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Autarquía VIII

Autarquía

Provincia de Lago Hermoso, General Conte


Sonia regresó a su división no solo a salvo, sino que también triunfante.

La imagen de Franco retorciéndose en el suelo e intentando en vano librarse de sus captores le había resultado lamentable. Un poco vergonzoso también, pues se retorcía como una especie de pescado moribundo. Tras dejárselo encargado a los guardias de la Unión, Cristóbal se alejó de él y se dirigió a Sonia con las manos cargadas.

—Es todo lo que tenía —dijo, mostrándole los objetos que había sacado de sus bolsillos.

Los ojos de Sonia pasaron de largo por las pinturas, los pinceles y un sobrecargado manojo de llaves, pues la textura lisa y brillante de la tarjeta atrajo su mirada de inmediato. Muchas veces se había preguntado cómo luciría, pero nunca creyó que fuese tan brillante y hermosa. Con una delicadez inusual en ella, la levantó y la presionó contra su pecho. Ya quería ver las caras de su padre y del Comandante cuando les mostrara.

—Lo demás es basura —le dijo a Cristóbal. Él se devolvió y arrojó los demás objetos al rostro de Franco al mismo tiempo que Sonia se detuvo para observar, incrédula, lo que sostenía entre las manos.

Alguien había pegado un segundo objeto detrás de la tarjeta. Sonia lo separó con cuidado y descubrió que se trataba de una foto. Franco no aparecía en ella, solo un par de desconocidos, y alguien había escrito unos números sobre el rostro de uno de ellos.

—¿Esa es... la tarjeta? —preguntó Cristóbal, quien había corrido tras Sonia para alcanzarla.

Ella tardó en replicar; todavía no confiaba plenamente en él. Cuando Cristóbal la encontró tratando de salir de la división, lo primero que hizo fue intentar detenerla y la amenazó con que se lo contaría a Carlos.

—Cuéntale lo que quieras —le dijo ella, tan decidida que Cristóbal frunció el ceño—. Tengo que ver a Franco. Él tiene algo que mi papá quiere y yo lo voy a conseguir. —Hizo una mueca con la boca—. Se va a poner muy contento.

—Es muy peligroso, Sonia —dijo él—. Ese chico va a querer matarte.

—¿Matarme? —preguntó ella, confundida—. Pero si yo voy a ayudarlo a... —No contó en qué iba a ayudarlo. Cristóbal y el resto de la Autarquía pensaban que Franco había amenazado a Carlos, ella misma había impulsado aquel rumor. Y Franco había elegido contactarse con Segundo, no con ella. Tal vez, Cristóbal estaba en lo correcto—. No me va a pasar nada si voy con alguien que pueda protegerme.

Al notar que Sonia no iba a cambiar de opinión, Cristóbal se ofreció a acompañarla, después de todo, Carlos le había ordenado que cuidase de ella. Él, que nunca había puesto un pie en la aduana, les pidió a unos cuantos amigos suyos que fueran de refuerzo.

Ahora todos ellos miraban la tarjeta boquiabiertos.

—Creo que deberías preguntárselo a mi papá —dijo ella, y le dedicó una sonrisa incómoda.

—Toda la razón —dijo él, un segundo más tarde volvió a preguntar—: ¿Y esa es la contraseña?

Sonia no respondió. Había estado a punto de arrugar la foto y arrojarla al suelo. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que existiese una contraseña.

—No estoy segura —respondió—, pero la voy a guardar, por si acaso— agregó, doblando la foto con cuidado y metiéndosela al bolsillo.

Llegaron a Lago Hermoso casi tres horas más tarde. Sonia recorrió toda la universidad en busca de su padre o el Comandante, pero nadie sabía dónde se encontraba ninguno de los dos. Sin darle mayor importancia, regresó a su habitación y se sentó sobre la cama, impaciente por seguir mirando la tarjeta, e hipnotizada por su belleza.

Sacó la foto de su bolsillo y examinó los rostros de las personas que aparecían en ella. La chica tenía el pelo muy lacio y castaño oscuro. Sonreía tanto con la boca como con los ojos y, a juzgar por su camiseta, que rezaba «mundo unicornio», Sonia advirtió que debía tratarse de una ricachona descerebrada. El tipo de chicas que ella odiaba. Él se veía varios años mayor y tenía las mismas facciones perfectas que la chica, pero llevaba puesta una campera de cuero vieja y sucia que le daba un aspecto descuidado. ¿Seguirían vivos? ¿Habrían estado vinculados con el robo del milenio? Probablemente nunca lo sabría, pero la tarjeta le pertenecía ahora a ella.

—¡Sonia, acá estas! —dijo una voz masculina, tras abrir la puerta de la habitación sin autorización alguna. Sonia se arrojó sobre la mesa de luz junto a su cama, y metió la foto y la tarjeta en el cajón a toda prisa. Luego, giró su cabeza hacía el intruso, furiosa. Segundo la miraba desde el umbral con sus pequeños ojos oscuros.

—¿Nadie te enseñó a tocar la puerta, mal educado? —le preguntó Sonia—. Podría haber estado cambiándome de ropa.

—Lo siento —dijo él—. Me ordenaron que reúna a todo el mundo en el auditorio. Pandora esta allá y tiene algo que contarnos.

—Ya sé lo que nos va a decir —dijo Sonia, acercándose a Segundo e intentando cerrarle la puerta en la cara—, me lo dijo Naomi en la mañana.

—Lo siento —le respondió él, evitando que Sonia pudiese cerrarla—. Es una orden —agregó, y con su tremenda mano tiró de Sonia para que abandonara el dormitorio. La puerta se encontró cerrada antes de que ella alcanzase a reaccionar, y Segundo, que ahora la sostenía de un brazo, no le permitió regresar.

—Déjame volver —protestó ella—. Necesito buscar algo que olvidé...

—No —la interrumpió él—. Puedes venir a buscarlo después. Cuando estemos a salvo otra vez.

Sonia no pudo rebatirle. Simplemente dejó que Segundo la arrastrara por el pasillo mientras ella observaba como la tarjeta se alejaba más y más.

«No va a pasar nada ­­—se dijo a sí misma—. Nadie va a meterse en mi cajón.»

El auditorio estaba repleto. Sonia calculó que habría casi cinco mil personas acinadas allí dentro. Se sentó en una de las últimas filas para que nadie se diese cuenta de que su pierna derecha se movía por sí sola. No era un movimiento exagerado, sino más bien un delicado y rápido golpeteo, pero no lo podía controlar. Pandora se encontraba en el escenario y, tal como Sonia lo había imaginado, le contaba al resto de la división sobre el ataque que se estaba llevando a cabo en la Inquisición. Intentaba calmarlos y explicarles que no debían temer, que todo el país se había reunido para enfrentarse a una causa común. Que no existían amenazas.

Pero aquella no era la razón por la que lloraban. Sonia escuchó a un niño que estaba sentado delante de ella preguntándole a su mamá si su tía Eva moriría. La mamá no fue capaz de contestarle, ella misma estaba envuelta en un mar de lágrimas. Simplemente se limitó a abrazarlo y a llorar con él.

La reunión terminó entrada la noche. Todos debían regresar a sus habitaciones, y solo se podía salir de a dos o más personas. Sonia no entendía por qué. Si no existían amenazas, ¿Cuál era la necesidad de todos esos protocolos de protección? Lo comprendió más tarde, cuando razonó que Pandora nunca habló del Éxodo. Aquella era la única división que no había acudido al llamado de la Autarquía y nadie sabía por qué.

Pero a Sonia no le asustaba un grupo de vándalos mal organizados, y se olvidó completamente de ellos cuando llegó al pasillo de su dormitorio. En cuanto la puerta se presentó frente a sus ojos, corrió hacia ella y se metió a la habitación hecha una bala. No estaría tranquila hasta volver a tener la tarjeta en su poder.

Con una mano temblorosa, abrió el cajón de su mesa de luz. Lo hizo con tanta fuerza que lo sacó de su lugar y éste se cayó al suelo, haciendo un ruido sordo. Sonia lo quedó mirando por varios segundos, con los ojos como platos y la mandíbula caída. Estaba vacío.

—Hola, Sonia —dijo Naomi, cerrando la puerta del dormitorio que compartían y sentándose en la cama de enfrente—. ¿Buscas algo? —le preguntó.

—¡La tenía! —exclamó Sonia, al borde del llanto­—. La puse acá, te lo juro. ¡Alguien me la robó!

—La tomé yo —dijo Naomi, sonriendo—. Y se la entregué al Comandante. No me creerías si te dijera lo feliz que se puso. Está orgulloso de ti.

Sonia se puso lentamente de pie, tenía la respiración agitada y las manos sudorosas.

—¿Tú se la diste? —le preguntó. Por un momento, deseó arrojarse sobre el cuello de Naomi y apretárselo hasta asfixiarla—. ¡Yo la encontré! ¡Yo debía dársela!

—Tranquila —le dijo Naomi, haciendo un gesto con la mano—. Le dije que fuiste tú quien la encontró. Cristóbal me lo explicó.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro —dijo Naomi, apoyando una mano sobre la rubia cabellera de Sonia y moviéndola de lado a lado. A continuación, se puso de pie y buscó su pijama en el placar—. Cree que eres una especie de niña prodigio —agregó, riendo—. Carlos fue el único que no me creyó.

—¿No te creyó? —De pronto, Sonia sintió un desagradable vacío en el estómago.

—Aparentemente, piensa que soy yo la que intenta dejarte bien parada frente a él. No te preocupes, Sonia. Mañana, cuando esté más tranquilo, entrará en razón.

Pero Sonia no se podía tranquilizar. Nadie le había dado el derecho a Naomi de tomar la tarjeta y dársela a su papá. Naomi no quería dejarla bien parada frente a nadie, solo quería quedarse con todo lo que era de ella. Primero le había quitado a su padre y ahora le estaba quitando el crédito de haber encontrado la tarjeta. Naomi solo quería perjudicarla, pero aquel era un juego que Sonia también podía jugar. 

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