinconó contra la pared. Las piernas de Ofelia temblaban descontroladamente, tanto que apenas era capaz de mantenerse de pie. La enorme mujer encajó su brazo entre el mentón y el pecho de Ofelia, hasta hacer contacto con su cuello y ejercer toda su fuerza contra él.
—¿Por qué me empujaste? —volvió a preguntar. Su nariz rozaba la de Ofelia.
—¡No lo quise hacer! —se defendió ella, su voz era apenas audible.
—¿Te estas burlando de mí? —preguntó la mujer. Tenía las mandíbulas cuadradas y un mentón prominente. Su cabello era corto y reseco.
—¡No!
—¿No? —volvió a preguntar. Ahora su voz sonaba aguda y sus labios intentaban imitar un gesto tierno e infantil—. ¿Fue un accidente de la princesa? ¿La princesita ricitos de mierda cometió un error? —Ofelia no sabía cómo reaccionar. Lo único que quería era llorar y el nudo en su garganta le hacía daño. Sin embargo, temía que, si se daba por vencida y lloraba, aquella mujer la haría trizas—. Déjame decirte algo —continuó, acercando su rostro al de Ofelia hasta que el olor a excremento de su aliento quedó impregnado en su nariz—. Nunca me han gustado las princesitas como tú.
El golpe fue directo a sus fosas nasales, pero el dolor se extendió desde la punta de su nariz hasta lo más alto de la frente. La cabeza de Ofelia se estrelló contra la pared de ladrillos que se encontraba detrás de ella al mismo tiempo que un líquido caliente se deslizaba por ambos lados de su boca. Ofelia estaba convencida de que no podía existir un dolor peor que aquel, hasta que los nudillos de su agresora impactaron sobre su seno derecho. Ofelia se llevó una mano hacia su pecho y se lo cubrió, ahogando un grito de dolor. El tercer golpe fue tan, si no más, doloroso que los dos anteriores. Un rodillazo en su estómago la dejó tirada en el suelo sin una gota de respiración. Su garganta emitía un silbido debido al esfuerzo que hacía para recobrar el aliento. Con el cuarto golpe, una patada en la cabeza, su vista se nubló y su cerebro comenzó a trabajar con más lentitud. Le habría gustado desmayarse antes de que la mujer se pusiera de cuclillas encima de su cabeza, porque luego se bajó los pantalones y orinó sobre su rostro. Pese a todo el dolor y la humillación, Ofelia esperó a que la mujer se fuese para finalmente romper en llanto.
Dos horas más tarde, Ofelia hizo el primer intento por ponerse de pie. Lo único que sentía era dolor en la nariz y el sabor de la sangre y la orina. Estuvo a punto de erguirse por completo, pero sus piernas se debilitaron y cayó de rodillas. Usó tanta energía para ponerse de pie por segunda vez que terminó vomitando todo lo que quedaba en su estómago. Logró incorporarse eventualmente, después de varios intentos, pero las náuseas continuaron y luego la acompañaron el frío y una fuerte jaqueca.
A donde fuese que mirase aparecía una nueva amenaza. Aunque caminase hasta el final de la ciudad, ¿qué haría después? ¿Cuánto tardaría en encontrarse con otro maníaco? Ofelia sólo estaba segura de una cosa, la próxima vez, sería la última.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un corte en el aire, seguido de un grito de terror. En la mitad de la calle yacía el reciente cadáver de un hombre, de cuya frente emanaba un denso líquido oscuro a chorros. El aire volvió a desgarrarse una vez más y otra persona cayó muerta sobre su espalda. Tras esa persona comenzaron a caer muchas más, uno a uno como si fuesen hormigas en un juego de celular. Los presentes entraron en estado de pánico y comenzaron a correr en diferentes direcciones.
—¡Rápido! —fue lo único que rescató entre todo aquel bullicio.
Una mujer de mediana edad corrió hacia Ofelia, blandiendo los brazos y diciendo algo con los labios. Estaban a diez centímetros de distancia cuando una bala aterrizó en su frente y ella cayó de espaldas sobre el suelo con los ojos muy abiertos. La piel de Ofelia quedó cubierta de un sudor frío. Ese disparo podría haber sido para ella.
Fue entonces que comenzó a correr, sin rumbo alguno. Sólo quería asegurarse de que el francotirador no pudiese verla más. No se detuvo hasta que su camino se vio bloqueado por la última persona que esperaba encontrar.
—¿Ya me extrañabas? —dijo el mismo sujeto de voz ronca que la dejó ir en el tren. Él y todo su grupo de desagradables amigos se encontraban de pie frente a ella. No se veían felices, sino triunfantes y hambrientos—. Aunque no te ves en muy buen estado —continuó—, eso resta un poco la diversión.
Ofelia cerró los ojos y, con el rostro bañado en lágrimas, calló sobre sus rodillas. Ellos la agarraron por los brazos, la levantaron del suelo y se la llevaron a otro lugar. Si no hubiese estado tan dolorida, habría estallado en carcajadas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro