Cofradía I
Cofradía
Provincia de Los Lagos, Ciudad Catarata
Anastasia se encontraba en el patio de la vieja academia de artes, pero sentía sus piernas flotar como si la gravedad hubiese dejado de existir y la anarquía no fuese más que la ilusión de unos pocos desafortunados. Le ardían las mejillas, tal vez por vergüenza, o por aquella sonrisa que le resultaba imposible de ocultar a los demás. La brisa revoloteaba su cabello, juguetona, y se calaba entre los pliegues de su ropa. A menudo era su punzante caricia, que en ese momento erizó todos los vellos de su nunca, la que le recordaba que aquello no era un sueño. Que de verdad se encontraba a solo centímetros del chico de sus sueños, rodeada de anhelos y miradas.
Él le sonreía de vuelta, tanto con los labios como con los ojos de pestañas encrespadas. Se suponía que debían hacer las tareas que el profesor Requena les había asignado la semana pasada, pero los libros de historia, ciencias y literatura seguían enterrados en las mochilas de Anastasia y los demás. Con el país en anarquía y ellos en la cima de la población, temas como álgebra, moles o gramática parecían de mínima importancia. Lo único que realmente les intrigaba era la respuesta que Anastasia fuera a dar.
Ella saboreaba cada segundo de aquel momento como si fuesen cerezas caramelizadas, aunque ya casi no recordaba el sabor de las cerezas ni del caramelo. Sobre todo, disfrutaba de la mirada de envidia con que Amanda, la mejor amiga de Benjamín, la fulminaba. Agustín también tenía sus grandes y redondos ojos puestos sobre ella, aunque éste observaba la escena a través de la ventana, desde la sala de piano. Había cumplido seis años y Anastasia tenía la difícil tarea de enseñarle a tocar. Lamentablemente para ambos, él tenía el oído musical de una estatua de mármol y ella, la paciencia del tamaño de un escarabajo. El error más grande de Anastasia había sido tocar frente a él, pues cuando sus dedos bailaban sobre las teclas del piano era imposible no maravillarse con las melodías que estos cantaban.
—Me estás matando, Anastasia. No me hagas esperar más —suplicó Benjamín, con la sonrisa aún dibujada en la cara.
Anastasia tragó saliva antes de replicar.
—Obvio que quiero —replicó, al fin—. Me encantaría ser tu novia.
Benjamín se le acercó, entrelazó los dedos en el cabello de Anastasia y le besó los labios por primera vez. Ella creyó que se desmayaría en ese preciso instante, pero logró mantenerse de pie.
—Chicos —dijo Alonso, quien se acercó a ellos corriendo y con la cara desencajada. Respiraba con dificultad— ¿Supieron lo que pasó en Yuco?
—¿Qué pasó? —quiso saber Amanda.
—El Escuadrón de Paz cayó anoche —explicó él—. Fueron todos masacrados, no queda nadie con vida y no se sabe qué división lo hizo.
Anastasia estuvo a punto de caer de espaldas al suelo. Ella había visitado la provincia de Yuco solo un par de veces en su vida, pero no le costó imaginarla, con sus pequeñas casitas de colores y lluvias torrenciales, siendo habitada únicamente por cadáveres y fantasmas. Más tarde, su padre le explicaría que la derrota de una división significaba un paso más hacia el fin de la anarquía y hacia la victoria de una de las seis divisiones restantes.
—Ven conmigo —le dijo Benjamín al oído y la tomó de la mano.
Ella lo miró confundida.
—¿Qué? ¿A dónde?
—Solo ven.
Pese a lo mucho que le había entusiasmado la idea al principio, Anastasia terminó arrepintiéndose de haberlo acompañado. En cuanto el Palacio Municipal apareció frente a sus ojos, con sus imponentes torres y murallas de mármol, y la hermosa laguna artificial que separaba al edificio de la vereda pública, supo de inmediato a dónde iban y a qué. Para su desgracia, Benjamín la condujo por una serie de cercos y jardines a los que en el pasado solo el presidente podía acceder. Y cuando ella por fin creyó reunir el valor para alejar su mano de la de él, ya se encontraban escondidos bajo una ventana semiabierta, aprisionados por los arbustos y las enredaderas.
—¿Llegamos? —preguntó Anastasia. Benjamín se llevó un dedo a los labios y le indicó que guardase silencio.
Por primera vez desde que comenzaron su travesía, ella abrió la boca para protestar. Sin embargo, fue interrumpida por una voz que provenía del otro lado de la ventana.
—¡Entonces tenemos que deshacernos de ellos también! —exclamó un señor de voz gutural. Hubo un murmullo general de aceptación ante aquella propuesta—. ¿Acaso no es nuestro lema «Que lo mejor prevalezca»?
—Por el momento los necesitamos —respondió el presidente de la Cofradía con calma. Anastasia reconoció su voz de inmediato—. Además, lo más importante en este momento es encontrar la tarjeta.
—¿Y qué hay de la Inquisición? ¿Ignoraremos el hecho de que podrían haber destruido toda una división? —preguntó un tercer hombre.
—Por ahora sí, pero estaremos muy atentos a sus movimientos. —El presidente se aclaró la garganta—. Recuerden que nosotros contamos con tecnologías que ellos solo son capaces de soñar. Se los aseguro, pronto solo la tarjeta podrá hacernos frente.
—¡Ninguno de nosotros ha visto esas «tecnologías»! —dijo una mujer de voz chillona.
—Las verás cuando estén listas —Anastasia se llevó ambas manos a la boca. No sabía que su padre estaría allí—. Es un proceso delicado que requiere de nada menos que perfección.
—Espero que esté listo antes de que vengan por nosotros, Dimitri —dijo alguien más—, porque estoy seguro de que, después de lo de anoche, ocurrirán más ataques.
―Suficiente ―intervino el presidente―. Se concluye la sesión, me aburrí de sus preguntas.
—Vámonos —murmuró Benjamín, y se alejó de Anastasia antes de que ella lo notara—. No te quedes atrás.
El camino de vuelta fue mucho más corto. Tal vez porque durante el trayecto, no pudo parar de pensar en todo lo que había escuchado y en lo poco que había entendido. De pronto, un escalofrío recorrió su espalda y se alegró muchísimo cuando volvió a pisar la vía pública.
—¿Me puedes explicar qué acaba de ocurrir? —le preguntó a Benjamín.
—¿Qué no entendiste?
Anastasia no sabía por dónde empezar.
—¿De qué tarjeta hablaban?
—No lo sé. Siempre los escucho hablar de esa tarjeta, pero no sé qué es. Intenté preguntarle a mi papá, pero él me advirtió que no me meta. —Hubo un momento de silencio—. No le digas a nadie lo que te mostré hoy, no querrás que te echen de la división por chismosa.
El solo hecho de pensar en la anarquía fuera de las murallas le ponía a Anastasia los pelos de punta. Llevaba un año viviendo en la Cofradía, ya se había acostumbrado a ella. Y, si hubo algo que les dejaron claro al aceptarlos, fue que la Cofradía se tomaba muy enserio su lema.
Hacía un año también, había muerto su hermano.
Los padres de Anastasia fueron a buscarla a la academia, dónde la encontraron practicando piano. Ella se apresuró en contarles todas las actividades que supuestamente había hecho aquella tarde, pero nunca supo si creyeron sus mentiras porque ambos se mantuvieron en silencio en todo momento.
—Mamá, papá —insistió Anastasia, al notar que no iba a obtener una respuesta—, ¿qué pasaría si la Cofradía no les ganara a las otras divisiones?
Su padre entornó los ojos, pero su madre se puso de pie frente a ella y la miró con una sonrisa cargada de dulzura. Ahora que la miraba de cerca, Anastasia notó que tenía los ojos hinchados y ligeramente enrojecidos. Dudaba que hubiese estado llorando por el Escuadrón de Paz, a menos que la tragedia entorpeciera sus planes de celebrar el cumplimiento de su primer año en la Cofradía.
—Mi vida —le dijo, tomándola por los hombros— Dime, ¿qué es eso en tu cuello?
Anastasia se llevó una mano a la hermosa C de oro tatuada en su piel. Era sutil y, cuando se bronceaba, brillaba.
—Mi tatuaje de la Cofradía —respondió.
—Exacto. Pertenecemos a la división más preparada y fuerte de todas. —Sonrió —. No hay de qué preocuparse.
Anastasia bajó la mirada.
—Las preguntas no son bien recibidas en la Cofradía, Anastasia —dijo Dimitri—. Tal vez quieras agradecer lo que tienes en vez de andar cuestionando el poder de quienes te lo entregan.
Anastasia asintió.
Llegada la noche, su cabeza comenzó a repasar todos los eventos del día, una y otra vez, en contra de la voluntad de Anastasia. Analizaba los detalles, cuestionaba las conversaciones y sacaba conclusiones propias de una novela de terror. Le costó tanto quedarse dormida que se dio mil y una vueltas entre las sábanas, y cuando ya habían pasado unas cuantas horas, comenzó a irritarse.
—Necesito dormir —se repetía constantemente. Tenía que despertar a las seis y media de la mañana al otro día; su padre no se lo iba a perdonar si se quedaba dormida. Anastasia estaba segura de que pronto amanecería y ella seguía con los ojos abiertos como platos.
Cuando por fin comenzaba a sentir que los párpados le pesaban, un fuerte ruido proveniente del patio trasero la volvió a despertar. Anastasia refunfuñó en silencio e intentó taparse los oídos con la almohada, pero los ruidos continuaron. Vencida por la curiosidad, se levantó de la cama y se acercó silenciosamente a la ventana que daba al patio trasero. Afuera vio a su padre, pero no estaba solo, un hombre joven lo acompañaba, y junto a ellos había al menos siete jaulas vacías, apiladas una sobre otra. El muchacho debía bordear los veintisiete años ―apenas más joven que Bastián, quien habría cumplido los treinta de seguir con ellos―, y por su aspecto haraposo Anastasia concluyó que no podía ser miembro de la Cofradía. Tras examinarlo con detenimiento, descubrió que no había ningún tatuaje en el cuello de aquel sujeto. ¿Por qué estaría su padre hablando a escondidas con un neutro?
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