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Ludovico García siempre quiso triunfar en su vida y no sentirse un miserable fracasado. Con el tiempo, al ver que sus sueños no se materializaban a pesar de que se esforzaba trabajando como un esclavo para otros, que, por el contrario, se forraban de dinero cada vez más, llegó a la conclusión de que debía buscar otra forma para alcanzar su meta, y la honestidad y la virtud no serían un camino corto para lograrlo.

No tardó en aliarse a corruptos entes del bajo mundo y terminar involucrado en toda clase de negocios que incluían, drogas, prostitución y hasta ajustes de cuentas donde más de una persona perdió la vida. Mientras más bajo caía, Ludovico sentía que más cerca estaba de prosperar y convertirse en alguien de respeto y con recursos. No le importaba haber perdido a su familia y amigos, quienes no querían tener nada que ver con el matón sanguinario en el que se había convertido. Cuando estuviera nadando en billetes, cambiarían de parecer, y si no era así, pues peor para ellos, ya se encargaría de tener otra familia y cultivar otros amigos, pero nada se interpondría en sus proyectos.

Deshacerse personalmente de un temido capo de la mafia le valió finalmente el respeto que tanto añoraba en las altas esferas del submundo. Tres disparos en el pecho, dos en la garganta y uno en la frente, fueron sus boletos para despacharlo, luego de despojarle de todas sus posesiones a través de chantajes y otras maquinaciones. Y para que no quedaran cabos sueltos, un accidente de auto provocado sirvió para unir al resto de la familia.

El camino estaba libre. Legalmente se declaró dueño absoluto de un imperio de corrupción que dejaba jugosas ganancias unido a un saldo de cadáveres. Siendo amante de la cultura italiana, cambió su nombre a Lucio Bonetti, un nombre que empezaba a escucharse frecuentemente, y ante el cual no pocos temblaban. Se había ganado una reputación temible y disfrutaba al sentirse admirado, envidiado y hasta odiado por muchos. Le odiaban, sí. Le despreciaban porque sabían que sus manos estaban llenas de sangre, que se había apoderado a la fuerza de una fortuna a la que no había contribuido en nada y que ahora era suya, solo suya. De ser un simple peón, había pasado a ser rey en el universo de los negocios sucios, y una orden suya debía ser acatada inmediatamente so pena de perder la vida o la de seres amados.

Librarse de él era un deseo ardiente en más de un rival. Pero... ¿Quién se atrevería a hacerlo? Lucio Bonetti se hacía rodear de casi un ejército de guardaespaldas, hombres enormes como murallas, y él mismo se jactaba de manejar un revólver con la habilidad de los vaqueros del lejano oeste de antaño. Además, tenía ojos y oídos donde quiera, desconfiaba hasta de su sombra y hacía pagar caro las traiciones y conspiraciones.

En medio de la temida crisis que azotaba al país, no pocos se asombraban que entre tantas empresas en quiebra, los negocios de don Lucio parecieran ni enterarse de la difícil situación financiera. Su empresa, especializada en exportación e importación de obras de arte de artistas noveles, no era más que una tapadera para la verdadera esencia de quehacer: tráfico de drogas, trata de mujeres, falsificación de piezas de arte y toda clase de acciones delictivas que sus hombres sabían llevar a cabo sin ser detectados, aunque, no pocos oficiales de la ley, eran muy bien remunerados para hacerse de la vista gorda ante ciertos hechos que a veces no podían ser del todo disimulados.

Teniendo dinero, era natural que quisiera restregárselo en la cara a aquellos ricachones nacidos en cuna de oro. Don Lucio invertía así en cuanto lujo podía darse, y se abría paso a través de los círculos más amplios de la alta sociedad. Se había hecho de una mansión de ensueño, con tantas habitaciones que le era casi imposible enumerarlas, dos piscinas, cancha de tenis, pista de aterrizaje de un helicóptero privado, caballeriza para hermosos alazanes pura sangre, además de otras tantas propiedades dentro y fuera del país. Siempre que se le antojaba, organizaba una espectacular fiesta donde invitaba a las más altas jerarquías, quienes se daban cita y además de disfrutar de los placeres que se les ofrecían gratuitamente, fingían ser fieles admiradores, cuando en verdad, eran de la opinión que no se trataba más que de un prepotente y arrogante y vulgar matón cuya fortuna había sido adquirida de la manera más vil y sucia posible.

Si. Don Lucio se había encargado de expandir el imperio que había robado, creando casinos, hoteles y toda clase de antros para el ocio y disfrute de quienes estuvieran dispuestos a pagar por servicios de excelencia. Llevaba un estricto control de sus finanzas y mensualmente inspeccionaba sus instalaciones, acompañado de un equipo de meticulosos contables que olfateaban los robos y desfalcos con una astucia poco natural. Por supuesto, cualquier ejecutivo que fuera descubierto en tan deshonrosa acción, no vivía para contarlo, el mismo don Lucio se encargaba de que así fuera. Su máxima era:

_ Nadie va a despojarme de lo que tanto me costó robar.

A sus cuarenta y cinco años, Ludovico García, ahora conocido como don Lucio Bonetti, se había construido una imagen de la que finalmente se sentía orgulloso.

Cada mañana despertaba sobre las diez y disfrutaba de un copioso desayuno sentado junto a una de sus piscinas, casi siempre en compañía de alguna sensual jovencita que luego mandaba a echar fuera de su propiedad. A pesar de tener tantos guardaespaldas a su servicio, su hombre de confianza era un descomunal sujeto llamado Brutus, quien, con el celo de un perro guardián, estaba siempre dispuesto a desenfundar su arma para acribillar al primero que se le pusiese en frente. En más de una ocasión, Brutus había masacrado a incontables víctimas en lugar de su patrón.

Aquel día gris, mientras observaba a su jefe coquetear con la amante de turno ante la bien provista mesa del desayuno, recibió una llamada del guarda de seguridad de la entrada de la mansión. Sin hacerse notar, hábil en aparecer y desaparecer con la habilidad de un fantasma, Brutus se ausentó brevemente, para regresar luego, escoltando bruscamente a un sujeto andrajoso que protestaba y se debatía por soltarse de las manos enormes y musculosas del hombre.

Don Lucio interrumpió su coqueteo y dirigió una mirada de curiosidad al muchacho que traían ante él. ¿Quién era y cómo se atrevía a molestarlo en su propia casa? ¿Acaso no sabía a quién tenía delante? ¡Vaya! Y sí que apestaba. Brutus le había aplicado una llave a la espalda, retorciéndole los brazos y el rostro del muchacho reflejaba puro dolor. Se limpió los labios con una servilleta que arrojó sobre el plato de frutas cortadas en pequeños cubos que tenía en frente. Su acompañante también observaba el recién llegado con una evidente mueca de asco:

_ Señor, _ empezó a explicar Brutus._ encontraron a esta sabandija deambulando fuera de la mansión, mirando sospechosamente hacia acá.

Hizo más presión, arrancándole un quejido al muchacho:

_ De seguro intentaba colarse para robar o a saber qué._ agregó.

_ ¡No soy un ladrón!_ se defendió el joven y aulló ante otro nuevo apretón.

_ Ya suéltalo, Brutus o le partirás el brazo._ ordenó Lucio con voz cansina.

El sirviente obedeció y casi arrojó al joven al suelo enlozado, quien le dirigió una mirada enfurecida, mientras se ponía de pie. Don Lucio cruzó una pierna sobre la otra, arrellanándose en su cómoda butaca de mimbre mientras lo observaba cada vez con mayor curiosidad... ¿Qué era lo que quería aquel muchacho?

_ ¿Cómo te llamas?_ le preguntó.

El aludido iba a contestar en el momento en que Brutus lo acogotó burdamente:

_ Te hicieron una pregunta ¡Responde!

Con una mirada de odio y voz amenazante dijo al guardaespaldas:

_ Si vuelves a tocarme juro que te arrepentirás.

Don Lucio soltó una carcajada. Era la primera vez que escuchaba a alguien enfrentarse a Brutus, y no solo eso, sino amenazarle. Tuvo que tomar rápidamente la palabra o habría derramamiento de sangre en su piscina, Brutus no era de los que toleraba amenazas de nadie:

_ Cálmate Brutus, ya tendrás tiempo de desquitarte. Por ahora, tengo curiosidad, parece que encontramos un gallito de pelea. No vamos a desplumarlo tan pronto.

Brutus se contuvo y se alejó unos metros, sin dejar de mirar a aquel mendigo que de buena gana habría derribado con un balazo en la cabeza, o quebrado el cuello fácilmente. Don Lucio se puso de pie y caminó en torno al muchacho, guardando la distancia para no recibir el olor desagradable que despedía:

_ Tu nombre, muchachito._ insistió.

_ Juan Santiesteban, señor.

Don Lucio enarcó una ceja:

_ ¿Santiesteban? Tu apellido tiene algo de ilustre, lo cual no compagina si miramos tu apariencia.

Juan ya no lo escuchaba. Estaba mirando a la joven, cuyo semblante había palidecido de momento y trataba de esquivar la mirada en otra dirección mientras se movía inquieta sobre el asiento. Juan había reconocido a otra de sus tantas conquistas. Así que ahora era la querida de un mafioso. Decididamente las jóvenes de la ciudad tenían estándares no solo altos, sino también peligrosos.

Don Lucio notó que el joven no le prestaba atención y miró a su amante, quien dio un respingo y se atragantó con un sorbo de jugo que estaba bebiendo. Ora a uno, ora a la otra, don Lucio entrecerró los ojos y percibió algo raro, una vibra extraña entre ellos. Se aproximó a la muchacha, que se puso a temblar como una hoja al viento y se inclinó sobre ella para preguntarle con mucha suavidad:

_ ¿Lo conoces?

Ella levantó sus ojos enormes, llenos de miedo y sacudió la cabeza en un gesto negativo. Lucio sonrió y le acarició la barbilla para luego atenazarle el rostro violentamente:

_ Será mejor que no me mientas, así que te lo preguntaré una vez más... ¿Conoces a ese sujeto?

Esta vez, ella aproximó sus labios temblorosos y susurró largamente en la oreja del hombre, cuyas manos se fueron relajando poco a poco hasta que la liberó e hizo una seña imperceptible a Brutus que inmediatamente tomó a la chica por un brazo y casi la arrastró en dirección a la casa. Don Lucio volvió a sentarse en su butaca y entrelazó las manos, apoyando los codos en los brazos del butacón:

_ Me dice esa zorrita que acaban de llevarse, que se conocieron en uno de mis casinos. Lo que me hace pensar que si pudiste entrar allí, es porque tenías dinero, de otra forma, no te habrías ni acercado y mucho menos, esa perra se habría fijado en ti. Las que son como ella solo se acercan al dinero, lo huelen y lo presienten, y hacen lo que sea para recibir un poco. Me imagino que sabes a lo que me refiero.

Por supuesto que sabía. Juan había comprobado como algunas mujeres son sensibles y complacientes en extremo ante los regalos caros y el derroche de dinero en lugares de lujo:

_ Lo que no entiendo es como has llegado hasta el punto de verte... así._ y lo señaló con un gesto despectivo.

_ Mala suerte._ contestó Juan sin mostrar alteración alguna.

Había notado que don Lucio era un sujeto de intensas emociones que fluctuaban constantemente a pesar de querer transmitir una imagen de persona contenida y de elevado rango, por tanto, era mejor manifestarse de manera inexpresiva para no perturbar los ánimos de aquel hombre. Empezaba a repetirse una y otra vez que había sido un error acudir a aquel sitio:

_ ¿Puedo irme ya?_ se atrevió a preguntar.

_ ¿Por qué la prisa?

Brutus regresó y se colocó tras la butaca de su patrón, se abrió la chaqueta, dejando entrever parte de la pistola que tenía enfundada, y alzó la barbilla de manera desafiante en dirección a Juan, quien ignoró la provocación y dijo a don Lucio en un tono de respeto, pero firme:

_ Creí que usted podía ayudarme, pero presiento que fue un error venir. Le pido me disculpe por haberlo molestado y echo perder su tiempo.

Le dio la espalda y se dispuso a marcharse. Se escuchó un potente chasquido y con la rapidez de un rayo la descomunal figura de Brutus le cortó el paso. Se midieron durante unos segundos que semejaron siglos, hasta que se volteó con tranquila frialdad hacia don Lucio, que permanecía en su asiento:

_ Perdón... ¿Podría decirle a su gorila que me deje pasar?

Por respuesta, don Lucio soltó una risita sardónica. Se puso nuevamente en pie y dio unos pasos, hundiendo las manos en los bolsillos de su elegante bata de baño afelpada:

_ Vienes por tu cuenta a perturbar mi desayuno, husmeando fuera de mi propiedad como un espía cualquiera... ¿Qué te hace pensar que te puedes ir tan fácilmente?

Juan disimuló el estremecimiento que le recorrió de pies a cabeza y trató de no perder la calma. Si había de morir allí, a manos de aquel sujeto carente de clase y modales y de su bestia amaestrada, pues moriría con dignidad. Don Lucio se detuvo ante él, mirándolo fijo a los ojos:

_ ¿A qué viniste? ¿Quién te habló de mí? ¡Responde!

Ante el poderoso grito, Juan cerró los ojos y apretó los puños:

_ Una amiga me dio su tarjeta._ contestó con un hilo de voz.

_ ¿Una amiga? ¡Muéstrame la tarjeta!

Juan obedeció y le entregó la tarjeta sucia y arrugada. Don Lucio la tomó con la punta de los dedos y luego de lanzarle una rápida ojeada, la arrojó al suelo con desdén y regresó a su mesa para limpiarse las manos con una servilleta:

_ ¿Puedes acabar de explicarme de una puñetera vez a qué viniste? ¿Por qué alguien te daría mi tarjeta de presentación? ¿Qué podrías querer tú de mí?

Volvió a sentarse y esta vez extrajo un habano de una caja tallada. Brutus se dio prisa en darle fuego. Sin dudas era un perro fiel a su amo. Don Lucio expelió unas densas bocanadas de humo:

_ Santiesteban..._ pronunció mientras meditaba._ Tu apellido me suena... Dime... ¿Tienes algún parentesco con ese Santiesteban que comercia ganado y tiene un montón de tierras?

_ No._ negó Juan rotundamente y sin dudarlo.

Decir que si provocaría tal vez que no le creerían, y traería consigo más preguntas que no estaba dispuesto a responder. No ventilaría su vida ni a su familia con ese tipejo que tanto presumía de su poder. Por su parte don Lucio pareció decepcionado por la respuesta, pero opinó con una sonrisa torva:

_ Por supuesto. Es absurdo pensar siquiera que tengas algo que ver con la persona de quien te hablo. Ese es un caballero digno y honorable. No tiene que ver nada con una rata de alcantarilla como tú.

_ ¿Va a dejarme ir o tengo que seguir soportando sus insultos?

El primer impulso de Brutus fue desenfundar la pistola y dispararle, solo que don Lucio lo detuvo con un gesto rápido. No estaba acostumbrado a toparse con alguien que le enfrentara de aquella forma. Le gustaba que la gente le temiera, que supieran que en su presencia, sus vidas podían peligrar de un momento a otro, pero aquel mozo lo llenaba de diversión, parecía no tener noción del peligro, y era una situación novedosa, molesta y a la vez, interesante, muy interesante:

_ No te irás a ningún lado y sí, vas a soportar todos los insultos que se me pegue la gana decirte.

En lo adelante, de todos los errores que pudiese haber cometido en su vida, ninguno sería tan grande como lo había sido el haber ido hasta allí en busca de ayuda. Apretó los puños y las sienes y se contuvo, atento a Brutus, que solo estaba esperando una mínima oportunidad para saltar sobre él y descuartizarlo, o más fácil aún, desenfundar su arma y pegarle un tiro entre los ojos.

Don Lucio disfrutó de su habano, como si de un ritual se tratase. Aguardó unos minutos y agregó con una tranquilidad escalofriante:

_ Podemos estar aquí todo el día si quieres, niñito. Pero dudo que la paciencia de Brutus pueda ser controlada por más tiempo. Aunque de ser tú, no me preocuparía tanto por la paciencia de mi guardaespaldas, y sí por la de quien te está hablando.

Sus últimas palabras fueron pronunciadas con un cierto deje siniestro, y Juan no pudo evitar que un escalofrío le recorriera de pies a cabeza en un dos por tres. Tragó en seco, alzó la barbilla y comenzó a explicar el porqué de su presencia allí. Don Lucio mostró gran interés en el relato y ahondó en las causas de cómo había llegado hasta aquella situación financiera. Juan trató de no omitir detalles, a no ser los referentes a su procedencia. De ninguna manera quería que esa gentuza supiera quienes eran su familia, aun cuando estaba seguro de que don Lucio contaba con el poder suficiente para averiguarlo. Pero por su boca no sería. Cuando no tuvo nada más que decir, guardó silencio y esperó. Don Lucio apagó el cigarro frotándolo contra un cenicero y poniéndose de pie dio unos pasos alrededor de Juan. Era como sentirse amenazado por un ave de rapiña revoloteando alrededor de su presa moribunda, dispuesta a atacar de un momento a otro:

_ Creo que tengo el trabajo ideal para ti._ dijo el millonario tras una pausa eterna.

_ ¿En serio?_ Juan levantó los ojos del suelo, con una sonrisa esperanzada en los labios, que se borró inmediatamente al ver el semblante cínico de don Lucio, quien se inclinó hacia Brutus y le murmuró algo al oído. Con una sonrisa siniestra en su rudo rostro, el guardaespaldas fue hasta Juan y tiró de él bruscamente, obligándolo a seguirlo. Don Lucio iba delante mientras hablaba:

_ Te daré tareas que deberás cumplir con prontitud y sin protestar. En cambio, te proporcionaré alojamiento y comida. Brutus se encargará personalmente de supervisar tu desempeño, y más te vale cumplirlo y no darle motivos para castigarte.

_ ¿Castigarme?_ repitió Juan e intentó detenerse, pero a la velocidad de un rayo, don Lucio tomó el arma de su criado y le apuntó directamente al rostro. Su voz era un siseo serpentino, amenazante y letal.

_ ¡Escúchame bien, pedazo de porquería! No sé quién demonios eres, no sé quién demonios te envió... No me agradas y no confío en ti, y la única razón por la que no te regalo un tiro en la cabeza, ni dejo que mi sirviente lo haga, es porque no creo que valga la pena desperdiciar balas en una basura como tú, y tampoco quiero manchar mi piscina con tu sangre cutre... Desde hoy serás mi esclavo. Harás lo que te mande cuando se te mande. Te ganarás la comida si cumples tus obligaciones, y nunca, bajo ningún concepto, abandonarás estos terrenos, porque si lo haces, créeme que te arrepentirás... ¿Te quedó claro?

El terror impidió a Juan pronunciar palabra, por lo que solo se limitó a asentir, con los ojos abiertos de par en par como platos soperos. Mejor habría sido quedarse vagabundeando en las calles. Algo le decía que había llegado al verdadero infierno, y que ante sí, tenía al mismísimo diablo.

Juan remojó nuevamente el trapo en el balde de agua y fregó el suelo con tanta rabia, que apenas sintió el dolor de las llagas que exhibía en sus manos. Era todo lo que le quedaba: rabia y dolor... ¿Cuánto tiempo había pasado desde su llegada a la mansión de don Lucio? ¿Tres meses? ¿Cuatro? Había perdido incluso hasta la noción del tiempo. Don Lucio le había asegurado que sería su esclavo, pero dudaba que un esclavo recibiera el trato al que él era sometido. Su lugar de alojamiento resultó ser el armario donde se guardaban los implementos de limpieza, su cama, una manta mugrosa en el suelo. Los animales de don Lucio comían mucho mejor que él, de eso no habían dudas. Brutus, quien era algo así como su verdugo, se encargaba de traerle todas las noches su plato de comida, un burdo cuenco de madera con las sobras de la cena del día, incomibles a veces, pero de las que debía hacer buena cuenta para no morir de hambre.

Fregar los pisos era solo una de las tantas tareas de las que se le asignaban continuamente. En ocasiones lo ponían a limpiar los sanitarios, sobre todo después de grandes fiestas, y a recoger todo el desorden que quedaba luego de las olímpicas celebraciones que se llevaban a cabo en la mansión. Era muy común también que le pusieran a recoger el estiércol de los caballos en el establo o que higienizara la piscina. Caía exhausto en las noches y sin haber amanecido aún, Brutus le hacía levantar imponiéndole nuevas labores, cada vez más humillantes.

Los días en la mansión eran lentos y casi idénticos. Entraban y salían personas constantemente, la mayoría, maleantes babosos y serviles que rendían pleitesía a don Lucio y solo trataban de agarrar algo de las migajas monetarias que él estuviese dispuesto a darles. Se había convertido en el blanco de burlas de todos, incluso de la servidumbre de la casa. Era un esperpento ataviado con harapos y cubierto de suciedad, que provocaba risas y miradas de repulsión. Don Lucio disfrutaba humillándolo, mostrándolo a sus invitados como a una mascota salvaje a la que podía azotar, escupir y tener a su servicio y para su diversión. Juan Santiesteban ya no era una persona, sino una curiosidad de feria.

Una noche, luego de observar los trozos de fotografía rota y andrajosa de su padre y su hermano, se quedó dormido mientras lloraba, y soñó. Hacía mucho tiempo desde que había tenido un sueño agradable, y esa noche, aquel lo fue...

Estaba en la hacienda, y él y Pedro, niños de diez y nueve años, jugaban a los piratas, batiéndose con rústicas varas de madera que la imaginación infantil había convertido en espadas. Tenían armada tanta algarabía, que Nana Cruz salió de la cocina y los persiguió por toda la casa, regañándolos. Vio a Catalina, una niña preciosa, sentada en el columpio del jardín, con sus hermosas trenzas atadas con listones rosados. Catalina siempre era la damisela en peligro que había que rescatar, y él era el caballero de brillante armadura que vencía al villano y conquistaba el corazón de la doncella.

En el sueño también vio a su padre, a su amado padre. Los abrazaba a los dos, a Pedro y a él, y les decía aquella frase que nunca se cansaba de repetirles: Ustedes son mi mayor tesoro, hijos míos. Luego se montaban en el caballo y los tres cabalgaban por la hacienda: don Justo llevaba las riendas, Pedro detrás, agarrado a su cintura, y Juan delante, con la cabeza recostada al pecho paterno.

Juan despertó llorando copiosamente esa madrugada, y las lágrimas no cesaron por horas. Sentía el corazón colmado de desesperación. Extrañaba su hogar, extrañaba a su familia. Ya no podía fingir más. Durante más de un año se había engañado haciéndose creer que podía estar sin ellos, que todo iba a mejorar, que podía por sí mismo salir adelante, pero una y otra vez había errado, y su arrogancia le había impedido ver la realidad. El único lugar seguro, las únicas personas que lo amaban ciegamente, las había rechazado, las había abandonado... ¿Qué había obtenido marchándose lejos? Nada. Toda una fortuna desperdiciada en nada. Había pasado hambre, frío, estaba inmerso en la más absoluta miseria, condenado a ser un esclavo miserable, cuando en verdad, había nacido siendo un príncipe.

Estaba dispuesto a regresar a su hogar. Pediría perdón a su padre, le mostraría cuán arrepentido estaba. Su padre no tendría que recibirlo como hijo. Con aceptarlo como un simple peón, era más que suficiente. También pediría perdón a su hermano, y a Catalina. Ella de seguro ya habría encontrado a un joven bueno que la amara mejor de lo que él había demostrado amarla. Y Pedro, a lo mejor se negaba a perdonarlo, a lo mejor nunca más lo aceptaría como hermano. Lo había ofendido tanto antes de marcharse, incluso, cuando, sabiendo lo orgulloso que era, fue a disuadirle para que se quedara, su reacción había sido de prepotencia y arrogancia. Se arrepentía tanto de haber sido tan imbécil. Echaba tanto de menos a su padre y a su hermano mayor. Ellos eran su única familia, y aunque se negaran a verlo como tal, se conformaba con estar cerca de ellos otra vez.

El sol apenas había despuntado cuando Brutus irrumpió en el armario y le ordenó que se presentara ante don Lucio. Estaba recostado en una tumbona, cerca de la piscina, con dos chicas en bikini prodigándole mimos y una docena de matones de pie, escoltándolo. La noche anterior se había celebrado una de las tan movidas fiestas, y parecía que había intenciones de continuarla durante el día. Sin moverse de su posición, don Lucio le ordenó limpiar los sanitarios de toda la casa y dejarlos brillantes como espejos, pues se esperaban visitas importantes ese día.

Todos contuvieron la respiración cuando Juan anunció con voz gélida que no cumpliría la orden y que se marcharía en ese mismo instante. Don Lucio se apartó las gafas de sol de los ojos, y clavó en él una mirada desconcertante. Luego rompió a reír, y sus carcajadas fueron secundadas por Brutus, las chicas y el resto de los matones presentes:

_ Brutus, saca a esta inmundicia de aquí, y que se ponga a hacer lo que le mandé ahora mismo.

_ ¡Dije que no lo haré!

La voz de Juan sonó firme, decidida. Brutus estuvo a su lado en dos zancadas y le cruzó el rostro con un puñetazo que le hizo sangrar por la nariz. Juan soportó el golpe, y desafiándolo con la mirada, pronunció tajantemente:

_ Podrás matarme... Pero no pienso cumplir más órdenes.

Esta vez el puño de Brutus se incrustó en la mejilla derecha, y sin darle tiempo a más, dejó una marca sangrante en la comisura izquierda de los labios. Un gancho al estómago lo hizo doblarse con un bufido. Un golpe en la espalda. Juan sintió el impacto del suelo contra su pecho. Una patada en el costado le cortó nuevamente la respiración. Otra patada, una más. Moriría allí, a manos de esa bestia de Brutus, con el circo de mirones a su alrededor que no se atrevían a emitir el más mínimo sonido, pero cuyos corazones se sobrecogían ante cada golpe. Si iba a morir allí, lo haría con dignidad. De sus labios no brotaría una queja. Su último pensamiento iría hacia sus seres queridos. Solo lamentaba no volver a verlos para pedirles perdón:

«_ Adiós Pedro, no tuve un mejor hermano, a pesar de que me comporté como un niño malcriado contigo... Adiós Catalina, te amo y me habría encantado que nos hubiésemos llegado a casar... Adiós Nana Cruz, fuiste la madre que nos faltó a mi hermano y mí... Adiós papá... Ojalá hubiera sido un mejor hijo. Adiós a todos.»

_ ¡ALTO!

La voz autoritaria de don Lucio interrumpió los pensamientos de Juan y la golpiza que Brutus le estaba asestando. El rostro del magnate estaba pétreo. Hizo un gesto y Brutus tomó a Juan por los cabellos y lo obligó a ponerse en pie, tambaleante, con el rostro irreconocible por los moretones tumefactos y cubierto de sangre. Don Lucio caminó hacia el muchacho y lo observó de pies a cabeza. No pudo evitar un leve estremecimiento, cuando Juan alzó la vista y lo miró directamente a los ojos:

_ ¿Pretendes hacerte el héroe, pedazo de mierda?_ le preguntó imprimiendo cierta amenaza en la voz.

_ No..._ contestó Juan con voz tranquilamente entrecortada._ Solo... le estoy... comunicando... que... que... no pienso... trabajar más... para usted.

Hubo un silencio tan denso que parecía que el mundo entero había muerto. Don Lucio asintió con los labios retorcidos en una mueca:

_ Con que quieres marcharte... Ya no quieres trabajar más para mí... ¿Eso me estás diciendo?

_ Usted me escuchó bien._ manifestó Juan sin pestañear ni un segundo.

La firmeza del muchacho encendió la ira de don Lucio. Con una voz terrible llamó a su leal sirviente mientras extendía la mano. Brutus sabía exactamente lo que significaba aquella orden y le entregó su arma. Don Lucio empuñó la pistola y lo encañonó por el pecho, mostrando una sonrisita tétrica:

_ ¿Así piensas pagar mi amabilidad para contigo? ¿Ese es el pago que merezco?

Sin mostrar un ápice de temor, Juan tomó el cañón del arma y se lo aplicó a la frente. Luego abrió los brazos y dijo al hombre:

_ Haga lo que quiera conmigo. Pero pienso irme de esta casa hoy, ya sea por mi propio pie, o porque me saquen sus matones en una bolsa. Usted decide.

Por primera vez, Ludovico García parpadeó, víctima de la confusión. Por primera vez en su vida, alguien no se mostraba intimidado ante su poder, alguien no le suplicaba porque le perdonara la vida. Por primera vez, Ludovico García no supo qué hacer ante el joven apaleado que tenía delante, y que estaba dispuesto a morir con tal de recuperar su libertad. Tragó en seco. El valor era una cualidad que admiraba, y ese muchacho lo poseía. Matarlo sería un desperdicio. A fin de cuentas, no significaba un peligro para sus negocios, ya que no tenía conocimiento de nada. Rompió a reír, y para sorpresa de todos los presentes, apartó el arma de la cabeza de Juan y con voz autoritaria ordenó:

_ Brutus, que dos hombres escolten a este muchacho fuera de mi propiedad. Déjenlo marchar y que nadie se atreva a hacerle daño.

_ Pero señor..._ intentó disuadirle el guardaespaldas.

_ ¿Acaso hablo en chino?_ bramó don Lucio ladeando un poco la cabeza.

Brutus se encogió un poco e hizo una señal a dos de los sujetos, que tomaron a Juan por cada brazo y lo acompañaron hasta la gran verja de entrada empujándolo al medio del camino.


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