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Autarquía III

Autarquía

Provincia de Lago Hermoso, General Conte



Sonia se tapó la boca para ocultar un bostezo. Gran parte de la división se encontraba formada en el gimnasio de la universidad. Los de tercera edad estaban ubicados en el extremo derecho del recinto, distribuidos en tres filas de corto tamaño. Mientras que el grupo de los niños y adolescentes había sido enviado al lado izquierdo. Los adultos de veinte a sesenta años ocupaban tres quintos del salón.

El Comandante los observaba desde una pequeña tarima que Álvaro había construido para él, con los hombros hacia atrás y las manos escondidas detrás de la espalda. A su lado, Naomi se balanceaba de atrás hacia adelante. Intentaba sonreír, pero a ratos se detenía para masajearse las mejillas. Carlos y Álvaro se encontraban detrás de ellos dos.

La tradición de despertar todos los días a las seis de la mañana y formarse en el gimnasio había sido idea del padre de Sonia. Según él, demostraba orden y disciplina. Desde entonces, se había convertido en una especie de ritual, en el que el Comandante recapitulaba los objetivos logrados el día anterior. Estos podían ir desde reparar un resorte hasta crear una señal de radio incapaz de ser interceptada por otras divisiones. En algunas ocasiones, el Comandante dedicaba menciones de honor a aquellos miembros que se destacaban por su esfuerzo o entusiasmo.

—¡De la disciplina al poder! —rugieron todos, y la formación se desarmó.

Inmediatamente los amigos de Fernando comenzaron a correr por todo el gimnasio. Varios de ellos invitaron a Sonia a jugar, pero ella los ignoró a todos pues su padre venía en camino.

—Sonia, mi reunión comienza en media hora —le dijo Carlos—. Tendrás que ir a desayunar sola.

—¿Puedo ir contigo a la reunión? —le preguntó Sonia, abriendo los ojos de par en par.

—No creo.

—Pero ¿por qué? —preguntó, moviendo los brazos. Si tenía que pasar un día más con Fernando y sus babosos amigos, terminaría tirándose debajo de un tren—. ¡Me dijiste que tengo que aprender de ti!

—¡Pero no así, Sonia! El hijo del Comandante tampoco estará en la reunión de hoy.

—¡Él tiene cinco años!

—Exacto, hoy hablaremos de temas aburridos. Cosas de adultos.

Sonia tragó saliva y apretó los puños. Quería tirarse al suelo, gritar y revolcarse. Afortunadamente, logró mantener la compostura, como un adulto lo habría hecho.

Sin embargo, no desayunó sola porque nunca fue a desayunar. Prefirió esperar en la habitación a que Carlos se hubiese ido e ir a dar una vuelta por la oficina del Comandante. No tuvo problemas para atravesar el despacho, pero la puerta de la oficina estaba cerrada cuando ella llegó. Ya habían comenzado. Sus voces se oían desde el otro lado, aunque no se entendía ni una palabra de lo que decían.

Sonia posó una mano temblorosa sobre el picaporte y lo giró. No habían cerrado la puerta con llave. Retiró la mano como si el metal le hubiese dado un toque eléctrico. Sin embargo, controlada por un lado del cerebro que desconocía, regresó la mano al picaporte y separó la puerta del marco los centímetros suficientes para que la voz de su padre alcanzara sus oídos.

—No creo que esté dispuesto a compartir su paradero con usted, Comandante.

—Por supuesto que no, ese piojento quiere ser el primero en encontrarla. Lo que temo, es que verdaderamente lo haga.

—¿Lo cree capaz?

—Investigué su procedencia —dijo el Comandante—, antes de la anarquía, estuvo involucrado con la mafia. ¡Con El Túnel, Carlos! Aparenta ser un muchacho tranquilo, confiable incluso. Pero tiene la sangre fría.

—¿Por qué lo dice?

—Él dejó que el Escuadrón de Paz pereciera. Sabía del ataque, sabía que el Éxodo iría a atacarlos, pero nos dijo que lo harían por tierra desde el norte. Nosotros esperábamos encontrarnos con la Equidad aquella noche...

—Pero nos atacaron por mar, y fue la Inquisición.

—Exacto. Por alguna razón, Franco quería que tu gente muriera.

—Había un hombre —comenzó a decir Carlos—, acababa de llegar del Éxodo y decía que ya no quería saber más de armas o violencia. Conversamos esa noche, largo rato. Me confesó que escapaba porque había oído una información importante. Información que le costaría la vida, según él.

—Franco quiso que ese secreto muriese con él.

—Comandante, este tal Franco... ¿no cree usted que es peligroso que ande rondando en nuestra división?

—Él no tiene permitido el ingreso, su lugar es la estación y de allí no pasa.

—¿Cómo sabe? Me aterra pensar que mi hija se encuentre en el mismo sitio que él.

—Si esos dos llegan a toparse en algún lugar, no va a ocurrir en esta universidad. Y no le menciones a nadie lo que te conté, mi informante tiene varias amistades en la división. Creo que con Juan hasta han hecho apuestas

Sonia dejó de prestar atención a lo que decían, en vez de eso, se dedicó a pensar en dos conceptos esenciales que había recogido de la conversación: Franco y estación. Casi al termino de la reunión oyó que Juan, el mismo de las apuestas, supuso ella, iría a la estación aquella tarde para recibir los abarrotes enviados por la Unión.

En el horario de almuerzo se dedicó a investigar los nombres de todos los miembros de la Autarquía. Sólo en la Universidad Inoista existían cuarenta personas cuyo nombre era Juan. Terminó con un fuerte dolor de cabeza, pero logró encontrar la manera perfecta de descubrir quién de todos ellos era el que necesitaba.

—¡Se me ocurrió el mejor juego de todos! —les dijo Sonia a los amigos de Fernando, con voz aguda y alzando los brazos.

Esparció por toda la universidad el rumor de que había encontrado una habitación con una consola de videos juegos y miles de discos. Los niños se mostraron interesados desde el comienzo, aunque algo escépticos. Ella logró convencerlos de que era posible usando un montón de datos sobre electricidad sin sentido.

—Quien gane el juego será el primero en usarlo. —Los niños aplaudieron eufóricos—. Lo único que tienen que hacer —explicó ella—, es seguir a una persona llamada Juan, durante todo el día. ¡Son cuarenta personas! —Mostró las palmas de las manos cuatro veces—. Uno de ellos va a salir de la universidad. El primero que me avise cuál de ellos es, podrá usar la consola primero y durante todo el día.

—¿Y los otros? —preguntó un niño gordito. Incluso él sabía que no tenía posibilidades de ganar.

—Los otros pueden usarlo mañana u otro día. Nadie se los va a quitar.

Después de varias peleas («Yo estaba siguiendo a ese Juan primero.»), heridos («Me corté con el cuchillo, mi Juan era un señor de la cocina.») y lloriqueos («Es que yo me llamo Juan y todos me estaban siguiendo.») por fin, Sonia escuchó lo que había estado esperando toda la tarde.

—¡Mi Juan salió! —Una niña lo encontró, su cabello estaba despeinado y sus mejillas coloradas—. Me dijo que no lo siguiera porque se iba a un lugar malo.

Sonia esbozó una amplia sonrisa, y en cuanto supo por dónde se había ido, partió a la velocidad de un rayo. La niña la quedó mirando con sus grandes y redondos ojos llenos de desilusión.

—¿No gané? —preguntó, cuando Sonia ya se encontraba doblando al final del pasillo.

Siguió a Juan hasta una lavandería en la cuadra de enfrente, . El lugar le recordó a los viejos pasillos del metro de Los Toros, pero más tétrico y con peor olor. No estaba segura si se debía a las paredes descascaradas, a los techos con goteras o a las manchas oscuras en el suelo, lo único que sabía con certeza era que no cabía en sí misma de fascinación.

A partir de ese día, ir a la estación se transformó en rutina. Llevaba su soga y saltaba de un lado al otro, entremedio de toda la gente que trabajaba allí, la mayoría, neutros o miembros de la Unión. Las primeras veces, la miraban raro y le ordenaban regresar a la universidad.

—¡Éste no es un lugar para niños! —la regañó un señor alto, de voz áspera. Las canas en su barba y las arrugas alrededor de sus ojos evidenciaban su avanzada edad—. Vete a jugar con tu lazo a tu pequeño castillo.

—No vivo en un castillo, vivo en la antigua universidad —contestó Sonia.

Él negó con la cabeza y cruzó los brazos adelante de su pecho.

—¿En qué momento empezamos a permitir que los niños nos contesten? —preguntó—. En mis tiempos te habría podido dar una cachetada y tus padres me lo habrían agradecido.

—Y en mis tiempos usted se habría ido preso —contestó Sonia—. Pero en estos tiempos, nadie sabe —agregó, encogiéndose de hombros.

Él se quedó sin palabras. Luego la miró con los ojos entrecerrados y le preguntó:

—¿Qué crees que estás haciendo acá abajo? ¿No estarás planeando algo?

Sonia alzó las cejas y forzó una sonrisa.

—No me llevo bien con los demás niños de la división. —Aquello no era del todo mentira—. Este es el único lugar donde puedo estar sola.

—Ah... —El trabajador se rascó la cabeza, bajó la mirada y comenzó a hacer dibujos imaginarios con el pie—, ya entiendo —dijo—. Muy bien, mientras no te atravieses en nuestro trabajo y no te metas en problemas, no le diré a nadie que estás viniendo para acá. —Sonia sonrió, y le dedicó una reverencia antes de marcharse.

Durante semanas se dedicó a observar a cada una de las personas que trabajaban en la estación. Ninguno tenía cara de haber pertenecido a la mafia. Un grupo ni siquiera parecía ser capaz de encontrar los baños. Sonia ya había perdido la cuenta de todas las veces que se había encontrado con algún sujeto usando la pared como urinario.

Pero fue gracias a ellos que descubrió a un muchacho, tal vez de la edad de Naomi, tal vez menor, cuyo extraño comportamiento despertó su interés. Llegaba todos los días a la misma hora con una bufanda que le cubría hasta la barbilla, se bajaba del tren y se dirigía directamente al baño. Cuando salía ya no traía puesta la bufanda. Alguien así de sospechoso debía saber algo que los demás ignoraban.

Al día siguiente, Sonia se fue directo al baño de hombres y se internó en él. Olía a heces, orina y vómito, y el suelo y la puerta estaban pegajosos. Logró resistir el impulso de escapar corriendo, pero cubrió sus manos con las mangas de su chaleco, y con el cuello, su boca y nariz. Entonces comenzó a registrar cada rincón de la habitación.

Encontró una bufanda dentro del sostenedor del papel higiénico, el cual, de seguro, llevaba años vacío. Al tirar de ella, un segundo objeto cayó al suelo, se trataba de una caja de metal del tamaño de un costurero. Adentro había pinceles y pinturas para el cuerpo; pinturas verdes, doradas, plateadas y marrones, y un pequeño frasquito de maquillaje...

—¡Eso es mío! —Sonia se dio la media vuelta y se encontró frente a frente con un chico de mediana estatura, delgado y de cabello castaño. No tenía ningún tatuaje en su cuello y, lo más llamativo de todo, uno de sus ojos estaba más quieto que el otro—. ¡Dámelo!

Sonia miró la caja, luego al chico, luego la caja una vez más. Si no se la entregaba pronto, podía resultar herida. Después de todo, estaban solos en un baño de hombres y nadie en la división estaba al tanto de su paradero.

—Acá la tienes —dijo Sonia con pesar, estirando un brazo hacia él. Por un momento, se sintió poderosa sosteniendo aquella insignificante caja. El chico se apresuró a quitárselas de las manos—. Solo quiero decirte que me parece muy injusto que los hagan trabajar acá abajo, sin darles un lugar en la división. Yo vengo del Escuadrón de Paz, donde todos nos ayudábamos entre todos. Mi padre sabe mucha historia, era historiador antes de la anarquía, y siempre soñó con un país donde no existieran injusticias sociales. Supongo que me contagió sus ideologías.

Él chico se cruzó de brazos.

—Así es la vida —dijo—. No deberías estar acá.

—Lo sé —replicó Sonia—. Pero me gusta venir. Me recuerda que todavía hay mucho por qué luchar. Mi nombre es Sonia, ¿el tuyo? —El chico rio, y meneó la cabeza de lado a lado. Sonia soltó un suspiro contenido—. ¿Te puedo preguntar algo? ¿Qué es esa cosa que todos quieren encontrar?

El rostro del chico se tensó y su respiración se agitó en cuestión de segundos. Desafortunadamente, un golpe en la entrada del baño interrumpió su conversación. Sonia estuvo a punto de gritar: «¡Está ocupado!»

—¿Sonia? —Carlos apareció tras la puerta, agitado y sudoroso.

No cabía duda de que su pequeña aventura le traería problemas, pero en cuanto notó la cara de pánico de su padre, Sonia se sintió incluso más poderosa que sosteniendo la caja de pinturas del muchacho.

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