Cofradía X
Cofradía
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
El sol se había escondido hacía horas y la temperatura había bajado drásticamente. Anastasia temblaba de pies a cabeza, pero no pensaba regresar a su habitación. Estaba a un paso de la puerta, lo único que debía hacer era posar su mano sobre el picaporte y darle un pequeño empujón. Su padre no estaría allí ya que nunca se quedaba en el hospital hasta tan tarde. Al contrario de Anastasia y su madre, él podía pasearse por la Cofradía libremente mientras fingiera no saber dónde se encontraban ellas dos. No, al otro lado de esa puerta solo encontraría a su mamá.
Cerró los ojos y tragó una gran bocanada de aire antes de por fin enroscar su mano alrededor del picaporte. Se sorprendió al encontrarla sentada sobre la cama con la espalda apoyada contra el respaldo. Tenía los ojos abiertos, pero miraba a la nada.
—¿Quién es? —preguntó, en cuanto la puerta se abrió.
—Soy yo —respondió ella—, Anastasia.
—¿Qué haces despierta? Hace un frio horrible.
—No puedo dormir —mintió—. Quería que conversemos un rato.
Casandra no se mostró muy contenta con la idea. Sin embargo, le indicó con una mano huesuda que se sentase junto a ella, al tiempo que se movía hacia un costado.
—¿De qué quieres hablar?
—Mamá... —Anastasia no sabía por dónde empezar. La aterrorizaba pensar que sus palabras pudiesen destruirla—. ¿Todavía amas a papá?
Su madre sonrió.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Curiosidad.
—A tu padre lo amo desde que era más joven que tú. —Le brillaron los ojos—. Lo vi por primera vez cuando yo estaba en la secundaria y él en los primeros años de universidad. Era tan atractivo que nunca más pude fijarme en otro chico.
—¿Era igual que ahora cuando joven?
—De hecho, yo creo que se pone más guapo cada año.
—Me refería a su... forma de ser —aclaró Anastasia.
Su madre alzó las cejas y agachó la cabeza.
—Siempre fue reservado, siempre fue un poco frío, pero siempre se aseguró de que nada me faltara. Incluso cuando se fue a estudiar al extranjero.
—¿Ya estaban juntos en ese momento?
—Nos casamos muy jóvenes —explicó ella—. No vayas a creer que se fue para no estar conmigo —agregó—. Es solo que vivió la mayor parte de su vida fuera del país, le costó mucho volver a adaptarse a nuestras costumbres. Dimitri no lo admite, pero en el fondo siempre se quiso ir.
—¿Entonces por qué se casó contigo?
—Porque... —Se ruborizó—, yo estaba embarazada— dijo, mientras jugaba con un mechón de cabello—. Quedé embarazada cuando aún no... no teníamos una relación formal. Nuestros padres nos obligaron a casarnos, luego él se fue. Tu abuela no estaba muy contenta, pero ella y papá me ayudaron muchísimo con Bastián.
Anastasia tenía muy pocos recuerdos de sus abuelos maternos. Los dos habían vivido la mayor parte de sus vidas en Arce Blanco, y ambos murieron cuando ella era tan solo una niña, demasiado pequeña como para recordarlos
—¿Entonces tú no querías casarte con él?
—Ese era mi único sueño. Casarme con Dimitri, tener sus hijos y una familia perfecta. Siempre me imaginé que tendríamos un gran patio, pero nunca creí que lográramos tener una piscina. —Su rostro se endureció—. No hay día en que no maldiga a la persona que comenzó esta anarquía y que me arrebató todo lo que yo más deseaba en la vida.
Anastasia tragó saliva. No hacía mucho tiempo ella soñaba con todas esas mismas cosas. Solía cerrar los ojos y verse a sí misma siendo la esposa y la madre perfecta, con una casa y una familia perfecta. En esos tiempos, ella creía que su madre lo había conseguido todo y eso la llenaba de esperanzas. Ahora entendía que nunca pudo haber estado más alejada de la realidad.
—Mamá —le dijo, dubitativa—, tengo que contarte algo.
—¿Qué cosa?
De pronto, todas las palabras parecían haberse escapado de su cerebro pues no recordaba ninguna. Realmente quería contarle la verdad. Quería que supiera lo que su padre era capaz de hacer, de las mentiras que era capaz de contar. Pero lo que más quería, era que no siguiese haciéndose ilusiones. El problema era que aún no encontraba la manera de contárselo sin herirla.
—¿Qué pasa, cielo? —volvió a preguntar Casandra.
Anastasia abrió y cerró la boca varias veces antes de hablar.
—Extraño nuestra antigua casa —le dijo, finalmente—. Y nuestra antigua vida. —No era cierto. El pasado no significaba absolutamente nada para ella—. Creo que me iré a acostar —dijo, a continuación—. Gracias por escucharme.
Salió de la habitación tan rápido que su madre no tuvo tiempo de replicar. Una vez fuera, se sintió derrotada y débil. No había podido decirle la verdad y el remordimiento no la dejó dormir.
Al día siguiente, amaneció con las sábanas envueltas alrededor del cuello y el cubrecama por encima de las rodillas. Apenas el sol se pronunció, salió de su dormitorio y se dedicó a deambular por los jardines del hospital. Franco se encontraba allí, acababa de acomodar unas cuantas jaulas y se preparaba para partir.
—Que temprano que llegaste hoy ―dijo ella, él se limitó a mirarla por encima del hombro. No parecía alegrarse de verla—. Papá todavía no llega —continuó—, así que tenemos tiempo de hablar.
—Me pidió que saque las jaulas vacías antes de que llegara.
—No te voy a quitar mucho tiempo —insistió Anastasia—. Sólo cuéntame los otros secretos y te podrás ir.
Dudó antes de hacerlo, pero terminó asintiendo con la cabeza.
—No hay otros secretos —la corrigió—, es uno solo.
—Como sea —dijo Anastasia, comenzaba a perder la paciencia—. ¿Qué es?
—No sé por dónde empezar —dijo Franco, y se alejó de las jaulas para sentarse sobre la fuente de agua. Ella lo imitó—, yo sé que tú quieres saber, pero no te gustará escuchar lo que tengo que contarte.
Anastasia rodó los ojos.
—Me estás asustando, Franco. —Él evitaba su mirada—. ¿Acaso es algo peor que los experimentos de papá o la enfermedad de mamá? —De pronto, Anastasia sintió unas fuertes ganas de vomitar.
—Esto es diferente.
—Necesito saber, te lo suplico.
Franco suspiró antes de continuar.
—Prométeme que no cometerás ninguna locura cuando te lo cuente. Prométeme que actuarás como si no supieras absolutamente nada.
—No puedo...
—Si no lo prometes no te lo contaré.
Anastasia tuvo que tragarse las ganas de refutar.
—Está bien —dijo—, lo prometo.
Por primera vez en toda la mañana, Franco la miró a los ojos. Hizo un ademán de querer tocarle el hombro, pero se retractó a último momento. Su ojo delataba que intentaba armarse de valor.
—Tu hermano está vivo —le dijo, finalmente.
Anastasia no supo qué decir ni qué pensar. Si Franco le estaba haciendo una broma, no era nada graciosa.
—Mi hermano murió —le dijo ella.
Él negó con la cabeza.
—Está vivo. Lo veo casi todos los días.
—Me estás mintiendo —dijo ella, poniéndose de pie de un salto. Franco volvió a desviar la mirada, sin decir absolutamente ninguna palabra—. ¿Mis padres lo saben?
—Sí —dijo él—, lo saben.
—No entiendo —dijo Anastasia—. Nada de lo que me estás diciendo tiene sentido. ¿Hace cuánto tiempo sabes esto? ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Déjame explicarte...
—¡Más vale que tengas una buena explicación! —exigió ella.
El rostro de Franco se ensombreció.
—Tu papá y tu hermano me pidieron que no te lo dijera. ¡Los dos! —le dijo—. Se pusieron de acuerdo para decirte que estaba muerto porque solamente ustedes tres fueron aceptados en la Cofradía, él no. Como tus padres sabían que jamás dejarías a Bastián atrás, decidieron decirte que había muerto. Él estuvo de acuerdo para que tú estuvieras a salvo.
Anastasia deseó haberse encontrado sentada porque las piernas se le doblaron y el jardín entero dio un giro violento. Franco la sostuvo de los brazos para que no perdiese el equilibrio.
—¿Estas bien?
Ella asintió.
—Si está vivo, ¿por qué no ha venido a verme? —le preguntó, después de volver a sentarse junto a él.
—Se supone que tú no debías enterarte.
—¿Acaso no le importa cómo estoy? —preguntó, dolida—. ¿No se pregunta por mí?
—Por supuesto que sí —dijo Franco—. Por eso estoy yo acá. Tu hermano me pidió que te cuidara en su lugar. Así comencé a trabajar para tu papá. Bueno, por eso y por otras cosas —agregó, cabizbajo.
—¿Es por eso que has estado yendo a la Autarquía? ¿Mi hermano está allá? Porque si es así, ahora mismo me voy con él...
—Tu hermano no está en la Autarquía —dijo Franco, antes de que ella pudiese continuar—. Está en el Éxodo.
—¿En el Éxodo? —De todas las divisiones que se habían apoderado del país, el Éxodo era la que Anastasia más aborrecía. Siempre había creído que aquel era un lugar para que los delincuentes se sintieran libres de hacer lo que quisieran. Hasta aquella mañana, le habría sido irrelevante si todos ellos desaparecían—. ¿Se encuentra bien?
Franco alzó las cejas y se encogió de hombros.
—A mí me parece que está mejor que nunca —le dijo. Por alguna razón, sus palabras se sintieron como una puñalada—. Nunca le falta compañía —agregó Franco.
Anastasia detectó un dejo de amargura en su voz.
—¿Estás seguro de que es él?
—Totalmente. Soy su amigo desde que estábamos en la secundaria —le dijo—. No ha cambiado mucho desde entonces. Lo único diferente es su nombre. Ya no se hace llamar Bastián, ahora es Gaspar.
Anastasia posó una mano temblorosa sobre su estómago que, de un segundo a otro, quedó completamente vacío. Su corazón, en cambio, estaba más acelerado que nunca. Quería llorar y gritar, pero no podía decidir si se debía a la rabia o a la felicidad.
—Mi abuelo se llamaba Gaspar —dijo—. Él crio a Bastián desde pequeño.
—Anastasia... —la llamó Franco, ahora él la miraba a ella con los ojos entrecerrados—. ¿Bastián te dejó alguna vez... algún regalo? ¿Algo importante?
—Sí —dijo Anastasia con tristeza—. Pero lo dejé en la casa que nos entregó la Cofradía. Una foto de nosotros dos. Nos la tomamos una vez que fuimos juntos al centro comercial, y pusimos todo tipo de caras ridículas. —Franco parecía decepcionado—. ¿Por qué?
—¿Nada más? —quiso saber él.
—No. Y lo peor de todo es que escribió unos números sobre su cara, así que estaba arruinada de todas maneras. —Franco abrió los ojos de par en par. Tanto el normal como el de vidrio estaban bañados por un brillo especial, uno que Anastasia nunca había visto en él—. ¿Qué? —le preguntó.
—Nada —respondió él, y se bajó de la fuente dando un pequeño salto—. Tengo que seguir trabajando. Nos vemos después.
Anastasia regresó a su habitación arrastrando los pies y con la cabeza llena de dudas. Le habría encantado encerrarse en ella y pasar el resto del día en soledad. Prefería tener que enfrentarse a esas aburridas paredes blancas que tener que ver a sus papás. Sin embargo, cerca del mediodía, su padre se apareció tras la puerta de su dormitorio y le pidió que la acompañase.
—Hay algo que tengo que mostrarte —le dijo. El fantasma de una sonrisa se dibujó en su rostro. La misma sonrisa altanera y torcida que tanto caracterizaba a Bastián. ¿O debía llamarlo Gaspar? Además de su sonrisa, ambos compartían varias características similares. La estatura, los hombros anchos, y los ojos negros y severos...
Cruzaron el pasillo en completo silencio y se detuvieron frente a la puerta roja del laboratorio. Incrédula, Anastasia le dirigió una mirada inquisitiva a su padre. Había estado segura de que la llevaría al comedor una vez más para llenarla de falsas ilusiones, como acostumbraba a hacerlo. Sin embargo, él introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta hasta atrás y con una mano le indicó que pasase. Aquella era la primera vez que le daba permiso para ingresar.
Atravesaron la primera habitación sin detenerse y caminaron entre medio de las jaulas donde había más animales y más personas que antes. En la última fila, donde estaban las jaulas de mayor tamaño, se encontraba encerrado el mismo hombre alado que Franco le había enseñado un año atrás. Ahora más delgado y de cabello largo, pero inconfundible.
—No te detengas —le dijo Dimitri.
Anastasia se volvió hacia adelante, no porque su padre se lo hubiese ordenado, sino porque el hombre alado acaba de posar sus ojos sobre ella y su mirada, triste y carente de humanidad, la asustó.
Atrás de él se encontraba la puerta metálica con la pequeña ventana de vidrio que conducía a la tercera parte del laboratorio. Anastasia recordó haber visto al hombre alado por primera vez a través de aquella ventana; se preguntaba si esta vez encontraría algo peor. Dimitri se detuvo frente a la puerta, y antes de permitirle el paso, le dio a Anastasia un traje blanco y una mascarilla.
—Úsalos —le dijo, al mismo tiempo que él se ponía sus propios equipamientos.
En cualquier otra ocasión, Anastasia le habría reprochado o se habría ido del laboratorio indignada, pero la curiosidad la obligó a hacer todo lo contrario. Se puso el traje y la mascarilla, y esperó en silencio a que Dimitri abriera la puerta. Aquella era la habitación más grande de todas y estaba equipada de esquina a esquina con máquinas blancas y plateadas, grandes y diminutas. Anastasia acarició una de ellas con la yema de sus dedos. Era suave, de acero y extraordinariamente similar a la cafetera que tenían en su antiguo hogar. En un costado, con letras sobresalientes, estaba escrita la palabra "Genomatoscopio". Sobre los mesones de granito se encontraban un millar de tubos y frascos de vidrio perfectamente alineados, iguales a los que ella usaba en clases de ciencias antes de la anarquía. La luz allí era más tenue que en las dos habitaciones anteriores, amarillenta y enfermiza. Pero lo que más llamó su atención fueron las camillas abarrotadas al final de la habitación. Sobre ellas descansaba un grupo de personas inconscientes cuyos tobillos y muñecas habían sido encadenados a los respaldos y a las patas metálicas.
—¿De dónde sacaste todo esto? —preguntó Anastasia, tratando de recobrar el aliento.
—Siempre han estado acá —explicó Dimitri—, pero fueron construidas en Río Correntoso, si a eso te referías.
—¿La Unión tiene la tecnología para crear este tipo de cosas? —Anastasia no lo podía creer.
—No debería sorprenderte —dijo él, con un evidente dejo de irritación en la voz—. En Río Correntoso se han construido objetos mucho más increíbles que estos. Especialmente durante la Gran Guerra.
—No sabía.
Dimitri alzó las cejas.
—Cualquiera de estos días le pediré a Franco que consiga unos cuantos libros de historia para que los leas, porque aparentemente no aprendiste lo suficiente en la escuela. —Resopló—. Pero no te traje acá para hablar de las maravillas de Río Correntoso... —Miró a su alrededor y se le infló el pecho de orgullo. Nunca la había mirado a ella así, mucho menos a Bastián—. Te presento al nuevo eslabón de la evolución —le dijo—. Dos de ellos tendrán garras; este de acá... —Lo apuntó—, será tan veloz como una chita. A él tuve que darle prioridad inmediata —explicó—. La única chita del zoológico estaba a punto de fallecer cuando Franco me la trajo. —Anastasia miró al muchacho que su padre señalaba. Así que ese era el trabajo de Franco...—. Pero mi preferido de todos es este de acá. —Se paró junto a una de las camillas de más atrás, donde yacía un niño de no más de dos años, conectado a una bolsa con suero. A Anastasia se le revolvió el estómago—. No se me había ocurrido trabajar con los escarabajos rinocerontes hasta que Franco apareció con uno. —Soltó un par de carcajadas—. Ese muchacho es muy capaz. —Se volvió hacía Anastasia. Ella le dirigió una mirada desafiante—. ¿No me vas a preguntar qué característica tomé del escarabajo?
Anastasia se limitó a encogerse de hombros. Su padre le respondió de igual forma.
—Su fuerza —le dijo—. Estos pequeños insectos pueden cargar diez veces su peso.
Ella parpadeó varias veces seguidas. Se encontraba ante la presencia de una futura bestia.
—Entonces, ¿está listo? —preguntó Anastasia—. ¿Ya puedes modificar el ADN de cualquier ser humano? —Aquella idea la aterraba.
—Así es —dijo Dimitri, trasaclararse la garganta—. Aún debo observar cómo se adaptan sus metabolismos a loscambios. Este grupo ha logradosobrevivir más tiempo que los sujetos anteriores, pero aún cabe la posibilidadde que sus cuerpos rechacen la modificación eventualmente. —Suspiró—. Las probabilidadesson casi nulas. El último sujeto que superó el primer mes sigue vivo y conunas alas enormes que lo podrían hacer cruzar el continente.
—¿Por qué me estás mostrando todo esto? —preguntó Anastasia—. ¿Qué quieres de mí?
—Porque eres mi hija —dijo él—. Y quiero que estés preparada para lo que se viene antes que el resto de la gente.
Anastasia bajó la mirada. Estaba preparada, preparada para largarse de la Cofradía lo antes posible.
—¿Me puedo ir ahora? —le preguntó.
Dimitri se mostró perplejo y decepcionado al mismo tiempo.
—Por supuesto —respondió—. No le digas nada a tu mamá. Podrías asustarla y es lo que menos necesito en este momento.
Anastasia salió corriendo del laboratorio tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Buscó a Franco por todo el lado habilitado del hospital, recorrido que hizo en menos de cinco minutos. Transitó por cada uno de los pasillos, bajó y subió escaleras, y se internó en los jardines, incluso en los que habían sido invadido por gatos y zarigüeyas. Franco no regresó a la Cofradía aquella tarde, pero al otro día lo encontró.
Él acababa de llegar al hospital y cargaba en los brazos un objeto grande y cuadrado, cubierto por una manta negra de gamuza. Seguro, traía un nuevo animal pues se escuchaban ruidos proviniendo del interior—. Lo quiero ver —le dijo Anastasia, entrecortadamente—. Dile a Bastián que ya sé todo y que lo quiero ver. Dile que lo necesito. Ahora más que nunca.
Franco no respondió de inmediato. Su ojo real la examinaba de arriba abajo, mientras que el de vidrio no le prestaba atención.
—Se lo diré —le dijo, al cabo de unos segundos.
Hacía mucho tiempo que Anastasia había olvidado lo que la felicidad era o como se sentía. Al menos hasta ese día, ni siquiera recordaba haberse sentido así de alegre en su vida. La idea de volver a ver a su hermano era todo lo que podía desear y mucho más.
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