Cofradía XII
Cofradía
Trenes subterráneos, Bosque Muerto
Cuando Anastasia conoció el andén de la Cofradía en la aduana, pensó que rompería en llanto. El olor a transpiración y a encierro obstruía su garganta, y la luz, brillante y blanquecina, le daba dolor de cabeza. El ruido, sin embargo, era lo peor. Cuando no había trenes, miles de voces vociferantes arrasaban con el lugar. Eran las mismas voces de quienes trabajaban allí abajo, quienes, de seguro, estaban todos sordos. Entonces los trenes llegaban y el ruido se volvía absoluto. Logró tragarse las lágrimas y, gracias al mapa de Franco, se refugió en la oficina que le había indicado. Se trataba de un cuarto pequeño y mal oliente, igual de expuesto a los ruidos que el resto de la aduana. Anastasia se tendió sobre el sillón convencida de que no sobreviviría a aquel bullicio.
Pero la noche llegó y se fue, y Anastasia seguía viva. Para su sorpresa, la aduana ya no era la misma. Apegó un oído a la pared y puso atención al otro lado. Los trenes se escuchaban igual, pero parecía haber mucha menos gente que el día anterior. Con extremo cuidado de no llamar la atención, introdujo la llave en la cerradura y le quitó el seguro. Franco le había dicho que no se dejase ver por ningún motivo, pero nadie iba a verla si solo abría la puerta dos centímetros...
Echó un vistazo al exterior, pero lo único que divisó fue el andén de la Cofradía y el cartel iluminado con el nombre de la provincia. Un día como el anterior, jamás habría salido de la oficina, pero la situación había cambiado. Al final del pasillo, unos chicos de la Unión custodiaban el acceso al andén, ambos eran jóvenes y parecían nerviosos. Anastasia pasó junto a ellos sin siquiera ser vista.
El centro de la aduana era un gran pentágono con túneles en cada arista. Frente a Anastasia se encontraba el andén de la Autarquía. La A plateada que coronaba ese túnel era la más hermosa de todas las letras. El andén de su izquierda tenía dos letras dibujadas sobre el arco que enmarcaba al tren, una U y una X. Franco debía estar viniendo de ese tren y Anastasia tenía la sospecha de que llegaría a buscarla ese mismo día.
Lo esperó aferrada a la reja que separaba los andenes del resto de la aduana, le dolían las manos y tanto estas como el barrote de metal sudaban. Hasta que la aduana volvió a vaciarse y Anastasia entendió que Franco ya no había llegado. Regresó a la oficina con el estómago apretado, pero nada tenía que ver con los guardias que restringían el acceso a la Cofradía. De hecho, para pasar solo le bastó mostrar el tatuaje de su cuello. Recién tres horas más tarde, cuando el exagerado estruendo de los trenes anunció su regreso, Anastasia volvió a salir. Esta vez, se incursionó hasta el andén conjunto.
Le echó una ojeada al interior de los vagones. Su estómago dio un vuelco cuando divisó a Franco a través de la ventana y dejó escapar con un suspiro todo el aire que había acumulado. Franco se dirigía hacia la entrada, pero no venía solo. Una chica esquelética, de baja estatura y ropa sucia lo acompañaba.
—Envíenlo de vuelta a su división, que ellos se encarguen de él.
Del primer vagón descendió una niña, su voz resaltaba del resto como un violín desafinado en una orquesta. Iba acompañada por cinco hombres, todos de la Autarquía. Anastasia se escondió detrás del pilar más cercano y los observó alejarse.
Las puertas del tren seguían abiertas pero dos guardias de la Unión tomaron a Franco por los brazos y el cuello, y lo mantuvieron amordazado contra los asientos. Por la puerta trasera del mismo vagón emergió la chica esquelética. Los demás guardias la quedaron mirando, pero no intentaron detenerla. Aunque por las señas que se hicieron, Anastasia dedujo que no le iban a permitir el regreso.
«¿Qué hago? ―Le temblaban las piernas. Por primera vez, sintió miedo de todas las divisiones por igual. Tanto fue su temor, que el Éxodo se convirtió en una opción viable―. Tal vez encuentre a Bastián.»
Rechazó la idea porque antes de encontrar a su hermano, quien no tenía intenciones de verla a ella, moriría en algún callejón. «No», pensó. Frente a ella relucía la A plateada de la Autarquía. Allí era dónde quería ir. Pero para lograrlo, debía volver a la Cofradía.
Regresó sobre sus pasos y les mostró su tatuaje a los guardias. El tren había llegado poco después que el tren del Éxodo, por lo que Anastasia se apresuró en subir a bordo. Una vez sobre el asiento, se abrazó las piernas y apoyó la mejilla contra el respaldo de terciopelo.
La amiga de Franco se detuvo frente a los guardias, Anastasia se asomó por la ventana y los quedó mirando expectante. Estos no parecían haber notado la ropa sucia de la esquelética mujer, porque en cuanto ella se sacó la enmarañada mata de pelo que cubría su cuello y les mostró su tatuaje a los guardias, estos la dejaron pasar. Tenía una C dorada, pero se notaba a metros de distancia que no era el tatuaje real y ahora que la veía más de cerca, Anastasia se dio cuenta que las manchas en su ropa eran de sangre.
—Cinco segundos para la partida —anunció una voz robótica de mujer. Anastasia giró su rostro hacia la cabina de mando. Cinco segundos nos era mucho, pero le habría encantado hacer partir al tren enseguida—. Tres segundos para la partida. —La amiga de Franco se detuvo para mirar los carteles—. Un segundo para la partida. —Se dio la media vuelta y caminó hacia las puertas—. Las puertas se están cerrando— anunció el tren, y las puertas se cerraron tras ella.
De pronto, se dio cuenta de que, a excepción de ellas dos, el tren estaba completamente vacío...
Agachó la cabeza, juntó los hombros y contrajo los pies para esconderse detrás del respaldo. Luego, miró por la ventanilla. «¿Cuál era su nombre? ¿Ofelia?» Franco le había hablado de ella y de su parte en el plan. Del nombre tenía dudas, pero recordaba perfectamente bien a lo que iba a la Cofradía. Por lo mismo, se dispuso a mantener su reflejo vigilado durante todo el camino. En aquel momento intentaba acurrucarse en uno de los asientos. Aún debía descubrir una manera de llegar al hospital antes que ella.
Ofelia fue la primera en bajar. Anastasia la siguió de cerca. Intentaba mantenerse oculta, pero sin perderla de vista. En un par de ocasiones la escuchó murmurar algunas palabras. La primera vez que la oyó, Anastasia pensó que estaba hablando con ella.
—¡Basta! —dijo, con los dientes apretados y alzando la mirada hacia el techo. Después de un largo trayecto, agregó—. No me van a atrapar.
Anastasia se detuvo en seco, completamente paralizada. Franco le había advertido que a veces hablaba sola, solo que en ese entonces le había parecido divertido. De todas maneras, siguió caminando tras ella hasta que llegaron al exterior. Allí fue Ofelia la que dudó en continuar. Se paró en la vereda y miró en todas direcciones. Ya no parecía tener un destino. Por el contrario, lo único que hacía era deambular de un lado al otro, demasiado absorta en sus alrededores como para seguir un único camino.
Anastasia sintió un irracional deseo de hacerla desaparecer y de ser ella al mismo tiempo. Odiaba verla merodear por la Cofradía con tanta tranquilidad. Aquel se suponía que era el único lugar donde Anastasia estaba a salvo y los demás en peligro.
Dejó su amargura de lado y se concentró en el siguiente paso. Analizó todos los caminos hacia el hospital y tomó el más corto de todos. Le dolían las piernas y tenía el estómago vacío, aun así, corrió con todas sus fuerzas hasta llegar allá. El hospital apareció frente a sus ojos a lo lejos. Gigantesco y blanco como la nieve.
Allí adentro, nada había cambiado. Los pasillos seguían iguales de desordenados, silenciosos y carentes de vida. Desde la ventana se veía el jardín interior donde Franco y ella solían reunirse. No comprendía como había soportado aquel lugar todo un año. El tercer piso era uno de los más amplios y enredados, pero ella conocía el camino de memoria. En cuestión de minutos estuvo de pie frente a la puerta roja del laboratorio de su padre. Lo único que debía hacer era abrirla y entrar antes de que llegase Ofelia.
No pudo. Su padre estaba allí adentro, encerrado en una jaula junto a los perros, los gatos y toda su colección de animales. Anastasia no quería enfrentarlo, no quería explicarle por qué lo había enjaulado, ni quería ver su cara de odio cuando se encontrasen.
Esperó unos instantes, con la esperanza de que Ofelia apareciese y arruinase sus planes. ¡Qué habría dado porque alguien la hubiese detenido en ese preciso momento! Pero nadie llegó y Anastasia abrió la puerta de par en par.
—¿Anastasia? ¿Volviste por mí?
Ella no le respondió. Además de no saber qué decir, no fue capaz de despegar su brazo de la nariz. El laboratorio olía peor que un establo.
Su padre se veía pálido y demacrado, pero, al contrario de lo que ella había predicho, no parecía estar enojado. Habría seguido mirándolo de no ser porque unos gritos y quejidos, provenientes de la parte trasera del laboratorio, llamaron su atención.
—La modificación fue todo un éxito —dijo Dimitri—. Los sujetos están en perfectas condiciones, sus cuerpos se adaptan a los cambios a velocidades inimaginables.
—Debes estar orgulloso —dijo Anastasia, olvidándose del hedor—. Sólo una de tus victimas falleció: tu esposa.
Para su sorpresa, Dimitri se cubrió la cara con ambas manos y negó fuertemente con la cabeza.
—Cometí un error. Intentaba ayudarla.
Anastasia avanzó unos pasos hacia la jaula y examinó el semblante de su padre de cerca. Aquel no podía ser el mismo hombre que le besaba la frente cuando se lastimaba las rodillas, o que la llevaba al cine y a los parques de diversiones, y que la hacía sentir protegida.
—Me obsesioné —continuó él—. Lo único que quería era asegurarles un lugar aquí en la Cofradía. A mi lado. —Anastasia bajó la mirada—. Ahora somos solo nosotros dos —agregó—. Tenemos que permanecer juntos si no queremos que esta anarquía nos venza.
—Ya fuimos vencidos, papá —dijo Anastasia—. La Autarquía tiene la tarjeta. Se terminó, ¿no?
—¿Cómo sabes eso? —preguntó él, miraba a su hija con las cejas alzadas y sin pestañear.
—Vi como la conseguían.
—Eso es imposible —rio Dimitri.
—¿Cómo se siente ser el último en enterarse de los secretos de los demás?
—¿De qué estás hablando?
—Has estado tan encerrado en tus experimentos que te olvidaste de vivir la vida real. No tienes idea de lo que está pasando con la gente que te rodea.
—Anastasia, ¿hay algo que quieras decirme?
Anastasia dudó antes de responder.
—Estuve a punto de irme a la Autarquía. Franco encontró la tarjeta y la íbamos a usar para que nos acepten allá. Pero nuestro plan falló y él ya no tiene la tarjeta. La Autarquía la tiene ahora.
—Franco trabaja para mí.
—También trabaja para Bastián. Sí, ya sé que está vivo —añadió, al ver la cara de asombro de su padre—. Es más, Bastián le pidió que viniese a la Cofradía para protegerme a mí. En ese momento no significó mucho, tú me protegías, hasta el presidente se interesaba por nuestro bienestar. Ahora entiendo que intentaba protegerme de ti.
Dimitri soltó una carcajada cargada de amargura.
—¿Realmente crees que tu hermano puede protegerte?
—Nadie puede protegerme porque todos estamos en peligro. Franco, yo, Bastián y tú. Sobre todo, tú.
—Ni tú ni yo estaríamos en peligro si me sacaras de acá —gruñó Dimitri.
—Eso no es verdad —dijo Anastasia—. Franco consiguió a alguien para que se deshaga de ti y... —Miró hacia la sala contigua, donde se encontraban los nuevos sujetos, tratando de encontrar una definición para lo que ellos eran—, y de esos pobres monstruos que has creado.
Dimitri agachó la cabeza y sonrió.
—No me importa. Esté donde esté, siempre voy a protegerte. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Solo tienes que volver a confiar en mí.
—¿Cómo puedes pedirme que confié en ti? —le preguntó Anastasia, luchando contra las ganas de ir a abrazarlo y pedirle perdón—. Después de todas las mentiras. Después de intentar usar tus experimentos conmigo a la fuerza. ¿De verdad crees que sacas algo con pedírmelo?
—Pensé que hacía lo mejor por ustedes dos. Pensé que las estaba ayudando. No sabes lo que es ver a la persona que amas derrumbarse por culpa de una enfermedad. No sabes lo que se siente ser rechazado por algo que nunca pediste, que no puedes evitar. Yo creí que podía ayudarla, yo creí que les estaba dando un lugar seguro donde vivir.
—Si realmente te hubiera importado, habrías comenzado investigando lo que mamá necesitaba, no las alas y todos los demás genes.
—¡No podía! Pregúntale a Franco si quieres. Nunca encontramos a alguien ciego. Supongo que gente con tales discapacidades no sobrevive a una anarquía.
—No te creo.
—No tienes que creerme. Sácame de acá y te lo demostraré. Solo tienes que darme una oportunidad. Te demostraré que lo único que quiero es que tú estés bien. Haré lo que me pidas. Absolutamente todo lo que me pidas.
—Si te dejo libre, ¿serás capaz de deshacerte de tu experimento? —Anastasia no podía creer que aquellas palabras estuviesen saliendo de su boca, pero una calidez abrazó su cuerpo cuando pensó en perdonarlo. Así sería más sencillo, más familiar...
—¡Por supuesto! —dijo él—. Lo destruiré todo y nos iremos donde tú quieras. Podríamos irnos al campo y vivir de la siembra. Yo podría hacerte un charango para que toques todas las noches. Empezaremos nuestras vidas desde cero y nadie sabrá lo que ocurrió en este hospital.
La propuesta de su padre sonaba tentadora. Con él, no correría el riesgo de quedarse sola y sin división. No correría el riesgo de acabar viviendo en una oficina en la aduana, atormentada por la gente y los ruidos. Si cerraba los ojos se podía ver a sí misma con su padre, fingiendo que todo era igual que antes y disfrutando de una vida simple en la Autarquía o en cualquier otro lugar.
El manojo de llaves tintineó cuando Anastasia las sacó de su bolsillo e introdujo a la más pequeña de todas en la cerradura.
—¡Eso es, vas muy bien! —dijo su padre. Pero su voz fue opacada por un agudo llanto de niño que resonó en todo el laboratorio. Anastasia dio un violento salto y pasó a tirar las llaves al suelo.
Sin decir palabra alguna, las levantó y se dirigió hacia la última puerta del laboratorio.
—¿A dónde vas, Ani? —le preguntó Dimitri—. ¡Ani, no te olvides de que tienes que sacarme! ¡Anastasia, vuelve acá!
Pero Anastasia siguió avanzando. Desde allí no podía ver casi nada, pero el llanto del niño se escuchaba aún más fuerte. Entonces recordó. Recordó a su padre hablando de sus experimentos con más orgullo en los ojos que en ningún otro momento. Recordó que hizo pasar a su hermano por muerto, y recordó que utilizó a su madre para probar una modificación por primera vez... Quedándose con él, Anastasia solo correría el mismo destino de los otros dos. Acabaría abandonada o muerta, y todo en pos de lo que yacía detrás de aquella puerta.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro