Cofradía XV
Cofradía
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
Durante seis largos meses, Ofelia vivió dentro del ducto de aire acondicionado de una elegante casa de la Cofradía, de la misma forma que lo habría hecho una rata de alcantarilla. Se refugió en aquel lugar tras salir del laboratorio del padre de Gaspar. Con cada paso que daba, cada vez que flexionaba una rodilla, o que tomaba aire, un enjambre de agujas invisibles aguijoneaba su piel. Aún con el dolor, Ofelia fue capaz de arrastrarse hasta un vecindario, limpio y lujoso, cercano al hospital. No dudó en meterse a la primera casa que encontró con una ventana abierta, necesitaba protegerse de la intemperie. El roce con el marco de la ventana fue una tortura, pero una vez adentro ya no tuvo que soportar los crueles rasguños de la brisa. Se trataba de una hermosa habitación azul ópalo, con afiches en el techo y juguetes desparramados por todo el suelo. Era algo bueno que la habitación le perteneciera a un niño, así cuando la encontrara tendida en su cama, ella podría darle un buen susto que le diese tiempo para escapar. Sin embargo, al primer ruido que escuchó, Ofelia se escabulló dentro del sistema de ventilación, un pequeño orificio cuadrado de paredes metálicas, tan oscuro y sucio como su habitación en el Éxodo, aunque mucho más agobiante.
Durante lo que pareció ser una eternidad, Ofelia hizo de ese ducto de aire su hogar. Le habría encantado ir en busca de un mejor escondite, pero el dolor no le habría permitido llegar muy lejos. Algunas noches, sentía que alguien le arrancaba la piel, otras veces sentía como si le hubiesen crecido espinas entre los músculos y los tejidos. Una noche especialmente mala alucinó con que yacía sobre aceite caliente. Por fortuna, el dolor fue disminuyendo eventualmente, hasta el punto en que regresaron los pinchazos del comienzo, los cuales no eran más que una suave caricia en comparación a lo que había sufrido previo a eso. Además, los moretones que pintaban su cuerpo de azul y violeta comenzaban a desaparecer.
Con o sin dolor, Ofelia aprovechaba las noches para aventurarse en la cocina y robar alimentos de la despensa, la cual siempre estaba repleta. En más de una ocasión había escuchado a los dueños de la casa discutir y echarse la culpa el uno al otro de comer a escondidas. Nunca, ninguno de los dos, sospechó que hubiese alguien más viviendo en su hogar. Sin embargo, una vez que el dolor disminuyó, Ofelia optó por robarles alimentos también a los vecinos.
A veces, le gustaba dirigirse a la habitación del pequeño, dónde había un hermoso espejo de cuerpo entero. La primera vez que se encontró con su propio reflejo, creyó estar mirando a la sombra, quien últimamente se limitaba a espiarla desde los extremos del ducto. El espejo estaba tan limpio que podía ver hasta la más pequeña de sus marcas. Y eran muchas. Su rostro parecía un mapa de manchas y cicatrices. Se veía mucho mayor de lo que imaginaba, y también más huesuda. Pero por sobre todas las cosas, se veía cansada.
Incapaz de sostener su propia mirada, optó por regresar a su agujero, donde los únicos ojos que la juzgaban eran los de la sombra. Pero ni siquiera eso fue capaz de hacer, ya que en cuanto apoyó la mano en el picaporte, un fuerte pinchazo le atravesó la piel y la carne de lado a lado. Intentó alejarla, pero no pudo; su mano había desaparecido. La sentía, le dolía, pero no podía verla.
«Está funcionando.»
Al comienzo, solo ocurría en brazos o piernas, pero el resto de su cuerpo no tardó en seguirles la corriente. El camuflaje siempre venía acompañado de un dolor agudo y desgarrador. Ofelia lo disfrutaba, porque a diferencia de las veces anteriores, ahora podía comprobar que la inyección estaba teniendo efecto. A medida que fue adquiriendo control sobre su nueva habilidad y que el dolor fue haciéndose más y más tenue, Ofelia comenzó a desarrollar una adicción por ver su cuerpo tomando los colores de su alrededor frente al espejo de la habitación del pequeño que ya no estaba con sus padres. Tanto así, que más pronto que tarde se volvió imprudente y en varias ocasiones salió de su escondite sin importarle que los dueños de la casa estuviesen despiertos. Verónica, quien vivía allí con su pareja Andrés, había estado a punto de descubrirla varias veces. Afortunadamente para Ofelia, ella estaba convencida de que su hijo fallecido intentaba comunicarse desde dónde fuera que estuviese, para hacerle saber que nunca se había ido, no realmente.
—Si tan solo supieran —murmuró la sombra, quien llevaba todos esos meses sin pronunciar palabra alguna. Su cabello, negro y espeso, se deslizaba por las paredes del ducto, retorciéndose como serpientes—, que no es el fantasma de su hijo lo que se esconde entre sus paredes, sino que la creación más nefasta del ser humano.
—Es verdad —admitió Ofelia, cuando se enfrentó a su reflejo por enésima vez—. Soy un reptil del desierto, pero con la inteligencia y el corazón marchito de un ser humano.
Pero el poder que el padre de Gaspar le había otorgado no era ni la mitad de eficiente de lo que ella esperaba. Ni siquiera cuando logró camuflar su cuerpo entero a voluntad, ni siquiera cuando el dolor desapareció por completo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —reía la sombra, histérica. La piel de Ofelia acababa de adquirir el azul ópalo de las paredes, dejando una camiseta, pantalones cortos y un par de borcegos suspendidos en la mitad de la nada—. ¿Caminar desnuda, como un animal salvaje?
Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, Ofelia se sentó sobre la cama del pequeño, se tapó los ojos y soltó un quejido silencioso. Por un largo rato, no hizo más que balancearse de atrás hacia adelante, murmurando por lo bajo los insultos más crueles que se le vinieron a la cabeza. Después de todo, se los merecía.
—No soy ningún reptil —se dijo, finalmente —. Soy un desastre.
—Podemos terminar esto acá —le susurró la sombra al oído—. Ve a la cocina y busca algo con qué finalizar tu sufrimiento. Tú sabes que es lo mejor.
Ofelia se puso de pie, más por inercia que por voluntad y caminó hacia la puerta arrastrando los pies, mientras la sombra la felicitaba por su valentía. Estiró un brazo para abrir la puerta, pero se distrajo con una voz que provenía del exterior.
—Quiero hacer esto —dijo Verónica, entre sollozos—. Quiero ver tus fotos, y oler tus mediecitas. No me quiero olvidar de ti.
De pronto, el rostro imaginario de Verónica, que para Ofelia no era más que una mancha borrosa, se trasformó en el de su madre. ¿Habría llorado por ella cuando se la llevaron? ¿Habría olvidado su rostro?... De todos modos, pensó, no la reconocería.
Regresó sobre sus pasos, y con uno de los crayones que se encontraban tirados en el suelo, escribió un mensaje en el espejo del baño. Tal vez, el pequeño, aún no había aprendido a escribir cuando murió, o tal vez, con la anarquía y todo lo demás, nunca le habían enseñado, pero no importaba. Cuando Verónica entrara a la habitación, se encontraría con un «Te amo», escrito por la mano del fantasma de su hijo.
La sombra no paró de protestar en ningún momento. En cuanto Ofelia comenzó a encaramarse por la ventana para salir a la calle, la mamá del pequeño fallecido abrió la puerta del dormitorio. Ofelia se quedó petrificada, observando el rostro sorprendido de Verónica. Ella en cambio, no podía ver a Ofelia, porque su piel ya se había mezclado con los colores de la naturaleza.
Ofelia no alcanzó a presenciar la reacción de Verónica ante el misterioso mensaje en el espejo, pues para ese entonces ya había había dejado la casa atrás. Ahora tenía solo dos opciones: buscar una manera de acabar con su vida, como le ordenaba la sombra, o tratar de regresar al Éxodo.
Caminó por la mitad de la calle, aunque de todas maneras, ésta estaba vacía. En una de las casas, tan grande y quizás más exuberante que la anterior, los dueños habían dejado ropa secando en el patio trasero. Ofelia se acercó a la reja y se dio cuenta de que varias de las prendas que estaban allí le podían servir en el Éxodo. Primero, un vestido de tres piezas, gris, que dejaba al descubierto los brazos, tres cuartos de las piernas y la cintura. También había un par de sandalias transparentes.
Saltó al interior sin dificultad. El único problema, era que Raquel y a su amiga Consuela se encontraban parloteando junto a la terraza. Ofelia no pudo evitar quedarse escuchándolas. Las dos estaban raquíticas y Consuela no paraba de comerse las uñas, pero ellas aseguraban estar pasando el mejor momento de sus vidas. Ofelia no les creyó, pero sintió envidia al imaginar como serían sus vidas antes de que la anarquía comenzase. Le habría gustado aparecerse frente a ellas y contarles lo que ocurría en otros lugares mientras ellas tomaban sol, y hablaban mal de Gloria, quien no había podido asistir aquella tarde, supuestamente porque tenía que reparar la despensa, aunque Consuela sabía que en realidad había salido a vigilar a su esposo, quien, según Miranda, otra de sus amigas, la estaba engañando con la hija del antiguo alcalde de Los Ciervos.
Con el sonido de sus voces calmas, aunque algo frívolas, Ofelia se acurrucó en el pasto, detrás de los rosales, y se quedó profundamente dormida. Le agradaba poder mover las piernas en cualquier dirección sin chocar contra las paredes del ducto, o darse la vuelva y sentir en la comisura de los labios algún objeto baboso y mal oliente. Lo mejor de todo, sin embargo, fueron las delicadas caricias del sol, que no se parecían en nada a las abrazantes llamaras que iluminaban los días en el Éxodo.
Un fuerte portazo la despertó al otro día, muy temprano en la mañana. Ofelia se levantó a toda prisa y gateó por el pasto hacia el ventanal del salón, donde Raquel y su esposo ya se mostraban discutiendo. Él llevaba puesta una camisa y pantalones de tela, ella, en cambio, solo traía puesta una bata. Sin embargo, ambos tenían las mejillas rosadas y el cabello alborotado. Ofelia abrió la puerta corrediza para escuchar lo que decían.
—¡Primero cálmate, por favor! —suplicó Raquel, por tercera vez. Esteban se sentó en el sillón y se agarró la cabeza con las manos.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Qué es lo que no entiendes?
Raquel dudó antes de proceder.
—¿Dijiste que el presidente murió?
—Lo encontraron muerto en su oficina, esta mañana —respondió él, acariciando su boca con una mano—. Y no fue el único. Nuestro ejército ya no vale nada.
—¿Cómo que no vale nada? —Raquel también tuvo que sentarse.
—Alguien se infiltró en nuestra división —dijo, luego tomó las manos de su esposa—. La Autarquía nos está aplastando.
El rostro de Raquel se desfiguró por un par de segundos.
—Es una locura lo que estás diciendo. Ninguna división se compara a la nuestra.
—¿Sigues con lo mismo? —Ahora apretaba las manos de Raquel con más fuerza que antes—. Abre los ojos, Raquel. Han pasado seis meses desde que cayó la Inquisición, sabíamos que este momento iba a llegar.
Raquel se había quedado sin habla. Entonces Ofelia comprendió que la anarquía no se había apiadado de aquella división, simplemente había olvidado enseñarles a enfrentarla.
—¿Tenemos posibilidades de vencerlos?
Sus palabras fueron absorbidas por un escandaloso ruido en el cielo. La pareja corrió a la terraza para ver qué ocurría, Ofelia se echó hacia atrás, pero se distrajo mirando al cielo. Hacía tantos años que no veía uno de esos que había olvidado como lucían, lo fuerte que sonaban y todo el viento que causaban. Incluso le costó recordar que se llamaban helicópteros.
—¿Quién es ella?
—¡Oh, no!
Raquel apuntaba a Ofelia con un dedo acusador y la examinaba de arriba abajo, con la boca abierta y los ojos desorbitados.
—¡Has algo! ¡Atrápala, Esteban!
Esteban se lanzó hacia Ofelia tan rápido como un rayo, pero Ofelia, que estaba más cerca de las puertas corredizas, alcanzó a entrar antes que él y una vez dentro tomó los colores de su alrededor. Tanto Raquel como su marido pasaron junto a ella varias veces, aunque ninguno fue capaz de divisarla. En cuanto entraron a la habitación principal, Ofelia aprovechó para deslizarse hasta la cocina y tomar el cuchillo más grande y afilado que encontró. Las pistolas le gustaban, pero prefería los cuchillos pues podía sentir en las manos como la vida de sus víctimas se escapaba a través de sus heridas.
—¿Dónde está? —Oyó decir a Raquel en el salón principal—. ¡No pudo haber desaparecido!
Ofelia se arrastró por las paredes de regreso al salón, con el cuchillo en la mano. Su piel era un espectáculo de colores cambiantes. Encontró a Raquel de pie junto al televisor, de espalda a la cocina, mientras Esteban seguía buscando a Ofelia por los rincones más recónditos de la casa. Ella, en cambio, se arrojó sobre Raquel por la espalda y presionó el cuchillo contra su delicada garganta. Raquel pegó un grito que la ensordeció por un par de segundos y Esteban quedó petrificado ante la sorpresa que encontró al regresar donde su esposa.
—Tienes que matarlos —susurró la sombra—. No tienes otra opción.
—No quiero —dijo Ofelia, moviendo la cabeza de lado a lado.
Esteban pasaba la mirada de Ofelia a Raquel, más confundido que otra cosa.
—¡Deja de ser tan débil! ¿Por qué debería importarte lo que le pase a esta gente? ¡A ellos no les importas tú!
—¡Déjame en paz! —gritó Ofelia, sacudiendo a Raquel, cuyas lágrimas aterrizaron sobre su brazo—. Esta gente no me ha hecho nada malo, no merecen morir.
—No tienes por qué hacerlo —intervino Esteban. Se dirigía a Ofelia con precaución, como quien intentaba calmar a un tigre o a un perro furioso—. Si buscas un lugar donde vivir, podemos mostrarte un par de casas abandonadas cerca de acá. Si lo que quieres es irte, entonces eres libre de hacerlo. No te seguiremos ni le diremos a nadie que te hemos visto. Pero, por favor, suelta a mi mujer. Es una buena persona.
—¡No les creas! —gritaba la sombra, con voz desgarrada—. ¡No les creas!
Pero Ofelia bajó la mano que sostenía el cuchillo y retrocedió un par de pasos. Raquel corrió a los brazos de su esposo, envuelta en un mar de lágrimas. Una vez que estuvieron juntos, la quedaron mirando, aterrados. Ella no pertenecía en aquel lugar. Era hora de regresar al Éxodo, donde la esperaba el resto de su especie...
Afuera, la situación no era mucho mejor. La ciudad entera estaba siendo arrasada por la Autarquía. Y los miembros de la Cofradía no eran más que un bulto de personas sometidas, de rodillas en el suelo, con las cabezas gachas y suplicando piedad.
—Si no quieren morir... —dictaban voces amplificadas que retumbaban entre los edificios—, únanse a nosotros y adopten nuestra ideología como si fuese su nueva religión. Solo así, evitarán una muerte segura.
Ofelia dejó de prestarles atención a las voces cuando ante ella se alzaron los soldados de la Autarquía. Por un segundo, no les dio crédito a sus ojos. Algunos eran capaces de romper murallas de concreto con tan solo un puñetazo, otros corrían a velocidades inhumanas, y los últimos brotaron de las profundidades del lago Cascada. Sin embargo, fueron los que aparecieron del cielo los que le causaron escalofríos. De sus espaldas desnudas se desprendían alas grandes y robustas, cubiertas por su misma piel...
«¿Estoy muerta? —se preguntó Ofelia—. ¿Son estás las bestias del inframundo?»
Pero no estaba muerta, ni ellos eran seres infernales. Eran como ella; mitad humanos, mitad animales. Y una vez que la Cofradía cayera, el Éxodo sería el siguiente objetivo.
—Sabes lo que te espera en el Éxodo, ¿o no? —susurró la sombra a su oído—. Una celda oscura y húmeda con tu nombre en la puerta.
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