Cofradía V
Cofradía
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
Anastasia se había preparado para largos días de espera y ansiedad, lo que no había esperado era que los días pasasen volando. Apenas abría los ojos en la mañana la llamaban a almorzar, y dado que el profesor Requena brillaba por su ausencia, las tardes transcurrían entre risas y largas conversaciones. Al anochecer, solo le quedaba tiempo para hacer una o dos cosas antes de tener que volverse a dormir.
Por eso, al cabo de una semana, Anastasia no podía creer que en unas cuantas horas descubriría los secretos de su familia.
El tintineo de las llaves introduciéndose en la cerradura la trajo de vuelta a la realidad. Anastasia cerró la puerta de la chimenea y se puso de pie. Había gastado casi todo el papel intentando que el fuego prendiese, pero solo había conseguido ahumar la casa. Su madre no podía ayudarla, pues seguía encerrada en su habitación, como siempre.
Escondió las manos tras la espalda, tenía ceniza en la ropa y en la cara. Debía darle una buena explicación a Dimitri o la reprendería por no cumplir con el único trabajo que le habían asignado. Sin embargo, toda preocupación con respecto al fuego desapareció cuando su padre abrió la puerta y tras ella apareció Amanda, la persona que Anastasia más odiaba.
—Hola, Anastasia —le dijo Dimitri, indicándole a Amanda que tomase asiento—. ¿Cómo está ese fuego, a ver?
—¿Qué hace ella acá? —preguntó Anastasia, señalando a Amanda con la mano. No le interesaba parecer maleducada.
—Se va a quedar unos cuantos días con nosotros. —Él tampoco se veía muy feliz.
—Encontraron una bomba en mi casa —explicó Amanda—. Es vieja y no parece terminada, pero no podemos regresar hasta que la hayan revisado por completo. Será solo unos cuantos días.
—¿Y dónde va a dormir, papá? —preguntó Anastasia, haciendo caso omiso de Amanda.
—En tu habitación —dijo Dimitri, como si fuese algo obvio—. Le armaremos una cama, no te preocupes.
Anastasia no sabía si sentirse enfadada o aliviada.
Al final del día, cuando ambas se encontraban en pijamas y en sus respectivas camas, Amanda le preguntó:
—¿Y? ¿Cómo están las cosas entre Benjamín y tú?
Anastasia rodó los ojos.
—Bien —le respondió.
—Ani... —Amanda tenía la cabeza inclinada y la movía de un lado al otro—, ¿hasta cuando vas a tener celos de mí?
—¿Qué? Yo no te tengo celos.
—No deberías. Benjamín es mi amigo desde que somos chicos, mucho antes de que la anarquía comenzara.
—Dije que no te tengo celos.
—Está bien, como tú digas.
—¿Por qué quisiste quedarte acá? ¿Por qué no te quedaste en casa de Benja, si son tan amigos?
—Porque solo nos llevamos bien unas cuantas horas, después de eso nos empezamos a odiar. Además, tú me caes bien. Pareces ser un gran músico, yo siempre me he considerado ignorante en todo lo que tenga que ver con la música.
Anastasia bajó la cabeza para ocultar sus mejillas enrojecidas.
—¿Por qué invitaron a tu familia a la Cofradía? —preguntó al cabo de un rato.
—Bueno, mi mamá era diseñadora gráfica. De hecho, conoció al papá de Benjamín en la universidad cuando tomaron unas clases en común. Desde entonces mi familia y la suya son amigas —contó—. Mi papá no fue admitido porque él nunca terminó sus estudios y se dedicó al dibujo. Por lo general, se ubicaba cerca del lago y hacía retratos de la gente. Podía, porque el sueldo de mamá era suficiente para mantenernos a los tres. Yo estaba estudiando robótica y era la mejor de mi generación... en todo el país.
—Debió ser difícil para tu mamá, ¿no? —dijo Anastasia—. Tener que elegir entre su marido y la división.
—No en realidad —replicó Amanda—. Aún recuerdo cuando mamá se lo contó a papá. Le dijo que ella y yo habíamos sido invitadas a ser parte de la Cofradía, y que por lo tanto nos iríamos. Papá se puso muy triste, pero mamá sonreía. Todo el tiempo sonreía. Nos fuimos al día siguiente y nunca más supimos de él.
Anastasia la miró horrorizada. No podía creer que existiese alguien de tan frío corazón que pudiese abandonar a un ser querido con tanta facilidad.
Faltaban solo un par de horas para que llegase Franco. Ya había dada por perdida la misión, pero por alguna razón no paraba de mirar al reloj. Amanda le hablaba y le hablaba sobre algo que Anastasia era incapaz de escuchar.
«Tengo que parar —se decía a sí misma, repetidamente—. El plan ya no va más.»
Una hora. Los ojos de Amanda parecían dos pelotas de golf, brillantes entre medio de toda la oscuridad. Su voz se tornó en un susurro, pero no había parado ni por un segundo de parlotear. Hasta movía los brazos y las manos para explicar con más detalle.
Quince minutos. Probablemente, Franco ya se encontraba afuera y la esperaba.
—¿Quieres una taza de leche caliente? —preguntó Anastasia, de pronto. La leche siempre la ayudaba a ella a quedarse dormida—. Me parece que el fuego sigue encendido.
—No, gracias —respondió Amanda—. Pero me vendría bien un vaso de agua. Me está empezando a dar sueño y necesito despertar.
Anastasia rodó los ojos, pero bajó de todas maneras. No se sintió tan estúpida cuando notó que el fuego ya se había convertido en cenizas. Agarró una taza y un vaso, y los posó sobre la mesa. El galón de agua ya iba por la mitad, aunque no hacía mucho lo habían recibido. Afortunadamente, tenían más de seis botellas de leche prácticamente intactas. Anastasia odiaba esa leche con sabor a engrudo. A veces, cuando la tomaba, sentía trocitos de algo sólido y arenoso. Si aquello no era agua con harina, no imaginaba qué otra cosa podía ser
Volvió a poner la tasa en la alacena. Agarró el vaso y lo llenó hasta la mitad de agua. De su bolsillo sacó una pequeña botellita de vidrio rojo que alguna vez fue su perfume preferido. Incrédula de sí misma, la volteó sobre el vaso de Amanda y dejó caer cinco gotitas de Valeriano en el agua.
Miró hacia el patio por la ventana. No se lograba ver mucho desde donde ella estaba, excepto por el pasto y la muralla que separaba su patio del patio del vecino. Los grillos cantaban alborotados y la luna poseía un brillo tan intenso que parecía artificial. Su papá, sin embargo, no parecía estar cerca. Tampoco Franco.
Aún tenía tiempo. Si iba a hacer algo, tenía que hacerlo rápido. Sin pensarlo dos veces, subió las escaleras corriendo y abrió la puerta de su habitación. Amanda seguía despierta.
—No quise leche —le explicó, al mismo tiempo que le entregaba el vaso—. No se veía en muy buen estado.
Amanda no le hizo caso. Se llevó el agua directamente a la boca y lo bebió de un sorbo. Cuando terminó, se limpió las comisuras de los labios.
—¿Es idea mía o el agua tenía un sabor raro? —preguntó, dejando el vaso sobre el velador.
Anastasia tragó saliva, no había pensado en aquello.
—Puede ser, últimamente todo sabe raro.
Amanda asintió
—Especialmente la leche, y la carne. Esos dos son asquerosos.
De un momento a otro, Amanda cayó sobre su espalda y se puso a roncar. Tenía los ojos y la boca ligeramente abiertos y su brazo había quedado atrapado entre la almohada y su cabeza. Anastasia consideró acomodarla, pero no tuvo tiempo. Bajó los escalones de dos en dos y salió al patio por la puerta corrediza de la cocina, esta vez se aseguró de que no quedase trabada. Una vez afuera, se escondió entre el cerco y la pared. Su padre y Franco aún no regresaban, pero podían aparecer en cualquier momento. Se acarició los brazos para disminuir el temblor producto del frío. ¿Cuánto más tardarían? Anastasia ya no podía soportarlo más, ni el frio ni la curiosidad.
Media hora había pasado y ella seguía esperando a que apareciesen. Una hora, dos horas, Anastasia comenzaba a creer que nadie llegaría aquella noche. Se rehusaba a aceptarlo. Tenía que ocurrir aquella noche porque no sabía si se atrevería a dopar a Amanda de nuevo.
Tres horas, no entendía por qué seguía allí parada y se odiaba a sí misma por no hacer nada al respecto. Cuatro horas, se sentó sobre el pasto y descansó su cabeza sobre las manos. Sus parpados le pesaban como nunca y tenía ganas de llorar.
Fue el amanecer lo que la obligó a regresar a su habitación. Franco nunca llegó, ya no lo haría. Camino de regreso a su dormitorio, se dio un pequeño desvío hacia la habitación de sus padres. Le dio un empujoncito a la puerta y se puso de costado para ver hacia adentro. Dimitri yacía sobre su cama, profundamente dormido junto a Casandra. No había salido de la casa en toda la noche. Anastasia lamentaba no haber partido por allí.
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