2
La hacienda parecía vacía, sin vida.
Aquella mañana no había risas infantiles flotando en el ambiente, puesto que las lecciones se habían suspendido ese día y los niños se habían marchado tristes y preocupados a sus hogares, ya que la maestra Catalina los había despedido con ojos llorosos.
Si, parecía que alguien había muerto y ni siquiera Silvana se atrevía a parlotear por los rincones como era su costumbre. Con sus inmensos ojos negros, la muchachita permanecía silenciosa, cumpliendo sus deberes, pero atenta a lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
Había transcurrido una semana desde que se enterara que el joven Juan se había encerrado con su padre en el despacho y le había anunciado que pensaba marcharse de la casa, y no solo eso, sino que le había exigido además la parte de la herencia paterna que le correspondía.
¡Qué horror! Un hijo heredando en vida a su padre... ¿Qué clase de persona desalmada era capaz de hacerle semejante acción a su propio padre? Un hombre que solo había vivido para amar y complacer a sus hijos, principalmente cuando estos habían quedado huérfanos de madre. Desde aquella noche, la señorita Catalina solo lloraba, Nana Cruz intentaba parecer fuerte, pero también estaba sufriendo. Don Justo, aunque todos creían que aquella situación le haría daño y provocaría una recaída, no mostraba signos de afectación, pero se pasaba todo el tiempo encerrado en su habitación.
Quien sí parecía una fiera enjaulada era el joven Pedro. Por cualquier motivo estallaba en cólera y gritaba a los peones y empleados, y parecía que le saldría fuego por los ojos y las orejas. Y Juan... fresco como una lechuga, como si el sufrimiento de los demás no fuera de su incumbencia. Silvana estaba más que furiosa con él... ¿Cómo podía ser tan desconsiderado? ¿Acaso no sabía el dolor que estaba infligiendo en quienes le querían? La niña Catalina iba a deshidratarse si continuaba llorando, y don Justo... Don Justo aún no estaba del todo recuperado... ¿Y si le daba otro perendeque? Entonces el joven Pedro sí le iba a arrancar la cabeza de verdad a su hermano menor.
Temprano en la mañana, el licenciado Federico Esparza se personificó en la hacienda, aunque ya llevaba varios días acudiendo y encerrándose con don Justo en el despacho. Federico era el abogado de la familia Santiesteban, y desde muchos años, íntimo amigo de don Justo. Silvana fue quien recibió al rechoncho y elegante licenciado. Pedro no se había ido al campo ese día, y también fue a recibirlo, aunque con una cara tan avinagrada, que el pequeño hombrecillo titubeó nervioso. Por suerte, Nana Cruz también se presentó en el salón y lo acogió cortésmente, mientras Pedro cerraba la puerta de un tirón tal que estremeció las paredes y a la propia Silvana. La vieja sirvienta le dirigió una mirada envenenada al joven mientras le ofrecía al licenciado Esparza una taza de café, que el hombre rechazó con gestos temblorosos, ya que apenas pudo tartamudear algunas palabras:
_ Pedro... ¿Por qué no vas y le dices a tu padre que el licenciado Esparza ya está aquí?
Ante la orden de Nana Cruz, Pedro permaneció inmutable, recostado al marco de la gran puerta del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y el sombrero hundido casi encima del rostro pétreo:
_ Silvana puede hacerlo, para algo es la sirvienta ¿No?
La aludida quiso correr a cumplir la orden, pero un gesto de Nana Cruz la detuvo en seco. La anciana ignoró el despectivo comentario del joven. Dirigió unas amables palabras a Federico Esparza, que, embutido en un butacón, apretaba su inseparable valija, y ardía en deseos de salir corriendo lejos de aquel ambiente tan hostil. En todos los años frecuentando aquella casa, jamás se había sentido tan agredido.
Nana Cruz se disculpó y mientras salía del salón, tomó a Pedro por un brazo y tiró de él:
_ ¿Qué crees que estás haciendo?_ le vociferó a susurros al pie de la escalinata.
_ Esto no tiene porqué estar sucediendo._ masculló el joven con voz cavernosa.
_ El licenciado Esparza no tiene la culpa, Pedro. Solo está haciendo su trabajo, lo que tu padre le pidió.
_ Yo sé que no es culpa de Federico... La culpa es de otra persona.
El rencor fluyó en cada palabra al ser pronunciada, y Nana Cruz apretó los labios en un gesto de dolor. Escuchar a Pedro referirse a su propio hermano como si de un ser despreciable se tratara era algo que no podía soportar ¿Cuándo había surgido tal odio en aquellos niños que había visto nacer y que había criado como hijos propios? Le palmeó cariñosamente un hombro a Pedro y se atrevió a preguntarle:
_ ¿Has hablado con él?
_ ¿Con quién?
_ Con tu hermano... con Juanito.
Pedro dio un respingo y sus facciones se endurecieron aún más:
_ No sé porqué sigues tratándolo como a un niño..._ y repitió con una mueca grotesca._ Juanito...
_ No has respondido mi pregunta._ insistió la mujer.
_ No tengo nada que hablar con él.
_ En eso te equivocas. Deberías hablarle... ¡Es tu hermano y está a punto de cometer el peor error de toda su vida!
_ ¿Y qué puedo hacer yo, nana? Papá intentó convencerlo para que se quedara, le suplicó y no lo consiguió ¿Por qué conmigo sería diferente?
Nana Cruz lo miró directamente a los ojos, mientras le acariciaba las mejillas:
_ Porque tú eres su hermano. Porque a pesar de las diferencias que los separan ahora, hubo una época en que fueron muy unidos, una época en que se amaron y se cuidaron mutuamente. En nombre de ese amor de hermanos que yo sé que no ha muerto, te suplico Pedrito, que vayas a ver a Juan y le pidas que por favor, por su padre, por nosotros, que desista de esa idea absurda de marcharse.
En lo profundo de su corazón, Pedro se conmovió ante la súplica de Nana Cruz. Los ojos cansados de la anciana brillaron llenos de lágrimas, y el fornido cuerpo del joven se relajó la duración de un desgarrador suspiro que le brotó del pecho.
Juan dejó que todo su cuerpo aplastara la maleta sobre la cama para así correr el cierre con mayor facilidad. Desde el día anterior había empezado a preparar su equipaje. No deseaba dejar nada para último momento y aquella era la última maleta. En dos ocasiones había estado a punto de deshacer los planes. Primero, cuando Catalina fue a verlo, llorando y suplicándole que no se marchara. Casi le rompió el corazón el ver a su amada novia tan frágil como un animalillo herido, pero no se dejó convencer.
Igualmente, horas después, Nana Cruz entró en su habitación para hacerle la misma petición. Al morir su madre, cuando aún era pequeño, aquella negra había sido la madre sustituta que le había cuidado y mimado, y también disciplinado cuando lo merecía. Hacía muchísimos años que Nana Cruz había dejado de ser una sirvienta para convertirse en un importantísimo miembro de la familia, por ello, entendía que no quisiera aceptar que la familia, su familia, estuviera a punto de resquebrajarse. Pero igualmente, sus súplicas no surtieron efecto. Juan había tomado una decisión irrevocable y no pensaba dar marcha atrás. Solamente le resultaba doloroso que se padre no se hubiera acercado para disuadirle. De su hermano Pedro lo esperaba, de hecho, estaba consciente que Pedro contaba las horas y hasta los minutos y segundos para acabar de verlo fuera de la hacienda. Pero su padre...
Se volteó y dio un respingo al ver la figura de su hermano mayor, apoyado al dintel de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
¿Cuánto había transcurrido desde la última vez que habían estado tan cerca? Juan no estaba seguro, pero parecía una eternidad, aunque, para variar, su hermano mayor continuaba teniendo la misma cara como de quien ha chupado un caramelo de vinagre:
_ ¿Qué haces aquí?_ preguntó ásperamente.
_ Necesito que hablemos._ fue la respuesta de Pedro.
¡Vaya! No lo hubiera esperado jamás. Su hermano quería hablarle. No era difícil saber sobre qué. Juan irguió más los hombros y continuó en lo suyo:
_ Entre tú y yo todo quedó dicho. Además, no tengo tiempo y si lo que quieres es intentar convencerme para que me quede, voy a ahorrarte la tarea. El licenciado Esparza debe estar al llegar, así que...
_ El licenciado Esparza ya está aquí._ anunció Pedro con voz cavernosa.
_ Mucho mejor entonces. Mientras más rápido acabemos, será conveniente para todos.
Concluyó finalmente su tarea y se dispuso a salir de la recámara tirando de ambas maletas. Al pasar junto a Pedro, este lo sostuvo por un brazo, obligándolo a detenerse:
_ Suéltame._ masculló Juan con voz queda, pero amenazante.
_ Por favor, solo te pido que me escuches unos minutos, te prometo que seré breve.
No podía negar que sentía curiosidad ante lo que quería decirle su hermano mayor. Nada nuevo, de eso estaba claro, pero aun así, la curiosidad lo acosaba. Apretó las sienes y se dispuso a escucharle, aunque sin borrar de su rostro una actitud que indicaba cuán poco le interesaba lo que fuera a decirle. Por su parte, Pedro resopló, se humedeció los labios resecos y comenzó a hablar:
_ Sé que últimamente no nos hemos llevado bien. Sé que no soy el hermano más cariñoso, ni el más agradable. Nadie es perfecto. Pero por favor, Juan. No lo hagas por mí, ni por Catalina o Nana Cruz. Hazlo por papá... Él no está bien de salud. No te vayas, quédate. No cometas un error del que puedas arrepentirte.
Aún no había concluido de hablar, cuando Juan soltó una carcajada irónica. Pedro apretó los puños y se contuvo... ¡Dios! Con cuanto placer le habría gustado golpear en el rostro al zoquete que tenía delante. Había sido un completo error intentar hablarle al ingrato de su hermano menor:
_ ¿Y eres tú quien me pide que abandone mi idea? ¿Tú precisamente? ¡No puedo creerlo!... ¿Y para qué? Dime... ¿Por qué tendría que hacer lo que me pides? ¿Cambiarán las cosas si lo hago? ¿Dejarás de molestarme?
_ Juan, si me comporto contigo como lo hago, es porque quiero tu bien. Quiero que aproveches tu vida de modo productivo, que...
Pedro dejó de hablar abruptamente, mirando a Juan con los ojos muy abiertos. Tenía que ser una broma ¿Juan estaba musitando bla-bla-bla y haciendo gestos con las manos?
_ ¿Acaso te estás burlando de mí?
El cinismo se apoderó de Juan inmediatamente:
_ ¿Burlándome de mi hermano mayor? ¿Yo?... A ver, déjame pensar... Oh sí... ¡Por supuesto que me estoy burlando de ti, Pedro!... ¿Estás oyéndote? ¿En serio vas a venir con el discurso barato de quiero lo mejor para ti?... ¡Por favor, esperaba algo mejor viniendo de tu parte!
Pedro quiso volver a tomar la palabra, pero Juan se lo impidió al agregar con rapidez y desdén:
_ ¿Sabes qué? Olvídalo... Quieres que sea como tú y eso nunca va a pasar. Me voy de esta casa le duela a quien le duela. No pienso permanecer aquí por más tiempo. Estoy harto de que me juzguen, de que traten de dominarme, principalmente tú. Quiero sentirme libre. Libre para hacer lo que me gusta, ir a donde quiero sin que nadie tenga que opinar si está bien o mal.
Los ojos de Pedro se encendieron de ira:
_ Sí, claro, y para eso heredas a nuestro padre en vida.
_ Para hacer lo que quiero necesito dinero.
_ ¡Un dinero que no has trabajado!_ gritó Pedro.
_ ¡Un dinero que me pertenece por derecho!_ vociferó Juan.
Durante una fracción de segundo, pareció que ambos saltarían uno sobre el otro, dispuestos a despedazarse. Pedro fue el primero en reaccionar:
_ No te diré nada más. Alguien tan egoísta como tú no merece consideración por parte de nadie. Haz lo que te plazca, al final, es tu vida.
_ ¡Gracias! Tienes razón, mientras más rápido acabemos con esto será mejor para todos.
Y aquellas fueron las últimas palabras que ambos intercambiaron.
Cuando Juan entró al despacho acarreando su equipaje, fue recibido por un silencio sepulcral. Ya todos estaban allí, aguardando por él. El licenciado Federico Esparza, embutido en el gran butacón tras el escritorio de don Justo, había colocado ante sí todos los documentos estrictamente organizados. Catalina estaba sentada en otra butaca, con los ojos enrojecidos mientras estrujaba nerviosamente un pañuelito entre las manos. En otro asiento estaba su padre, don Justo, pálido, silencioso, inexpresivo. Al ver aparecer a su hijo, sus ojos habían emitido un ligero brillo de emoción, pero igualmente, no dijo nada. Completaban el cuadro, como testigos, Pedro y Nana Cruz, de pie tras el butacón de don Justo. Las facciones del rostro de Pedro se endurecieron aún más ante la entrada de su hermano y volteó el rostro para no verle. Oculta casi en un rincón, estaba Silvana. Había logrado colarse y permanecía agazapada, tratando de pasar inadvertida, atenta a cada detalle para no perderse absolutamente nada de cuanto sucediera:
_ Ya puedes comenzar, Federico._ ordenó don Justo con voz muy queda.
El abogado procedió a dar lectura a la reciente voluntad del hacendado, no sin antes dejar claro que en sus tantísimos años ejerciendo su profesión, jamás se había encontrado un caso en que alguien testara en vida a favor de un beneficiario. Se dirigió directamente a Juan, preguntándole si deseaba continuar con aquel proceso, a lo cual el joven se manifestó totalmente dispuesto.
Catalina contuvo a duras penas un sonoro sollozo. Pedro se aproximó a ella, inclinándose para abrazarla ligeramente. Al ver esto, Juan sintió hervir la sangre en sus venas y unos celos violentos le recorrieron las entrañas. Por lo visto, Catalina tendría pronto alguien con quien sustituirlo. Aún no se había marchado y ya tenía otros brazos donde hallar consuelo.
La voz cadenciosa del licenciado Esparza lo sacaron del absurdo soliloquio en que se encontraba inmerso. El abogado leyó entonces el documento que explicaba, como en pleno uso de sus facultades mentales, Justo Santiesteban legaba en vida a su hijo menor, Juan Santiesteban, la mitad de sus bienes, que eran, en esencia, la fortuna de su difunta esposa y madre de sus hijos. Todo esto consistente en una cuantiosa suma monetaria que al ser mencionada, casi provocó un desmayo en Silvana y que sus ojos estuvieran a punto de salirse de sus cuencas.
Al concluir la lectura del testamento, se procedió a la firma de los documentos. Don Justo tomó los papeles y la elegante pluma que el licenciado Esparza le extendía y antes de plasmar su firma, dirigió una última mirada a su joven hijo. Más que una mirada, era la súplica silenciosa que aguardaba que cambiara de idea. Pero a pesar del dolor de ver a su padre herido, Juan permaneció firme e inalterable como una roca.
La mano de don Justo se movió sobre el papel con tal ligereza, que no estaba seguro si realmente había escrito algo, como si la pluma se hubiera resbalado entre sus dedos. Juan fue el segundo en firmar, y no titubeó al hacerlo. Pedro, que fungía como testigo, garabateó unos trazos toscos luego de lanzarle una siniestra mirada a Juan.
Federico guardó los papeles en su maletín y le entregó al joven el correspondiente cheque. Juan sonrió. Todo estaba hecho. Era libre. Ni siquiera estrechó la mano del abogado, como se hacía en esos casos. Guardó el cheque en el bolsillo de su chaqueta y salió del salón si decir nada, sin dirigir una mirada a ninguno de los presentes. Nana Cruz cerró los ojos mientras se llevaba una mano al pecho. Catalina rompió a llorar convulsamente mientras Silvana intentaba consolarla. Pedro trató de detener a su padre, quien salió corriendo tras Juan, solo para caer de bruces en la puerta de entrada, y ver, con angustia, la camioneta del hijo amado que se alejaba por el polvoriento camino, dejando tras sí una densa nube de tierra flotando en el calor de la mañana. La mirada de don Justo se empañó y murmuró una y otra vez el nombre de su niño, al que no sabía si volvería a ver nuevamente.
El licenciado Federico Esparza se marchó aquel día de la hacienda con una rara sensación de amargura en el alma. Era como si en vez de haber estado con el hombre más acaudalado y poderoso de la región y posiblemente del país, hubiese dejado atrás al más miserable de los seres mortales. No estaba seguro, y no quería alentar malos presagios, pero sospechaba que Justo, su amigo y cliente de tantos años, no soportaría el dolor de haber perdido de aquella forma a uno de sus amados hijos.
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