Capítulo 79
Capítulo 79 – Aidan Sumer, 1.817 CIS (Calendario Solar Imperial)
Si alguien me hubiese dicho que aquel desierto sería el escenario que volvería a ver unida a la Unidad Sumer, no me lo habría creído. Antes habría imaginado una expedición a Talos, como en los viejos tiempos, o algún tipo de celebración en Ballaster. Incluso me habría visto rodeado de ellos en alguna recepción real. Nadie se atrevía a decirle que no al Emperador Kare Vespasian. No obstante, la realidad era la que era. El desierto nos había vuelto a unir, y aunque el motivo por el cual viajábamos era terrible, lo cierto era que agradecía enormemente poder volver a disfrutar de mis hijos, tanto los de sangre como los que no.
Marcus había advertido que el viaje iba a ser duro y no nos engañó. Desde el primer día Dynnar había querido ponernos a prueba con fuertes ventiscas y temperaturas extremas, bandidos ocultos tras las dunas y ataques nocturnos de alimañas salvajes cuyo objetivo principal era la más débil del grupo, mi hija, pero por el momento no había podido vencernos. Unidos éramos mucho más fuertes que él.
Pero aunque de momento hacíamos frente al enemigo natural, el reto estaba resultando mucho más complicado de lo que habíamos imaginado. Durante el día avanzábamos en pequeños grupos con Marcus y Damiel al frente, abriendo paso. De vez en cuando se detenían para consultar el mapa que Giordano llevaba consigo, pero ni tan siquiera la posición de las estrellas le ayudaba a orientarse. El desierto jugaba con él, tratando de confundirlo. Por suerte, su conocimiento del terreno era tal que no necesitaba más que dejarse llevar por el instinto para seguir adelante con seguridad. Sin duda, el nombre del Señor del Desierto encajaba a la perfección con él.
Tras ellos iban Diana y Jyn. La "Reina de la Noche" hacía todo lo que podía para que su prima pudiese mantener el ritmo, pero la naturaleza de mi hija se lo impedía. El cansancio la obligaba a detenerse cada ciertas horas, con los músculos agarrotados y la garganta seca. A veces, incluso, mareada. Por suerte, a nadie parecía importarle tener que parar por ella. En el fondo todos estábamos agotados, consumidos por el calor sofocante y el cansancio acumulado, por lo que cada parada nos servía para recuperar parte de las fuerzas.
Lyenor sostenía la teoría de que el desierto nos estaba atacando a cada uno de una forma diferente; que aunque Jyn fuese la más débil de todos en apariencia, no estaba del todo en desventaja en relación al resto de Pretores, y en cierto modo tenía razón. Era innegable que nuestra condición física era superior y que, por lo tanto, llevábamos mejor el viaje que ella, pero había que admitir que la ausencia del Sol Invicto nos estaba dañando. En aquellas tierras mágicas nuestro Dios no tenía cabida, y con cada paso que dábamos y nos alejábamos más y más de sus tierras, lo notábamos. La Magna Lux se debilitaba en nuestros pechos, y con ella todas aquellas capacidades que nos convertía en lo que éramos.
Misi y Lansel iban tras Jyn y Diana, vigilando los flancos del grupo. De vez en cuando se adelantaban o retrasaban para charlar con el grupo de Diana o el de cola, pero la mayor parte del tiempo estaban atentos a cuanto nos rodeaba, expectantes ante un inminente ataque. Gracias a ellos habíamos podido defendernos de ocho grupos de bandoleros y de cinco manadas de bestias salvajes hambrientas, por lo que su papel en el grupo era clave. Sin ellos, las batallas probablemente habrían sido vencidas igualmente, pero no sin mucho más esfuerzo.
Por último, Lyenor y yo cerrábamos la comitiva, vigilando las espaldas de los jóvenes componentes de la Sumer. No diré que estaba siendo un viaje de placer para nosotros, pues no era del todo cierto, pero estábamos disfrutando de la experiencia. Después de mucho tiempo volvíamos a compartir horas juntos, alejados del Imperio que con tanto interés parecía querer separarnos, y estábamos aprovechando al máximo la experiencia. Hablábamos, reíamos, recordábamos viejos tiempos y, cuando caía la noche, siempre y cuando no tuviésemos que hacer guardia, aprovechábamos para recuperar el tiempo perdido contemplando las estrellas, compartiendo confidencias al oído y abrazándonos hasta quedarnos dormidos.
Mi momento favorito de la jornada era la noche. Cuando el cielo rojizo del atardecer se teñía de púrpura el pulso que manteníamos contra el desierto se detenía hasta la siguiente jornada, lo que nos permitía poder disfrutar de unas cuantas horas de paz. Seguíamos viajando un poco más, hasta que el cielo se llenaba de estrellas, y entonces buscábamos un lugar donde acampar. Encendíamos una hoguera, preparábamos la cena y, tras dividirnos en parejas para los turnos de vigilancia, tendíamos los sacos de dormir en la arena y nos tumbábamos. A veces charlábamos en grupo, a veces cantábamos canciones populares de Albia; otras sencillamente no decíamos nada. Eso sí, cada noche se repetían las mismas escenas, y no precisamente porque así lo desease el desierto. Aquellas casualidades, en realidad, eran cosa nuestra. Misi y Damiel compartían guardia; al acabar su turno de vigilancia Marcus se agachaba junto al saco de dormir donde descansaba Jyn para comprobar que estuviese bien; Lansel le pellizcaba la mejilla a Diana, la cual parecía no dormir jamás; Lyenor y yo nos despedíamos con un beso antes de cerrar los ojos...
Y seguro que pasaban muchas otras cosas, estoy convencido, pero no les prestaba atención a todas. Lansel y Damiel intercambiaban golpes y bromas antes de dormirse el uno pegado al otro, como si de dos niños se tratasen; Misi y Marcus juntaban sus sacos y compartían manta; Jyn nos besaba la mejilla a todos antes de acostarse...
Era como si, de alguna menra, hubiésemos retrocedido en el tiempo. Como si la juventud y la inocencia se hubiese vuelto a apoderar de un equipo al que el paso de los años y las circunstancias habían obligado a madurar a base de golpes.
Era como volver a los viejos tiempos.
El cuarto día de viaje el desierto nos reservó la más fuerte de las ventiscas vividas en los últimos años. Lyenor y yo nos encontrábamos de guardia, vigilando a nuestros pequeños pocas horas antes del amanecer, cuando de repente un foco de luz agujereó el cielo. Se trataba de un haz azulado, procedente de más allá de las nubes, cuyo objetivo era la duna frente a la cual habíamos acampado. La luz iluminó durante unos segundos la zona, arrancando de la penumbra una elevación arenosa dorada. Desde la distancia parecía una duna cualquiera. Pobres ilusos. Poco después la luz volvió a desaparecer entre las nubes, dejando en su destino una gran espiral de aire. Lyenor y yo nos miramos el uno al otro, confusos ante lo que acababa de surgir ante nuestros ojos, y nos dispusimos a advertir al resto de lo acontecido.
Por desgracia, por cerca que nos encontrábamos, no nos dio tiempo. Para cuando quisimos reaccionar nuestras pertenencias ya estaban volando por los aires, envueltas en sábanas de arena, y los Pretores estaban despiertos, sujetándose como podían al suelo. Las rachas tenían tal fuerza que lograban arrastrar incluso a las menos pesadas, alzándolas por los tobillos como si una mano invisible las intentase raptar. Por fortuna, reaccionamos rápido. Lansel se abalanzó para retener a Diana mientras que Marcus se ocupaba de Misi y Damiel de su hermana.
El desierto también lo intentó con Lyenor, pero ella no necesitó ayuda. Ella, con mirarlo a los ojos y activar su Magna Lux a modo de advertencia, tuvo más que suficiente.
El resto del viaje resultó tedioso. Tras sobrevivir al torbellino de arena que con tanta furia nos arrebató la mayor parte de nuestras pertenencias, haciéndolas volar hasta perderse más allá de los límites de visión, decidimos seguir adelante. Nos habíamos quedado sin los sacos y gran parte de las ropas de abrigo, por lo que las noches que nos quedaban al raso prometían ser complicadas. Afortunadamente el ánimo seguía alto a pesar de las circunstancias. Mientras quedase agua y comida, aguantaríamos.
Pasamos el día deambulando prácticamente a ciegas por el laberinto, con las gafas protectoras llenas de arena en todo momento. Avanzar era complicado, tanto por la tierra que se metía en las botas como la que entorpecía el paso, sujetándonos por los tobillos con sus dedos de tierra, pero incluso así logramos avanzar lo suficiente como para alcanzar pocas horas antes del anochecer el valle principal de la Cordillera del Perdido. Tanteamos el terreno, con Lansel y Diana como exploradores destacados, hasta encontrar cobijo en el interior de un antiguo búnker abandonado bajo tierra.
La ventisca azotó durante toda la noche hasta el siguiente amanecer, impidiendo que conciliásemos el sueño. El viento generaba sonidos extraños en el exterior, como si cientos de animales salvajes nos reclamasen. Lansel decía que aquel sonido le recordaba a casa; a mí, personalmente, me recordaba a las historias de terror que había leído de niño. Si el infierno tenía música ambiental, sin duda era aquella.
La noche fue dura, pero pasó. La oscuridad dejó paso a un día nublado sin viento en el que por fin pudimos ver con claridad donde nos encontrábamos. Recogimos las cosas pertenencias que nos quedaban, salimos del refugio e iniciamos el ascenso de la cordillera. El Laberinto de Huesos se encontraba en lo alto del pico de Cristal, una impresionante elevación de piedra y arena cuya única forma de subir era a través de un empinadísimo camino de estrechos escalones labrados en la cara oscura de la montaña. Según mis cálculos, visto desde el pie, tardaríamos como poco un día entero en ascender. Al menos si hubiésemos estado en plena forma, claro. Con los chicos agotados y las Magna Lux prácticamente inoperativas, el viaje podría alargarse indefinidamente.
—Antes de empezar la última etapa del viaje debéis saber algo —nos advirtió Marcus a Damiel y a mí, aprovechando que el resto del equipo estaba acabando de desayunar a cierta distancia—. El Laberinto de Huesos es un lugar mágico: un centro de poder al que no es fácil acceder. No todo el mundo es digno de cruzar sus puertas.
—¿Y se puede saber en qué se basan para hacer esa diferenciación? —preguntó Damiel, perdiendo el poco buen humor que le quedaba tras tantos días de viaje. Además de magullado y algo más delgado, mi hijo tenía los ojos tan hundidos en ojeras que parecían amoratonados—. Maldita sea, Marcus, no me digas que todo este maldito viaje no ha servido para nada.
—Yo no he dicho eso —se defendió el Señor del Desierto—. Solo digo que no os hagáis falsas ilusiones. Dudo mucho que con subir la montaña nos baste. Los Dioses del Sueño son caprichosos: les gusta que se demuestre la valía.
—No hay reto que no podamos superar —sentencié—. Gracias por la advertencia, muchacho, pero no hay tiempo que perder. En marcha.
La última etapa del viaje fue especialmente dolorosa para nuestras piernas. Avanzar a través de la arena no era tarea fácil, y mucho menos con el tiempo en contra, pero no se podía comparar con aquel martirio. Subir un peldaño tras otro no solo era agotador, sino que había ciertos momentos en los que resultaba incluso doloroso. Por entrenados que estuviésemos, la tensión en los músculos era tal que cada cierto tiempo teníamos que detenernos para descansar y recuperar fuerzas. Así pues, fue un avance largo y duro... pero agradable. Dentro de lo malo, las vistas eran bonitas. De hecho, cuanto más ascendíamos, más hermosas eran, hasta el punto que, alcanzado el atardecer, la luz rojiza nos mostró la impresionante panorámica del desierto, con sus elevaciones y sus oasis, sus zonas selváticas y sus ruinas. Una imagen tan bella e imponente que incluso resultaba escalofriante.
Caímos rendidos ante ella. Buscamos un saliente en la piedra de tamaño suficiente para que todos tuviésemos cabida y juntos nos acomodamos con las pocas pertenencias que nos quedaban para pasar la que sería la primera de varias noches allí. A aquellas alturas del viaje ya no teníamos sacos ni apenas ropa con la que dormir, pero aquella noche nos bastó con una hoguera, comida y buenas historias para poder disfrutar de una magnífica velada.
—No quiero volver a Albia.
Lyenor se encontraba tumbada a mi lado, con la cabeza apoyada en mi pecho, cuando susurró aquellas palabras. A nuestro alrededor únicamente había silencio y estrellas. Los niños dormían plácidamente en el suelo a excepción de Damiel, que se mantenía despierto, sentado frente a la hoguera. Creo que contemplaba el cielo estrellado, sumido en sus propios pensamientos. Diría que no nos oía. De hecho, creo que ni tan siquiera se oía a sí mismo.
Cerré los brazos alrededor de su espalda para poder atraerla y besarle la frente. Incluso a punto de cumplir los setenta años, mi querida Centurión seguía siendo una de las mujeres más hermosas que conocía. Sus ojos brillaban con el reflejo de la experiencia, llenos de vivencias y de sabiduría, pero también de esa voluntad férrea y bondad que tanto me enamoraba a diario.
—¿Preferirías quedarte atrapada en este desierto?
—¿Francamente? —Lyenor entrecerró los ojos, adoptando una expresión serena—. No me importaría. Al menos aquí estamos juntos.
Aquella respuesta logró hacerme reír.
—¿Pero no se suponía que tú eras la voz de mi conciencia, Lyenor? Yo era el de las ideas absurdas y tú la de la lógica.
—Ya, claro.
No logré arrancarle la sonrisa que esperaba. Estiró los labios, sí, pero el gesto fue tan glacial que logró incluso provocarme un escalofrío.
—No me tomas en serio, Aidan.
—Claro que te tomo en serio, ¿de dónde sacas eso?
—¿De tu comportamiento? —Lyenor negó suavemente con la cabeza—. No sé porqué nos sorprendemos tanto de que Damiel no sea capaz de sentar la cabeza si en el fondo sois iguales. Para vosotros siempre estará Albia por delante. Y es por ello que no quiero volver, Aidan. Aquí no hay ninguna Prefecta ni ningún Emperador que te pueda dar órdenes. Nadie que nos pueda separar... solo los chicos, tú y yo.
Damiel me miró de reojo desde la distancia. Aunque había querido creer que no nos escuchaba, lo cierto era que no se le había escapado ni una palabra de nuestra conversación. Lo había oído todo... y por ello me miraba como me miraba, con una media sonrisa divertida cruzándole los labios, pero los ojos teñidos de preocupación. Era innegable que mi hijo se parecía a mí. Físicamente éramos como dos gotas de agua, pero había más. Lyenor no se equivocaba: para ambos Albia siempre prevalecería por encima de todo.
Desvié la mirada hacia el cielo estrellado, pensativo. Tenía la sensación de que aquella conversación no iba a tener un buen final. Después de tanto tiempo de paciencia y de segundas oportunidades, mi mujer parecía haberse cansado de esperar a que cumpliese con mi promesa. Era comprensible. En su lugar, creo que yo no habría aguantado tantas mentiras.
Acerqué mis labios a su cabello rubio y deposité un beso cariñoso. Aunque no estuviese el Sol Invicto como testigo, lo estaba mi hijo, que me importaba aún más que él, así que confiaba en que no considerase aquella promesa como un engaño ni un intento desesperado para ganar tiempo.
—Lo voy a dejar, te lo juro —dije, logrando con aquellas palabras que, en la distancia, Damiel asintiese con la cabeza, conforme—. En cuanto solucionemos esto lo dejaré. Te prometí que me jubilaría después de la guerra y lo voy a hacer. Déjame acabar esto, después nos iremos donde te apetezca. Dicen que Solaris es un buen sitio. Las playas, el mar...
—La guerra acabó hace cinco años, Aidan —me recordó con amargura—. Cinco largos y dolorosos años. Es mucho tiempo... demasiado. No voy a seguir esperándote indefinidamente. En cuanto volvamos a Hésperos presentaré mi renuncia y me iré. Eres libre de hacer lo que quieras. Si me quieres acompañar, serás más que bienvenido, pero si no... —Lyenor se encogió de hombros—. Lo comprenderé.
Sus palabras fueron tan sinceras que incluso sentí vértigo. Vértigo por saber que lo cumpliría, que pronto me daría la espalda y se iría... y lo que es peor, que yo no la seguiría. Que una vez más encontraría cualquier excusa para no cumplir con mi promesa.
Que volvería a fallar.
La estreché con fuerza contra mí, sintiendo el miedo atenazarme los músculos. Ya había perdido a demasiadas personas a las que quería como para dejarla a ella partir también.
—Pues no comprendas nada, anda —le susurré al oído—. Cualquiera diría que te quieres deshacer de mí... tienes mi palabra. En cuanto acabemos con el "Fénix" iré contigo donde quieras. Hasta el fin del mundo si es necesario... pero dame solo unas semanas. No necesito más.
—Unas semanas... —respondió ella, y asintió con la cabeza—. De acuerdo, Aidan. Te esperaré hasta que acabemos con el "Fénix", pero ni un día más. Después me iré, ¿de acuerdo? Me iré y no volveré: tú decides.
Seguimos ascendiendo. La cima ya estaba muy cerca con la caída de la segunda noche, pero incluso así decidimos hacer un alto para recuperar fuerzas. Queríamos llegar con luz a nuestro objetivo. Así pues, acampamos y con el primer rayo de sol nos pusimos de nuevo en marcha, viéndonos obligados a internarnos en una cadena de túneles para cubrir el último tramo. La escalera de piedra se internaba en una gruta poco iluminada de color azulado en cuyo interior una naturaleza salvaje se había apoderado del corazón de la montaña.
Una vez más, decidimos mandar primero a varios exploradores antes de internar al resto del grupo. Si vista desde fuera la cueva ya tenía un aspecto extraño, tan solo necesité avanzar unos pasos para percibir el inquietante aura que aguardaba en su interior.
—Apesta a magia —reflexionó Marcus mientras se ajustaba las cinchas de la mochila. Tal era su serenidad ante el reto al que estaba a punto de enfrentarse que su actitud resultaba incluso incómoda. Prefería el nerviosismo de Misi o la inquietud de Damiel antes que su indiferencia—. No me sorprendería que fuese alguna trampa. Mantengamos los ojos bien abiertos, ¿de acuerdo?
—No sabemos hacerlo de otra forma —replicó Lansel con una amplia sonrisa cruzándole los labios—. ¿Sabéis? Hay una cueva en el Bosque de Nymbus que hule como este sitio. Una vez...
—Avanzad durante una hora —pedí a Damiel, aprovechando la charla de Lansel para que tan solo él me escuchase—. Después volved. Apenas percibo vuestras Magna Lux aquí arriba, así que no voy a poder saber si estáis en una situación de peligro. En caso de que así sea, envía a uno de los tuyos de regreso de inmediato, ¿de acuerdo? Al más rápido.
—El más rápido no va a querer venir, ya lo sabes —respondió mi hijo—. Pero lo hará. Tranquilo, volveremos pronto.
Damiel cumplió con su palabra. Dos horas después de partir los exploradores regresaron contando maravillas de lo que habían visto. Pasadizos de cristal iluminados por antorchas, grabados en las paredes que hablaban de un ser con cara de chacal que combatía espalda contra espalda con el Sol Invicto; jardines llenos de flores, lagunas de aguas rosadas repletas de peces...
Más allá de la cueva aguardaba un auténtico laberinto de pasadizos cuya belleza hacía recordar al paraíso invernal del Sol Invicto del que hablaban los libros. Era un lugar tentador; un sitio perfecto en el que hacer una parada cuya duración podría alargarse indefinidamente gracias a las comodidades que ofrecía el lugar. Alimento vegetal y animal, paz, una temperatura agradable y seguridad. Losas de piedra cubiertas por musgo que perfectamente podrían servir como camas, lagunas íntimas en las que disfrutar de la temperatura cálida de sus aguas termales, flores cuyo perfume inducía a una somnolencia casi perpetua...
Si bien a simple vista era lo más parecido que había visto jamás al jardín de las delicias, aquel lugar era peligroso. La montaña no quería que siguiésemos adelante con nuestro viaje y para ello nos ofrecía todo lo que necesitábamos para ser felices. La magia nos hacía ver lo que queríamos ver y escuchar lo que tanto ansiábamos escuchar. Había quien oía la voz de los caídos en batalla, otros de los familiares perdidos por el tiempo. Yo, sin embargo, únicamente escuchaba la respiración agitada de los míos, el sonido atribulado de sus mentes... y el latido cada vez más débil de sus corazones.
Aquel lugar nos estaba arrebatando la fuerza vital a sorbos.
Consciente de que la situación podría llegar a complicarse si no tomábamos medidas, Lyenor y yo nos pusimos al frente y al final del grupo, obligando a los más jóvenes a avanzar a mayor velocidad. Lansel se resistía, enamorado del bello entorno que lo rodeaba, pero Damiel y Jyn tiraban con fuerza de él, asegurando que si no seguía caminando le patearían el trasero. Misi se encargaba de Diana, la cual sencillamente parecía ausente, fuera de su cuerpo, y Lyenor, en definitiva, de todos. Yo, por mi parte, me dedicaba únicamente a seguir avanzando sin equivocarme de pasadizo... cosa complicada tratándose de un gran laberinto de piedra. Pero por suerte, incluso a miles de kilómetros de distancia, el Sol Invicto escuchó mi súplica y pronto la luz del sol iluminó el camino que debíamos seguir. Desconozco por dónde entraban los rayos, si a través de pequeñas grietas en la piedra o si se trataba de un efecto mágico, pero lo cierto es que, cinco horas después de entrar, logramos visualizar en la lejanía el final del camino. Recorrimos el último túnel que nos separaba de la libertad aferrándonos a sus paredes resbaladizas para no caer por la empinada cuesta de cristal que lo componía y, ayudándonos los unos a los otros, al fin atravesamos la salida.
Y por fin, después de un viaje que creíamos que jamás acabaríamos, llegamos a la cima de la montaña... pero no al Laberinto de Huesos.
—¿Pero no se suponía que era aquí? —preguntó Jyn con desánimo, dejándose caer de rodillas al suelo—. ¡Marcus, lo dijiste! ¡Dijiste que...!
—Levántate y déjate de dramas, Corven —intervino Misi a la defensiva—. Dijo que era aquí, sí, ¡no es su culpa que no haya nada!
—Nadie está culpando a nadie, Misi —intervino Damiel, tratando de apaciguar los ánimos—. Simplemente no es lo que esperábamos, nada más. Jyn, vamos, levanta...
Jyn deshechó su ayuda de un manotazo.
—¡Déjame en paz! ¡No puedo ni con mi maldita alma, Damiel...!
—¡Qué sorpresa! —Misi sacudió la cabeza con desprecio—. ¡Lo dije desde el principio: nos iba a retrasar! ¡No está preparada! ¡No debería...!
El aire empezó a teñirse de sombras.
—Cuidado, Calo —intervino Diana, alzando el tono de voz por encima del suyo—. Puede que en el Templo de Jade tú seas la Reina, pero aquí no eres nadie.
—¿Y acaso tú sí, Reina de la Noche? —sentenció Marcus con brusquedad—. ¿Qué eres a parte de una asesina?
Debo admitir que no reaccioné a tiempo. Siendo el líder del grupo debería haber intervenido, lo sé. No debería haber permitido que discutiesen, y mucho menos que Marcus se convirtiese en el blanco de las críticas y de las dudas, pero tal era mi perplejidad que no fui capaz de decir nada. Sencillamente me limité a mirar a mi alrededor, en busca de las ruinas de las que Giordano había hablado, de las que aparecían en los libros y con las que en varias ocasiones había soñado durante el viaje, sin ver nada.
Porque no había nada.
La cima de la montaña estaba totalmente pelada: únicamente había una gran extensión de arena y hierba en la que, a parte de polvo y silencio, no había nada...
—¡Calmaros de una maldita vez todos! —gritó de repente Lyenor, arrancándome de mi propio ensimismamiento—. ¡Al próximo que oiga gritar o discutir lo tiro por la falda de la montaña, os lo juro!
Aunque no fue el mejor de los métodos, fue tan efectivo que, tras unos minutos de insoportable cháchara entre los más jóvenes, el silencio se apoderó del desértico lugar. Recogí la mochila del suelo, donde por cierto no recordaba haberla dejado, y me adentré unos pasos. Frente a mí, el viento arrastraba la arena, emborronando la visión.
Me agaché para comprobar el terreno. El suelo estaba lleno de pequeños orificios dejados por las lluvias. Unas lluvias que, si no me fallaba la memoria, quedaban ya muy atrás en el tiempo.
Seguí avanzando, logrando con ello que mis hijos y esposa me siguiesen. Recorrimos parte de la gran cima, encontrando a nuestro paso solo arenas y hierbas, y seguimos hasta alcanzar el centro del lugar. Una vez allí, rodeado de las marcas del agua, detuve la marcha.
—¿Lo habéis visto? —pregunté, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
—Marcas de lluvia —respondió Damiel, situándose a mi lado—. Sin embargo, a lo largo de todo el viaje no ha llovido en ningún momento.
—El viento sopla con fuerza —intervino Diana—. Tiene que ser reciente, de lo contrario no quedaría ni rastro.
—Pero el suelo no está húmedo. —Agachada y con la mano derecha enterrada en la arena, Misi negó con la cabeza—. Puede que haya llovido mientras estábamos en la cueva.
—Es posible —admití—. El sol caliente con fuerza aquí. Además, no hay ninguna sombra bajo la cual cobijarse. Si realmente ha llovido, es normal que solo queden las huellas.
—¿Pero acaso importa? —preguntó Jyn—. Ha llovido, sí, ¿y qué?
Importaba, sí, por supuesto que importaba. A aquellas alturas ya todos éramos conscientes de ello. Después de tantos años en la Casa de la Noche, todos, incluida la joven Diana Valens, habíamos aprendido a ver más allá de la simple evidencia.
—No hay demasiadas historias sobre este lugar —respondió Marcus—, pero en todas ellas hay una coincidencia: la lluvia. Puede que sea casual, pero dadas las circunstancias, no lo creo.
—¿Insinúas que este lugar solo existe cuando llueve? —preguntó Diana, cruzándose de brazos—. Parece extraño.
—Lo parece, sí, pero tendría sentido —admitió Misi—. No estás en un lugar cualquiera, Reina de la Noche. Este es un centro de poder donde la luz del Sol Invicto no llega. Es terreno de los Dioses del Sueño, y como bien sabes, son caprichosos.
—Los Dioses del Sueño son caprichosos... —repitió Lansel, dedicándole una sonrisa burlona—. Hablas como Giordano, preciosa. ¿Debo preocuparme también por ti?
Como de costumbre, Lansel logró calmar los ánimos con su intervención. La tensión reinante entre todos era producto del cansancio, de los días de viaje y de las condiciones, pero también del deseo de los dueños de aquel místico lugar. Entre nosotros nunca había habido enfrentamientos reales. Diana lograba sacar de quicio a cualquiera, sí, y entre Marcus y ella la relación jamás había sido buena, pero en aquel entonces sus rencillas no eran las culpables. Era el lugar, el entorno... los Dioses del Sueño.
—Ya sabes lo que dicen de los que duermen en el mismo colchón —contestó Damiel con diversión—. Se pega todo. O casi todo. Confío en que jamás te cortes el pelo a cepillo, Misi: por tu alma, no nos hagas esto.
—Tranquilo —respondió, y dedicándole una sonrisa conciliadora a Jyn, se encogió de hombros—. Lo que sí que se me ha pegado es el mal humor.
—Es lo que tiene juntarse con asesinos —intervino Diana, lacónica—. En fin, ¿y ahora qué?
Todos centraron la vista en mí, en busca de una respuesta que, en el fondo, ya todos conocían. ¿Que ahora qué íbamos a hacer? La única opción era esperar. De momento no parecía que el cielo fuese a cubrirse de nubes, pero quién sabía, si el Sol Invicto me había escuchado dentro de la cueva, ¿quién decía que no iba a echarme una última mano antes de finalizar el viaje?
Confiaba en ello.
Los siguientes cinco días fueron largos y complicados. Sin un lugar bajo el cual resguardarnos, con las reservas de agua llegando a su fin y sin apenas comida, nos vimos obligados a entrar en las cuevas más de lo que me habría gustado. Sabía que aquel lugar era peligroso, que cada vez que lo pisásemos la debilidad nos intentaría arrastrar a su interior, pero era necesario. De no haberlo hecho, habríamos muerto. No obstante, no fue fácil. Con cada expedición el equipo se veía resentido, con la moral cada vez más baja y la desesperación arraigándose con más fuerza en nuestros corazones, hasta el punto que, llegada la quinta noche sin nubes en el cielo, empezamos a plantearnos la posibilidad de regresar.
—Diana, Lyenor os llevará a ti y a Jyn de vuelt a la Fortaleza mañana —le advertí a la luz de las llamas de la hoguera—. Tu prima está al límite: no creo que aguante mucho más.
Jyn, no muy lejos de allí, me miró con recelo al escuchar su nombre en mi boca. Se encontraba sentada en Lansel y Damiel, escuchando como ambos recordaban cierta aventura en el Bosque de Nymbus, pero su mente estaba con nosotros, atenta a cada palabra. A aquellas alturas del viaje, tal era su debilidad que el regreso era más que necesario.
—Pues que se la lleve a ella: yo no quiero volver —fue la respuesta de la Reina de la Noche—. ¿Por qué me castigas de esta manera, Aidan?
—No te castigo, simplemente te pido tu ayuda —insistí, logrando con aquellas palabras desarmar su defensa—. Una Valens es la mejor guardiana que jamás podría tener Jyn. Ella cree ciegamente en ti... y yo también.
En realidad no creía en ella, no voy a mentir. Después de lo de Davin jamás habría dejado la seguridad total de mi hija en manos de aquella jovencita, pero estando Lyenor con ellas no me preocupaba. De hecho, mataba dos pájaros de un tiro. Aseguraba el bienestar de las dos mujeres a las que más quería y, ya de paso, evitaba que la Reina de la Noche nos causara ningún problema con alguno de sus arrebatos.
—No es cierto, pero fingiré que te creo —respondió con amargura—. Eso sí, no esperes que Jyn se lo tome bien. Ya la humillaste una vez tratando de enviarla a la Fortaleza de Jade para esconderla del mundo, como si no supiese valerse por sí misma. Ahora, estando tan cerca como estamos, vuelves a enviarla al otro extremo del mundo enmascarando su partida con mentiras. —Negó con la cabeza—. Solo espero que nunca te preguntes porqué jamás adoptará tu apellido, Aidan: te lo ganas a pulso.
Valens hasta la médula. Como si no hubiese tenido suficiente lidiando con su padre...
En fin. Aguantar las impertinencias de Diana no fue fácil, y mucho menos cuando empezaba a llegar al límite de mis fuerzas, pero Lyenor logró que no la lanzara por la ladera de la montaña antes de tiempo.
—No hablas tú —intervino Lyenor—. Habla tu cansancio y agotamiento... tu rabia contenida. El propio desierto habla por ti... pero incluso así hay algo de ti en esas palabra. Diana, cariño, deberías ser un poco más agradecida. De no haber sido por tu tío, ahora mismo te estarías pudriendo en algún estercolero.
—O estaría muerta como mi madre, ¿no? —Diana negó suavemente con la cabeza—. En fin, me queréis de vuelta, de acuerdo, allá vosotros. Tarde o temprano os arrepentiréis.
En fin, lo dicho: Valens hasta el final.
Aquella noche soñé con que alguien arañaba la arena junto a mi cabeza; noté un aliento fétido en la nuca... un cosquilleo en la punta de los dedos. Soñé con luces y sombras, con un guerrero dorado cuyo yelmo era un Sol Invicto sonriente acompañado por una bella dama vestida de negro. Ella tenía una luna creciente en la cabeza y una lágrima en el ojo. Soñé también con mi hermano gemelo Jarek, al que hacía mucho tiempo que no veía pero cuya carcajada seguía sonando con la misma familiaridad que siempre en mis oídos. En el más allá todo es diversión, decía... pero entonces recordaba la imagen de Jyn Valens atrapada en el averno del "Fénix" y se me cortaba la respiración. Para los más afortunados que lograban morir del todo sí que debía serlo, pero por desgracia había otros que no corrían es suerte.
La noche me resultó larga y pesada. En todo momento era consciente de que estaba soñando, pero incluso así no lograba despertar. Era como si, en cierto modo, estuviese atrapado en el mundo onírico. Como si alguien quisiera obligarme a escuchar y ver cosas que hubiese preferido mantener en el olvido. No era momento de preocupaciones ni sentimientos: necesitaba la mente clara...
¿Pero cómo hacerlo cuando Jyn gritaba mi nombre desde el infierno del "Fénix"? ¿Cómo seguir adelante sin mirar atrás cuando podía sentir el sabor metálico de su sangre al brotar de la garganta cercenada en mis labios... cuando sus lágrimas me ahogaban. Cuando no dejaba de gritar una y otra vez el mismo nombre. Aidan, Aidan, Aidan...
—¡Aidan!
Una docena de gotas de agua me golpearon el rostro al abrir los ojos. Parpadeé con lentitud, logrando librarme al fin de las ligaduras del sueño, y miré a mi alrededor. El cielo, oscuro como la noche, daba la bienvenida al nuevo día con una fría tormenta invernal que poco a poco iba dibujando charcos a nuestro alrededor.
—¡Aidan, maldita sea! ¡Despierta! ¡Des...!
Me incorporé antes de que Lyenor pudiese acabar la frase. La busqué con la mirada entre la oscuridad de la noche, aún aturdido, y al localizarla de pie junto a Damiel y Marcus comprendí al fin lo que estaba sucediendo. Los tres miraban a la lejanía mientras el resto se incorporaba, allí donde, esperando junto a un pozo, una figura femenina vestida únicamente con un vaporoso vestido blanco miraba a Lansel acercarse con una gran sonrisa. A su alrededor, diseminados a lo largo y ancho de toda la cima de la montaña, decenas de estructuras de piedra en ruinas aguardaban atrapadas entre dos dimensiones, congeladas en el tiempo. La lluvia las arrancaba del olvido al tocarlas, mostrándolas fugazmente. Era como sí, en cierto modo, parpadeasen... como si intentasen escapar de las sombras y salir a la luz. Por desgracia, su auténtica carcelera, la lluvia, decidía su futuro. Cuanto más lloviese, más reales serían.
Y al igual que sucedía con el Laberinto de Huesos, la presencia de la mujer del pozo corría la misma suerte. Por el momento el desierto nos estaba permitiendo disfrutar de su presencia, pero en cuanto las nubes desapareciesen ella se esfumaría...
—Mi querido niño —escuché que decía cuando, ya frente a ella, Lansel tomó su mano y besó el dorso. Su cabello negro como la tinta parecía flotar alrededor de su cabeza, dibujando bucles en su espalda—, ya empezaba a creer que te habías olvidado de mí. ¿Hace cuanto que no nos vemos? ¿Diez años? ¿Quince?
—Demasiado —respondió él—. No tengo excusa, Néfeles. Espero que sepas perdonarme.
—¿Como no hacerlo si me miras con esos ojos? —Cariñosa, la mujer, que en realidad no era más que una niña más joven incluso que Noah, acercó la mano a su rostro y acarició con cariño su mejilla—. Has viajado hasta muy lejos, Lansel. Mucho más de lo que habría imaginado jamás.
Embelesado ante la aparición, Jeavoux asintió con la cabeza. Pocas veces lo había visto mirar a nadie de aquel modo, como si fuese la guardiana de su corazón. Visto desde fuera, habría jurado que estaba enamorada de ella. La realidad, sin embargo, era mucho más sencilla. Lo que en realidad le unía a aquella bella damisela no era el amor, sino la sangre.
—Dijiste que el Bosque de Nymbus no era seguro, así que he venido hasta aquí para verte. Y no lo he hecho solo... —Dichas aquellas palabras, Lansel volvió la mirada hacia nosotros—. ¿Ves a todas estas personas, Néfeles? Son mis amigos... mis hermanos: mi nueva familia, y necesitan tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
Jamás olvidaré cuando los ojos de aquella mujer se encontraron con los míos. Podría decir que sentí miedo... que sentí vértigo, amor y pasión a la vez. Que una simple mirada me hizo vibrar más de lo que había logrado jamás ninguna mujer. Que me dejó sin aire. No obstante, me quedaría corto. Por primera vez en la vida sentí de verdad a alguien del otro lado del velo mirarme a los ojos, la magia golpearme en la cara como jamás había hecho, y aquella sensación me bastó para comprender que, a partir de entonces, mi vida no volvería a ser como la de antes.
Por fin, cincuenta y cinco años de servicio a Albia después, abrí los ojos a la auténtica realidad oculta más allá de los libros.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro