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Cofradía XIV

Cofradía

Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata



—Lo estás considerando, ¿o me equivoco?

El padre de Gaspar miraba a Ofelia tan atentamente que había olvidado pestañear. Ella también lo miraba, pero no lo veía a él. Se veía a sí misma, viviendo por fin en paz, invisible para los ojos del Éxodo, ya sea que estuviese consiguiendo armas o alimento. Y los que intentaran molestarla ni se enterarían en qué momento sus gargantas habían sido desgarradas. Tal vez, ni la sombra sería capaz de encontrarla.

Te equivocas —resopló esta. Si miraba de reojo, Ofelia podía distinguir su rostro pegado al de ella—. Yo siempre voy a estar contigo.

—Me cansé de escucharte —resopló Ofelia. Del bolsillo de su pantalón sacó la última caja con balas, y con ellas cargó el arma que le había robado a Diego, el guardia—. Me cansé de escucharlos a los dos.

Regresó a la última parte del laboratorio, donde los experimentos del padre de Gaspar iniciaban su proceso de putrefacción, y lo destruyó todo. Arrojó los objetos de vidrio al suelo y agujeró las maquinas más grandes a balazos. Lanzó las sillas de rueditas sobre los microscopios, e incluso cortó algunos cables con un extraño par de tijeras que encontró sobre una bandeja plateada. En menos de media hora, todo estaba destruido, excepto por un último instrumento, situado en el rincón más alejado del laboratorio.

Ofelia se acercó a él casi intimidada y lo observó de esquina a esquina. Se parecía a la máquina de coser con la que su madre enmendaba las camisas y pantalones de los gemelos. Con la diferencia de que esta era enorme, más alta que ella y dos veces más ancha. En lugar de tener una aguja e hilo, tenía insertada una inyección que contenía un líquido similar a la mostaza mezclada con agua. En el costado derecho había un monitor digital de fondo azul y letras blancas. Estas rezaban: «Ingresar código», y debajo de ellas, una flecha parpadeante señalaba la esquina inferior derecha, donde se abría una entrada para discos y otra para USB.

Pero nada de eso llamó la atención de Ofelia. Fue un pequeño compartimiento en la parte trasera de la máquina, casi al ras del suelo, lo que la atrajo como un pez atrae a un gato. Ofelia se puso de cuclillas y lo observó por varios segundos antes de decidirse por abrir la puertecilla de vidrio pasteurizado. Introdujo ambas manos y extrajo la pequeña caja de madera. De ella sobresalían cuatro inyecciones, todas repletas del líquido color mostaza y etiquetadas con el nombre de cuatro animales diferentes. La primera decía murciélago, las otras, colibrí, ardilla voladora y camaleón.

De pronto, el líquido color mostaza ya no le resultaba tan desagradable. Por el contrario, tenía un extraño brillo metálico que Ofelia no podía dejar de admirar. Y un cosquilleo le recorrió todo el cuerpo a través de las venas.

Regresó a las jaulas con los ojos aún puestos en las inyecciones. El papá de Gaspar se sostenía la cabeza con ambas manos y murmuraba por lo bajo. La sombra, por su parte, le pisaba los talones.

—¿Tienes idea de cuánto cuestan esas máquinas que acabas de romper? —preguntó él, sin alzar la mirada—. ¿Tienes idea de todo el avance tecnológico que acabas de destruir?

Pero Ofelia no podía escucharlo. El danzarín líquido color mostaza la había hipnotizado.

—¿Así es como lo hiciste? —le preguntó al papá de Gaspar. Él le dirigió una mirada cargada de curiosidad—. ¿Con una inyección? ¿Tan fácil es?

—¿Fácil? —rio—. Toda mi vida me dediqué a crear lo que tienes entre tus manos. Nada de este procedimiento ha sido «fácil».

—¿Qué pasaría si me lo inyecto? —volvió a preguntar Ofelia.

—¿Qué crees que ocurriría? Te convertirías en uno de ellos. —Le lanzó una mirada a su laboratorio destruido—. A menos que te lo inyectes en el lugar equivocado.

Ofelia tragó saliva. A su lado, la sombra estalló en carcajadas.

Tú sabes que no vas a hacerlo —le dijo, entre medio de risotadas—. Igual que con Gaspar, que no te atreviste a tocarle ni un pelo. ¿O me equivoco? ¿Qué tan loca estás, Ofelia?

—¿Dónde se inyecta esta cosa? —Ofelia hizo un gran esfuerzo por no gritarle a la sombra que se quedase en silencio. Por alguna razón, el papá de Gaspar sonrió.

—El lugar más seguro es la columna vertebral, dónde entrará en contacto inmediato con tu médula espinal.

Apuesto que duele —opinó la sombra—. ¿Te atreves a soportarlo, Ofelia? Yo creo que no.

—Si me sacas de acá —comenzó a decir el papá de Gaspar—, yo puedo ayudarte con eso.

Eso es lo que quiere, ¿no te das cuenta? —dijo la sombra—. Que lo liberes. Y tú eres tan estúpida que vas a creerle.

Tal vez, la sombra tenía la razón. Ofelia examinó el rostro del padre de Gaspar por varios segundos. Él la miraba con los ojos muy abiertos, desesperado, y había dejado de pestañear.

Ofelia examinó las inyecciones una vez más. Todo aquello era una locura. Un riesgo innecesario. Aunque, ahora que las tenía en la mano le costaba dejarlas a un lado.

Sabía que no ibas a hacerlo —le dijo la sombra—. Gaspar, a estas alturas, ya lo habría hecho.

—Tú no sabes nada de mí —dijo Ofelia, apretando los dientes.

Tomó la inyección que decía «camaleón», y dejó caer las otras tres al suelo. Estas se hicieron añicos en cuanto colisionaron con las baldosas, las cuales quedaron bañadas del líquido color mostaza. Con su mano libre, se despejó del cuello su pesada cabellera negra y tanteó su columna vertebral. Había bajado tanto de peso en el Éxodo que podía contar cada una de sus vertebras.

—Es una cosa muy peligrosa la que quieres hacer —dijo el papá de Gaspar—. Déjame ayudarte. Este es mi experimento; quiero hacerlo.

Ofelia hizo caso omiso de sus comentarios, y siguió recorriendo su columna con la yema del dedo. Inhaló y exhaló varias veces antes de llevarse la inyección a la altura del cuello.

Esto es —murmuró la sombra a su oído—. Esto es lo que va a matarte.

Le temblaba la mano cuando apoyó la punta de la aguja entre medio de dos vértebras especialmente sobresalientes. Y en cuanto el frío metal hizo contacto con su piel, el dolor fue inmediato. Agudo y punzante. Bajó la inyección, con la respiración agitada y la frente sudorosa. Se trataba de una aguja gruesa y larga, y sus manos no paraban de temblar.

La sombra y el papá de Gaspar estallaron en comentarios despectivos casi al unísono. Ambos le decían que no sería capaz, que no soportaría el dolor, que terminaría arruinándolo todo. Pero Ofelia no quería escucharlos, y sobre todas las cosas, no quería que tuvieran la razón.

Una vez más tanteó sus vertebras. Esta vez, lo hizo con el mismo metal de la aguja para acostumbrarse a su fría y desgarradora caricia. Cerró los ojos y pensó en el pequeño animalito de la jaula que había llamado tanto su atención.

—Ni siquiera te has cerciorado de eliminar el aire —dijo el papá de Gaspar de repente, sacando a Ofelia de su pequeño transe.

—¿Qué? —preguntó ella. No recordaba en qué momento sus ojos se habían llenado de lágrimas, pero ahora veía al papá de Gaspar borroso y nublado. Así, se parecía aún más a su hijo.

—El aire —repitió él—. Si te inyectas aire, morirás.

Ofelia retiró la inyección de su cuello por segunda vez. Cada vez más convencida de que no podría hacerlo.

—¿Cómo sé si tiene aire? —preguntó.

—Apunta la aguja para arriba —le dijo él, y Ofelia obedeció. Las manos le temblaban tanto que temía que se le fuese a caer la jeringa—. Ahora dale un golpecito en la parte de arriba. Con cuidado.

El temblor de sus manos hizo que una tarea tan simple como esa pareciese imposible. Le costaba tanto mantener la inyección quieta que estuvo a punto de dar el golpe en cualquier lado menos donde correspondía.

—Cálmate —se dijo a sí misma. La sombra seguía riéndose, y sus ojos empañados no la estaban ayudando. Los cerró, tomó grandes bocanadas de iré y contó hasta cinco. El temblor no se detuvo, pero logró disminuirlo. Entonces, pudo darle tres golpecitos a la parte de vidrio, que le respondió con un suave tintineo.

—¿Ahora qué?

—Ahora empuja el émbolo.

—¿Qué es eso? —preguntó Ofelia. Sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.

—Lo que tienes que presionar para que comience a salir el contenido. —Él se dirigía a ella como quien hablaba con una niña de dos años—. Empújalo hasta que salga un poco de líquido. Entonces sabrás que ya no tiene aire.

Un pequeño chorrito del líquido color mostaza salió disparado de la aguja y le salpicó la nariz.

—¿Listo?

—Ahora puedes hacerlo.

La jeringa la miraba a ella tanto como ella, al afilado objeto. Se preguntaba de dónde sacaría las fuerzas para llevársela al cuello una vez más. La sombra parecía convencida de que no sería capaz.

Admítelo, Ofelia. —Su voz retumbaba dentro del laboratorio—. Eres una cobarde. No te mereces esa X verde en el cuello. Lo E roja te representaba mucho mejor.

Ofelia apretó la mandíbula y cerró los ojos. Habría cerrado los oídos también si hubiese podido, pero no le quedó otra alternativa más que soportar las burlas de la sombra. En vez de ignorarlas, de ellas sacó fuerzas.

Sin dedicarle ni un solo pensamiento más, se llevó la inyección al cuello, posicionó la punta de la aguja entre sus vertebras y a medida que esta fue penetrando su piel ella fue presionando el émpalo, o como se llamase.

El dolor fue intenso, más intenso que cualquier otro dolor que hubiese sentido en la vida. Más doloroso que los golpes en la boca del estómago, más doloroso que las humillaciones que vivió en el Éxodo, más doloroso que la muerte de su hermano. A medida que el líquido ingresaba en su sistema, Ofelia fue liberando todas las lágrimas que había estado conteniendo, acompañadas por un grito de agonía. Entonces ya no pudo seguir presionando y supo que lo había logrado.

Retiró la inyección con sumo cuidado y la arrojó al suelo. No quiso siquiera mirar en qué condiciones se encontraba al salir de su cuerpo. Se sentía mareada y débil. ¿Estaría ya haciéndole efecto? Al menos, la sombra se había quedado callada.

—Bien hecho —le dijo el papá de Gaspar. La miraba de manera extraña, Ofelia lo habría descrito como orgullo, pero no era posible.

Ella se limitó a buscar el arma nuevamente, y apuntó a la frente del padre de Gaspar, que se ocultaba tras las rejas. Entonces, todo rastro de orgullo desapareció para darle paso al terror.

—Te ayudé —le dijo, suplicante. Se veía mucho más pequeño que antes.

Pero a Ofelia ya no le importaba, y su cuerpo se sentía más cansado con cada segundo que pasaba. Igual que con la inyección, no le dio más vueltas al asunto y presionó el gatillo.

Nada ocurrió, además del insignificante «clic» que le indicó a Ofelia que ya no le quedaban balas. Examinó el cargador y comprobó que estaba vacío. Con una risa mordaz, Ofelia arrojó el arma al suelo y se dirigió a la salida del laboratorio. Todo giraba con violencia y le ardía la piel.

—Tienes suerte —le dijo al papá de Gaspar, aunque apenas le salió la voz.

Cuando logró salir del laboratorio y dejó la puerta roja atrás, se dio cuenta de que ya no tenía las llaves. La última vez que recordaba haberlas visto fue cuando se acercó a la jaula del padre de Gaspar.

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