Aduana III
Aduana
Estación de trenes, Bosque Muerto
—¿Elegiste este momento por alguna razón en particular para venir a hablar con nosotros? —preguntó el Comandante de la Autarquía, tras aclararse la garganta y acomodarse en la silla detrás del escritorio.
Junto a él, se sentaba una mujer joven de cabello castaño que miraba a Anastasia con una mezcla de pena e incredulidad. Vicente había conseguido que fueran a la aduana a hablar con Anastasia, porque él mismo no supo qué más hacer con la situación. Pertenecía a la Unión y no era más que un adolescente cansado y hambriento que tenía que cubrir el andén de la Autarquía hasta que los guardias de la división regresaran de la Inquisición. Les había explicado que Anastasia tenía una información acerca de la Cofradía que podía ayudarles a terminar con la anarquía, y eso los convenció de encontrarse con ella de inmediato.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Anastasia, le temblaba la barbilla y se le caían los parpados. El bebé, a quien había decidido llamar Gaspi, seguía durmiendo. Al menos aquello le estaba resultando como lo había planeado.
—¿Por qué quieres unirte a nosotros, ahora? ¿Por qué no antes o después?
Anastasia tragó saliva.
—Porque mi papá mató a mi mamá —explicó.
Ya no era necesario seguir meciendo al bebé, pero había adoptado la costumbre después de hacerlo por tantas horas seguidas. El Comandante y su ayudante intercambiaron una mirada.
—Muy bien —dijo la mujer—. Cuéntanos lo que tenías que decirnos.
Anastasia llenó sus pulmones de aire antes de replicar.
—Antes de la anarquía, yo era considerada un músico prodigio. Aprendí a leer música más rápido que a leer palabras y sé tocar el piano desde que pude sostener una cuchara —dijo. No estaba segura de que eso fuera cierto, pero era lo que siempre le decía su mamá—. En la secundaria participé en la orquesta y recorrí todo Trovia tocando con ellos. Además, gané varios premios con la Academia de Música de Los Lagos. —El Comandante tenía las cejas tan alzadas que habían quedado ocultas debajo de su flequillo, aunque parecía cualquier cosa menos sorprendido—. Mamá también era músico. Compuso la banda sonora de varias películas nacionales y ganó muchos premios por ello... —Tomó aire. La mujer ya no la miraba, ahora golpeaba la mesa con un dedo impaciente.
—¿Eso es todo? —preguntó el Comandante. Anastasia asintió, haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas—. Lo siento mucho, pero no entiendo como tu música podría sernos útil a nosotros. Ya hay un par de músicos en nuestra división que además saben hacer otras cosas.
Sin saber qué más hacer, Anastasia aumentó la velocidad con que mecía a Gaspi.
—Les aseguro que no saben tanto como yo —dijo ella, esta vez ni siquiera intentó disimular que se avecinaba el llanto—. Necesitamos un buen músico. Un país necesita música.
El Comandante negó con la cabeza.
—No creo que entiendas lo que es importante para un país en este momento —dijo él, finalmente—. Vinimos acá porque pensamos que tenías algo importante que decirnos, no para que intentes vendernos tus pasatiempos.
—Realmente creo que mi talento...
—Tu talento no es una prioridad. Y en la Autarquía ya tenemos suficientes bocas que alimentar; cada una de ellas cumple con un propósito para nuestra comunidad. No podemos aceptar una más sin que nos entregue algo a cambio.
Anastasia bajó la mirada. El bebé Gaspi se chupaba el dedo y sus ojos se movían de un lado al otro detrás de sus párpados. Había deseado tanto que la aceptaran por su arte...
—Entonces les tengo una propuesta diferente —les dijo, sin alzar la mirada. Una lágrima aterrizó sobre la mejilla de Gaspi.
Aún podía escuchar su agudo chillido, el cual la acompañó durante todo el viaje desde el laboratorio de Dimitri hasta la aduana. La manta que lo cubría se había caído de la camilla cuando Anastasia fue a mirarlo al otro laboratorio. Su piel estaba azul y tiritaba de pies a cabeza.
Sin dudarlo, le quitó las amarras que lo mantenían prisionero. Estas eran más gruesas que las de los demás, y no solo rodeaban sus muñecas, sino que también sus piernas y cintura. Anastasia lo tomó en brazos, lo meció y le murmuró un delicado «shh» al oído. Con la misma sábana de la camilla lo envolvió, y dejó atrás a los demás sujetos.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó su papá, en cuanto la vio salir del laboratorio con el bebé en brazos.
Anastasia no respondió. Tomó el primer bolso que encontró y, con la mano libre, comenzó a guardar todo objeto que le pareciera de remota utilidad. Entre ellos, un computador portátil, CD's y centenares de cuadernos y notas sueltas. Sin la ayuda de Franco, no le quedaba otra opción más que recurrir a su plan original.
—Me voy, papá —dijo Anastasia, cuando terminó de empacar—. Te deseo una buena próxima vida.
Pero dudaba que fuese a tenerla. Si era verdad que los dioses existían, no se lo permitirían. Claro que era difícil creer en los dioses cuando se estaba en presencia de las abominaciones que su padre había creado.
Antes de irse, pasó junto a la jaula del primer sujeto, el hombre alado. Por un instante, Anastasia creyó que dormía, pero no tardó en notar que no respiraba. Había muerto solo, en una jaula rodeado de sus propios deshechos.
—Murió gracias a ti, Anastasia —le dijo su padre—. Estando yo en esta jaula no había nadie que lo alimentara o le diera de beber. Todos acá estamos muertos gracias a ti.
Anastasia le dedicó a su padre la más fría de las miradas. Aquella sería la última vez que lo veía a los ojos.
—Tú los mataste primero —le dijo—. A ellos, a mamá y a Bastián.
Llegar a la estación no fue difícil, aunque el bebé atraía con sus gritos las miradas de todos los transeúntes que pasaban cerca de ellos. Anastasia procuró ocultar el rostro tras su larga y lacia cabellera en todo momento. Una vez en el tren, se dio cuenta de que, aunque la hubiesen visto de frente, jamás habrían sospechado que se trataba de una exiliada de la Cofradía. Los miembros de la división eran demasiado arrogantes como para creer que alguien era capaz de burlar su perfecto sistema, creado por personas perfectas.
Pero la actitud de Gaspi no mejoró. El aire encerrado y los ruidos escandalosos debieron ponerlo nervioso, porque cuando se subieron al tren para partir a la aduana comenzó a llorar con más fuerzas, y a lanzar puñetazos y patadas. Varias veces le dio a Anastasia en el rostro, pecho y piernas. Definitivamente, no se trataba de un bebé normal, pues sus golpes eran tan fuertes como los de un adulto.
—Por favor —le suplicó, meciéndolo de lejos para que sus bracitos no la alcanzaran—. Cálmate.
Ni sus súplicas, ni ninguna de las otras técnicas, surtieron efecto en el bebé, quien siguió llorando cuando llegaron a la oficina de Franco y se encerraron en ella. Anastasia se acomodó en el único sillón que había, con el bebé entre los brazos, y revisó lo que había sacado del laboratorio de su papá.
Comenzó con un cuaderno tan gordo que no cerraba. Lo hojeó de principio a fin, echándole una mirada rápida a cada página, concentrándose en los dibujos que su padre había garabateado y en las palabras destacadas. Al finalizarlo descubrió que no había entendido nada. Además, los gritos del bebé no habían hecho más que distraerla.
Lo leyó por segunda vez, ahora con calma y palabra por palabra, pero podría haberlo tenido dado vuelta y no habría habido diferencia alguna, pues ninguna de las palabras escritas en ese cuaderno tenía sentido para ella. La tercera vez reconoció algunos términos aislados, como «genes», «cromosoma» y «Genomatoscopio». Los había escuchado antes, pero por primera vez en su vida se dio cuenta de que no sabía sus significados. Recordó haber leído la palabra Genomatoscopio antes, en el laboratorio de su padre. Se trataba de una máquina, de eso estaba segura, pero había visto tantas ese día que no podía recordar cuál.
La cuarta vez, dejó el cuaderno a un lado y leyó los demás apuntes y carpetas con archivos impresos. Iba por la mitad, cuando el bebé lanzó un manotazo y todos los papeles salieron volando de sus manos. Con los ojos bañados en lágrimas, Anastasia intentó ordenarlos, aunque ninguna de las páginas tenía número y, cuando releyó las que ya había estudiado, se dio cuenta de que la información no se había quedado en su cabeza.
Dejó al bebé sobre el sillón. Su agudo llanto le taladraba los oídos mientras ella tapizaba el piso de la oficina con los apuntes de su papá. Los ordenó según tópico. Los que se referían a los genes o códigos genéticos los puso en las cuatro primeras filas. En el centro dejó toda la información sobre el Genomatoscopio, incluido un manual roto y borroneado que encontró al final de una de las capetas. Por último, en las últimas cinco hileras, desplegó todos los papeles que hablaban de los cromosomas, la creación de las vacunas y otras palabras que parecían sacadas de una clase de biología. Se odió a sí misma por no haber prestado más atención en clases cuando las escuelas aún existían.
Apiló las hojas sobrantes en una esquina junto al sillón. En ellas encontró tópicos tan diversos que no supo cómo organizarlas. Se encargaría de leerlas más tarde, o cuando fuera necesario.
Una vez que todo estuvo listo, regresó al sillón junto al bebé y lo tomó en brazos para volver a mecerlo y cantarle al oído la única canción de cuna que conocía. Éste ya había desgarrado gran parte del tapiz del sillón, y cuando ella llegó a su lado, intentaba arrancar los resortes del respaldo. Anastasia estaba tan cansada que no le dio importancia. Esperaba que esa fuese la última vez que se sentaba en aquel sillón con olor a abandono.
Por cuarta vez, tomó el cuaderno de su padre y se dispuso a estudiar su contenido. Cada vez que se encontró con un término desconocido, revisó la alfombra de apuntes que yacía bajo sus pies. Allí encontró algunos datos que le ayudaron a comprender lo que su padre había escrito en el cuaderno, como la función del Genomatoscopio e imágenes de cromosomas.
Sin embargo, cuando llegó al final del cuaderno, había olvidado todo lo que creyó haber aprendido. Fue entonces que cayó en la desesperación. Abrazó al bebé y por un largo rato lloraron juntos.
—¿Qué voy a hacer? —le preguntó. Sabía que de él no obtendría una respuesta, pero, por un momento, el bebé la quedó mirando con sus grandes ojos vidriosos, en completo silencio. Como si la entendiera, como si compartiera su dolor.
Anastasia aprovechó la calma para volver a susurrarle una canción al oído, y a mecerlo con gentileza. El bebé se llevó un dedo a la boca y cerró los ojitos. Sus pestañas estaban bañadas en lágrimas, y sus mejillas, endurecidas por la mucosidad, pero el ritmo de su respiración había disminuido.
Leyó el cuaderno de su padre y los apuntes del piso hasta que perdió la cuenta. Los leyó hasta que fue capaz de adivinar las palabras que venían en cada oración antes de leerlas. Pronto comenzó a extrañar los chillidos del bebé, cuando sus parpados la amenazaban con cerrarse. Al menos, sus gritos la mantenían despierta. Hasta su cuello se había puesto en su contra, porque de repente, se negó a seguir soportando el peso de su cabeza.
Pero Anastasia no se rindió. Pese al sueño y al ardor, logró mantener los ojos abiertos, y leyó los apuntes de su padre cincuenta veces más. De a poco, las palabras fueron tomando sentido y más tarde que temprano Anastasia lo comprendió.
El único descanso que se tomó, fue para observar la paz con que el bebé dormía. Lo envidiaba y sentía lástima por él al mismo tiempo, y despertaba en ella el mayor y más desagradable sentimiento de culpabilidad.
—Perdóname —le dijo, en un susurro. No quería despertarlo—. No sé qué más hacer.
Fue entonces que decidió llamarlo Gaspi, en honor a su hermano. Con el cansancio y toda la nueva información que albergaba su cerebro, olvidó por completo que él también la había abandonado.
Lo último que aprendió, y tal vez lo más importante, fue una contraseña que su padre había apuntado en la contratapa de su cuaderno. No eran más que letras y números sin sentido, pero Anastasia le asignó a cada una de las letras una nota musical y a los números, un tiempo. Repitió la secuencia en voz alta por horas hasta que comenzó a oír la melodía en su cabeza. Se trataba de una melodía oscura y triste, perfecto reflejo de su estado de ánimo.
—¿Qué más nos puedes ofrecer? —le preguntó el Comandante de la Autarquía. Sus palabras fueron coronadas por un suspiro de resignación.
Anastasia no le respondió de inmediato. Dejó a Gaspi sobre la mesa y lo sacudió para despertarlo. En cuanto el bebé abrió los ojos regresaron los chillidos y los golpes. El Comandante y la chica se miraron extrañados, pero el ataque de llanto de Gaspi no se detuvo allí. Los puñetazos que lanzaba con sus pequeñas manitos abollaron la superficie de la mesa. El Comandante y la chica no tardaron en notarlo y ambos se quedaron mirándolo con la boca abierta.
—¿Cómo hizo eso? —preguntó ella.
—Gaspi no es un bebé común y corriente —le explicó Anastasia—. Su código genético fue modificado para que tenga fuerza sobre humana. En su ADN fue introducido un gen del escarabajo rinoceronte del cual proviene esa cualidad.
El Comandante y su asistente la miraban con los ojos como platos, mientras Anastasia volvía a tomar a Gaspi en brazos para que dejase de llorar. De nuevo, tuvo que esquivar sus puños y patadas, pero esta vez tardó menos en tranquilizarlo.
—La Cofradía ha estado trabajando en esto por años. Estaban contando con que lo tendrían listo para cuando tuviesen que enfrentarse a ustedes —agregó Anastasia—. Es su arma secreta.
—¿Por qué nos lo estás diciendo a nosotros? —preguntó la chica.
—Porque la Cofradía no puede ganar —dijo Anastasia—. Ellos buscan la perfección, pero nada es perfecto. Ni siquiera la música.
—Explícanos —ordenó el Comandante—. ¿Cómo se hace?
Anastasia suspiró.
—Lo primero que hay que crear es un suero que contiene una célula especial y dos proteínas. Dentro de esa célula hay un cromosoma «adaptable» cuyo código genético puede ser cambiado en el Genomatoscopio. ¿Lo conocen?
La chica miró al Comandante, sorprendida.
—Hay una de esas en la Universidad Inoista, fue una donación del hospital general —exclamó—. Pero nunca ha sido usada, ¿Qué hace exactamente? —le preguntó a Anastasia.
—Tiene fines radioactivos, en realidad —explicó ella—. Pero, en pocas palabras, es un imán que puede cambiar el código genético del cromosoma adaptable a través de un software. Yo tengo los códigos genéticos de varios animales, de los cuales, la mayoría podrían ser letales en una eventual guerra.
—¿Y estás dispuesta a darnos esta información si te admitimos en la Autarquía? —preguntó el Comandante.
—Sí y no —respondió Anastasia. El Comandante arrugó el ceño—. Les entregaría toda la información para que hagan el suero con la célula especial y el cromosoma adaptable, pero los códigos genéticos me los quedo yo. Cada vez que quieran utilizarlos me los deberán pedir a mí y yo se los paso, pues los archivos son temporales y no pueden ser copiados. El mismo Genomatoscopio los elimina después de usarlos.
—Fácilmente podríamos verlos mientras están en uso —dijo la mujer.
—No sin la contraseña —contestó Anastasia. Antes de hablar con Vicente, el chico de la Unión, ella se había encargado de destruir el trozo de contratapa donde su padre la había escrito—. Y la única persona en el mundo que la sabe soy yo.
En ese mismo instante, la triste y oscura melodía que ocultaba la contraseña comenzó a reproducirse en su cabeza.
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