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Cofradía XI

Cofradía

Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata



Franco llegó tarde. Anastasia lo esperaba en el último peldaño de la escalera del tercer piso. Tenía la cabeza apoyada contra una pared y sus ojos estaban tan rojos e hinchados que parecían a punto de salirse de sus cuencas. Se miraron por un segundo, sin decir absolutamente nada. Franco también se veía en mal estado, pero aquello era habitual.

—¿Qué te pasó? —le preguntó, pasando la mirada por cada uno de sus moretones y deteniéndose sobre su labio partido.

—Nada —respondió él, encogiéndose de hombros—. Desventajas del oficio.

Anastasia asintió.

—¿Y? —le preguntó, luego—. ¿Qué dijo?

Tantas veces había formulado esa pregunta y tantas veces había recibido la misma negativa por parte de Franco que Anastasia no entendía cómo podía seguir teniendo esperanzas.

—Ni siquiera he podido hablar con él —decía Franco cada vez, pero era evidente que mentía—. Las cosas han estado algo tensas desde el ataque a la Equidad.

—¿No quiere verme? —preguntó Anastasia, cuando se aburrió de escuchar sus excusas.

—No es eso. Le preocupa ponerte en peligro.

Silencio. Aquel tema siempre terminaba con un silencio que no aclaraba absolutamente nada. Entonces Franco se iba a trabajar con Dimitri, y ella se encerraba en su cuarto, sola y aburrida.

Había estado evitando tanto a su padre como a su madre desde que supo que Bastián vivía. Quería confrontarlos, pero no estaba preparada aún. Y no lo habría hecho esa tarde, si su madre no hubiese sido tan insistente con que la fuese a ver.

—¿Qué quieres? —le preguntó Anastasia, sentada a los pies de la cama.

—Quiero saber qué te pasa —le dijo ella—. Ya no nos hablas ni a tu padre ni a mí.

—No, y no quieres saber el motivo.

—¿Por qué no querría? ¿Crees que me voy a enojar?

—No.

—¿Entonces?

Anastasia dudó antes de replicar.

—Sé que Bastián está vivo.

Los ojos de su madre se abrieron de par en par.

—¡Oh no!

«¿Oh no?» Anastasia no podía creerlo.

—¿Eso es todo lo que me vas a decir?

—¿Cómo te enteraste?

—¿Qué importancia tiene?

Las mejillas de su madre se habían tornados de un rojo chillón y sus ojos se habían llenado de lágrimas.

—Debes creer que somos pésimos padres. ―Anastasia permaneció quieta y en silencio―. Bastián estuvo de acuerdo —se apresuró a añadir Casandra—. Él sabía que lo estábamos haciendo por tu bien.

—¿Por mi bien? Vivimos en un hospital donde muere gente todos los días. ¿Cómo puedes decir que es por mi bien?

—Nunca pensamos que las cosas resultarían de esta manera...

—Entonces los estafaron, porque cambiaron a su hijo por una vida miserable.

—No puedes decir eso, Anastasia. Tú prácticamente no conociste a Bastián.

—¿Qué estás tratando de decir?

—Que tu hermano es peligroso. Es grosero, agresivo y estaba metido en el negocio de las...drogas —agregó, en voz muy baja.

—¿No era tu trabajo prevenir que eso sucediera?

—Es muy fácil decirlo.

—No, no lo es. Yo soy tu hija, no debería decirte este tipo de cosas, no debería pensar lo que pienso de ti. Si tú y papá no quieren a Bastián no es mi problema. Ustedes no tenían el derecho de quitarme mi único hermano.

—Podemos hacerlo si creemos que es lo mejor para ti.

—Obviamente no lo fue. Mira a tu alrededor, sé que estás ciega, pero tu cabeza debería seguir funcionando.

—¡Más respeto, Anastasia!

Anastasia no replicó, supo inmediatamente que se había sobrepasado.

—Me voy —dijo dos segundos más tarde—, no creo que sea un buen momento para hablar.

—Anastasia, espera —le pidió su madre cuando Anastasia ya se encontraba cruzando el umbral de la puerta—. ¿Sigues ahí? —La oyó decir segundos antes de darle la espalda y cerrar la puerta.

No fue difícil para ninguna de las dos evitarse durante los siguientes días. Anastasia creyó que su madre sería la primera en intentar lograr una reconciliación, pero ésta nunca llegó. Lamentablemente, pronto comenzó a sentir la necesidad de expresar en voz alta lo que su mente discutía consigo misma. Franco se demoraba cada día más en aparecer, y el silencio dentro de las paredes de su habitación le ponía los pelos de punta. Finalmente, cuando comenzó a olvidar el sonido de su propia voz, Anastasia regresó donde su madre para pedirle perdón.

Pero la habitación de Casandra estaba completamente vacía.

Pese a que no tenía ni el menor deseo de dirigirse a Dimitri, se vio obligada a ir donde él para preguntarle por el paradero de su madre. La parte racional de su cerebro no paraba de mandarle señales de alerta, pero su corazón latía, optimista. Que su madre hubiese salido de la habitación por sí misma podía significar solo una cosa: que podía ver otra vez.

—Papá —lo llamó, mientras él se disponía a entrar en su laboratorio—. ¿Has visto a mamá? No está en su habitación.

Él no respondió de inmediato. Luego, con una sonrisa en los labios, le dijo:

—Está reposando. Acaba de salir de una operación.

El estómago de Anastasia dio un vuelco que le produjo un desagradable cosquilleo.

—¿Le devolviste la visión? —le preguntó. El asintió, seguía sonriendo, pero sus labios habían comenzado a tiritar y sus ojos no eran capaces de sostener la mirada—. ¿Puedo verla? —Dimitri negó con la cabeza e intentó cerrar la puerta antes de que Anastasia pudiese entrar—. ¡Papa, quiero verla! —añadió ella, empujándola con ambas manos para que él no la pudiera cerrar.

—Ella no quiere visitas —dijo él, pero Anastasia se escabulló por la ranura que se había formado entre la puerta y la pared, y entró al laboratorio.

No había nadie allí. Más atrás, en el tercer ambiente, se escuchaban los quejidos y los gritos de algunos pacientes de su padre, pero tampoco ahí la encontró.

—¿Notas que buen aspecto tienen? —le preguntó Dimitri, acercándose a ella sigilosamente y apoyando las manos sobre sus hombros—. Podría vender estos diecinueve genes mañana mismo si quisiera.

—Papá, ¿Dónde está mamá?

—Uno más y habré descubierto la manera de agregar todos los genes animales al ADN humano que me había propuesto.

—Pero, ¿Dónde está mamá? ¿Por qué no está acá?

—Anastasia... —Ella lo miró por encima del hombro, aterrorizada—, el cuerpo de tu madre no asimiló bien la modificación. El nuevo gen la mató.

La luz amarillenta de la habitación comenzaba a sofocarla. De pronto, le pareció tener el rostro cubierto por una camiseta bañada en sudor que le impedía respirar. Quería salir de allí lo antes posible.

—Anastasia, espera —rugió su padre, y antes de que ella pudiese alejarse lo suficiente, la tomó por un brazo y la arrastró de vuelta al laboratorio—. Cometí un error —le dijo—, debí haberlo intentado en otros sujetos antes, pensé que ya lo había descifrado...

Anastasia estaba horrorizada. Tenía ganas de llorar, de gritar, incluso sintió el impulso de pegarle a su padre en la cabeza. Tal vez, por eso sus dedos se enroscaron alrededor de un matraz de destilación que encontró sobre el escritorio más cercano.

—El hecho es que... —continuó Dimitri—, el glaucoma es una enfermedad hereditaria, especialmente cuando es la madre quien la posee, y ahora ya sé qué es lo que debo hacer.

Por un momento, Anastasia no estuvo segura de lo que su padre intentaba decirle. Su mano había comenzado a sudar debido a la fuerza con la que sostenía el matraz.

—Si te sometes a la intervención —agregó—, no habrá ningún riesgo.

—¿Qué?

—Si no hacemos esto —dijo él, arrastrándola hacia las camillas—, no te admitirán en la Cofradía.

Pese a sus intentos por liberarse, sus pies se deslizaron por el suelo sin ninguna dificultad. Se detuvieron al llegar junto a la camilla del centro, la única que quedaba desocupada. Dimitri se dio la media vuelta para asegurar las ruedas, al tiempo que Anastasia levantó el matraz y lo hizo estallar contra las sienes de su padre. Dimitri cayó de boca al suelo, inconsciente.

Anastasia lo quedó mirando boquiabierta y con las tripas hechas un nudo. Los ojos se le habían bañado en lágrimas. Sin saber qué más hacer, tomó del bolsillo de Dimitri el manojo de llaves del laboratorio y lo arrastró de las piernas hasta las jaulas. Con más fuerza de la que ella creía tener, lo metió en una y lo dejó encerrado. Entonces, se arrastró a sí misma fuera del laboratorio, todavía llorando.

Se sentó en el primer peldaño de la escalera y abrazó el frío bronce de las llaves con los dedos. Ella era la única persona con acceso al laboratorio de su padre en aquel momento. Le habría encantado regresar y destruir todo el maldito lugar, pero no podía. No debía.

Cerca del anochecer, Franco se asomó por las escaleras, demacrado y magullado. Anastasia alzó la cabeza a duras penas y le preguntó:

—¿Y? ¿Qué dijo?

—Dijo que sí, al fin.

La siguiente noche, Anastasia esperó en el jardín de la fuente con el corazón intentando romperle las costillas. Estaba entusiasmada de ver a su hermano nuevamente. Por fin podría dejar la Cofradía y a su padre, y tener una vida normal, alejada de las atrocidades que albergaba aquel edificio. Los primeros vientos de la primavera seguían siendo fríos, pero tenían un tono diferente, más melodiosos, más alegres. No le importó esperar las primeras dos horas. Sabía que su hermano llegaría eventualmente. Dejó que el tiempo avanzase acompañado de hermosos recuerdos de su niñez, cuando no existía en su cabeza un concepto de anarquía y cuando sus padres los amaban a los dos y ellos amaban a sus padres.

Pero, como todo lo demás, la noche tenía un fin y éste parecía aproximarse a pasos agigantados. Las lágrimas de Anastasia estaban a punto de congelarse sobre su piel y Bastián aún no aparecía. Cuando el sol hizo su primera aparición, se dio cuenta de que no sacaba nada con seguir esperando.

Una vez de vuelta en el hospital se encontró con Franco. Tenía los ojos hinchados y las ojeras le cubrían hasta los pómulos. Parecía enormemente arrepentido.

—No pude encontrarlo —le dijo—. Lo busqué por todas partes, pero nunca apareció.

Anastasia sonrió. Se había quedado completamente sola. No solo su madre había muerto aquella semana, su padre y su hermano lo habían hecho también.

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