Aduana II
Aduana
Trenes subterráneos, Bosque Muerto
La puerta crujió cuando Génesis le dio un tímido empujón. La mujer que se encontraba adentro cerró la revista que leía, una edición de hacía cinco años, arrugada y descolorida, y posó sus ojos sobre ella. Génesis intentó sonreír, pero sus labios estaban tan secos que habían perdido su movilidad.
—¿Vienes a sacarte tu tatuaje? —preguntó la mujer. Tenía el cuello y los brazos tatuados, incluso se había hecho algunos en el rostro.
—Sí, por favor —dijo Génesis. Acto seguido, la mujer se levantó de la camilla y buscó una pequeña máquina blanca que descansaba sobre el escritorio, encima de un montón de otras revistas. En la parte delantera tenía unos botones y una pantalla rectangular, y en el costado, un prolongado tubo de plástico negro.
—Muy bien —dijo ella—. Mi nombre es Eugenia, soy dermatóloga... ¡Bah! —Meneó la cabeza—. Lo fui —aclaró—. Siéntate acá. —Con su mano le dio unas cuantas palmaditas a la camilla.
—¿Duele? —preguntó Génesis.
—Un poco —respondió Eugenia.
Génesis tomó asiento, sus pies no tocaban el suelo. Mientras Eugenia preparaba las herramientas, ella jugueteaba con su anillo, la Cuerda Sagrada. Había olvidado por completo que lo llevaba puesto. La plata brillaba tanto como el día en que se lo obsequiaron, excepto por algunas hendiduras de la cuerda en las que se había acumulado polvo. Ya no podía seguir mirándolo. Cada parte del anillo le recordaba a su mamá, a su fe, a su vida entera. Con los ojos puestos en Eugenia, se sacó el anillo y lo dejó sobre el escritorio que se encontraba junto a la camilla. Se lo pondría de nuevo una vez que el tatuaje desapareciera.
—Así que, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Eugenia, yendo hacia la camilla.
—Génesis.
—Lindo nombre, Génesis. —Le acomodó el cabello sobre el hombro derecho y examinó su tatuaje—. Eres mi primer cliente de la Inquisición.
—¿Eso es bueno o malo?
—Ninguna de las dos —dijo Eugenia, mirando el tatuaje muy de cerca—. Aunque el marrón es un color difícil de sacar. —Frunció los labios—. Esto no te va a salir barato.
—¿Barato? —repitió Génesis, echándose hacia atrás para mirarle el rostro—. Yo no tengo dinero. Nadie tiene.
—Lo sé, pero puedes pagarme de otra forma.
—¿Cómo? —Le temblaban los brazos y las piernas.
—Bueno, lo que más necesito en este momento es alcohol —dijo Eugenia. Se alejó de Génesis y buscó algo en su mochila. Cuando regresó, traía un objeto en la mano—, y un poco de esto.
Génesis se inclinó hacia adelante para verlo mejor. Eugenia sostenía una pequeña bolsa de plástico cuyo contenido era un polvo blanco, parecido a la harina.
—¿Qué es eso? —preguntó, dudosa.
Eugenia rio.
—Solo pregunta por «azúcar flor».
Eugenia le arrojó la bolsita. Ésta golpeó el pecho de Génesis quien casi la dejó caer. Una vez que la sostuvo con sus dos manos, procuró no soltarla nunca más.
—Alcohol y azúcar flor —dijo Génesis, dando un salto para bajarse de la camilla.
Salió del cuartito y subió las escaleras corriendo, con la mirada fija en sus zapatos. Apretaba la bolsita con tanta fuerza que su mano se empapó de sudor.
—¡Cuidado!
Génesis dio un paso hacia atrás y alzó la mirada. Nunca supo en qué momento un anciano alto y corpulento, que llevaba una gorra de visera, se cruzó en su camino. Él la miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados.
—Lo siento —dijo Génesis, intentando rodearlo para seguir avanzando. Él no se movió y con una mano gigantesca la tomó por el brazo. Sus ojos azules eran coronados por arrugas, y las líneas de expresión en su frente y mejillas le daban un aspecto hosco.
—Yo sé en que anda usted —dijo él, su voz era carrasposa y trémula. Con el dedo índice apuntó al rostro de Génesis, acusadoramente—. No lo haga, m'hija.
—¿Lo conozco? —Instintivamente, Génesis miró su cuello en busca de algún tatuaje. La A plateada de la Autarquía parecía sobresalir de su piel.
El anciano suspiró.
—Este lugar no es bueno pa' los de su división.
—Por lo mismo quiero borrarme este tatuaje. —El brazo de Génesis comenzaba a acalambrarse.
Él se limitó a arrastrarla hacia otro pasillo donde había menos gente.
—Ellos ya saben quiénes son de la Inquisición, un tatuaje no cambia na' —dijo él—. Es culpa de tu nueva líder, m'hija, y el terror que está causando.
—¿Qué quiere que haga? No puedo volver a ese lugar —dijo Génesis. De pronto, estaba teniendo problemas para respirar y ahora ambas manos le transpiraban—. Es el inframundo y ella es el reptil.
Él la observó en silencio y le soltó el brazo.
—Mi nombre es Álvaro —dijo, finalmente—. Soy de la Autarquía, como te habrás dado cuenta. —Indicó su tatuaje con un dedo—. Discúlpame si te asusté, no era mi intención. Sé que hay buenas personas en Las Rosas y no quiero ver más muertos por culpa de esa vieja bruja, pero si te vas pa' otra división solo vas a conseguir que te maten.
Génesis bajó la mirada.
—La detesto.
—¡Bah! Yo me los imaginaba a todos ustedes caminando de rodillas y besándole los pies.
—No está tan equivocado —admitió Génesis—. De alguna manera, logró convencerlos a todos de que los dioses le hablan. Debo ser la única que la ve como realmente es.
Álvaro alzó las cejas y negó con la cabeza.
—Entonces, es más terrible de lo que creí —agregó, posando las manos sobre las caderas—. Todavía no puedo creer que se haya apoderado de Yuco.
—¿Por qué?
—Yo nací en Yuco, me crie en Yuco... —Suspiró—. Ella nos obligó a escapar, a mí y al resto del Escuadrón de Paz. Bah, a los que quedamos vivos.
—¿Pertenecía al Escuadrón de Paz?
—Así es, m'hija —respondió él.
—Yo nunca he ido a Yuco —dijo Génesis—. María insinuó que me enviaría y yo me había hecho muchas ilusiones, pero no pasó nada.
—Ya no se parece en na' a lo era —dijo Álvaro, negando con la cabeza—. Todo el pasto está quemado, todos los árboles cortados. ¿Pa' qué? Pa' construir otro templo más. ¡Cómo si no hubiera suficientes con los que ya hay!
—¿Ha vuelto a Yuco? —preguntó Génesis. No era capaz de imaginar cómo se las ingeniaba para ir de la Autarquía a la Inquisición sin ser visto.
—Voy todo el tiempo —dijo él—. La Autarquía está bien, pero el aire en Lago Hermoso es tan seco, y el frío es mucho peor que en Yuco. Necesito la brisa marina —explicó—. Pa' mi salud.
—La Autarquía no suena nada mal —dijo Génesis y le lanzó una mirada fugaz.
Álvaro rodó los ojos y volvió a cruzar los brazos.
—¿Pa' la Autarquía quieres ir? —preguntó él.
—Sí.
Álvaro suspiró.
—Voy a ser honesto contigo —le dijo, rascándose la barbilla—. No te van a admitir. —De un segundo a otro, los hombros de Génesis pesaban diez toneladas y en su garganta se había formado un nudo tan grande que no le permitía ni tragar su propia saliva—. La Autarquía no, por lo menos. Y tampoco contaría con la Cofradía.
—¿Por qué no?
—La Autarquía, porque ya no necesitan más gente. Apenas si están admitiendo a los desertores de la Cofradía. Ellos, por otro lado, no aceptan a cualquiera. Solamente invitan a los que les da la gana.
—¿Y la Unión? —el labio de Génesis no paraba de temblar.
Álvaro asintió con la cabeza varias veces antes de contestar.
—La Unión habría estado bien meses atrás. Ahora están llenos.
La aduana giraba de arriba abajo, de un lado al otro. Génesis no tenía donde ir.
—Usted puede ayudarme —le dijo a Álvaro, con los ojos rojos y vidriosos. Aquella era su última opción—. Puede hacerme entrar a la Autarquía. Podemos decir que soy del Escuadrón de Paz y que me había escondido en Malaquías todo este tiempo, o...
—Me gustaría poder ayudarte —la interrumpió él—, pero no puedo hacerlo sin arriesgar mi propio pellejo. Estos no son los tiempos pa' correr ese tipo de riesgos.
Génesis cubrió su rostro con ambas manos.
—No puedo volver a la Inquisición —dijo. El rostro de Milagros, sus ojos abiertos de par en par, sus labios morados, sus pies balanceándose, era en todo lo que podía pensar—. Me quedaré acá si es necesario.
—Podrías intentarlo —le respondió Álvaro, asintiendo con la cabeza, una vez más—, hay menos neutros cada día, pero, de los que quedan, muchos se refugian acá en la Aduana.
Génesis se descubrió el rostro y alzó la mirada.
—¿Por qué hay menos neutros?
—Porque... —Se aclaró la garganta—, todos queremos comida sobre nuestras mesas, pues m'hija.
—¿Qué quiere decir?
No obtuvo respuesta.
—Y esa pobre gente, los de tu división. Nadie se atreve tampoco a ayudarlos.
Esas palabras hicieron que el estómago de Génesis diese un vuelco extraño.
El tren de la Inquisición llegó a la aduana en aquel preciso momento. Génesis lo observó con terror, ya sabía lo que venía a continuación.
—Desearía no regresar —dijo ella—, pero no creo que haya otro lugar al que pueda ir.
Álvaro movió la cabeza de arriba abajo, con lentitud.
—No tiene que preocuparse, esa mujer no va a salir viva de esta anarquía.
Génesis miró a Álvaro, quería despedirse de él, pero no sabía qué decirle ni qué palabras usar. Terminó dedicándole una incómoda sonrisa y a continuación se encaminó hacia el tren de la Inquisición. Ya era muy tarde cuando recordó que había dejado su anillo sobre el escritorio de Eugenia. Aunque su mano no era la misma sin él, debía acostumbrarse a no llevarlo puesto, pues sabía con certeza que no lo volvería a ver.
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