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Epílogo

Trovia

Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata

La Noche del Robo del Milenio



El día había llegado, por fin. Bastián caminaba de un lado al otro de la habitación, con los ojos fijos en el suelo y las manos en los bolsillos. Ya había guardado en su mochila todo lo que necesitaba para partir: su documentación falsa, las armas y un sinfín de municiones. Cada tanto miraba su celular para consultar la hora, pero los minutos parecían haberse detenido.

Tras seis meses desde la incorporación de los e-pesos a la economía de Trovia, el país se percibe más ordenado que nunca. —La voz que emitía el televisor captó su atención por un microsegundo. Lo último que Bastián necesitaba era escuchar a un montón de aduladores hablando sobre los maravillosos pesos electrónicos, así que se apresuró en buscar el control remoto, pero el pequeño objeto no quería aparecer—. Me siento mucho más seguro de caminar por la calle ahora que no tengo que andar con plata física —decía uno de los entrevistados. Bastián había dado vuelta los cojines de todos los sillones, pero seguía sin encontrarlo—. Lo mejor de todo es que ahora podemos confiar en el estado —decía otro—. En internet podemos ver todos los gastos que realiza el gobierno con nuestros impuestos—. Buscó entre medio de las sillas y encima de la heladera, pero fue a encontrarlo junto al lavaplatos. Regresó justo a tiempo para apagar el televisor antes de que comenzaran a dar la biografía del presidente Ramírez, el mejor presidente que Trovia había tenido desde mil novecientos cincuenta y tres.

Cuando el silencio volvió a reinar, Bastián se desplomó sobre el polvoriento sillón y se tapó la cara con las manos. La decisión estaba tomada, ya no había vuelta atrás...

Tres golpecitos a la puerta fueron suficientes para que Bastián saltara de su asiento como un gato. Quien fuese que había llamado a su puerta ya se había ido, pero en la entrada, sobre el tapete de bienvenida, había dejado una hoja cuidadosamente doblada por la mitad. Bastián la tomó y leyó su contenido.

«Te está esperando en la Plaza del Farol.»

No puso llave al salir; una vez que el robo fuera llevado a cabo, ya no importaría lo que hubiese allí dentro. Caminó en silencio por las calles de Ciudad Catarata, dejando que la fresca brisa se llevase con ella sus dudas, y disfrutando del inquietante silencio. Muy pronto comenzarían los gritos y los llantos histéricos.

La Plaza del Farol no era un lugar muy concurrido, incluso durante el día, y aquella noche solo había una persona más allí además de él. Bastián caminó hacia la persona encapuchada a paso lento. Ella se volteó hacia él y lo quedó mirando en silencio hasta que estuvieron lado a lado.

—¿Bastián? —preguntó. Se trataba de una mujer de mediana estatura, y contextura delgada. Su cabello era de un naranjo brillante y llevaba puestos unos lentes ópticos de grandes marcos negros que le cubrían la mitad de la cara. Él se limitó a asentir. Aquella chica no era para nada como él se la había imaginado—. Soy Ivana —dijo ella—. Hagamos esto de una vez.

Ivana no esperó respuesta. Se dio la media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida sur de la plaza. Bastián no la siguió.

—El Palacio Municipal está para el otro lado —le dijo, irritado. Se suponía que era inteligente.

—No vamos al Palacio Municipal —dijo ella—. Es muy peligroso.

—¿Entonces cómo se supone que vamos a hacerlo?

—Puedo acceder a la base de datos del Palacio desde mi oficina —le explicó. Miraba a Bastián con los ojos entornados—. ¿Estás acá para cuestionarme o para cuidarme la espalda?

No volvieron a dirigirse la palabra hasta que entraron a uno de los edificios más modernos de la capital y tomaron el ascensor hacia la oficina de Ivana, en la famosa Compañía de Seguridad en Tecnología e Información, Hibris.

—¿Acá está tu oficina? —le preguntó Bastián, estupefacto.

—Así es —respondió ella—. Mi tío es el dueño —agregó, con amargura.

Su oficina se encontraba en el último piso, y tenía una vista alucinante de casi toda la ciudad. A Bastián le costaba entender por qué alguien con un trabajo tan espectacular querría cooperar con los planes de la mafia para destruir al país, pero prefirió no preguntar. No le interesaba hacerla cambiar de opinión. Ivana, por su parte, se sentó frente al computador y comenzó a machacar sus dedos contra el teclado al instante. La luz del monitor se reflejaba en sus grandes anteojos.

—¿Qué estás haciendo, exactamente? —le preguntó Bastián.

—Primero, me estoy asegurando de que nadie pueda acceder al oro que guarda el presidente en el Palacio Municipal —dijo Ivana, sin desviar la vista de la pantalla—. ¿Ves esa tarjeta? —Con su mano señaló una pequeña tarjeta de plástico que yacía sobre el escritorio. Era delgada y de un color dorado metálico brillante, cautivantemente hermoso—. Solo con ella se podrá ingresar a la bóveda dónde lo guardan —Suspiró—. Busca algo donde escribir. Ya estamos casi listos.

Bastián sacó de su bolsillo lo primero que encontró. Se trataba de una fotografía que él y Anastasia, su hermana menor, se habían tomado hacía unos años atrás en un paseo por el centro comercial. Llevaba esa foto a todas partes, el rostro alegre de Anastasia siempre lograba sacarle una sonrisa. Nada más lo hacía.

—Acá tengo algo —le dijo a Ivana. Ella le pasó una lapicera y le dictó cuatro números.

—Siete, seis, dos, seis.

—¿Qué es esto?—le preguntó en cuanto los cuatro números se encontraron dibujados sobre su propio rostro.

—La clave de la caja fuerte —dijo ella—. ¿Creías que tienen el oro desparramado por la bóveda, así nomás?

—Pensé que haríamos desaparecer los e-pesos —dijo Bastián.

Ivana asintió, pero permaneció en silencio. Luego de cuarenta minutos haciendo y deshaciendo los códigos que aparecían en la pantalla, se volvió hacia él y le dijo:

—Listo. Transferí todos los pesos electrónicos a una cuenta bancaria inexistente. El dinero de los bancos, de las personas, de las empresas, todo. Básicamente, lo moví a una papelera de reciclaje oculta —explicó, al notar la cara de confusión de Bastián.

Él se frotó la frente. La siguiente parte del plan era sencilla. Debía entregarles la tarjeta a los líderes del Túnel, quienes luego negociarían con el partido Ciudadanista, la oposición del gobierno actual, para trabajar en conjunto. Ellos llevarían a cabo una investigación ficticia, redistribuirían las riquezas de Trovia y desterrarían al Inversionismo de por vida.

—La compañía de mi tío creó esta base de datos —continuó Ivana—. Yo y mi equipo trabajamos en ella, pero supongo que el mérito ha perdido todo su valor. Con este fiasco nadie volverá a contratar a Hibris nunca más. ¿Cuánto tiempo crees que se demoren en indemnizar a todo el mundo?

—Un mes o dos —dijo Bastián—, para que sea creíble, digo yo.

—Ni siquiera puedo imaginar qué va a ser del país sin dinero durante todo un mes.

—Yo sí —dijo Bastián.

Acto seguido, sacó una «m1912» de su mochila y le disparó a Ivana en plena nuca. Ella se desplomó sobre el teclado, pintándolo todo de rojo.

Bastián salió del recinto con el arma en la mano, y la tarjeta y la contraseña bien guardadas en su mochila. Antes de poder disfrutar de su obra maestra, debía encargarse de los testigos. Se acercó a un teléfono público, de los pocos que quedaban, y llamó a la policía. Aquel era un número que jamás en la vida creyó iría a marcar.

Policía federal de Trovia. ¿Cuál es la emergencia?

—Tengo información que podría serles útil...


Ya entrada la madrugada, su celular comenzó a vibrar. No conocía el número, por lo que lo ignoró las tres primeras veces. La cuarta, sin embargo, aceptó la llamada y la voz de Franco, su mejor amigo, sonó al otro lado de la línea.

Gaspar, necesito tu ayuda —le dijo él, con voz agitada. Algo andaba mal—. Estoy en el hospital, necesito que me vengas a buscar.

—No puedo —respondió Bastián—. No estoy en Los Narcisos.

¿Qué? ¿Dónde estás?

—En la capital, voy a casa de mis padres. —Antes de que Franco pudiera replicar, Bastián le dijo—: Escúchame bien, Franco. Llama a Kunkuna, quizás él pueda ayudarte, y hagas lo que hagas, asegúrate de conseguir las llaves de la aduana. ¿Crees que puedas hacerlo?

No sé, las dejé... las dejé en mi auto, pero no sé si sea seguro ir a buscarlas —dijo Franco, entrecortadamente—. Tal vez, primero deba ir a Colina Azul, al cuartel, y pasar la noche...

—¡No vayas al cuartel! —lo interrumpió Bastián—. La policía va para allá, ahora.

¿La policía? —se extrañó Franco —. ¿Cómo supieron...?

—Anda a buscar las llaves, Franco. Mañana lo vas a entender todo.

La llamada se cortó y Bastián retomó su camino hacia la casa de sus padres, aún le quedaban muchos kilómetros por recorrer. En los bares y en los casinos, los gritos y los llantos histéricos ya habían dado comienzo al espectáculo. A lo lejos, sonaban las alarmas de la policía yendo de un lado de la ciudad al otro. Perdían su tiempo, pensó Bastián, ya no había nada que pudieran hacer.

Y nadie sería capaz de evitar que, al día siguiente a esa misma hora, el actual presidente fuera asesinado, o que la gente comenzara a saquear las tiendas y a robar el ganado, ni que el país entero quedase sumido en un perfecto caos.

Bastián inhaló una gran cantidad de aire, hasta que sus pulmones se intoxicaron con la desesperación y el terror que comenzaban a propagarse por el ambiente, cuando se encontró a pasos de distancia de las únicas dos personas a quienes temía de verdad. Entonces, con una sonrisa despreocupada en los labios, tocó el timbre tres veces. Las luces de la casa se encendieron una a una y la cámara de vigilancia se activó.

—Hola, mamá. ¿Puedo quedarme esta noche?

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