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Catalina Ibáñez había quedado huérfana a los siete años, al morir sus padres en un fatídico accidente automovilístico. Don Justo Santiesteban, gran amigo de los Ibáñez y padrino de bautizo de la niña, la acogió en su hogar como a una hija. Don Justo poseía la hacienda más productiva de la región y posiblemente de todo el país, y era conocido por ser un hombre bueno y trabajador, cuya mayor riqueza, según sus palabras, no eran las muchas posesiones con que contaba, sino sus hijos, dos niños de diez y ocho años respectivamente.
Pedro, el mayor, era un chiquillo de carácter duro, y trataba siempre de imitar y complacer a su progenitor, aún cuando a veces no le gustasen las disposiciones paternas. Por el contrario, Juan, el menor, era rebelde, impetuoso, excesivamente alegre y travieso. Los hermanos se querían mucho, independientemente de que, hermanos al fin y al cabo, casi siempre estuviesen peleando entre sí.
Con la llegada de la pequeña Catalina a la hacienda todo pareció cobrar más vida. Los dos niños dieron una calurosa bienvenida a la pequeña huérfana y la convirtieron en una fiel compañera de juegos, sobre todo Juan, cuyo interés por Catalina brotó casi de inmediato verla llegar de la mano de su padre.
Así, quince años después, y a pesar de que extrañaba a sus padres biológicos, Catalina amaba la vida en la hacienda de su padrino, y no solo a causa de los lujos y privilegios de los que podía disfrutar allí, sino por la paz y la felicidad que la embargaban. Sentía en su corazón que Dios le había obsequiado una nueva familia que la amaba y cuidaba. Don Justo, más que su padrino y tutor, era un padre tierno y comprensivo, aunque inflexible ante lo mal hecho. Pedro era como un hermano mayor, obsesionado con el trabajo de la hacienda. Catalina lo respetaba y le tenía hasta un poquitín de temor. Con los años, el carácter huraño de Pedro se había recrudecido, tornándose más seco y frío, a diferencia de Juan, quien era la alegría del hogar, siempre haciendo chistes picantes o sacando de quicio a Nana Cruz, la vieja sirvienta que los había criado a los tres y a la que veían como a una madre amorosa y a veces algo sobre protectora.
Al ir creciendo, Catalina había empezado a ver a Juan no ya como un hermano o un amigo de juegos, y con el joven ocurrió lo mismo. El amor, impetuoso y primaveral había brotado entre los dos, envolviéndolos en su manto de románticas ilusiones. Aunque se empeñaron en mantenerlo oculto, pronto se cumplieron aquellas palabras de un sabio filósofo de la antigüedad: Hay dos cosas que el ser humano no puede ocultar, una, que está borracho, y la otra, que está enamorado.
El idílico romance no tardó en ser del dominio público de la región. En un principio don Justo no lo vio con buenos ojos, pero luego solo pensó en la felicidad de su ahijada y de su hijo, principalmente, en el tarambana de Juan:
_ Quizás Catalina pueda hacerlo mejorar.
Pero don Justo no sabía cuan lejos estaba aquel deseo de materializarse.
Para la fecha, Pedro tenía veinticinco años, Juan veintitrés y Catalina veintidós. Don Justo, aunque se conservaba aún fuerte a simple vista, ya había tenido que delegar responsabilidades en su primogénito. Su salud había sido quebrantada por la hipertensión arterial y la diabetes, y mantenerlas controladas era para él una lucha constante. Nana Cruz era su aliada en ese aspecto, sobre todo, en lo que concernía a los horarios de ingerir las medicinas y en la cuestión de que no cometiera desajustes alimenticios.
Como cada amanecer, Catalina despertó con el sonoro canto de los gallos y el concierto de los últimos grillos que despedían la madrugada, dándole la bienvenida al alba, mientras el aroma de la leche recién hervida y el café acabado de colar endulzaban toda la casa desde la cocina. Como cada mañana, bien temprano, le llegaron las voces de Silverio y Sebastián, los jóvenes peones que al rayar la aurora, estaban ya en espera de Pedro y sus órdenes. Nana Cruz ya los aguardaba, ofreciéndoles el delicioso y humeante néctar negro.
Rato después, mientras se vestía, escuchó la voz alterada de Nana Cruz regañando a Silvana, la jovencita encargada de la limpieza de la casa. Silvana era hija de unos campesinos que también laboraban en la hacienda. La chiquilla soñaba con ser millonaria algún día y poder dar las órdenes en vez de recibirlas y tener que cumplirlas. Siempre estaba en las nubes, y por ello, Nana Cruz no dejaba de pelearle, y en su momento, de darle sus buenos tirones de trenzas. La mayor debilidad de Silvana consistía en querer saberlo todo y contribuir a la publicidad del asunto que fuere de su conocimiento. Catalina se rió imaginando a Silvana haciéndole gestos a Nana Cruz, como sabía que la muchachita acostumbraba a hacer una vez que la anciana le daba la espalda. Si Nana Cruz la llegaba a sorprender un día, le arrancaría los moños, estaba absolutamente segura de ello.
Habiéndose especializado en el magisterio, Catalina había solicitado el permiso de su padrino para abrir, en el jardín de la hacienda una especie de escuelita para los hijos de los campesinos de la zona. Desde hacía un año, todas las mañanas, una veintena de niños acudía en tropel, deseosos de llenar sus cabecitas de conocimientos. Nana Cruz se había acostumbrado a que ya no le dejaran una sola flor con vida en el jardín, puesto que los chicos las arrancaban para ofrecerla a su querida maestra. Solo Silvana seguía mortificándose ante la invasión de la chiquillada, ya que durante los horarios de juego, los niños correteaban no solo por el jardín, sino también por el amplio porche de la casona, echando a perder el trabajo de limpieza, que ella escasamente hacía.
Catalina amaba a sus niños, y se empeñaba en enseñarles a leer, a escribir, a calcular y cuanto pudiese servirles para sus vidas. Le alegraba oírles decir a algunos de los infantes, que al crecer, querían ser tan trabajadores como el joven Pedro Santiesteban. Las niñas aseguraban que serían maestras como ella. Pero le preocupaba enormemente que otros chicos manifestaran seguir el ejemplo de Juan, quien, cuando estaba en la casa, buscaba la forma de introducirse en sus lecciones y robar la atención de los chicos, que rápidamente entraban en complicidad con el joven que adoraban por ser un compañero más de juegos.
Hacía ya un mes desde que Juan había anunciado que se tomaría un tiempo en sus estudios de Derecho en la universidad, lo cual provocó un profundo disgusto en don Justo. Pedro no había querido cultivarse más porque simplemente decía que no tenía cabeza para los estudios, y disfrutaba mejor el trabajo de la hacienda, pero Juan sí tenía aptitudes para prepararse y hacerse todo un profesional. Don Justo no comprendía porqué aquella decisión tan repentina. La noche del anuncio, durante la cena, Pedro insultó a su hermano, llamándolo egoísta, irresponsable, inmaduro, a lo que Juan impugnó acusándolo de amargado e infeliz. Don Justo tuvo que imponerse con firmeza para hacerlos callar.
En los días sucesivos, no volvieron a intercambiar palabras o miradas siquiera. A todos les encantaba la presencia de Juan en casa, excepto a Pedro, y no hacía esfuerzo alguno por ocultarlo. Catalina sabía cuanto estaba sufriendo su padrino al ver a sus dos hijos convertidos en enemigos.
Un mes. Treinta días habían transcurrido, y durante los mismos, tanto ella, como Nana Cruz y don Justo, habían intentado hacerlos reconciliar, sin éxito.
Aquella mañana, Juan despertó casi al mediodía, y apenas permitió que Catalina pudiera concluir la última lección de los niños. Una vez que los despidieron, la pareja se acomodó en el columpio del jardín, entre los setos apretujados de ramilletes de ixoras blancas, a disfrutar del silencio adormecedor y del aroma del almuerzo que ya Nana Cruz estaba terminando de preparar. Una vez más Catalina trató de hacer entrar en razón a Juan, para que se reconciliara con Pedro y para que retornara a la universidad, pero Juan solo intentaba hacerla callar besándola en la boca. Don Justo interrumpió el romántico encuentro y pidió quedarse a solas con su hijo, a pesar de las objeciones de Nana Cruz que acababa de anunciar que el almuerzo iba a ser servido.
Una vez a solas, Justo observó al menor de sus hijos... ¡Cuánto había crecido! Sin embargo, continuaba comportándose como un chiquillo. Le revolvió los enmarañados cabellos, como acostumbraba a hacer a ambos y con una sonrisa comprensiva dio inicio a la plática:
_ Juan... ¿En serio no vas a seguir estudiando?
El joven se arrellanó sobre el columpio y cruzó los brazos tras la nuca:
_ No por ahora.
_ Pero no entiendo, todo parecía irte bien... ¿Es que no te gusta la carrera de Derecho? Porque si es así bien puedes solicitar un cambio de...
Juan resopló y se incorporó mientras entornaba los ojos:
_ Papá, el problema no son los estudios. Voy a graduarme, te lo prometo, pero quiero tomarme un tiempo de descanso, lo necesito.
_ ¿Descanso de qué? ¡No te entiendo!
_ Ahí está justamente el problema, que nadie me entiende.
_ No seas melodramático Juan..._ don Justo respiró hondo e intentó recuperar la calma que le había abandonado momentáneamente._ A ver... de acuerdo... necesitas un tiempo... puedo tratar de entenderlo y aceptarlo, pero al menos te suplico que hagas algo productivo durante el período que te tome recuperarte de tu cansancio. No sé... Podrías dar una mano aquí en la hacienda. Hay tanto trabajo que hacer y...
Juan se puso de pie con impulso:
_ Que trabaje Pedro. A él le gusta.
_ Pero tú podrías ayudarlo...
_ Papá, _ empezó a decir Juan esbozando una sonrisa mordaz._ deseo ayudar a Pedro. Pero no voy a hacerlo. Si me importara el trabajo en la hacienda no habría escogido estudiar en la universidad... Por favor, vamos a dejar este tema de lado. Tengo hambre y el almuerzo de Nana Cruz huele requetebién.
Intentó marcharse, pero don Justo lo alcanzó y lo detuvo por un brazo:
_ Hijo por favor, escúchame...
Repentinamente enfurecido Juan se desasió de su padre y lo enfrentó con el ceño fruncido:
_ ¡Pedro te pidió que me dieras este sermón! ¿Cierto?
Sorprendido por la inesperada actitud, don Justo solo atinó a balbucear:
_ Tu hermano no me ha pedido nada.
La sonrisa irónica en los labios de Juan se convirtió en una mueca precedida por una risita cruda:
_ ¡Sí te lo dijo! ¡Estoy convencido! Como siempre, Pedrito Santiesteban no puede verme feliz. Todo lo que hago a él le molesta.
_ ¡No hables así de tu hermano!_ exigió don Justo alzando la voz.
_ Déjalo papá.
Con rapidez, padre e hijo se voltearon hacia la nueva voz que había sonado a sus espaldas. Sin que ninguno de los dos se percatase, Pedro, de regreso del campo, se había acercado, atraído por las voces airadas, y los contemplaba, circunspecto, con la mirada cargada de hielo que igualmente cubría todo su semblante. Por un momento, ambos hermanos intercambiaron una batalla visual, midiéndose, como fieras al acecho dispuestas a atacar de un momento a otro, y don Justo sintió temor, el temor de ver su casa dividida.
Siglos parecieron los pocos segundos que transcurrieron. Con pasos lentos, Pedro cerró la distancia que lo separaba de su padre, quien lo abrazó y revolvió los cabellos por debajo del sombrero negro como ala de cuervo. Pedro volvió a mirar a su hermano, pero esta vez, el sarcasmo se adueñó de su rostro y del tono que empleó al expresar:
_ Me interesa oír qué tiene mi hermanito que decir sobre mí.
_ Pedro..._ intentó reñirlo don Justo advirtiendo la provocación en la frase.
Juan se adelantó unos pasos y escupió palabra tras palabra con rencor:
_ ¿Por qué te molesta tanto mi forma de ser? ¿Por qué siempre tienes que meterte en mis cosas? ¡Yo no me inmiscuyo en tu vida! ¡No te entrometas en la mía!
Pedro soltó una carcajada hiriente:
_ Ay, ay, ay...Ese siempre ha sido tu gran problema, Juanito. Piensas que el mundo entero gira alrededor tuyo, que todo el universo tiene que rendirte honor y reverenciarte... ¡Me importa un rábano tu vida y lo que hagas con ella y como la desperdicies! ¡Pero lo que sí me molesta es ver como no te preocupas por nada y no le das valor a nada!
_ Hijos... Basta por favor... Pedro, Juan, no discutan más._ suplicó don Justo.
_ Yo me preocupo por mi familia._ se señaló Juan alzando la barbilla._ Siempre trato de que se sientan bien, de que rían, de que disfruten.
Pedro alzó una ceja, con actitud despectiva, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho:
_ Si, con tus chistes de mal gusto y tus arrebatos descontrolados. Realmente no sé qué méritos le encuentras a eso que según tú, has llamado preocuparte por tu familia. Pero que te quede claro, Juanito, esas estupideces que has puesto como ejemplo no ponen un plato de comida en la mesa.
_ ¡Por Dios! ¿De qué te quejas, Pedro? ¡No tenemos motivos de preocupación! ¡Somos gente de dinero! ¡Tenemos una gran fortuna!
_ ¿Y si no fuera así? ¡Dime! ¡Pon los pies en la tierra, Juan! El dinero hay que trabajarlo, no crece en los árboles. Nuestro padre tuvo que romperse la espalda para darnos lo que tenemos hoy. Y si no sufrimos necesidades económicas es porque yo trabajo de sol a sol como un esclavo para mantener el patrimonio de papá, mientras que tú pierdes el tiempo divirtiéndote..._ Sus ojos se endurecieron aún más, mientras la frase brotó, apretujada por la ira y el desprecio._ No eres más que un desconsiderado, un malagradecido a quien no le importa nadie más que sí mismo.
El puño de Juan se incrustó en la mandíbula de Pedro con la velocidad de un relámpago y el impacto de un trueno. Fue cuestión de segundos para que Pedro reaccionara y le devolviera el golpe. Ambos hermanos se embrollaron en un descomunal intercambio de puñetazos, mientras que don Justo intentaba separarlos, sin resultado positivo alguno.
Fiel a su naturaleza curiosa, Silvana se había ocultado en el porche, desde donde tenía acceso visual a don Justo y a Juan, y supuso que las cosas se pondrían calientes en cuanto vio aparecer con sigilo a Pedro. Estaba dispuesta a captar lo que fuera con tal de tener luego de qué cotillear en el pueblo. Sin embargo, jamás imaginó que el grado de calor de la charla, alcanzaría tales niveles. Al desatarse la pelea, la chiquilla dio fuertes voces, y al momento acudieron Nana Cruz, Catalina y los peones, Sebastián y Silverio, quienes lograron separar a los hermanos que aún intentaban liberarse para emprender nuevos golpes. Enfurecido, como ninguno de los presentes recordaba haberlo visto anteriormente, don Justo cerró las distancias entre cada uno de sus hijos y los abofeteó para hacerlos entrar en razón.
Catalina observó la escena llena de horror. Era la primera vez que su padrino golpeaba a sus hijos, ni aun cuando eran niños y a pesar de la magnitud de la travesura que hubiesen hecho, jamás les había puesto una mano encima para disciplinarlos. Sin embargo, ya no eran niños y no se traba de una travesura. Era un hermano levantándose contra el otro. Era un hermano agrediendo al otro. Por Dios... Caín y Abel enfrentados. Y conocía muy bien el final de aquella historia... ¡No! ¡No podía permitirlo!
_ ¡Les prohíbo a los dos que vuelvan a decir una palabra más que ofenda al otro! ¡Y mucho menos que se peleen de la forma en que acaban de hacerlo!
Algo pareció quebrarse dentro de sí. Sintió un dolor agudo, profundo, que le hizo llevarse una mano al pecho, como si quisiera arrancarse el corazón y arrojarlo lejos. La cabeza le daba vueltas, como si el mundo hubiese empezado a girar vertiginosamente en torno suyo. Le costaba respirar, la vista se le nubló y apenas escuchaba los gritos de horror de Catalina y Nana Cruz, o las voces temblorosas de sus hijos que nuevamente intentaron darse de trompadas, culpándose por el estado en que se hallaba su padre.
En lo que Silverio y Santiago se llevaban a Pedro casi a rastras, Catalina intentó calmar a Juan, mientras Nana Cruz atendía a don Justo y Silvana corría a la casona para telefonear al doctor Onésimo.
Menos de quince minutos tardó el doctor Onésimo Ballesteros en presentarse en la hacienda de los Santiesteban. Catalina y Nana Cruz lo recibieron hechas un manojo de nervios y lágrimas, sobre todo la jovencita, aterrada ante la posibilidad de perder a su padrino. El doctor Onésimo les suplicó tener calma y fue conducido por la anciana sirvienta a la recámara del paciente encamado. Fuera, en el pasillo frente a la habitación, Catalina, Pedro y Juan aguardaban expectantes. Los dos hermanos evitaban tener contacto visual, pero cuando ocurría, una oleada de silenciosos reproches brotaba, como dardos envenenados lanzados para lacerar. Cada uno culpaba al otro por haber provocado aquella triste situación en la que se hallaban inmersos, y el rencor se vislumbraba en los ceños fruncidos, en las sienes apretadas, en los puños crispados:
_ ¡Basta ya!_ gimió Catalina._ ¡Por Dios! ¿Ni aún con mi padrino grave van a dejar de pelear?
Por un instante los hermanos bajaron la guardia y miraron a la joven, sin poder ocultar su sorpresa:
_ No están dándose de trompadas, pero ni siquiera es necesario. La forma en que se miran me asusta... ¡Ya basta los dos! ¡Basta!
La voz se le quebró sin apenas haber terminado de hablar, y se cubrió el rostro con las manos mientras rompía a llorar amargamente. Ambos hermanos sintieron el mismo impulso de correr hacia ella y abrazarla y consolarla, pero frenaron el deseo al mirarse, y de nuevo el rencor invadió sus semblantes.
Pedro se dispuso a marcharse, pero al cruzar junto a su hermano, masculló de forma apretada, amenazante y apenas audible:
_ Si algo le pasa a papá, te haré absolutamente responsable.
Juan crispó los puños y se volteó para enfrentar a su hermano, que ya se alejaba:
_ ¡No será necesario que me culpes de nada! ¡Porque papá va a superar esto y se pondrá bien!
Nana Cruz salió entonces de la habitación de don Justo, donde había dejado al doctor Onésimo atendiendo al enfermo. Cerró la puerta tras sí y encaró a los dos jóvenes, con la mirada dura y el rostro pétreo:
_ ¿Qué carajo les pasa a ustedes dos? ¿Acaso se han vuelto locos? ¿Tengo que hacer como su padre y darle unos buenos bofetones a cada uno para que entren en razón? ¡Díganme! ¡Los he criado desde que vinieron a este mundo, y créanme que me olvidaré que ya son hombres hechos y derechos y le daré par de coscorrones a cada uno!
Pedro señaló a Juan mientras le acusaba lleno de ira:
_ ¡Él es el culpable de todo lo que está sucediendo!
_ ¡Bájame la voz, Pedro!_ exigió Nana Cruz sin perder la autoridad que estaba esgrimiendo._ Y si vamos a señalar culpables, ambos lo son ¿Dónde se ha visto que dos hermanos se peleen de la forma en que ustedes lo han hecho hoy?
Los minutos transcurrieron inexorables, eternos como siglos. El silencio y la angustia se cernían con una fuerza mayúscula sobre todos los que aguardaban impacientes en el salón principal. Cuando el doctor Onésimo, escoltado por Nana Cruz, descendió la escalinata, los tres jóvenes y Silvana, corrieron hacia él, llenos de expectación. Onésimo no solo era el médico de cabecera de la familia Santiesteban, sino también un gran amigo de confianza, por tanto, al ser abordado con la intensidad de tres tormentas, habló sin tapujos, sin detenerse en terminologías médicas que ninguno de los presentes entendería. Con la apacibilidad de años de experiencia en su profesión, logró calmarlos explicándoles que, afortunadamente, todo no había sido más que la alteración de la presión arterial, pero en lo adelante habría que reforzar los cuidados para con don Justo. Nada de emociones de cualquier tipo que pudieran traer consigo consecuencias nefastas. Además, Nana Cruz ya había recibido la lista de nuevos medicamentos y de la dieta alimenticia que en lo adelante habría que seguir, mucho más rigurosa que la anterior que ya llevaba:
_ No se preocupe doctor, _ aseguró Nana Cruz._ yo me encargaré de que se cumpla cuanto ha ordenado, y le aseguro que don Justo no recibirá dolores de cabeza.
Y al decir esto dirigió una mirada de advertencia a Pedro y a Juan. Nana Cruz ofreció al médico una taza de café, pero el hombre se disculpó alegando que tenía importantes compromisos que cumplir y no debía tardarse más. Nuevamente hizo énfasis en los cuidados para con don Justo, antes de que Nana Cruz y Silvana lo acompañaran para despedirlo.
Pedro se dirigió a la escalinata, con la intención de ver a su padre, pero las palabras de Juan lo detuvieron:
_ Parece que después de todo no te será posible culparme de la muerte de papá.
Por respuesta, solo recibió una fría mirada de su hermano mayor. Catalina le reprendió:
_ ¡Suficiente, Juan!
_ ¿Qué pasa, hermano mayor? ¿No piensas hablarme? ¿Vas a ignorarme para siempre? ¿Eso harás? ¿Eh?
Despacio y crujientes brotaron las palabras entre los labios apretados de Pedro:
_ Déjame en paz.
Y subió los peldaños de la escalinata sin voltearse ni una sola vez, a pesar de que Juan vociferó:
_ ¡Eso haré! ¡Muy pronto los dejaré a todos en paz! ¡No volveré a ser un problema para nadie en esta casa! ¡Ya lo verás!
Pero el silencio, duro y pesado fue la única respuesta que recibió, y eso le hizo enfurecer aún más. Catalina se le acercó y le propinó un manotazo en la espalda:
_ ¿Qué crees que haces, Juan? ¿Por qué te comportas de esta manera? ¡Ya deja en paz a Pedro y no lo provoques!
_ ¿Vas a ponerte de parte suya?_ gruñó el joven lanzándole una mirada furibunda.
La pregunta tomó desprevenida a la muchacha, que titubeó con desconcierto:
_ Juan... ¿De qué hablas?
Pero el joven alzó la cabeza y apretó las sienes:
_ Si, ya me doy cuenta que todos en esta casa, incluso tú, van a ponerse en mi contra.
El rostro de Catalina no podía reflejar más perplejidad. Intentó acercarse a Juan, pero este la rechazó con un gesto seco y se marchó sin decir más.
Catalina experimentó algo similar a un nudo en su garganta, una obstrucción que le impedía respirar bien. El escozor de los ojos le alertó de las nuevas lágrimas que fluyeron tan abundantes como un manantial amargo. Se dejó caer, sin fuerzas, sobre la butaca más cercana, mientras se preguntaba si todo lo acontecido había sido real o meramente una desagradable pesadilla.
Dos semanas bastaron para que don Justo se recuperara. Los cuidados de Nana Cruz influyeron notoriamente, y la aparente calma que reinaba en la hacienda. Pedro y Juan intentaban no coincidir dentro de la casa. Comían a deshora, con tal de no verse y visitaban a su padre en los horarios que sabían, el otro no se encontraba en la residencia. En vano intentaron Nana Cruz y Catalina hacerse escuchar, y don Justo, a pesar de estar casi restablecido, sentía en su pecho el dolor de la rivalidad entre sus dos hijos.
Pedro continuaba volcado de lleno en el trabajo de la hacienda, más que nunca, quizás, para canalizar la ira contra su hermano menor.
Pero las actividades de Juan eran todo un misterio. Se marchaba en cuanto desayunaba y no regresaba hasta bien entrada la noche. Catalina sufría en silencio, puesto que el noviazgo se había enfriado de forma repentina. Juan ya no se le acercaba, era como si evitase tener cualquier contacto con ella, como si ya la hubiese dejado de querer, y lloraba cada noche, abrazada a su almohada, rogando que al día siguiente, lo primero que viera, fuera a su antiguo Juan, sonriente, alborotador, romántico... Pero no, nuevamente se encontraba al nuevo Juan, frío como un trozo de acero helado y endurecido.
Las pocas ocasiones en que los hermanos se encontraban, simplemente intercambiaban unas rápidas miradas desprovistas de cualquier emoción y sin decirse palabra alguna, se limitaban a ignorarse, como si se tratase de meros desconocidos.
Finalmente, una noche, antes de la cena, Juan llegó muy circunspecto y solicitó hablar con su padre en su despacho. Sin oponerse, don Justo aceptó y ambos entraron al estudio. Catalina apenas pudo probar bocado, incómoda ante la reacción de Pedro, quien solo miraba en dirección a la puerta de la estancia en donde se encontraban su padre y su hermano. Nana Cruz continuó sirviendo la cena, ignorando los gestos nerviosos y casi violentos del muchacho. Acarició con un suave gesto los cabellos de Catalina y le indicó con la mirada que no prestara atención y tratara de comer algo.
Al cabo de unos minutos, Pedro se puso en pie impetuosamente, arrastrando la silla con estrépito y estremeciendo los platos sobre la mesa, mientras se dirigía velozmente hacia la puerta cerrada del despacho. Nana Cruz y Catalina lo siguieron:
_ ¿Qué vas a hacer Pedro?_ le preguntó Nana Cruz sobre la marcha.
_ Papá ya mejoró, no voy a dejar que este cabrón lo vuelva a empeorar con una de sus pendejadas.
_ Pedro, por favor..._ suplicó Catalina con la voz frágil._ Solo están conversando.
Pero en cuanto Pedro se disponía a abrir la puerta de un empujón, esta se abrió, y ambos hermanos quedaron frente a frente. Por unos segundos que parecieron milenios, los rostros impávidos y apretados no reaccionaron. Sin pronunciar palabra, Juan cruzó junto a su hermano sin rozarle siquiera, sin mirar a ninguna de las dos mujeres que permanecían de pie, temerosas, con los ojos muy abiertos.
Pedro entró en la estancia en penumbras y vislumbró a su padre sentado tras el antiguo escritorio. Por un instante efímero, recordó cuando era pequeño, cuanto le gustaba entrar en aquel estudio y jugar con su progenitor mientras este trabajaba en las cuentas de la hacienda. Cuanto reía arrastrándose bajo el escritorio y luego se acurrucaba en el regazo paterno y se sentía amado y protegido.
Al mirar a don Justo, Pedro supo de inmediato que algo no andaba bien... ¡Lo sabía! Aquella conversación no había sido para nada buena, pero si su padre volvía a recaer, esta vez nadie impediría que le diera una buena golpiza al imbécil mal nacido de su hermano. Con pasos lentos se aproximó al escritorio. Don Justo no reaccionó ante su llegada, como si no se hubiese percatado de la presencia de alguien. Tras él, las cortinas de la gran ventana estaban corridas y la débil claridad lechosa de la luna se filtraba como una llovizna tenue y plateada que daba a la imagen de don Justo un aspecto pálido y fantasmal:
_ ¿Papá...?_ se atrevió a decir Pedro en un tono de voz cauteloso.
Don Justo alzó la mirada, como si acabase de despertar. Se humedeció los labios y esbozó una sonrisa tan triste que Pedro sintió que el pecho se le oprimía:
_ Dile a Cruz..._ comenzó a decir el anciano.
_ Aquí estoy don Justo._ dijo la vieja sirvienta, que junto a Catalina, también había entrado a la habitación.
_ Ah... Bien... Cruz, no voy a cenar. De verdad, no tengo apetito.
Las dos mujeres y el joven intercambiaron miradas de inquietud y Pedro, bordeando el escritorio, se arrodilló ante su padre, mientras le exigía suavemente:
_ Papá... ¿Sobre qué hablaron Juan y tú? ¿Por qué de repente ya no quieres cenar y estás así, tan apagado? ¿Qué nuevo capricho te dijo Juan que quería?
Don Justo se levantó muy despacio y se aproximó al ventanal, de espalda a sus interlocutores. Su mirada se perdió en la oscuridad de la noche y tras un suspiro, que más bien fue una exhalación desgarradora, anunció:
_ Tu hermano... acaba de decirme que..._ gimió._ Tu hermano Juan me ha dicho que se va de esta casa. Nos va a dejar.
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