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Cofradía III


Cofradía

Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata




—Qué triste —dijo Anastasia, tras un suspiro. Siempre que Benjamín y ella se juntaban en el parque ocupaban la misma banca. Era la única que conservaba la pintura blanca y un manzano le otorgaba sombra. Llevaban allí media hora, pero aquella parecía ser la historia más larga que Anastasia había escuchado en su vida. La muerte de una mascota siempre era algo triste, incluso si se trataba de una asquerosa bola de pelo. Sin embargo, no necesitaba saber los detalles de cómo el hámster se había metido debajo de la rueda del auto, ni cómo éste lo aplastó y lo convirtió en un panqueque.

—Lo sé —replicó Benjamín, asintiendo con la cabeza de arriba abajo—. ¿Y tú? ¿Has sufrido alguna pérdida?

—Bueno, yo nunca he tenido mascotas. Mamá es alérgica a los animales con mucho pelo —dijo, acariciándose los labios con un dedo distraído—. Pero perdí a alguien mucho más importante.

—¿Quieres que lo conversemos? —Benjamín posó la mano sobre la de Anastasia. Ella dudó, aún le costaba contener las lágrimas cuando pensaba en Bastián.

—Mi hermano murió —le dijo, finalmente—. Antes de que nos uniéramos a la Cofradía.

—¿Qué ocurrió?

—No lo sé. —Aquello era lo más doloroso—. Un día, papá y él salieron de nuestro refugio para buscar alimentos, pero sólo papá volvió. A la vuelta nos dijo que, gracias a Bastián, él pudo salvarse.

—Entonces, ¿tu padre no te dijo lo que le pasó?

—No quiso. Según él, yo no estaba preparada para saberlo y, después de un tiempo, simplemente dejé de preguntarle.

Benjamín estiró un brazo y rodeó los hombros de Anastasia. Ella dejó caer su cabeza sobre el pecho de su novio.

—¿Sabes qué es lo que más me llama la atención? —preguntó él, ayudándola a incorporarse—. Que no sé a qué se dedica. ¿Qué profesión tiene tu papá?

Anastasia alzó las cejas. El cambio de tema, tan brusco e impertinente, la dejó confundida.

—Él es ingeniero en genética —respondió, alejándose de su abrazo—. ¿Por qué?

—Sólo preguntaba. Sé que tu mamá compuso la música de varias películas nacionales, pero no sé nada sobre tu papá.

—Qué raro, se lo cuenta a todo el mundo.

—A mí no —dijo Benjamín, encogiéndose de hombros—. Y dime, ¿Qué hacen los ingenieros en genética exactamente? Nunca había escuchado de ellos.

—Papá es el único en Trovia. Tuvo que irse a otro país para obtener ese título.

—¿Y qué hacen los ingenieros en genética?

—No sé.

—¿No sabes en qué trabaja tu papá?

Tal vez no se justificaba, pero el repentino interés de Benjamín por Dimitri le puso a Anastasia los pelos de punta.

—¿Podemos hablar de otra cosa?

—Lo siento —dijo Benjamín—. Tenía curiosidad. Tu papá es una persona muy misteriosa.

En eso Benjamín no se equivocaba. Dimitri era muy misterioso, incluso para ella.

—Bueno, no puedo ayudarte mucho —le dijo Anastasia—. Yo sé tanto de él como tú.

—¿Qué quieres decir?

—Que cada día siento que lo conozco menos.

Benjamín no volvió a mencionarlo, pero tampoco volvió a hablar en absoluto. Anastasia lo prefería así. Pensar en sus padres sólo la ponía de mal humor, especialmente en su madre, quien ya no cocinaba ni limpiaba. De hecho, ya casi no salía de su cama.

—Mi padre es un arquitecto. ¿Te había contado eso?

—Sí, ya me lo habías dicho.

—Pero, ¿te dije que él conoce todos los pasadizos del Palacio Municipal?

—Sí —contestó Anastasia—. Nosotros anduvimos por los jardines, ¿no te acuerdas?

—Yo sí. Pensé que tú lo habías olvidado —dijo él, cruzándose de brazos y desviando la mirada.

Anastasia se dedicó a examinarlo.

—¿Qué es lo que realmente quieres? —preguntó, volteándolo hacia ella de un manotazo.

Benjamín alzó las manos.

—¿Por qué me preguntas eso?

—¿Hay algo que quieras decirme? —insistió ella.

Los ojos de Benjamín se movieron de un lado al otro.

—Está bien, hay algo.

Anastasia tragó saliva.

—¿Qué?

—Yo te conté mi secreto, pero tú no eres capaz de contarme nada sobre ti —dijo él—. A tu papá y a ti les encanta mantener el misterio. ¿O es que no confías en mí?

—¿Por qué debería confiar en ti? —Anastasia no había planeado decir aquellas palabras.

—Porque soy tu novio —dijo Benjamín. Entrelazó sus dedos entre los de Anastasia, aunque no la miraba a los ojos. Ser su novio no garantizaba nada, pensó ella. Últimamente, Anastasia dudaba que hubiese alguien de confianza en la Cofradía.

—Mis padres no son tan interesantes como los tuyos, Benjamín. Eso es todo —dijo ella—, y si supiera más sobre mi padre te lo contaría, pero nunca he entendido a qué se dedica.

Benjamín alejó sus manos de las de Anastasia.

—No deberías decir ese tipo de cosas —dijo, al tiempo que se ponía de pie y anudaba los botones de su chaleco—. Una persona que no entiende la labor de su padre no tiene nada que hacer en la Cofradía.

—¿Perdón? —Anastasia no estaba segura de haber escuchado correctamente.

—Te estoy diciendo que te informes para que no hagas el ridículo. Si no entiendes lo que hace tu papá, no creo que entiendas muchas otras cosas.

Anastasia tuvo que resistir las ganas de dejar su mano dibujada en la mejilla de Benjamín.

—Me siento un poco cansada —dijo ella, levantándose también—. Nos vemos mañana.

Sin esperar respuesta alguna, Anastasia se dio la media vuelta y se marchó. Le costaba trabajo aceptar que su novio pudiera decirle tan horribles palabras. ¿Qué importancia tenían los secretos de sus padres? Arquitectos, ingenieros... la Cofradía tenía a las mejores mentes, pero había dejado fuera a los mejores corazones.

Se tomó un par de segundos para respirar antes de abrir la puerta de su casa. Su madre se daría cuenta de que algo le ocurría si la veía con esa cara y ella no tenía ganas de hablar sobre Benjamín. Seguramente le diría lo mismo que le había dicho Amanda, la mejor amiga de Benjamín: que no confiara en él. El problema era que ya no sabía si confiar en ellos tampoco.

Sin embargo, cuando abrió la puerta y vio a Casandra de manos y rodillas sobre el suelo olvidó todos sus problemas con Benjamín. Su madre alzó la cabeza y miró a Anastasia de arriba abajo, en completo silencio.

—¿Qué estás haciendo, mamá? —preguntó Anastasia, cerrando la puerta tras ella.

—Hola, Ani —la saludó Casandra—. Necesito que me hagas un favor, ¿sí? Levanta la cuchara que se me cayó. Muchas gracias.

Se levantó del suelo con cuidado y sacudiéndose la falda, ignorando por completo que la cuchara se encontrara a dos centímetros de su mano. Podría haberla levantado ella misma, pero no, tenía que pedírselo a Anastasia.

—Mamá, está al lado tuyo. Hazlo tú —respondió.

La expresión en el rostro de su madre se endureció.

—No te estoy preguntando, Anastasia —dijo, con voz grave—. Te dije que la levantes y la vas a levantar.

—¿Pero por qué no la levantaste tú, mamá? Está al lado tuyo.

—¡Te dije que la levantes! —chilló Casandra, apretando los puños y cerrando fuertemente los ojos.

Anastasia se quedó como una estatua. Por un momento creyó tener los tímpanos rotos. No muy seguido la veía perder los estribos así.

—Está bien, yo lo hago.

Casandra se sentó en el sillón y descansó la frente sobre su mano. Los años por fin habían conseguido alcanzarla y no le sentaban bien.

Pensó que su pelea con Benjamín no la dejaría dormir, pero fue su hermano quien la mantuvo despierta gran parte de la noche. Sacó de debajo de la almohada la única foto que tenía de él, una que él mismo le había regalado, y la contempló hasta quedarse dormida.

Recién a los seis años se había enterado de que tenía un hermano mayor. Él, ya un adolescente, llegó una noche a su hogar, rogándole a sus padres que lo dejaran vivir con ellos de nuevo. Ellos aceptaron, pero nunca ocultaron su disconformidad. Al principio, Anastasia y Bastián no se hablaban y sus padres parecían más interesados en alejarlos que en hacer que se llevasen bien. Poco a poco, aprendieron a quererse. Anastasia falsificaba la firma de su mamá cuando él se escapaba de clases y él la protegía de chicas abusivas, o le daba dulces antes de la cena. Por tres años, Anastasia fue la niña más feliz de toda Trovia. Cuando cumplió los nueve, la mañana previa a su fiesta, Bastián fue expulsado del colegio por agredir físicamente a uno de sus compañeros. Ese mismo día, también lo echaron de su hogar y le prohibieron asistir al cumpleaños de su hermana. Anastasia no recordaba un peor cumpleaños que aquel.

Un fuerte sonido metálico despertó a Anastasia. Ella se asomó por la ventana y se encontró con una montaña de jaulas apiladas en su patio trasero. Allí estaban otra vez, su padre y el neutro, arrastrando jaulas y discutiendo.

Todas las noches, a partir de esa, fueron iguales para Anastasia. Se tendía sobre la cama con los ojos abiertos como pelotas de golf, hasta que algún ruido le indicara la llegada de su padre. Por lo general, eran voces o ruidos metálicos, sólo un día creyó escuchar un ladrido. En ocasiones, amanecía vigilando los pasos de su padre. Al otro día, se andaba quedando dormida por los rincones, pero en cuanto el sol se escondía, sus ojos volvían a abrirse como los de una lechuza. Algunas noches hasta se atrevió a prender un fósforo o una vela para ver mejor.

Aquella noche, sin embargo, estuvo a punto de arruinarlo todo. Las nubes cubrían el cielo, afuera lo único que se veía era una gigantesca mancha negra. Anastasia prendió una vela que estaba por consumirse, y la apoyó en el marco de la ventana. Solamente podía distinguir sus siluetas, pero con eso se conformaba. La más grande pertenecía a su padre; la otra, debía ser del neutro.

Por una milésima de segundo, el sueño la venció y, al mismo tiempo que dejó escapar un pequeño ronquido, su codo se deslizó y tiró su caja musical al suelo, causando un chirrido que se escuchó en toda la casa. Inmediatamente, miró a través de la ventana en busca de su padre y por un segundo, un segundo que pareció ocurrir en cámara lenta, sus ojos se cruzaron con los del neutro.

Anastasia sopló la vela de inmediato y corrió a su cama. Esa noche, no durmió.

—¿Por qué había una vela encendida en tu cuarto, anoche? —fue lo primero que le dijo su padre por la mañana.

Casandra ni siquiera se dignaba a mirarla.

—A veces duermo con una vela encendida... cuando está muy oscuro... porque me da miedo. —Anastasia necesitaba que ellos fueran los siguientes en hablar, si seguía soltando palabras al azar, ella misma revelaría su secreto.

—¿Has visto algo inusual rondando nuestra casa?

Anastasia apretó las mandíbulas.

—No he visto nada —le dijo.

—¿Por qué estás tan cansada, últimamente? —preguntó él, mirándola como si fuese la primera vez que la veía de cerca—. ¿Has estado durmiendo bien?

—No mucho, he tenido pesadillas —mintió Anastasia—. Me despierto a cada rato y me cuesta volver a dormir.

—Buscaré algo que te ayude a dormir mejor —dijo su mamá, antes de que aquel incómodo interrogatorio continuase—. Estoy segura de que esta noche dormirás como una bebé.

Y cumplió su promesa. A la hora de la cena, cuando el cielo comenzaba a tornarse opaco, obligó a Anastasia a beber unas gotas de un tónico amargo que una amiga suya usaba cuando sufría de insomnio.

—Raquel las usaba durante la anarquía, cuando el miedo no le permitía dormir —contó Casandra—. Ahora que estamos en la Cofradía ya no las necesita.

Anastasia intentó de todo para no tener que tomárselo, pero su madre ya había puesto el Valeriano en su jugo. Al otro día, no se acordaba de cuándo ni cómo se había ido a acostar.

Pero aquel error no lo cometería dos veces. La siguiente noche les dijo a sus padres que no se sentía bien del estómago y se fue a la cama antes de la hora de la cena. Sabía que aquella era una mentira que solo podría utilizar una vez, principalmente porque moría de hambre, así que se fijó como objetivo hacer esa noche contar.

Aprovechando que su padre estaba afuera y que su madre dormía, se escabulló escaleras abajo y salió al patio trasero por las puertas corredizas de la cocina. Una vez afuera, se escondió detrás de la parrilla y agudizó el oído. Susurraban palabras sin sentido. Tal vez, hablaban en código. Según las palabras de Dimitri, las águilas estaban listas, pero a los murciélagos no los había ni tocado. Anastasia estaba segura de que «águilas» y «murciélagos» eran parte de ese código. La conversación terminó con Dimitri diciendo: «Busca nuevos animales».

Una seguidilla de pisadas cansadas sobre el pasto húmedo advirtió a Anastasia que su padre se acercaba. Dio un brinco hacia las puertas corredizas e intentó abrirlas, pero estas permanecieron cerradas.

«¡Qué idiota!», pensó

Había olvidado dejar la puerta entreabierta para evitar que se trabara.

No supo qué más hacer además de salir corriendo y darse una tremenda vuelta alrededor de la casa. Acabó metiéndose en la leñera, la cual no había sido abierta en años. Probablemente los dueños originales de la casa eran los últimos que habían estado allí. Anastasia solo esperaba no encontrarse con cadáveres, o con arañas. Especialmente, con arañas.

Para su sorpresa, ya había alguien allí. Anastasia lo encontró moviendo jaulas de un lado al otro.

—Así que tú eres la que siempre nos espía.

Las mejillas de Anastasia se encendieron, por suerte la noche lo disimulaba.

—¿Me viste?

—Un par de veces. Al principio pensé que había un fantasma, pero luego tu padre me dijo que tenía una hija.

Hablaba con arrogancia. Aquello molestó a Anastasia, quien lo examinó de pies a cabeza. Su ropa aún no se encontraba totalmente deteriorada y su cabello estaba limpio, al menos. Su mirada era extraña. Uno de sus ojos la observaba fijamente, mientras que el otro se movía con libertad.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Qué haces en mi casa?

—Soy Franco —contestó él, haciéndole un gesto con el dedo para que bajase la voz. Tenía el pelo ondulado y las pestañas largas—, y trabajo para tu papá.

—¿En qué?

Franco sonrió.

—No puedo contarte eso.

—¿Por qué no? Yo soy su hija.

Franco alzó las cejas y levantó una jaula del suelo.

—Si él quisiera que lo supieras, ya te lo habría dicho.

—¡Cuéntamelo tú! —exigió Anastasia, llevándose las manos a las caderas.

Franco la miró de reojo.

—Trabajo para tu papá, no para ti.

—Si no me lo dices, le diré que te vi.

—¿Y? ¿Cómo va a perjudicarme eso a mí más que a ti?

Anastasia no supo qué decir, además su padre acababa de aparecer tras la ventana del baño así que aprovechó el momento para correr de vuelta a su hogar. Subió las escaleras a toda prisa, repitiéndose una y otra vez: «¡Nunca más! ¡Nunca más!» Pero antes de llegar arriba, su madre apareció tras la puerta de la habitación matrimonial. Tenía puesto el camisón y llevaba el cabello despeinado. Detrás de ella brillaban los primeros rayos de sol. Miró a Anastasia con los ojos muy abiertos y le dijo, sonriente:

—Dimitri, ¿eres tú?

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