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Equidad II


Equidad

Provincia de Lago Espejo, Los Narcisos



Cinco días pasaron antes de que Maximiliano se decidiera a regresar a la mansión. Las calles de Los Narcisos parecían un lienzo pintado de negro durante las noches. Además de la luna y las estrellas, no había otra luz que los alumbrase. Se decía que, visto desde el espacio, Trovia era el país más oscuro de noche. Aquello no podía ser cierto, las fábricas de la Unión aún tenían electricidad. De todas maneras, Maximiliano era capaz de recorrer la ciudad entera, con o sin luz

Había creído que contaría con la ayuda de los gemelos, pero Ángel cayó en cama por un resfriado común en cuanto Maximiliano le contó de su plan. Ulises por otro lado, tuvo que quedarse a petición de Plácida, quien aseguraba tener miedo de que se la llevasen a ella a continuación, cuando en realidad lo que la atemorizaba era quedarse sola en casa con su hijo.

Desde que se habían llevado a Ofelia, Plácida no hacía más que llorar junto a la ventana. Cubría su cara con un pañuelo y se mecía de atrás para adelante. A Ángel se le ponían los pelos de punta.

—¡Cállate, mujer estúpida!

Ulises, quien hasta el momento había permanecido calmado, agarró a su gemelo por un hombro y le propinó un puñetazo en la cara. Ángel cayó de espaldas al suelo con la nariz sangrando. Ambos se quedaron mirando por un par de segundos, hasta que Ángel bajó la mirada.

—¡No le hagas eso a tu hermano! —dijo Plácida, descubriendo su rostro para hablar—. ¡Está preocupado!

Ulises se giró hacia su mamá.

—Deberías agradecerme por hacer tu trabajo —le dijo—. Es tú hijo, no el mío. —Se dio la media vuelta y se acercó a Maximiliano, quien observaba la escena desde el umbral de la puerta.

—Oye, Max... —Caminó hacia él, con el mentón elevado— Vladimir es tu amigo, ¿o no? Haz algo. 

Esa noche, Vladimir había ido a celebrar donde sus nuevos amigos, a quienes él llamaba «cuidadores». La mansión estaba completamente a oscuras y los guardias que cuidaban la entrada se habían quedado dormidos junto a unas botellas vacías de ron. La ventana del salón principal estaba abierta. Maximiliano se encaramó en el marco y la cruzó de un salto. Aterrizó sobre el sillón de cuero de un cuerpo que Vladimir tanto disfrutaba a la hora de fumarse un puro. Al final del pasillo, al otro lado del salón, había dos puertas más y una escalera. La de su derecha se dirigía a la sala de juegos y al bar, y la escalera conducía a las habitaciones. Maximiliano se abrió paso por la puerta de la izquierda, que daba acceso a la cocina y luego al patio trasero. Éste estaba lleno de jaulas, pero sólo cuatro de ellas estaban ocupadas. Ofelia se hallaba acurrucada en la más lejana. Junto a ella, en una jaula aparte, se encontraba su padre. Maximiliano sentía que sus rodillas se doblaban con cada paso.

—¡Sabía que ibas a venir! —susurró Guillermo cuando Maximiliano se arrodilló frente a la jaula de Ofelia.

—No vine por ti —le respondió él. Ni siquiera se dio el trabajo de mirarlo a los ojos.

—¿Y tú crees que yo pensé que venías a rescatarme a mí? —se burló Guillermo. Hablaba en voz baja para que sólo sus hijos lo oyeran—. Sí como no. Me prohibí a mí mismo creer que mis hijos fueran tan cobardes como para abandonar a su hermana.

Maximiliano negó con la cabeza y soltó un suspiro.

—Espera, ¿vas a dejar a papá acá? —preguntó Ofelia, mientras Maximiliano cortaba los fierros de la jaula—. ¿Lo vas a dejar acá? —insistió. Él la tomó del brazo para que saliera—. ¡No puedes!

—Papá se lo buscó —dijo Maximiliano, evitando la mirada de su padre—. Él nos puso en esta situación.

Ofelia no replicó. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Váyanse de una vez! —les dijo Guillermo, moviendo el brazo—. El dirigente va a regresar en cualquier momento y no creo que quieran encontrarlo.

Pese a lo equivocado que podía estar a veces, en aquella ocasión Guillermo tenía razón. Maximiliano tomó a Ofelia por el brazo y prácticamente la arrastró para que mantuviese su ritmo. Los otros dos presos comenzaron a gritarles cosas. Primero, les rogaban que los ayudaran a ellos también, luego los amenazaban con que los matarían una vez que salieran de allí.

—¿Qué es todo este ruido? —La luz de una linterna se posó sobre el rostro de Maximiliano, al mismo tiempo que dos grandes perros comenzaron a ladrar. Uno de los guardias de Vladimir acababa de verlos—. ¡Ataquen! —gritó él, y los perros corrieron en dirección a ellos, soltando espuma por la boca.

Maximiliano y Ofelia salieron disparados. Tras entrar por la puerta de la cocina, Maximiliano cerró el pestillo y puso una mesa por delante para bloquear la entrada.

—Vámonos rápido —le dijo a su hermana—. Puede haber otras entradas.

—¿A dónde vamos? —preguntó Ofelia, mientras atravesaban el salón.

—A los trenes.

—¿Trenes? —Maximiliano ayudó a Ofelia a subirse a la ventana. La calle se veía desierta desde allí—. ¿Qué trenes?

—Para que vayas a otra división. —Las palabras de Maximiliano petrificaron a Ofelia.

—¿Qué? —preguntó, deteniéndose en pleno jardín. Él le tomó la mano y la obligó a seguir corriendo—. ¿Tengo que irme de la división?

—Es lo más seguro por ahora.

—¿Por qué?

Maximiliano bajó la mirada.

—Tú sabes cómo es Vladimir cuando se enoja.

—Maxi, si me voy a otra división no creo que pueda regresar. —Se metieron por un callejón oscuro que olía a orina—. Además, ¿a dónde se supone que debo ir?

—¿Recuerdas lo que papá decía de la Autarquía? —Ofelia asintió—. Vas a regresar —le aseguró Maximiliano—. Lo vas a hacer, te lo prometo.

—¿Cómo sabes?

—Porque yo voy a ir a buscarte, pero no ahora, no todavía. Necesito un tiempo para convencer a Vladimir de que tú no hiciste nada. Necesito volver a ganarme su confianza. Cuando lo logre, iré a buscarte donde sea que estés. Lo prometo.

—Eso significa que no vienes conmigo. —Se detuvo una vez más.

—No puedo —dijo Maximiliano—. Necesito estar acá.

Ofelia miró hacia atrás, luego hacia adelante y por último a Maximiliano.

—Además de la Autarquía, ¿Qué otra opción tengo? —le preguntó con voz quebrada, disminuyendo la velocidad.

—Cualquiera menos la Unión —le dijo él, mitad en broma, mitad en serio. Ofelia sonrió—. No, escúchame bien, pase lo que pase, no vayas al Éxodo. —Los ladridos seguían escuchándose a lo lejos—. Después hablaremos de eso —le dijo—. Ahora, apurémonos.

Pasaron por tantos callejones estrechos y oscuros que cualquier otra persona se hubiese perdido hacía horas, pero no Maximiliano. Y en menos de treinta minutos se encontraron bajando las escaleras hacía los trenes.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ofelia.

—En la estación.

—¿Y qué es eso exacta...?

Dejó de hablar. Miraba de un lado al otro con la boca abierta y sin pestañear.

—No mucha gente conoce esta estación —le contó Maximiliano—. Ulises se encargó de encontrarlas todas, incluso las que Vladimir no conoce.

—¿Hay luz?

El techo, las paredes, hasta los carteles estaban iluminados. El tren se anunció a lo lejos con su chillido caracterizador y alumbró hasta los rincones más inaccesibles con sus focos gigantescos. Maximiliano nunca se había cuestionado cómo se movía el tren, o por qué allí abajo había luz. Los túneles sobre los que yacía Trovia eran lo que eran desde los orígenes del país. Todo sobre ellos era un misterio.

El tren se detuvo en la estación y sus puertas se abrieron.

—Ofelia, toma ese tren —dijo Maximiliano—. Te llevará a la aduana. Allí podrás elegir una división para vivir mientras tanto. Te recomiendo que elijas la Autarquía o la Cofradía. Si puedes encontrar a alguien que te ayude, mejor. —Ofelia lo miraba con los ojos muy abiertos y el ceño fruncido. Tenía las mejillas empapadas en lágrimas—. Deberías ir.

—¿Ya?

—Vas a perderlo —le dijo. Tras un suspiro, Ofelia comenzó a alejarse de él, con los brazos rígidos y los hombros encogidos—. Cuídate mucho, Ofelia.

Ella se volteó a verlo.

—Prométeme que me vas a venir a buscar.

—Te voy a ir a buscar —respondió Maximiliano. Acto seguido, tragó saliva—. Te lo prometo. —Ofelia continuó avanzando. El ancho de su cabeza igualaba al de sus hombros gracias a esos enormes rizos negros que caían de su cuero cabelludo. Ya había cumplido veintitrés años, pero para él era tan solo una niña. Su madre siempre solía decir: nunca dejen a Ofelia sola, ella no puede cuidarse por sí misma.

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