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Equidad VI

Equidad

Provincia de Lago Hermoso, Laguna Gris


Aunque igual de crudo, el invierno de Lago Hermoso no se parecía en nada al de Lago Espejo. Allí, el frío era denso y metálico, como agujas penetrando la piel. La lluvia podía llegar a ser tan torrencial como en Los Narcisos, pero en Laguna Gris el verdadero problema era la nieve. Por un lado, Maximiliano agradecía haber parado de transitar. Por el otro, sin embargo, odiaba la idea de quedarse en aquella cabaña de mala muerte, cuyo techo era más bien un colador y cuyo baño se encontraba entre medio de los árboles a diez metros de distancia.

La Inquisición había dejado de ser una preocupación para ellos por un tiempo, pero aquello tampoco duró demasiado. Los rumores de que su siguiente objetivo sería la Autarquía no tardaron en esparcirse por todo el país. Rumores que recibieron a carcajadas pues qué más podían hacer además de reír. Rieron hasta que les dolió el rostro, hasta que ya no pudieron hacerlo más.

El plan de Vladimir consistía en llegar a Bosque Verde. Según él, aquella era la única provincia a la que los trenes no llegaban. Su estadía en Laguna Gris era, supuestamente, momentánea, pero llevaban viviendo allí diez meses, a lo mejor un poco más. Todos los días les repetía que al siguiente partirían, pero las excusas para no tener que seguir viajando sobraban. Y en el momento en que su imaginación se agotó, Plácida, la madre de Maximiliano, se enfermó y ya no pudieron viajar más.

—¡Por tu culpa y la de esa vieja moribunda no nos podemos ir de este basurero! —le recordaba Vladimir, cada cierto tiempo.

Pero ni él ni nadie se atrevía a continuar hacia Valle Escondido después de ver las montañas que rodeaban la provincia. En invierno, la nieve las cubría a tan solo metros del ras del suelo y los picos más altos se escondían detrás de las nubes bajas. Entonces aquella cabaña ya no se sentía tan mal.

A Maximiliano ya nada de eso le importaba. El estado de salud de su madre había empeorado mucho aquellas últimas semanas y él no sabía cómo ayudarla. Al principio, había creído que se trataba de un simple resfrío. Más tarde descubrió que su madre le había estado ocultando una gran herida en su pierna derecha. Se la había hecho tratando de cazar una ardilla, la cual fue más rápida y, no solo logró escapar, sino que también hizo que Plácida perdiese el equilibrio. Ella cayó hacia un costado, con el cuchillo para matar a la ardilla aún en la mano. Solo bastó un leve roce del filo de la hoja para desgarrar su piel de par en par, a la altura de la rodilla.

—Me debí haber quedado en Lago Espejo —le decía a Maximiliano, día tras día, desde que la herida comenzó a infectarse y la fiebre se hizo presente—. Solo los dioses saben qué pasó con tu padre y tus hermanos.

Maximiliano se limitaba a responderle con un suspiro. Últimamente, Plácida no hablaba de otra cosa más que de su marido y sus dos hijos favoritos.

—Tuve un sueño hermoso anoche —dijo ella aquella mañana. Maximiliano había subido a verla para dejarle un poco de agua y unas galletas añejas que había encontrado en un colegio de la ciudad. Ella sonreía con los ojos aún cerrados—. Estábamos en casa. Tú, yo, los gemelos y Guillermo. Estábamos tomando desayuno, como en los viejos tiempos. Todavía siento el olor del té de manzanilla. Estaba a punto de darle un mordisco al pan calentito con manteca cuando la puerta se abrió. —Se detuvo para tragar saliva. Un par de lágrimas se habían escapado de sus ojos y se lanzaban sin rumbo mejillas abajo—. Y Ofelia entró. —El corazón de Maximiliano se detuvo por una milésima de segundo—. Yo estaba tan feliz, Maxi. Tan, tan feliz. Todas las noches me pregunto dónde está, como está, con quien está. La respuesta es peor cada noche, pero en el sueño estaba bien... y me sonreía.

En cuanto Maximiliano abrió la boca para responder, Vladimir gritó su nombre y el de sus demás compañeros desde el primer piso. Maximiliano salió de la habitación refunfuñando en su contra, pero la verdad era que se alegraba de que alguien lo hubiese sacado de aquella incómoda situación.

—¿Qué pasa? —le preguntó, desde el peldaño más alto de la escalera. Vladimir tenía la punta de la nariz pegada a la ventana.

—Unas personas vienen para acá —le dijo.

Maximiliano bajó las escaleras de dos en dos y se asomó por la ventana, igual que él. Antes de poder ver de quién se trataba, se oyó un golpeteo impaciente al otro lado de la puerta.

—Déjenos pasar —dijo uno de los visitantes—. Los podemos ver.

Una mano apareció a través de un enorme agujero en la puerta, donde la madera se había podrido y astillado hasta formar un triángulo casi perfecto.

—No creo que sean tan patéticos como para pensar que una puerta podrida y vieja puede protegerlos —continuó, al mismo tiempo que buscaba a tientas el picaporte—. Dan lástima.

—Dejémoslos pasar, Vladimir —murmuró Maximiliano—. Van a entrar de todas maneras.

—Sí, déjanos pasar —dijo otra persona, desde afuera—. No seas aburrido, Vladimir.

Vladimir tomó una gran bocanada de aire y rodó los ojos. Luego, se acercó a la puerta y la abrió. Recibió a sus invitados, cuatro hombres y una mujer, con una gran sonrisa.

—Bienvenidos a mi humilde morada —les dijo.

—Más que humilde, diría yo —replicó uno de los hombres que rodeaban a la mujer. Ella, sin embargo, se abrió paso entre ellos y avanzó hacia donde estaba Vladimir.

—No nos distraigamos —dijo—. Mi nombre es Naomi. Soy la vocera del Comandante de la Autarquía. —Se detuvo para sonreír—. Tenemos un par de cosas que discutir.

—Oye tú —dijo Vladimir, dirigiéndose al sujeto que había tocado la puerta—. Ustedes no tienen nada que hacer acá.

Naomi alzó las cejas.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó—. Porque yo recuerdo perfectamente que la Autarquía te permitió el acceso a nuestra provincia bajo una estricta condición, y esa condición no ha sido cumplida.

—Sí, yo también me acuerdo, pero no puedo darte información sobre Valle Escondido si todavía no he llegado. —Se giró hacia donde estaba Maximiliano con una sonrisa burlona dibujada en el rostro, y trazando pequeños círculos con el dedo índice a la altura de la cien.

Naomi negó con la cabeza y soltó un pequeño suspiro.

—Eso es obvio, Vladimir —dijo, su rostro se tornó sombrío de un segundo a otro—. El problema es que el plazo para quedarse en nuestra provincia se les acabó. —Todo rastro de regodeo se borró del semblante de Vladimir al instante—. Si no crees tener lo que se necesita para ser aceptado en la Unión te recomiendo que intentes irte al Éxodo. No sé si allá tengan viviendas tan cómodas como esta cabaña —Echó un vistazo a su alrededor—, pero estoy segura de que encontrarás alguna manera de descansar, en paz.

—Laguna Gris no es parte de la Autarquía, sus murallas no llegan hasta acá —respondió Vladimir. Sus mejillas se habían tornado de un rojo oscuro y le temblaba el labio inferior.

Naomi miró a su alrededor en busca de una respuesta convincente, como un adulto tratando de explicarle un tema complicado a un niño curioso.

—La función de las murallas no es delimitar nuestro territorio, es proteger a nuestra gente. Sin embargo, Laguna Gris es una ciudad de la provincia de Lago Hermoso, provincia que actualmente pertenece a la división de la Autarquía. Por ende, Laguna Gris es nuestra y no de ustedes, miembros de la Equidad.

—Todavía podemos ir a Valle Escondido y darles la información que necesitan —saltó Maximiliano.

Recordaba el día en que habían hecho el trato con la Autarquía como si hubiese sido aquella mañana. Tomaron el primer tren a la aduana esperando encontrar allí una salida hacia el exterior, pero el lugar estaba completamente aislado de la superficie. La única manera de dejar la aduana era en tren. Fue el mismo Maximiliano quien le recomendó a Vladimir que negociaran con ellos dado que su amigo estaba convencido de que podían acabar con los guardias y apoderarse del tren. En aquel momento solo tenían dos armas y una de ellas no tenía balas, llegar a un acuerdo parecía ser mucho más sensato.

—Tuvieron todo un verano, una primavera y un otoño para hacerlo —dijo Naomi—. ¿Por qué debería creer que lo harán ahora, que es invierno?

—No ha sido fácil para nosotros —le explicó él—. Uno de los nuestros se enfermó y por eso nos detuvimos. Mi madre es una señora de edad, y este viaje le ha afectado. Cuando se recupere nos iremos de acá.

—¿Se ha sentido mejor? —preguntó Naomi, tenía el ceño fruncido y sus ojos brillaban más de lo normal—. Porque si no es así, dudo a que vaya a mejorar después de todo un año de enfermedad.

—No ha estado enferma todo el año —dijo Maximiliano—. Solo los últimos dos meses, o tal vez menos.

—¿Sabes qué? No hables más, empeoras la situación. Tienen una semana para irse de acá...

—¿Una semana? —Naomi ya había comenzado a dirigirse a la puerta, pero Maximiliano la siguió—. Se lo suplico, déjenos quedarnos durante la primavera. Toda esta nieve matará a mi madre.

Naomi se detuvo un segundo para examinar los ojos de Maximiliano. Sin decir una sola palabra, se dio la media vuelta y salió de la cabaña seguida de sus guardaespaldas. Los cuatro desaparecieron detrás de la colina.

—Esa perra cree que puede hablarme así —dijo Vladimir, cuando Maximiliano cerró la puerta. Acto seguido, escupió a sus pies—. Se puede ir bien a la mierda.

Maximiliano apretó los puños e hizo rechinar los dientes.

—Ella es la vocera de la Autarquía —le dijo, contendiendo la ira—. Deberías agradecer que vino a darnos una advertencia.

—No va a hacer nada —dijo Vladimir, haciendo un gesto con la mano—. Lo más probable es que vuelva a pedirme un poco de esto —agregó, señalando su entrepierna—. ¿No notaste como me miraba?

—Vladimir tiene razón —dijo Adolfo, uno de sus amigotes. Siempre remataba sus oraciones limpiándose la nariz con el dorso de la manga o haciendo un ruido gutural—. Apuesto que la putita se fue llorando, muerta de miedo.

Maximiliano dudaba que aquello fuera cierto, pero no tenía ganas de quedarse a rebatir sus ideas. En vez de eso, subió las escaleras y se dirigió al cuarto de su mamá.

La encontró con los ojos llenos de lágrimas y la mirada perdida en la nada. Hablaba con alguien, pese a que no había nadie allí con ella, y sonreía.

—Esa es una buena noticia —decía, una y otra vez—. La mejor noticia de todas, Guillermo. —Se detuvo un segundo, como si estuviera prestándole atención a algo, o a alguien, luego respondió—. No creo que mucho. —Sonrió una vez más—. Ya sé que me extrañas, yo también te extraño a ti. Ten paciencia, viejo, ya falta muy poco.

Maximiliano no se atrevió a dar un paso más. Cerró la puerta de la habitación y apoyó su espalda contra la pared del pasillo. No estaba seguro por qué, pero sentía una opresión en el pecho tan fuerte que no le permitía respirar. Sabía que Placida estaba alucinando, nada más, pero, por un instante, creyó que su padre estaba allí con ellos. 

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