Autarquía X
Autarquía
Provincia de Lago Hermoso, General Conte
Todo se encontraba tan tranquilo en la Autarquía que resultaba difícil de creer. La gente se paseaba feliz y despreocupadamente por la ciudad, nunca faltaba alimento y las calles volvían a verse casi tan limpias como antes. La anarquía parecía estar llegando a su fin.
Pese a que el sol se había puesto hacía varias horas atrás, Franco y Anastasia seguían reunidos en la habitación de esta última, con el mapa de Trovia en la mano, bajo la luz de la única vela que aún no terminaba de consumirse. Habían decidido quedarse en la universidad hasta que terminase el mes para asistir a la ceremonia presidencial, en la que el Comandante asumiría la presidencia del país y nombraría al resto de los miembros del nuevo gobierno. Ninguno de los dos había elegido la ciudad a la que partiría luego de ello.
—Quiero irme tan lejos de Los Lagos como sea posible —dijo Anastasia, pasando un dedo por todas las ciudades al sur del mapa.
—Pero no es necesario que te vayas a vivir en medio del bosque —dijo Franco, cuando la vio detenerse cerca de Valle Escondido—. Podrías quedarte acá, en Lago Hermoso. Dicen que Los Viñedos es fantástico.
—¿Ahí es donde quieres vivir tú? —preguntó Anastasia.
—Puede ser —respondió él—, me gusta esta provincia, pero no pienso irme de General Conte hasta que me den mi tatuaje.
—Sí —dijo ella—, se han estado demorando con eso. —Se produjo un silencio incómodo—. ¿Cómo están tus alas? —le preguntó luego, haciendo un intento desesperado por romperlo.
En ocasiones, Franco olvidaba por completo que las tenía. Los primeros meses de su transformación fueron los más dolorosos de su vida, y cada cierto tiempo volvía a sentir esos agudos pinchazos justo donde las alas nacían. A veces, le resultaban incomodas, sobre todo para sentarse o para dormir, pues habían crecido tanto que, con las puntas, podía tocar la parte trasera de sus rodillas. Sin embargo, la mayor parte del tiempo agradecía tenerlas. Nunca en su vida había experimentado algo tan grandioso como volar.
—Están bien —dijo él, finalmente—. Me dolieron después de haber volado a la Cofradía, pero ya me acostumbré a ellas, creo.
—Me alegro —dijo Anastasia, dedicándole una sonrisa. Era gracias a ella que Franco tenía esas alas, y gracias a ella se encontraba en esa cama y no en una celda sucia y mojada—. En los apuntes de papá leí que el gen de las alas era el más doloroso de todos.
Franco alzó las cejas.
—¿Por qué no te has hecho la modificación tú, Anastasia? —Ella se encogió de hombros.
—Me gustan mis genes tal como están— rio.
Siguieron conversando hasta que Anastasia comenzó a coronar cada una de sus oraciones con un bostezo. Franco apagó la vela y le dio un beso a Anastasia en la frente antes de irse a su habitación, entonces cayó inconsciente sobre su cama.
A la mañana siguiente, alguien llamó a su puerta mucho antes de que sonara el despertador. Prácticamente se arrastró para salir de la cama, llevaba solo el pantalón del pijama puesto y el cabello revuelto. Ni siquiera había recordado ponerse su ojo falso.
—El Comandante quiere verte. —Se trataba de Juliana, la misma chica que meses atrás lo había ido a buscar a su celda en la Unión. Franco asintió con la cabeza y cerró la puerta. Tuvo que lavarse la cara tres veces para despertar. Entonces, una vez que todos sus sentidos estuvieron alertas y ambos ojos en sus cuencas, comenzó a preocuparse. Todo el camino a la oficina del Comandante lo hizo con el estómago revuelto, tanto por culpa de los nervios como del hambre.
—¿Me buscaba? —preguntó él, abriendo la puerta sin antes tocarla.
—Sí. Por favor, siéntate —dijo el Comandante. A su lado estaban Carlos, su concejero, y Sonia, que sujetaba una libreta y un lápiz—. Quería discutir contigo el tema de tu permanencia en la Autarquía.
—¿A sí? —Se cruzó de brazos.
—Sí —respondió él, observándolo de arriba abajo—. Las cosas que has hecho en el pasado, tanto las buenas como las malas, son solo eso: parte del pasado. —Hizo una pausa. Franco se limitó a escuchar—. La Autarquía agradece de corazón tu última contribución. De no ser por ti, el ataque a la Cofradía podría haber sido muy distintito. Queremos que seas parte de nuestra división.
—Entonces, ¿me darán mi tatuaje?
—Todavía no. —Franco bajó la mirada y comenzó a tronarse los dedos. Ya no podía ocultar los nervios—. Necesitamos un último favor de tu parte.
—¿Qué tengo que hacer?
—Infiltrarte en el Éxodo y traernos a su nuevo líder. El que se hace llamar el dueño de la división.
Franco rio y meneó la cabeza de lado a lado. Aquello sonaba como una misión suicida.
—¿Por qué no puede hacerlo otra persona?
—Porque tú conoces la ciudad mejor que cualquier otro.
—Pero ¿por qué no envían los helicópteros que usaron para atacar a la Cofradía? ¿Por qué quieren dejar esto en manos de una sola persona?
—El ataque a la Cofradía nos costó mucho dinero, dinero que no podemos volver a gastar si queremos reconstruir todo un país. Al menos, no en más guerras. Es por eso que los helicópteros partieron esta mañana a Bosque Verde, a Bosque Negro y a Yuco, las zonas más aisladas del país.
—Entonces, ¿Cómo se supone que llegue yo hasta allá?
—Tienes dos opciones: volando o en tren.
—Si lo hago, ¿me asegura que seré aceptado en la Autarquía? —El solo hecho de tener que preguntarlo, le hizo sentir derrotado.
El Comandante se aclaró la garganta, bajó la mirada y le dijo:
—Por supuesto.
Sonia, en cambio, soltó una risita mal disimulada.
—¿Qué es tan gracioso? —le preguntó Franco, bruscamente.
—Nada —respondió ella, pero su mirada jocosa lo decía todo.
—¿Tengo, al menos, tiempo para pensarlo?
—Sí —le respondió el Comandante—. Te llamaremos de nuevo esta noche para que nos des tu respuesta. Tal vez deberías saber algo más. —Franco se detuvo a escucharlo—. La estadía de tus compañeros de la Unión en nuestra división también depende de tu respuesta.
—¿Algo más?
—No, puedes marcharte.
—¡Ah! Y, Franco —lo llamó Sonia, cuando él estaba por salir de la oficina—, es de mala educación no golpear la puerta antes de entrar.
A la hora del crepúsculo, cuando todo se volvió azul y las sombras incrementaron su tamaño, Franco se dirigió a la habitación de Anastasia. La encontró sentada al borde de la cama, con un libro de música en las manos. Ella lo miró con sus grandes ojos pardos y un signo de interrogación dibujado en el rostro.
—¿Qué pasó? —le preguntó.
—Ven conmigo —le dijo él. Y antes de que ella pudiese responder, la agarró de la mano y la arrastró pasillo abajo
—¿A dónde vamos?
Franco le indicó con un gesto de la mano que guardase silencio.
—A un lugar hermoso —susurró—. Te va a encantar.
Llegaron a la estación más cercana en cuestión de minutos y se subieron al tren sin decir palabra alguna. Anastasia no paró de moverse en todo el viaje. Golpeaba el suelo con los pies, jugueteaba con las manos y cada tanto se volvía hacia Franco con la boca abierta, lista para interrogarlo.
—Ya casi llegamos —dijo él, cuando el tren se detuvo en la aduana.
Al bajarse, la tomó nuevamente de la mano y la condujo hasta una pequeña puerta gris que se encontraba entre las estaciones de Los Lagos y Río Correntoso. Tal como lo había sospechado, la puerta estaba cerrada con llave, así que sacó de su bolsillo un manojo con varias de ellas, grandes y pequeñas, y de distintos colores. La que necesitaba medía menos de diez centímetros, y el óxido había teñido su textura plateada de marrón cobrizo.
Una vez que la puerta estuvo abierta, frente a ellos apareció una escalera, oscura e interminable. Anastasia la miró con la boca abierta. Franco le indicó con la mano que subiera, pero ella dudó. Era entendible, aquel lugar llevaba años sin ser visitado y su aspecto se había deteriorado significativamente.
—Arriba es muy lindo —le dijo, pisando el primer peldaño. Anastasia lo imitó y terminaron subiendo juntos la escalera.
Llegaron a un cubículo de cuatro paredes de madera rojiza que estaba suspendido en la cima de una solitaria torre. En tres de sus paredes, las ventanas eran tan grandes que casi llegaban al suelo, y en el centro se encontraba un tablero con números, letras y una pantalla digital. Pese a que el sol ya había comenzado a esconderse, su luz le daba un tono sepia tanto a la pequeña oficina como a la hermosa vista que ésta entregaba.
—¿Dónde estamos? —preguntó Anastasia, moviéndose de ventana en ventana.
—En Bosque Muerto —dijo Franco.
Se llamaba así porque los árboles que habitan esa zona nunca florecían. La planicie quedaba justo en la cima de las montañas que dividían al país. En invierno, las temperaturas eran tan bajas que los árboles se congelaban. En verano, por culpa del calor y el clima árido, bosques enteros se prendían fuego y ardían por meses.
Anastasia soltó un suspiro.
—Realmente es hermoso —dijo—. Yo solo lo había visto desde el avión cuando viajaba con mis padres. Pobres árboles —agregó—. No les queda ni una sola hoja. —Franco negó con la cabeza—. ¿Qué son esas cosas? —preguntó, apuntando a los rectángulos negros que se escondían entre los árboles muertos.
—Esos...—le explicó Franco—, son paneles solares. Gracias a ellos los trenes siguieron funcionando durante la anarquía.
—No tenía idea...
—Nadie lo sabía. —Anastasia lo miraba anonadada—. ¿No vas a preguntarme como sé de este lugar?
—Hay muchas cosas quisiera preguntarte, pero no me atrevo.
—¿Cómo qué?
—Como esto. —Sonrió—. Y cómo conseguiste la tarjeta.
Franco alzó las cejas y desvió la mirada. Quería contarle todo sobre su pasado, pero no en aquel momento. Sin embargo, la mirada inquisitiva de Anastasia no le dejó opción.
—Tu hermano la tenía —le dijo.
—¿Qué? —preguntó ella—. No puede ser.
—A Gaspar le encanta guardar secretos.
Anastasia tardó en replicar.
—Franco —le dijo, finalmente—. ¿Bastián estuvo involucrado con el robo del milenio?
—Si fue así, nunca me lo dijo —respondió él—. Pero sí trabajó para los hombres que estuvieron detrás del robo, y... —Suspiró—, y yo también.
—Pero dicen que fue la mafia —Ahora Anastasia lo miraba de reojo, con recelo, tal y como Franco temía que sucediera.
—Hicimos muchas estupideces. Cuando no hay nadie que te guíe es difícil tomar el camino correcto. Yo solamente quería que me fuera mejor que al resto de mis compañeros del orfanato. No quería terminar trabajando en las fábricas como todos los que salían de allí. Yo era inteligente, mis profesores siempre me lo decían. —Se encogió de hombros—. Postulé a un montón de universidades, ninguna me aceptó. Supongo que no era tan inteligente como ellos creían. Al menos Gaspar y los demás me hicieron sentir importante por un tiempo.
—¿Cuál era tu trabajo? En la mafia.
—Estaba encargado de la aduana —rio—. De hacer andar los trenes temprano en la mañana, de desactivarlos en la noche... A veces también tenía que limpiarlos, esa era la parte que menos me gustaba. Pero yo controlaba el movimiento de todo el país. Yo era el corazón, drenando sangre por las venas de Trovia.
—Bueno —dijo Anastasia—. El pasado es el pasado. Si hay algo que podemos rescatar de esta anarquía es que todos recibimos una segunda oportunidad. Hoy tuve una reunión con el Comandante —comenzó a contar—. Me dieron una lista con todas las personas que quieren someterse a la modificación. Comenzarán a pagarme en cuanto reciban sus primeros sueldos, los contratos ya están hechos; los montos son altísimos.
—¿Eso es bueno?
—Franco —dijo ella—, el Comandante me dijo que, incluso en este momento, soy la persona más rica de Trovia.
—¿Qué vas a hacer con todo ese dinero? —preguntó él, asombrado.
—Invertirlo. Pienso abrir varias cosas: supermercados, una clínica, tal vez un banco. Papá siempre me decía que los dueños de los bancos son los verdaderos dueños del país. —Inhaló—. Y una academia de música. Estoy muy entusiasmada al respecto.
Franco sonrió, pero no fue capaz de sostener la mirada. Si había alguien a quien iba a extrañar, esa era Anastasia.
—Hoy voy a apagar los trenes, Anastasia. —Ella se volvió hacia él, desconcertada—. Y quiero que tú te quedes con las llaves, pero no debes dárselas a nadie, ni contarles de este lugar. Que sea nuestro secreto.
—Será nuestro secreto —respondió ella, con firmeza.
Afuera, los árboles sacudieron sus ramas desnudas con incomodidad. Ellos también notaban que Franco y Anastasia jamás tendrían permitido permanecer juntos.
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