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No bien llegó a la ciudad, Juan se dirigió al banco para cobrar el cheque, y con una cuantiosa e invaluable fortuna en su poder, empezó a hacer uso de ella. Se deshizo de su camioneta y compró un delicioso Jaguar rojo de último modelo en el mercado de automóviles de lujo. Rentó además un majestoso pent-house con una espléndida vista en una de las zonas más cotizadas de la urbe.

A partir de ese momento empezó a sentirse realmente sin ataduras, completamente libre, y disfrutaría al máximo su libertad. Derrochó una suma exorbitante en ropas, calzado y joyería masculina, todo de diseñadores prestigiosos, y por ende, a precios que cortaban la respiración, pero que a Juan no parecía preocuparle. Tenía dinero... ¿Y para qué era el dinero sino para gastarlo?

Esa misma noche cenó en un restaurante de alta categoría, y luego se presentó en el casino de moda, luciendo un elegantísimo esmoquin. Juan intentó hacerse notar, revoloteando entre los miembros de la rancia élite citadina que opacaba el tedio de sus vidas en apuestas millonarias, humo de cigarrillos, copas de champagne y conversaciones banales. Juan consiguió lo que deseaba: llamar la atención de los presentes. Tuvo una racha excelente en la mesa de la ruleta, y pronto sacó a relucir su carácter jocoso, haciendo chistes y atrayendo a las chicas como moscas a la miel. Las muchachas de la ciudad eran tan diferentes a las de su pueblo natal. Eran más sofisticadas, desinhibidas, sensuales y no ocultaban su interés por el bolsillo inflado.

Despertó a la mañana siguiente con una fuerte resaca, y para su sorpresa, se halló acompañado en el lecho con una rubia despampanante y una exuberante morena. Poco recordaba del final de la noche, algunos flashazos borrosos bombardeaban su memoria e infructuosamente trataba de recordar quienes eran aquellas dos chicas que dormitaban profundamente, y sin nada de ropas.

Antes de meterse bajo la ducha, se detuvo unos minutos ante el gran espejo del lujosísimo baño y se contempló. A simple vista, continuaba siendo el mismo Juan de siempre, pero algo había cambiado, y estaba consciente de que nunca más sería el mismo Juan de antaño: el campesino, el hijo de hacendados anclados en la tranquilidad del campo. No. Ahora sería un Juan sofisticado, rey de la ciudad y amante apasionado. Por unos segundos, la imagen de Catalina apareció en su mente, pero solo unos segundos. Catalina no tenía absolutamente nada en común con las chicas de la ciudad. La inocencia y la ternura de la ahijada de su padre estaban muy por encima de la sensualidad casi rapaz de aquellas jóvenes citadinas. Compararlas siquiera era algo más que absurdo e innecesario. Se sonrió a través del espejo. Aspiró profundamente. El aire de la libertad. Sin padres exigentes, ni hermanos metiches, ni novias, ni nadie que intentara obstaculizar su vida. Era libre.

Desenfreno. Es la palabra correcta para definir la vida y el comportamiento de Juan desde su llegada a la ciudad. Días y noches enteras de juergas que se salían de control en arrebatos de sexo, bebida y consumo de sustancias psicotrópicas. Jornadas íntegras de apuestas, de compras y obsequios caros para complacer a quienes lo idolatraban como a un dios pagano que proveía placer y depravación.

Tres meses. En tres meses Juan olvidó quien era, de donde venía y a quienes había dejado atrás. Tres meses durante los cuales dio rienda suelta a cada uno de los bajos instintos que ni siquiera sabía que poseía, y que fluían con tanta facilidad como el dinero de sus bolsillos, hasta un día, o mejor dicho, una noche, en la que, cenando con la amante de turno en un exclusivo restaurante, una de sus tarjetas de crédito fue rechazada. Atribuyó el percance a un simple error del banco, pero al día siguiente, mientras iba de compras por una boutique, nuevamente ocurrió lo mismo, solo que en esa ocasión, todas sus tarjetas indicaron que ya no tenían fondos.

Entonces, y solo entonces, Juan cayó en la cuenta que había dilapidado la fortuna familiar que había heredado y ya no tenía nada... absolutamente nada. A partir de ese momento, las cosas no pudieron ir peor. Tuvo que abandonar el pent-house al no poder seguir pagando la elevadísima renta. Terminó vendiendo su auto y algunas joyas, muy por debajo del costo original y alquilando un pequeño departamento en un barrio miserable. Había intentado contactar a varios de sus nuevos amigos de parrandas, pero todos lo trataron con evasivas y otros fingieron no conocerlo. Juan se sintió terriblemente decepcionado. Así que mientras tuvo recursos siempre fue solicitado, y ahora que presentaba problemas financieros todo le daban la espalda ¿Cómo podían tratarlo así luego de haber gastado tanto dinero en hacerlos sentir bien en tantas fiestas y dándoles incontables regalos?

Una semana después, Juan empezó a sentir miedo al notar que ya no tenía nada que vender y el poco dinero que guardaba, apenas le alcanzaría para comer y pagar la renta. Aquel cuartucho mugroso se le venía encima con un peso abrumador, y la casera era un ave de rapiña que acosaba constantemente a los inquilinos, recordándoles que la fecha de pago de la renta estaba cercana. Particularmente con él, aquella mujer era bastante amable, demasiado para su gusto. A veces tenía la escalofriante sensación de que ella le coqueteaba descaradamente, aunque no constituía un obstáculo para recordarle el pago de la renta.

Una noche, mientras hurgaba en las dos maletas que había acarreado de su hogar, en busca de algo de valor para vender, encontró lo inimaginable. Durante aquellos tres meses que parecían ya muy lejanos, había gastado tanto dinero comprando ropa y calzado que no había sentido necesidad de usar las que tenía guardadas en las maletas. Al deshacerse de casi todo para subir sus finanzas, era la primera vez que revisaba su equipaje original. En el fondo de una de las maletas halló un portarretrato con una fotografía que le provocó un vuelco en el pecho. La imagen de su padre, algunos años más joven, y él y Pedro cuando eran apenas unos infantes de cinco y seis años respectivamente despertó un tsunami de recuerdos que por un momento le hicieron sentir nostalgia por su hogar. Pensó en Catalina, su amada Catalina, tan dulce, tan tierna. Cuanto ansiaba volver a tenerla entre sus brazos. Ninguna de las chicas con las que se habían enrolado últimamente lo amaba en verdad. Solo habían acudido a él por su dinero, atraídas como moscas a un dulce pringoso. Catalina sí lo amaba, y él había roto su corazón dejándola sola, abandonada como un trasto inservible. Extrañaba a Nana Cruz, aquella segunda madre que tanto lo mimaba. Ella había sido de seguro quien le había colocado aquel retrato en su maleta. Tenía que ser ella, quien, aprovechando algún descuido suyo, se había filtrado en su recámara y dejado aquel trozo de añoranzas y recuerdos.

Sonrió con nostalgia al contemplar el rostro de su padre ¿Cómo estaría su salud en esos momentos? ¿Le echaría de menos? Y a estas interrogantes se sumó otra, tan inesperada como el hallazgo que la había provocado: Si decidiese regresar ¿Su padre volvería a acogerle como hijo? Reparó en la imagen de su hermano mayor, y él mismo se respondió ¡Por supuesto que no! Además ¿Para qué querría regresar? Pedro solo haría un festín de reproches y burlas a su costa. Tenía fe en que solo estaba pasando por un mal momento del cual podía recuperarse. No sabía exactamente cómo ni cuándo, pero se recuperaría... ¿Volver a la hacienda paterna? Tenía que estar demente solo de pensarlo. Por mucho que extrañara a su padre, a Catalina y a Nana Cruz y su antigua vida, no iba a dar marcha atrás.

Arrojó el retrato con un gesto brusco sobre el camastro y decidió proseguir en su labor, aunque ya no recordaba cual era con exactitud. Quería olvidar, dejar atrás aquellos gratos recuerdos y seguir adelante con su vida. Por ello se había marchado sin mirar atrás.

Cada noche salía con la esperanza de encontrar a sus antiguos amigos y que alguno fuera capaz de ofrecerle ayuda, mas, el resultado era nulo. Intentó entrar al casino en una ocasión y lo echaron bajo amenazas de llamar a la policía si volvía a molestar. ¡No podía creerlo! ¿Ya no lo recordaban allí tampoco? Tantas jugosas propinas que le había dado a los porteros y era así como le pagaban ¿Cómo su vida podía haber dado un cambio tan brusco? Tan solo cuatro meses atrás había estado en la cumbre del poder y el lujo, y ahora, era menos que nada, una mera sabandija a la que todos observaban repulsivamente por encima del hombro... ¡A él! ¡Juan Santiesteban! El hijo de uno de los hacendados terratenientes más poderosos del país. Si, el hijo de Justo Santiesteban era expulsado de los sitios más exclusivos y deambulaba ahora por las calles como un mendigo, comiendo en un hospicio de la iglesia con un centenar de personas sin recursos, situaciones similares o peores que la suya.

Días después tuvo que abandonar la pensión cuando, al regresar de su recorrido nocturno, encontró que habían forzado la puerta de su habitación y le habían robado absolutamente todas sus pertenencias, a excepción del retrato, que halló destrozado en el suelo, junto a todo el desorden que los ladrones habían dejado tras sí. De nada sirvió que se quejara con la casera. Por primera vez, esta ni le coqueteó ni se mostró amable. Con la frialdad de un témpano de hielo, le ordenó recoger sus pertenencias y largarse. Pero... ¿Recoger qué? Le habían dejado con la ropa que vestía y nada más. Tomó del suelo la fotografía rasgada en dos mitades, la guardó en el bolsillo de su abrigo y salió a la calle, sin rumbo, sin esperanzas, sin un plan enfocado en qué hacer en lo adelante.

Por supuesto, las desgracias van encadenadas unas tras otras, y si pensaba que su situación no podía empeorar, cambió de parecer cuando tres sujetos lo detuvieron a una callejuela solitaria e intentaron asaltarle. Al comprobar que no tenía más que unos míseros billetes en la cartera, le propinaron una paliza y lo dejaron abandonado en medio de la calzada, bufando y maldiciendo su mala suerte.

Pasó la noche en un callejón oscuro, junto a unos vertederos de basura pestilentes, arropado con periódicos viejos, tiritando de frío y de dolor por los golpes recibidos, un moretón en la mejilla derecha, el labio inferior roto y la sensación de que todas sus costillas se habían quebrado como palillos de dientes. Con manos temblorosas sacó la fotografía rota del bolsillo, y unió las partes, mientras los ojos le escocían y se asomaban unas lágrimas que no llegaron a brotar del todo. ¡Otra vez le asaltaba aquel deseo de volver a la casa paterna, de olvidarlo todo y comenzar de nuevo! ¡NO! ¿En qué estaba pensando? Su padre jamás lo perdonaría. Y su hermano Pedro... No pensaba darle a este la satisfacción de verle regresar derrotado y hecho polvo. Estrujó la imagen, pero no la desechó, sino que volvió a guardarla en el abrigo, esta vez junto a su corazón...

¿Empezar de nuevo? Bien, eso haría. A partir del día siguiente labraría su propio destino, que no era terminar como un marginado por la sociedad. Buscaría un empleo y poco a poco saldría adelante. Ahora, solo restaba intentar dormir.

SEIS MESES DESPUÉS...

Los medios de información solo hablaban de la terrible crisis financiera que azotaba la nación. La bolsa de valores se había desplomado produciendo un descalabro mayúsculo en la economía del país. Más de un negocio había quebrado, cientos de personas de clase media y alta se habían declarado en bancarrota, y la tasa de desempleo alcanzaba cifras exorbitantes que sobrepasaba los millares.

Juan sintió el rugir de su estómago ante la vidriera de aquella cafetería donde un puñado de personas degustaba humeantes cafés o vasos de jugos acompañados de deliciosos bizcochos u otros dulces. Llevaba dos días sin ingerir alimento. La situación actual era tan grave, que ya ni siquiera alcanzaba a entrar al hospicio de la iglesia, pues el número de comensales cada vez era mayor y la comida apenas si daba abasto. Jamás había pensado que, luego de haber disfrutado tantos manjares en su vida, iba a añorar tanto un simple plato de sopa y un trozo de pan, que era la reciente oferta del menú en el refugio cristiano.

Luego de seis meses lavando platos, trapeando pisos y botando bolsas de basura en un restaurante, el dueño del negocio había tenido que reducir la cifra de empleados, y desgraciadamente, fue uno de los primeros en unirse a la ya amplia suma de trabajadores en paro. Aquel empleo le había permitido rentar nuevamente un cuartucho miserable, y la comida la recibía en el mismo restaurante, pero, otra vez lo había perdido todo, y, esta vez, resultó mucho peor. Juan observó su imagen reflejada en la vidriera de la cafetería y sintió asco de sí. Apestaba, ya no recordaba cuando se había bañado por última vez, y la mugre inundaba no solo sus ropas desgastadas y rotas, sino que también era visible en su rostro sin afeitar y en la uñas de sus manos. Había perdido tanto peso que podía advertir los huesos bajo la piel. ¿Quién era aquel fantasma? ¿Aquella sombra inmunda que tenía ante sí? Ese no era Juan Santiesteban. No era capaz de reconocerse con aquel aspecto demacrado y repulsivo.

Tragó en seco y se tambaleó un poco antes de seguir caminando. Una vez más no tenía rumbo, puesto que no había un sitio específico al cual dirigirse. Estaba solo, desamparado y perdido en una ciudad donde a nadie le importaba su suerte.

Se volteó con rapidez al sentir el contacto de una mano sobre su hombro ¿Cómo era posible que alguien se hubiese atrevido a acercársele, y más aún, tocarle? ¿Era posible que finalmente quedara algo de misericordia en el corazón de alguna persona, cuando empezaba a creer que solo la maldad y el interés reinaban? Recordaba vagamente el rostro de la chica que tenía enfrente. Si, era una de las tantas amantes de las que había conocido meses atrás. Una más, carente de valor e importancia para él en aquellos momentos de gloria y poder. Se sobrecogió de vergüenza por el hecho de que ella tuviera que verlo en tales fachas, sobre todo, comparado con la imagen sublime y hermosa que la joven ofrecía, toda perfumada, con un atuendo de ensueño y cargada de bolsas de compras. En cambio, él era la viva estampa de un indigente.

Se saludaron. Ella no dejó de mirarlo ni un segundo, y el orgullo de Juan se laceró aún más, porque en los ojos de ella brillaba con una fuerza imponente la decepción, y muy por encima de esto, una lástima que resultaba todavía más hiriente. Luego de algunas preguntas aisladas de cortesía, ella lo invitó a comer algo juntos y a pesar de sentirse famélico, Juan declinó la invitación ¿Cómo iba a presentarse en cualquier sitio en aquellas fachas? Aún le quedaba algo de dignidad. Ella pareció comprender la causa de la negativa y con una sonrisa cordial, le aseguró que no tenían que entran a ningún sitio. A poca distancia, un vendedor de hog dogs proveyó una deliciosa merienda, que ambos degustaron sentados tranquilamente en el banco de un pequeño parque. Juan devoró tres en menos de lo que se cuenta, bajo la mirada lastimera de la chica, que apenas probó el suyo y finalmente, terminó dándoselo para que él hiciera cuenta del mismo. Todavía estaba masticando, cuando se detuvo en seco, y su vergüenza alcanzó niveles elevados. Ella no quitaba sus ojos de él, evaluándolo, como tratando de descubrir o reconocer algo familiar tras la mugre y los andrajos. A pesar de estarle agradecido por haber saciado su apetito de días, no estaba dispuesto a pagar el favor sirviéndole de animal de feria. Apuró el último bocado y se puso de pie, sacudiéndose las migas de pan:

_ Gracias por la merienda. La disfruté mucho.

_ No lo dudo._ contestó ella.

Los ojos de Juan brillaron con cierta amenaza:

_ ¿Qué insinúas? ¿Qué soy un pordiosero hambriento?

_ No lo sé. Dímelo tú ¿Lo eres?

Tal era la calma con la que ella le hablaba que Juan no supo que decir. Resopló mientras colocaba los brazos en jarra y miró en torno. Varias personas paseaban por el parque, y al cruzar junto a ellos, les dirigían miradas de curiosidad, como una silenciosa interrogante: ¿Una joven tan elegante qué hacía en compañía de aquel miserable?

_ Debo irme. Fue un placer volver a verte. Adiós.

Pero la pregunta de ella lo detuvo:

_ ¿Siquiera te acuerdas de mí?

Con lentitud, Juan se volvió hacia ella. Solo sabía que habían tenido sexo, pero no tenía idea de quien era ella, cuál era su nombre o cualquier otro detalle le eran desconocidos por completo. Negó con la cabeza, pues un nudo de bochorno se había atorado en su garganta impidiéndole hablar. Ella le indicó con un gesto sutil que volviera a sentarse a su lado, y él obedeció sin emitir queja alguna. Una brizna de aire sopló, agitando las ramas del arbusto bajo el cual estaba sentados y una lluvia de hojas danzó ante ellos, flotando con crepitante gracia. Juan se arrebujó, cohibido por el mal olor que despedía su cuerpo, temeroso que de algún momento a otro, ella pudiese ejecutar una mueca de repulsión. De ser así, entonces sí caería muerto por la vergüenza:

_ Toda la vida los hombres me han utilizado. Hombres como tú, con mucho dinero y la idea fija de que pueden hacer su antojo solo porque pueden pagarlo... Nos conocimos una noche en una discoteca, me prometiste el sol, la luna y las estrellas, y yo, que me había jurado no volver a caer en la trampa, me dejé seducir, porque en verdad creí que tú eras diferente. Y al otro día me despediste con tanta tranquilidad, que me costó una semana sobreponerme a haber vuelto a ser tan estúpida.

_ Lo siento._ apenas pudo susurrar Juan.

_ Ya no importa._ sonrió ella._ Como ves, no me ha ido tan mal después de todo. Finalmente conocí a alguien especial que me valora y con el que voy a casarme pronto. Por suerte, la crisis no le ha afectado tanto, y aunque lo hubiera hecho, no habría importado, porque por primera vez me siento amada, apreciada y respetada, y eso vale más que todo el oro del mundo._ hizo una pausa para mirarlo con el ceño fruncido._ Pero por lo que yo veo en ti, las cosas no han ido muy bien.

Juan esbozó una sonrisa burlonamente amarga, quiso bromear diciendo: No me puedo quejar, pero le pareció un comentario demasiado sarcástico y fuera de lugar. Ella le tomó una mano, y él se sobresaltó, conteniendo la respiración:

_ ¿Qué te ha pasado, Juan?

«_ Recuerda mi nombre..._ pensó él.»

_ ¿Por qué viniste a la ciudad?_ insistió ella._ Sabes... Cuando te vi por primera vez, me pareciste alguien especial, alguien que no tenía nada que ver con los tipejos a los que he estado acostumbrada toda mi vida. Tenías un no sé qué de inocencia, que fue lo que me cautivó. Cuando me desechaste como una basura, pensé que me había equivocado, pero te confieso que durante un tiempo te seguí sin que te dieras cuenta, y al ver la forma en la que derrochabas tu fortuna, y los elementos humanos con los que te juntabas, me di cuenta que solo eras un niño con mucho dinero, tirándolo a manos llenas, y que no tenías ni idea ni sentido del futuro.

Juan apretó los labios temblorosos y tragó en seco. Cada palabra de ella era un puñal clavándose en su corazón, y cada frase, cada palabra era absolutamente cierta. Sintió en la suya la presión de las manos femeninas:

_ ¿Por qué no regresas a tu hogar? ¿No tienes familia? ¿Gente que de seguro te extraña?

Hogar. Familia... Aquellas palabras le sonaron tan vagas como desconocidas. Hogar, familia... Una vez las tuvo, en una época donde era feliz, donde no tenía que fingir ante nadie que tenía mucho dinero para sentirse amado y aceptado. Pero aquella época estaba ya muy distante en el tiempo, y era imposible regresar allá. Hogar, familia... Para él solo eran palabras que ya no poseían ningún sentido. Retiró su mano y se puso en pie, sintiendo como se había abierto un agujero en su pecho que supuraba angustia y dolor. No quería que le viera llorar, y estaba punto de hacerlo, por tanto, debía despedirse y marcharse:

_ Espera..._ le llamó a ella y corrió hacia él. Hurgó en una de sus bolsas y sacó una tarjetita que le entregó._ Ve a esta dirección. Tal vez puedan ayudarte allí dándote un trabajo. Es lo único que puedo hacer por ti. Y por favor... cuídate.

Y ante la sorpresa aún mayor de Juan y de varios de los que rondaban cercanos a ellos, le tomó el rostro churroso entre sus manos delicadas y lo besó suavemente en la mejilla, luego volvió a ponerse sus elegantes gafas de sol y se alejó sin prisa, dejando a Juan mudo y estaqueado en medio de la alameda, con la tarjeta de presentación temblándole entre las manos. Cuando se recuperó le echó una ojeada:

Sr. Lucio Bonetti


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