Equidad VII
Equidad
Provincia de Lago Hermoso, Laguna Gris
Maximiliano se acurrucó como un gato a los pies de la cama de su madre, con los dientes repiqueteando al ritmo del inevitable temblor de su cuerpo. Recordó aquellos lejanos tiempos en los que no conocía la nieve. Siempre había querido hacerlo, pero su familia nunca había tenido la oportunidad de salir de la ciudad. En la televisión se veía hermosa y divertida, ahora solo le parecía fría y cruel. La cabaña hacía un pésimo trabajo manteniéndolo abrigado. Afiladas navajas de hielo se filtraban por cada una de las ranuras que se formaban entre la desprolija madera, y el único medio de calefacción del que disponían funcionaba con gas. Hacían tantos años desde que Maximiliano había utilizado gas por última vez que llegaba a dudar de su existencia.
Plácida, su madre, no daba señales de sentir frío en absoluto. Todo lo que hacía, día y noche, era dormir. A veces, en sueños, se sacudía de un lado al otro e intentaba hablar. Las pesadillas ocurrían generalmente acompañadas de un ardor en todo el cuerpo y mucho sudor. Maximiliano pasaba las veinticuatro horas del día a su lado; ella era todo lo que quedaba de su familia y no quería dejarla morir sola.
Aquella mañana, el frío amenazaba con acabar con todos y lo estaba logrando. Varios de los amigos de Vladimir expresaron sus deseos de irse, pero solo había una dirección en la que podían seguir y las montañas que había delante de ellos, de rocas gigantescas y bosques interminables pintados de blanco, verde y negro, se reían de ellos desde lejos. Ninguno quería imaginar lo que encontrarían detrás de ellas, aunque estaba claro: más frío, más nieve... La muerte los esperaba en el sur, y la muerte se aproximaba desde el norte.
—Max, Maxi.
Maximiliano alzó la cabeza, sobresaltado. Acababa de cerrar los ojos y había estado a punto de caer profundamente dormido cuando su madre lo llamó.
—Ven —agregó en un susurro de voz, y con una mano temblorosa le indicó que se acercase a ella.
Él obedeció al instante.
—¿Mamá? ¿Estás bien?
Ella asintió.
—Vi a tu padre —le dijo, sus parpados se caían por su propio peso, pero ella sonreía—. Me está esperando.
—Mamá...
—Pero tu hermana no está, tampoco tus hermanos —continuó, cada palabra era una lucha—. Pensé que volvería a verlos. —Esta vez, su voz se quebró y unas gruesas lágrimas brotaron de sus ojos—. Pensé que tenía la fuerza para esperar hasta ese momento, pero ya no puedo más, Maxi.
—No digas eso.
Los labios de Plácida comenzaron a tiritar incontrolablemente, acto seguido rompió en llanto.
—Me voy a morir sin saber dónde están mis hijos —gimió, entre sollozos.
—Mamá —dijo Maximiliano, tomando el rostro de su madre entre sus manos y acercándolo al suyo propio—, no te vas a morir hoy, ¿me escuchaste?
—Los gemelos todavía me necesitan —continuó ella, sin dar señales de haberlo escuchado—. Ulises no puede seguir haciéndose cargo de su hermano, nunca debió. Ángel es tan difícil, tan conflictivo... Ulises era el único que podía controlarlo, y yo le dejé toda la responsabilidad a él—Sollozó—. Ahora me arrepiento. Les fallé como madre a los dos.
—¿Por qué estás diciéndome esto?
—Mi pobre Ofelia... —Meneó la cabeza de lado a lado. Varias lágrimas se perdieron entre su cabello y aterrizaron sobre el almohadón—. Nunca le dije lo buena hija que era —Hipó—. Yo quería que fuera perfecta. Ahora solo la quiero acá, conmigo.
Maximiliano no fue capaz de hablar esta vez. Sentía una fuerte punzada en el estómago cada vez que escuchaba el nombre de Ofelia.
—Y tú —continuó su madre, acariciándole la mejilla—. Hay tanto de tu padre en ti, tanto que nunca pude verte sin verlo a él. Perdóname, hijo. ―Volvió a sollozar―. Debí creer más en ti.
Sin saber qué más hacer, Maximiliano extendió su mano y estrechó la de su madre.
—No necesitas pedirnos perdón —dijo—. Y mucho menos hoy.
Ella negó con la cabeza y abrió la boca, pero sus palabras fueron apagadas por un portazo en el piso inferior, seguido de gritos y pisadas sin rumbo de sus compañeros de división.
—Mamá, tengo que ir a ver qué está pasando abajo —dijo él. Ella le apretó la mano con más fuerza y meneó la cabeza—. No me voy a demorar —concluyó Maximiliano, soltando la mano de su madre y lanzándose escaleras abajo.
Al llegar abajo, Maximiliano se encontró con los talones de sus compañeros de la Equidad, desapareciendo tras la puerta principal. Se apresuró en seguirlos fuera de la cabaña y camino arriba, hacia donde se quebraba la colina. Una vez allí, se detuvo junto a los demás. Ellos se encontraban asomados por la orilla mirando hacia abajo, pálidos y boquiabiertos.
Maximiliano los imitó, y el camino que conducía a la ciudad se abrió ante sus ojos, blanco, rocoso y serpenteante. Por él, se acercaba un grupo de al menos cincuenta personas armadas de pies a cabeza. Algunas de las armas que cargaban parecían sacadas de un video juego. Y ellos, de una película de terror.
—Son demasiados —observó Adolfo, que se encontraba junto a Vladimir.
Nadie le respondió. Adolfo tenía razón, lo eran. Sin embargo, Maximiliano solo era capaz de mirar a uno de ellos. Nada, ni las armas que traían, ni sus rostros sedientos de sangre, absolutamente nada, se comparaba con el hecho de que Ofelia estuviese subiendo por aquella colina. Tenía que contárselo a su mamá.
Regresó a la cabaña hecho una bala. Casi se cayó al subir las escaleras por pisar mal un escalón. Era la emoción la culpable de su torpeza.
—¡Mamá! —exclamó al llegar arriba. Abrió la puerta de la habitación de un manotazo y se metió en ella— ¡Mamá! —repitió.
Su madre dormía profundamente. La tercera vez que la llamó lo hizo con más calma, aunque no pudo evitar sacudirla con gentileza.
No obtuvo respuesta. El estómago de Maximiliano dio un desagradable y repentino vuelco. Su corazón seguía latiendo a mil por hora y le dañaba las costillas. Un sudor frío empapó su nuca.
Solo estaba dormida, era un idiota por creer lo contrario. No había necesidad de acercarse a ella para verificar que estuviese respirando, pero lo hizo de todas maneras. Una vez que acercó el oído a los labios de Plácida, esperó a que soltara un suspiro. Pronto lo haría, pronto.
—¿Mamá?
Puso dos dedos sobre el cuello de Plácida y presionó con ellos su delgada piel. Convencido de que lo estaba haciendo mal, posó su otra mano sobre el corazón. Ni él, ni su boca, ni su cuello se dignaron a responder.
Maximiliano se dejó caer al suelo cuan pesado era. No lograba decidir entre sentirse triste o como un completo idiota. Siempre le había costado trabajo entender cómo había personas capaces de sacarle provecho a la vida, cuando a él le costaba tanto sobrevivirla. En aquel momento, sin embargo, por fin entendía que la vida jugaba con él.
—¿Qué estás haciendo acá? —Vladimir acababa de aparecer detrás de la puerta de la habitación y se veía furioso—. Vamos a patearles el culo.
Maximiliano se frotó el rostro antes de alzar la mirada.
—Mi madre acaba de morir —le dijo. Tenía que escucharlo de su propia boca para poder creerlo.
—Me alegro —dijo Vladimir—. Así no tenemos que preocuparnos más de esa vieja inútil —agregó y salió de la habitación.
Maximiliano no supo en qué momento bajó las escaleras, pero antes de que Vladimir alcanzase a salir de la cabaña, él ya se encontraba bloqueándole la salida.
—¿Qué quién...?
No pudo terminar la oración. Maximiliano lo agarró del cuello de la camiseta con la mano izquierda y con la derecha le propinó una golpiza justo en la nariz. Vladimir cayó de rodillas e intentó detener el sangrado con las manos, pero ya todo su cuello estaba bañado de rojo. No era suficiente. La segunda vez Maximiliano se arrojó sobre Vladimir, dejándolo atrapado entre su cuerpo y el piso de madera, y le dio varios golpes más. En el ojo, en la mandíbula, hasta en el cráneo. Con cada golpiza alivianaba el peso de sus hombros. Siguió golpeándolo hasta que los huesos de sus nudillos quedaron expuestos, y luego un poco más. Lo golpeó hasta que Vladimir ya no pudo respirar. Tal vez estaba muerto, tal vez los huesos astillados de su nariz se lo impedían. A Maximiliano ya no le importaba.
Se puso de pie, como si nada hubiese pasado, subió las escaleras y entró en la habitación donde yacía el cuerpo de Plácida. No tenía nada por qué luchar, así que optó por buscar un lugar agradable donde su madre pudiese descansar. Tal vez luego de eso, lograría encontrar un momento oportuno para hablar con Ofelia a solas, pero primero debía despedirla a ella. Esperaba que fuese en un claro, entre medio de grandes árboles que se extendiesen por kilómetros sobre su cabeza, y tender su cuerpo sobre la blanca y reluciente nieve, donde ningún hombre hubiese pisado jamás. El frío ya no le iba a molestar.
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