Cofradía VI
Cofradía
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
Anastasia tenía los ojos pegados a su plato de comida, con el tenedor movía los fideos de un lado al otro. Eran verdes. No tenían sabor a absolutamente nada, pero a alguien se le había ocurrido que teñirlos de verde sería una buena idea. Alguien ciego, probablemente. Al llevarse unos cuantos a la boca descubrió que ya estaban fríos así que tomó su plato y lo vació en el tacho de basura. Si sus padres hubieran estado allí, seguro la habrían regañado. Afortunadamente, ninguno de los dos la acompañaba. Casandra seguía en cama y Dimitri había comido a la velocidad de la luz para poder irse más temprano a trabajar. Anastasia ya no se molestaba en preguntarle qué lo apremiaba tanto porque sabía que todas sus respuestas eran mentiras. Ni siquiera Amanda la acompañaba aquel día porque había vuelto a su hogar. Después de tantas semanas compartiendo la habitación, Anastasia se acostumbró a su presencia. Aprendió a disfrutar de las largas conversaciones nocturnas y pronto descubrió que ambas tenían mucho en común. Incluso sintió compasión por ella cuando supo que su madre tenía actitudes tan o más extrañas que los padres de Anastasia. Al menos estando sola nadie la obligaba a comer aquella horrorosa comida de la Unión.
Una seguidilla de golpes en la puerta principal la trajo de vuelta a la realidad. Se acercó de puntillas a la ventana de la sala de estar y movió la cortina lo justo y necesario para ver hacia afuera. Benjamín acababa de tocar y se veía impaciente. Traía el cabello peinado y una flor en la mano.
—¿Anastasia? ¿Estás en casa? —preguntó Casandra desde el último peldaño de la escalera.
Anastasia no respondió.
Casandra, por su parte, siguió insistiendo, incluso cuando Anastasia se asomó por la baranda y le indicó con un dedo que se quedara en silencio. Le extrañaba verla de pie; últimamente, no salía del dormitorio ni para ir al baño. El hedor que había allí adentro se sentía desde el pasillo. Anastasia no podía culpar a su padre por no querer dormir con ella. En la noche se iban juntos a la cama y en la mañana aparecían ambos en la misma habitación, pero ella lo descubrió yéndose a la habitación de huéspedes una noche que se desveló conversando con Amanda.
—Anastasia, alguien está tocando la puerta —dijo su madre, haciendo caso omiso de las señales de su hija.
Anastasia volvió a indicarle con el dedo que se callara, pero su madre ni siquiera la miró. En vez de eso, estiró una pierna temblorosa y apoyó el pie en el siguiente peldaño. Con el tercero no tuvo tanta suerte pues su pie le erró al escalón y ella calló rodando escaleras abajo.
—¡Mamá! —gritó Anastasia, olvidándose por completo de Benjamín. Lo único que quería era cerciorarse de que no le hubiese ocurrido nada grave—. ¿Estás bien? —le preguntó, ayudándola a incorporarse.
—Perdóname, Anastasia —dijo Casandra.
—¿Perdón por qué? —quiso saber ella—. Mamá, ¿Qué te pasa?
—Nada —respondió su madre. Negaba con la cabeza, pero no alzaba la mirada—. ¡Deberías haber contestado la puerta! —exclamó, dos segundos después.
Anastasia no supo cómo reaccionar. Normalmente, le habría respondido o se habría ido a su habitación, furiosa. Sin embargo, la delgadez de Casandra, su cabello pajoso y despeinado, y su rostro sucio la detuvieron.
—Mamá —dijo ella, apoyando su mano sobre el hombro de su madre—, ¿Estás drogada? ¿Papá te está haciendo algo?
De un momento a otro, Casandra dejó de temblar. Un destello de la mujer fuerte que alguna vez fue se asomó detrás de su piel grisácea. Alzó la cabeza, pero no se dignó a mirar a Anastasia a los ojos.
—Tu padre me está ayudando —le dijo, con voz grave—. No te atrevas a cuestionarlo.
—Pero mamá...
—Sal de casa —la interrumpió.
—¿Qué? —Anastasia alejó su mano de la espalda de su madre.
—¡Sal de casa, ya mismo!
Terminó yendo a la academia. Una dulce melodía siempre la ayudaba a poner sus pensamientos en orden, y el piano siembre estaba desocupado para que ella llegase y desplegase todo su talento sobre él. Tal como lo imaginó, la puerta estaba abierta cuando ella llegó y no había nadie más allí. El atril ya estaba puesto y las teclas descubiertas la invitaron a tocar. En cuanto se sentó frente a ellas, sus dedos comenzaron a moverse por sí solos. Eligió una melodía en Re menor, cargada de los acordes más siniestros. Conocía otras que podían subirle el ánimo, pero sus manos necesitaban bailar al ritmo de aquellas canciones. No importaba cuan doloroso resultase para Anastasia.
—¡Qué bien que tocas! —Se detuvo de golpe y miró para atrás por encima de su hombro. Agustín, su estudiante de piano, le devolvió la mirada con sus enormes ojos marrones. Aquello era lo único que mostraba, el resto de su cuerpo estaba escondido detrás de la pared—. ¿Puedo pasar? —le preguntó.
Anastasia asintió, dejando a un lado sus deseos de soledad. Hacía varias semanas que Agustín y ella no se veían, desde que Anastasia se dio cuenta de que a nadie le importaba si ella hacía o no sus clases. No lo extrañaba ni a él ni a su falta de talento, aun así, no quería parecer descortés.
—Estuve practicando —dijo él, sentándose a su lado en la butaca—. Creo que ya soy mucho mejor.
—¿Tocaste el piano? —le preguntó Anastasia. En otros tiempos, aquello le habría puesto los pelos de punta. Le extrañaba lo poco que le importaba en aquel momento.
—¡No te enojes! —se apresuró a decir Agustín, juntando las manos como si estuviese rezando—. Te juro que no le hice nada malo.
—No estoy enojada —respondió ella—. Quiero que me muestres.
El rostro de Agustín se llenó de orgullo. Se acomodó bien en su asiento y después de unos cuantos aplausos nerviosos, comenzó a tocar. La primera nota sonó absolutamente desafinada. Sus manos temblaban tanto que presionó por error la tecla equivocada. Sin embargo, de a poco la melodía fue tomando forma y pronto Anastasia se encontró a sí misma disfrutando de una versión bastante aceptable de «Noche en C Sostenido menor» de Scopran, uno de los compositores favoritos de Anastasia. Los dedos de Agustín eran mucho más pequeños y frágiles que los de ella, pero bailaban sobre las teclas con la misma gracia. Y su rostro, ahora sereno, no parecía el de un niño común y corriente. Compartía el mismo rostro que todas las demás víctimas de la anarquía y de todas las personas que aún ni comenzaban a entender cómo lidiar con ella. Anastasia tuvo que desviar la mirada para controlar las lágrimas que ahora bañaban sus ojos.
—¿Cómo aprendiste? —le preguntó con voz gangosa, cuando Agustín terminó de tocar.
—¿Crees que me salió bien? —preguntó él, con una sonrisa que mostraba todos sus dientes.
—Al menos pude reconocer qué canción era —respondió Anastasia, incapaz de expresar su orgullo—. ¿Cómo aprendiste?
—Las busqué en ese libro —le respondió él, apuntando con el dedo a las partituras.
—Pero ¿Cómo supiste leerlas?
—Me acordé de lo que tú hacías con tus manos cada vez que aparecían esos dibujitos. —Señaló una corchea con el dedo índice.
Anastasia frunció el ceño.
—No son «dibujitos» —le dijo ella.
El resto de la tarde se dedicó a enseñarle el nombre de todos esos «dibujitos», como él los llamaba. Agustín era mucho más hábil con la práctica que con la teoría.
Esa noche, Anastasia se quedó dormida con una sonrisa dibujada en el rostro, por primera vez en mucho tiempo. De no ser por un constante picoteo en su ventana, que la despertó en plena madrugada, habría podido descansar todo lo que no había descansado en semanas. Lamentablemente, abrió los ojos cuando aún reinaba la oscuridad. Una vez más su ventana emitió un extraño tac. Se incorporó y examinó su habitación. No había nadie allí, aquel sonido debía provenir de afuera.
Se bajó de la cama de un salto y se dirigió a la ventana dando tres largos pasos. Solo existía una posibilidad en su cabeza, pero no se atrevió a pensar en ella hasta que la vio convertirse en realidad. En el patio de su casa, arrojando piedras a su ventana, se encontraba Franco. En cuanto él la vio, comenzó a hacerle señas con las manos para que bajase.
Anastasia salió de su habitación y bajó las escaleras sin hacer el más mínimo ruido. La casa estaba tan silenciosa que los grillos podían escucharse desde el interior. Franco la esperaba afuera, con los hombros encogidos y las manos escondidas en los bolsillos. Ni la oscuridad de la noche podía ocultar su nariz y sus mejillas sonrosadas por el frío.
—¿Qué haces acá? —preguntó ella.
—Ya sé que estás enojada conmigo —comenzó él—, pero no pude venir antes. Tu padre me contó que había alguien quedándose contigo, en tu habitación.
—Qué cobarde —dijo Anastasia. No tenía ganas de escuchar sus excusas—. Amanda estaba en mi cuarto y aun así yo me atreví a venir.
—¿Viniste? —le preguntó Franco, incrédulo.
—¿Por qué te sorprende tanto?
—Porque pensé que no querrías juntarte conmigo mientras esa chica estuviese quedándose con ustedes. Tu papá me dijo que la mitad de la división está intentando descubrir su secreto.
—¿Te dijo eso? —De pronto, a Anastasia le ardían las mejillas.
—Lo bueno es que nada se supo. —Sonrió—. Bueno, ya estoy acá para cumplir mi promesa. —Anastasia alzó la cabeza y lo miró con los ojos muy abiertos—. Dimitri no está. Fue a la aduana para conseguir nuevas jeringas —explicó—, y yo me quedé con las llaves de su laboratorio.
Anastasia no supo qué responder. Seguía enojada con él por dejarla plantada, y últimamente sus sentimientos se habían convertido en una especie de montaña rusa. Varias veces estuvo a punto de mentirle a su padre sobre Franco y decirle que había intentado entrar en su habitación, solo para vengarse de él por no haber llegado aquella noche, pero nunca se atrevió. Ella era consciente de que Franco representaba su única oportunidad de descubrir la verdad.
—Muéstramelo —dijo, finalmente.
Una brisa punzante estremeció los árboles e hizo que sus hojas susurrasen. La luz de la luna se reflejaba en los charcos que la lluvia había pintado sobre la calle. Por lo general, Anastasia disfrutaba de la primavera, pero aquella se estaba convirtiendo en una estación fría y pluviosa.
Franco la llevó hasta el extremo más alejado de la Cofradía, justo donde se encontraba la muralla. Anastasia, que nunca había visitado aquel sector de su división, se sorprendió al descubrir que allí, pegado a la muralla, había un hospital. Solía ser una clínica privada; el centro de salud más costoso y eficiente de todo el país antes de la anarquía.
—Acá es —le dijo Franco, y se aventuró en los terrenos de la clínica. Ella lo siguió de cerca.
El suelo estaba cubierto de polvo y había camillas tiradas por todas partes. Sin embargo, las paredes se conservaban limpias y el techo, intacto. Otros hospitales habían sido reducidos a cenizas durante la anarquía temprana, con todas las personas adentro del recinto. Éste, sin embargo, solo mostraba señales de desuso.
Franco la condujo hasta el final de un largo corredor, en el tercer piso. Se trataba de un solitario pasillo de paredes blancas, con una única puerta de color rojo intenso. En el centro de la puerta, cruzándola de lado a lado, un cartel grande y blanco indicaba con letras mayúsculas:
«Prohibido el acceso, zona de peligro.»
—¿Estas preparada? —le preguntó a Anastasia.
Ella asintió.
Franco sacó de su bolsillo un set de llaves e introdujo la más grande en la cerradura.
—Todavía podemos volver a tu casa si crees que no...
—Estoy preparada —lo interrumpió Anastasia y le dio un manotazo a la puerta. Esta se abrió de par en par.
En cuanto pudo ver al otro lado, tuvo que cubrirse los ojos con las manos. Hacía mucho tiempo que no veía luz artificial. Una vez que se acostumbró al frío rayo de luz blanca que generaban los tubos fluorescentes, Anastasia pudo echarle un vistazo al resto de la habitación. Era un salón circular, no más grande que la sala de su casa. En un extremo había dos pizarrones, uno de tiza y el otro completamente transparente. Ambos estaban rayados de esquina a esquina. Sobre los muebles había carpetas llenas de papeles bañados en garabatos y dibujos mal hechos. El tacho de basura estaba repleto de guantes desechables, y otros artefactos de hospital que Anastasia no reconoció. Ella se acercó al computador y movió el cursor, pero no recibió respuesta de la máquina.
—No te recomiendo que lo prendas —le dijo Franco, cuando ella estuvo a punto de presionar el botón de encendido—. No te va a explicar nada y tu padre se dará cuenta de que lo usaste.
—¿Qué es todo esto? No entiendo —dijo ella. No había nada allí que no hubiese visto antes en un hospital normal.
—Todavía no te lo muestro —le respondió él y con la cabeza señaló una puerta que se encontraba a sus espaldas.
Anastasia corrió hacia ella, aunque tuvo que esperar a que Franco la abriese para poder entrar. La segunda parte del laboratorio era mucho más grande que la primera. En ella solo había jaulas, igual que en una tienda de mascotas, pero aquel lugar era completamente gris y carecía de ventanas. Las jaulas de las primeras filas estaban vacías, pero las de más atrás no. Anastasia casi perdió el equilibrio cuando pasó junto a un pasillo que estaba lleno de perros enjaulados. Más atrás también se encontró con gatos, lechuzas, varios reptiles e incluso con un leopardo u otro felino similar.
En la última fila, había personas...
Anastasia se llevó ambas manos a la boca para ahogar un grito de terror.
—¿Qué está haciendo mi padre con estas personas? —le preguntó a Franco, con lágrimas en los ojos.
Él no respondió, sino que siguió caminando hasta alcanzar una tercera puerta. Esta, que parecía impenetrable, tenía una pequeña ventana en la parte superior. Anastasia se acercó a ella y de puntillas miró hacia el otro lado.
Un hombre joven se encontraba allí, de pie en medio de la habitación. Tenía las manos alzadas, alguien había esposado sus muñecas a un tuvo que sobresalía del techo, su piel estaba pálida y su cabeza caía cuan pesada era. Además, se le notaban las costillas. Pero había algo más, algo que Anastasia tuvo que mirar dos veces para comprender.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, alejándose de la puerta y evitando por todos los medios volver a mirar por la ventana—. ¿Qué tenía ese hombre en la espalda?
—¿Por qué no lo miras otra vez? —le preguntó Franco—. Si no te convences a ti misma de lo que viste, en unos días dejarás de creerlo.
Indecisa, Anastasia volvió a asomar la cabeza por la pequeña ventanita. Ahora lo veía todo con claridad. Pese a que su forma aún no estaba del todo definida y que su tamaño no superaba el de su torso, no cabía duda de que aquella persona tenía alas. Alas verdaderas que salían de su cuerpo igual que las alas de cualquier pájaro en el cielo.
—¿Qué es este lugar? —preguntó, casi sin voz.
—Según Dimitri, la mejor arma de la Cofradía —explicó Franco—. El sujeto que está allí adentro es el único que ha sobrevivido a la modificación más de dos semanas. Es todo un logro si consideras que la mayoría muere la primera noche.
—¿Modificación?
Franco suspiró.
—Tu padre está intentando añadir un gen animal al ADN del ser humano. Quiere crear una especie de super humanos —explicó Franco—. Bueno, al menos quiere que los miembros de la Cofradía sean más fuertes.
—Él no se ve fuerte —dijo Anastasia, y volvió a mirar a través de la ventanilla.
—¿Franco, estás acá?
—¡Mierda! Dimitri volvió —murmuró Franco, con los ojos como platos y la frente sudorosa. Anastasia se alejó de la puerta, pero no supo dónde ir. Podía escuchar los pasos de su padre acercándose a ellos, y ella todavía no elegía un lugar para ocultarse.
—¿Qué hacemos? —le preguntó a Franco, con un susurro de voz.
Él se había quedado tan quieto como una momia.
—Franco, respóndeme —insistió Dimitri, se oía cada vez más cerca.
—Anastasia, necesito saber algo... —De pronto, Franco tomó a Anastasia por ambos brazos y la obligó a quedar frente a él—. ¿Sabes algo sobre la tarjeta? Yo sé que está acá. ¿La has visto?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Anastasia, intentando soltarse—. Tenemos que hacer algo. ¡Ayúdame a pensar!
Él aun la tenía sujeta cuando Dimitri apareció frente a ellos. Su rostro pareció desfigurarse.
—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¡¿Qué significa esto?!
—Es mi culpa, papi —se apresuró a decir Anastasia, ya que Franco parecía a punto de desmayarse—. Yo lo seguí.
Dimitri no respondió, simplemente se acercó a ella y con toda la grandeza de su mano le dio una cachetada que le dio vuelta la cara. Anastasia tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas.
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