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Capítulo 61

Capítulo 61 – Damiel Sumer, 1.812 CIS (Calendario Solar Imperial)




Había charcos de sangre bajo mis pies. Cuerpos caídos, hombres heridos arrastrándose, nieve y barro. Armas medio enterradas en la tierra, casquillos y cascos agujereados. Había también alguna que otra bota perdida, ramas de árboles arrancadas a disparos y estandartes pisoteados.

El claro de Donvall estaba irreconocible. Dos días atrás, cuando llegamos, habíamos encontrado en él una amplia explanada entre pasos de montaña donde la luz del Sol Invicto se colaba entre las copas de los pinos. Era un lugar frondoso, con un ligero desnivel en la parte sur donde el General había hecho instalar las empalizadas del campamento. Las tiendas se encontraban entre los árboles, aisladas de la nieve gracias a los forros protectores con los que habían cubierto los suelos, mientras que los carros de combate estaban en la zona alta, como apoyo a las almenas de vigilancia. En general, era un buen campamento. La situación geográfica nos beneficiaba frente al enemigo. Teníamos una visión clara de cuánto nos rodeaba, y lo que aún era mejor, un amplísimo número de leales que, surgidos de todo el norte de Albia, habían acudido para unirse a las filas de Vespasian.

Y no solo eso.

Además de los últimos refuerzos, Vespasian contaba con el apoyo de la XII Legión, la Véspula, que días atrás había acudido a las puertas de su ciudad para hacerle frente. En aquel entonces se había temido una nueva gran batalla. Lucian había enviado al General Gaenor Tiberius con la misión de acabar con el mayor apoyo de Doric. Lo que no había calculado, sin embargo, era la gran amistad que unía a Vespasian y a Tiberius desde hacía años. Los dos Legatus se habían reunido, habían discutido al respecto y, tras unas cuantas horas de auténtica tensión, habían formado la paz. La Legión XII se había pasado al bando de Doric y gran parte de ella se había instalado en Herrengarde, como custodes de la ciudad.

Así pues, teníamos a muchos hombres a favor de nuestra causa. Éramos miles de legionarios y casi dos decenas de Pretores los que estábamos luchando, pero incluso así, Lucian estaba logrando ponernos las cosas muy complicadas. Sin necesidad ya de ocultar una verdad que todos conocíamos, el Emperador había convocado a un gran ejército de norteños de Throndall para que apoyasen a la Legión Lumina en su ataque a Vespasian. Las dos fuerzas se habían unido y, metro a metro, habían ido recorriendo Albia desde la frontera hasta Herrengarde, donde habían golpeado con todas sus fuerzas a la Legión XII. Por suerte, Tiberius había logrado mantener la ciudad y reducir su número, pero no frenarlos. El ejército del Espectro había seguido su avance hasta alcanzarnos y tras dos días de aparente paz habían alcanzado nuestra posición.

Claro que nosotros no nos habíamos quedado de brazos cruzados. En cuanto nuestros exploradores habían divisado las primeras filas del enemigo por los alrededores, Vespasian había decidido actuar. La VII no iba a esperar a que la I cayese sobre ella: atacaría primero, y para ello habíamos recibido una ayuda extra procedente del Paso de Cartana. Una ayuda que, en forma de señores de la Tormenta, había caído sobre el ejército del Espectro, causando grandes estragos y abriéndonos el camino para que el resto atacásemos sin piedad alguna.




No era la primera vez que me enfrentaba a un Pretor de la Casa de las Espadas. Después de mi encontronazo con Tristan Reiner en Gherron, sabía a lo que me atenía. Aquella gente era pura energía, pura fuerza bruta y rapidez. Agentes nacidos de la guerra preparados para acabar con su adversario costase lo que costase. Eran, sin lugar a dudas, uno de los peores enemigos con los que te podáis enfrentar.

El enemigo que, por supuesto, el Espectro lanzó en nuestra contra.

Lansel, Nancy y yo llevábamos dos horas disparando y enarbolando nuestras espadas en contra de las inacabables oleadas de legionarios y norteños que surgían de los caminos cuando el latido del primero de los Pretores precedió su llegada. Hasta entonces el combate había sido intenso, obligándonos a luchar sin respiro en ningún momento, pero asequible. Los disparos volaban a nuestro alrededor, segando vidas de unos y otros, pero nosotros lográbamos esquivarlos. Nuestras mentes trabajaban a suficiente velocidad como para eliminar a los enemigos antes de convertirnos en su objetivo, y aquellas balas que no alcanzábamos a esquivar, eran absorbidas por los escudos protectores de nuestras armaduras. Acabar con un Pretor a disparos no era tarea fácil precisamente, pero no imposible. Un tiro a quemarropa podría dar al traste con nuestras vidas. Por suerte, nunca llegaban a acercarse tanto. En cuanto aparecían en nuestro rango de acción, tanto Nancy, Lansel como yo nos encargábamos de silenciarlos antes de que pudiesen convertirse en una amenaza real.

Pero un enfrentamiento con un Pretor era diferente. En cuanto percibí el latido de su fragmento de Magna Lux al ritmo del mío supe que las cosas se iban a complicar. Aparté la mirada del grupo de tres norteños a los que acababa de eliminar y busqué entre los árboles y los cuerpos a su dueño. Primero una sombra en la oscuridad, después una silueta... y de repente, surgidos prácticamente de la nada, cinco Pretores de la Casa de las Espadas se abalanzaron sobre nosotros.

No pude ver qué sucedía con Lansel y Nancy, situados a cierta distancia de mí, pero por el sonido del entrechocar del acero supuse que habían logrado detener el primer ataque. En mi caso, así fue. Ante mí aparecieron dos figuras estilizadas uniformadas de rojo sangre, con las capas ondeando a sus espaldas, y como si de dos versiones de un mismo guerrero se tratasen, me atacaron a la vez, lanzando una estocada vertical dirigida a mis hombros. Lo hicieron a gran velocidad y con una fuerza brutal, pero pude detenerlas a tiempo. Interpuse mi arma antes de que pudieran finalizar el arco y hundir sus espadas en mis hombros, y las hice retroceder de un empujón. Inmediatamente después, las dos Pretores, pues por sus cuerpos supe que eran dos mujeres, se posicionaron frente a mí, con las armas levantadas y los rostros ocultos tras sus cascos.

—¡Traidor! —dijo una de ellas con nerviosismo. Su voz denotaba juventud—. ¡Es una vergüenza para las Casas Pretorianas que aún luzcas el uniforme!

—Pronto tu fragmento servirá para despertar a nuevos Pretores —dijo la otra, con mayor serenidad—. Tu muerte dará vida a nuevos hermanos.

—¿Mi muerte? —pregunté a modo de respuesta.

Y adelantándome a ellas, dirigí un rápido arco horizontal con el que las obligué a retroceder para recuperar la posición. Lancé un segundo ataque, un tercero, y antes de que nos diésemos cuenta ya estábamos concentrados en una vertiginosa danza en la que cualquier movimiento en falso podría dar la victoria al oponente.

Intercambiamos golpes a gran velocidad. Las Pretores luchaban totalmente sincronizadas, lanzando continuos ataques con los que me obligaron a concentrarme en la defensa. Cada vez que sus armas golpeaban el filo de la mía los músculos se me tensaban un poco más, provocando que poco a poco me fuese debilitando. Su fuerza bruta era tal que era cuestión de tiempo que acabasen rompiendo mi guardia.

Les dejé unos segundos para que se confiaran. Aunque a nivel físico eran más poderosas que yo, no tenían ningún otro arma con el que hacerme frente. Eran, simple y llanamente, máquinas de matar. Yo, en cambio, contaba con muchísimos más recursos. Unos recursos que, trascurridos unos segundos, no dudé en poner en práctica.

Empecé a retroceder hasta alcanzar la zona de árboles. Mis oponentes se movían con agilidad ante mí, lanzando continuas estocadas a izquierda y derecha. Se cruzaban entre sí, giraban sobre sí mismas, saltaban, se agachaban, lanzaban barridos... pero allá donde fuesen sus espadas, estaba la mía. No diré que podía predecir sus golpes, pero tras tantos años combatiendo había aprendido a leer entre líneas. Sabía lo que comportaban ciertos movimientos, y lo que aún era más importante, comprendía lo que significaban sus palabras clave. Yo no formaba parte de la Casa de las Espadas, desde luego, pero era un agente de la Noche. Si alguien podía saber todo sobre códigos secretos ese era yo.

Así pues, les tenía cogida la medida. Podía frenar sus ataques, pero devolvérselos era otra cosa. Siendo dos, no era fácil. Tenía que tirar de astucia, de mis capacidades, y así hice. Mientras retrocedía, midiendo cada paso, cada segundo, activé mi Magna Lux para que me cubriese de un escudo de oscuridad. A continuación, consciente de que aquello dolería, dejé que una de las espadas alcanzase mi piel. Necesitaba que se confiasen, que creyesen que había activado un escudo porque estaban ganándome terreno, y lo conseguí. El ver la punta de su espada cubierto de sangre provocó que las Pretores revitalizaran sus ataques, excusa perfecta para poner en marcha mi plan. Detuve cuatro arcos más, murmurando maldiciones por lo bajo, y aproveché un cúmulo de nieve en el suelo para patearlo y lanzárselo contra los visores. Inmediatamente después, durante los segundos que tardaron en limpiarse el yelmo, yo me oculté tras uno de los árboles. Concentré mis capacidades para que el escudo de oscuridad que ya me cubría por completo surgiese de mi cuerpo, cobrando vida propia, y lo preparé para el inminente ataque de mis oponentes. Mientras tanto, dejando a los pies del árbol a mi señuelo, trepé hasta las primeras ramas, perdiéndome rápidamente en sus sombras. Aguardé a que las dos Pretores se abalanzasen sobre la sombra, hundiendo sus armas en su pecho...

Y entonces me dejé caer tras ellas. Alcé mi espada, clavé la mirada en sus yelmos, los cuales se estaban girando hacia mí al darse cuenta del engaño, y hundí con todas mis fuerzas la espada en la espalda de la primera, a la altura del corazón. La mujer gritó, pero poco pudo hacer. Tan pronto el filo de mi arma salió por el otro extremo de su pecho, su cuerpo se descompuso en ceniza, dejando como único rastro de su existencia polvo que pronto se disolvería y el fragmento de Magna Lux. Horrorizada, la otra Pretor lanzó un grito y trató de dirigir su arma hacia mí, pero logré detenerla cogiendo el filo con la mano enguantada. La sostuve en el aire, empleando para ello todas mis fuerzas, hasta alzar de nuevo mi espada y hundirla en su pecho.

No tardó más que unos segundos en unirse al destino de su compañera.

Mientras me agachaba para recoger los fragmentos caídos flexioné los dedos de la mano con la que había frenado el golpe. Notaba la sangre caliente empaparlos bajo el guante... y me costaba mucho moverlos. Lancé una maldición. No tenía tiempo para comprobar la profundidad de la herida. De hecho, tan pronto me incorporé el filo de un cuchillo pasó volando muy cerca de mi cabeza, por lo que no tuve más remedio que seguir con la lucha. Aún quedaba mucha batalla por delante, y a no ser que tuviese los sentidos totalmente concentrados en ella, podría morir.

Tardé una hora en volver a reunirme con Nancy y Lansel en uno de los claros. Mis compañeros seguían con vida, pero la batalla empezaba a hacer estragos en su salud. Los tres habíamos recibido heridas, teníamos el uniforme lleno de cortes y alguna que otra quemadura de bala que el escudo no había podido absorber. Por suerte, seguíamos con vida, y como pudimos comprobar pocos minutos después de reunirnos y adentrarnos un poco más en el campo de batalla, el General Vespasian también.

—Es él —dijo Lansel, reconociéndolo en la distancia.

Dejando de lado la lucha, que en aquel entonces se recrudecía con especial dureza en la zona sur del bosque, nos dirigimos al desnivel donde el General Vespasian luchaba contra el enemigo rodeado de sus legionarios. Nuestro objetivo en aquella batalla era protegerlo: asegurarnos de su supervivencia, y el motivo era claro. En caso de que Doric muriese, él era el siguiente en la línea de sucesión, así que teníamos que mantenerlo con vida.

Alcanzamos la posición de Vespasian poco antes de que en la lejanía apareciese la imponente figura del Espectro. El General del enemigo cubría su rostro con una tétrica máscara en forma de calavera, lo que impedía que nadie conociese su identidad. Cualquiera podría ocultarse tras de ella. Sin embargo, poco importaba. Fuese quien fuese, encontraría su muerte en aquel paso.

Nos unimos al círculo defensivo que rodeaba a Vespasian. No muy lejos de allí Vanya Noctis luchaba con ferocidad. Ella, al igual que nosotros, tenía muy clara la misión con el añadido de que, además, había viajado hasta el campamento en compañía del hijo de Vespasian. Curiosamente, desde que la conocía siempre estaba muy cerca de él, atenta a sus movimientos. Supongo que detrás de todo aquello se encontraba la mano de Doric. Sea como fuera, se agradecía su presencia, y más ahora que tan cerca se encontraba el desenlace de la batalla.

—El Espectro viene directo hacia aquí —advirtió Nancy—. ¿Vamos a por él?

Asentí con la cabeza. Era la mejor opción, acabar con él antes de que pudiese convertirse en una amenaza real. Antes de que pudiese alcanzar a Vespasian.

—Sin piedad —respondí.

Y aunque Lansel y yo iniciamos el avance, Nancy no nos siguió. La Pretor alzó su arma, pero en el momento en el que se disponía a dar el primer paso algo impacto contra su espalda. Algo cuya luminiscencia fue tal que ni Lansel ni yo pudimos distinguir. Pocos segundos después, tras arrastrarla por el suelo varios metros hasta estrellarla contra un árbol, con llamas en el uniforme, comprendimos lo que realmente sucedía.

—¡Nancy! —grité.

Un segundo proyectil surgió de entre los árboles, con Lansel como objetivo. Mi buen amigo alzó su arma, aguardó el momento preciso e, interponiendo la espada, logró detenerlo, provocando que estallase frente a él, a tan solo un metro de distancia.

Una lluvia de fogonazos empezó a caer sobre nosotros.

—¡Magi! —gritó Lansel—. ¡Hay Magi!

Nos ocultamos tras los restos de un carro de combate carbonizado junto al cual había una decena de cadáveres. Nancy seguía tirada a los pies de uno de los árboles, inconsciente, mientras que el tirador, oculto entre la maleza, seguía disparando sin cesar. Una bola de fuego tras otra.

¿Un Magus? No, ni el mejor Magus de la academia habría podido mantener ese ritmo de ataque durante tanto tiempo. Tenía que tratarse de otra cosa, de otro tipo de ser. Un ser que, procedente de los Bosques de Throndall, se nutría de la magia y la hechicería oscura que le rodeaba.

—Esto no es cosa de un iniciado —reflexioné—. Voy a ir a por él: tú coge a Nancy y haz que despierte, ¿de acuerdo? No hay tiempo que perder.

Lansel asintió y se esfumó ante mis ojos, dejando tras de sí una sombra negra. Tres segundos después, apareció junto a Nancy únicamente para agacharse y cogerla. Inmediatamente después, desapareció un segundo antes de que una nueva explosión hiciese saltar por los aires el lugar.

Volví la vista al frente. A pesar de que había suficiente luz como para poder ver cuanto sucedía a mi alrededor, mi objetivo se mantenía invisible ante mis ojos. Era como si, de alguna manera, lograse escapar de mi campo de visión. ¿Sería aquel uno de sus poderes? Si quería jugar, no sería el único.

Aproveché que una de las ráfagas de viento arrastraban hojas y nieve para trepar a uno de los árboles. A ojos de los presentes había desaparecido, no obstante, seguía ahí, muy presente. Aguardé unos segundos para asegurarme de que mi enemigo no me había visto, lo que confirmó el hecho de que volviera a lanzar una de sus bombas de fuego al nivel del suelo, y empecé a avanzar. Moverme por los árboles no era mi especialidad. Mi terreno de acción era el urbano, pero dadas las circunstancias no dudé en ir saltando de rama en rama para ir avanzando. A mi alrededor la batalla continuaba, probablemente más cruenta a cada segundo que pasaba, pero por alguna extraña razón, cuanto más me adentraba en el bosque, más lejana me parecía. Los sonidos quedaban atrás, aislados tras un muro invisible; las detonaciones, las vibraciones... el hedor a sangre y a explosivos.

La oscuridad empezó a extenderse entre los árboles; las sombras, la niebla y una suave lluvia roja que pronto llenó de charcos el suelo embarrado.

Se hizo el silencio total. Me detuve por un segundo en lo alto de uno de los árboles, consciente de que ya el único sonido que escuchaba era el de mi propia respiración, y descendí al suelo. Más allá de la niebla, en la lejanía, veía un camino. Una línea de tierra tenuemente iluminada por antorchas azules al final de la cual aguardaba una estructura ya conocida para mí.

Apreté la empuñadura de mi espada con fuerza. Frente a la estructura de madera, de pie ante la puerta de su casa, Somnia me miraba con diversión. Aquel día vestía con un vaporoso vestido blanco totalmente manchado de sangre y unas sandalias de cuero que dejaban a la vista unos pies cuyos dedos eran garras. En sus manos había fuego.

En su mirada perversión.

Furioso, corrí hacia ella. Estaba enfadado por lo que le había hecho a Nancy y porque formase parte de las filas del enemigo, pero aún más por haberme engañado. Semanas atrás había creído en lo que me había mostrado: me había convencido de que Doric había muerto en el río Thaal. Sin embargo, me había engañado. Aquella mujer me había mentido, había intentado manipularme, y pagaría por ello.

Alcanzado el camino de tierra, el fuego de las antorchas creció de tamaño, borrando de mi vista cuanto me rodeaba. Seguí avanzando, sin apartar la mirada de Somnia, hasta alcanzar el jardín de su casa. A nuestro alrededor, formando un muro, las llamas habían crecido hasta convertirse en lanzas de más de veinte metros de altura. En caso de querer escapar, no habría forma. Por suerte, no era mi objetivo. Desconocía cuál iba a ser el desenlace, pero no estaba dispuesto a irme sin acabar con ella.

—Estás enfadado —dijo su voz en mi mente en tono burlón—. Estás enfadado, sí. ¿Es por esa chica? ¿Por Davenzi?

Alcé el arma hacia Somnia. Nos separaban aún más de treinta metros, pero mi avance acababa allí. Acercarme a la casa era demasiado peligroso.

—Cállate y ven—respondí.

Somnia hizo una reverencia y estalló en llamas para aparecer, acto seguido, frente a mí, a no más de dos metros. La bruja ladeó ligeramente la cara, sin perder la sonrisa de serpiente que en aquel entonces cruzaba su rostro, y me guiñó el ojo.

Interpuse la espada entre nosotros.

—¡Me mentiste! —grité con furia. La punta de mi espada rozaba su frente, pero no parecía importarle—. ¡Tus visiones eran falsas!

—En absoluto: te dije la verdad —respondió ella—. Otra cosa es que no quieras creerla, querido Damiel...

Somnia alzó la mano hasta la espada y apoyó el dedo sobre esta. Inmediatamente después, sintiendo un fuego abrasador apoderarse del metal y la empuñadura, me vi obligado a soltarla. Desconocía cómo lo había hecho, pero tal era su poder que me hizo retroceder.

Me sujeté la mano con fuerza. Con una palma quemada y varios dedos de la otra inmovilizados, iba a ser complicado seguir combatiendo.

—Estás siendo engañado —dijo, y se agachó para recoger el arma. La sostuvo entre sus manos, sin interés alguno, y la clavó en el suelo, a mi alcance—. Ese hombre al que sigues ha cruzado ya el velo. La Cacería Salvaje recogió su cuerpo sin vida y se lo llevó a los Señores del Sueño. El que ahora haya regresado responde a los caprichos de los Dioses de Nymbus, no a tu Sol Invicto.

—Mientes —murmuré—. Lo he visto con mis propios ojos. He hablado con él... lo he tocado. ¡Está vivo!

—¿Estás seguro de ello? —Somnia sonrió con picardía—. Dime una cosa, Damiel... ¿acaso no has visto algo extraño en sus ojos? ¿En su mirada? —Negó suavemente con la cabeza—. Aún se puede cambiar el futuro. Los hilos del destino pueden cortarse, pueden alterarse... pueden atarse de otra forma.

Somnia señaló el círculo de fuego con el mentón para que lo mirase. Había filamentos dorados entre las llamas: hilos que se unían entre sí componiendo el complejo entramado que era Albia. Nudos que se hacían y deshacían continuamente... que dependiendo del resultado de la guerra, dibujarían un futuro para el Imperio totalmente diferente al predefinido.

Somnia extendió los brazos en cruz.

—Te has equivocado de camino, pero aún estás a tiempo de regresar. ¡Aún estás a tiempo de rehacer el camino!

—¿Y volver a servir al mismo hombre que destruye todo aquello por lo que lucho su hermano? ¿Que declara la guerra contra Talos, a sabiendas de que Albia no está preparada para vencer? ¿El mismo que traiciona y asesina a su propia familia? ¡El mismo que combate a sus antiguas Legiones con las filas del enemigo! —Negué con la cabeza—. ¡Estas loca si crees que voy a dar un paso atrás!

—Está claro a quien combates... ¿pero tienes claro por quien luchas? —Somnia dejó escapar una risotada—. Si pudieras ver lo que aguarda más allá del tiempo, lo que os espera, morirías con tal de mantener a Albia fuerte. Te desvivirías porque Lucian Auren hiciese de tu país lo que lleva años soñando. Pero la decisión es tuya, Damiel. Deja que los hilos sigan su curso, y dejarás que tu país muera.

—No vas a volver a engañarme —respondí, y acerqué la mano quemada hasta el pomo de mi arma. Seguía tremendamente caliente, casi ardiendo, pero incluso así cerré los dedos a su alrededor y la arranqué del suelo—. Esta vez no. Puedes seguir con tu palabrería, que no pienso escucharla. Sea lo que sea que aguarde a Albia en el futuro, estará preparado para combatirlo. No tengo ningún miedo.

—De momento —dijo ella—. Pero, tranquilo, lo tendrás.

Mi arma dibujó un veloz arco horizontal a la altura de la garganta de Somnia. Dirigí el arma al punto exacto para poder separarle la cabeza del cuerpo, furioso tras tanta palabrería. No soportaba la idea de que pudiese volver a engañarme... de que tratase de confundirme. Quería acabar con ella, y aunque sabía que aquel movimiento me exponía por completo, decidí hacerlo. Decidí arriesgarme. El filo de mi arma voló contra su cuerpo, cortando el aire, emitiendo un potente silbido parecido al graznido de mil cuervos, hasta alcanzar su garganta. Impactó contra la piel, se abrió paso entre los tejidos y, saliendo por el otro extremo, alcanzó su objetivo, silenciando de una vez por todas la perversa boca de aquella mujer.

La cabeza cayó hacia atrás... y aunque ya no estaba conectada al cuerpo, sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa. Una sonrisa que se transformó en una enloquecedora carcajada en mi mente. Dejé caer el arma al suelo, sintiendo la cabeza a punto de estallar, y me llevé las manos a las orejas, tratando de taparlas. Lamentablemente, no había nada de qué protegerlas. El sonido estaba dentro, destruyendo cuanto encontraba en su camino... cegándome ante lo que estaba a punto de suceder.

El cuerpo de Somnia, ahora sin cabeza, dirigió su mano derecha hacia mi pecho y la apoyó justo donde el fragmento de Magna Lux latía con fuerza. Inmediatamente después, un calor abrasador precedió lo que sería el último estallido de luz que vería de aquella batalla.

Se hizo la oscuridad.




Cuando desperté la lucha había finalizado. Me encontraba aún entre los árboles, tirado en el suelo junto al resto de cadáveres. Me dolía todo el cuerpo de las heridas, la cabeza y la espalda, pero aún más las manos. Prácticamente no podía moverlas.

Las dirigí hacia el suelo embarrado e intenté incorporarme. En la lejanía alguien gritaba mi nombre. Parpadeé un par de veces, tratando de aclararme la vista, pero había un telón de oscuridad que me imposibilitaba ver con claridad donde estaba. En cierto modo, como si de ruido de fondo se tratase, veía la casa de Somnia en la lejanía, recortada contra el horizonte. Veía sus antorchas, su porche...

Más gritos. Apoyé las manos en el tronco junto al cual me encontraba y me incorporé. Me dolían las piernas como si hubiese caminado durante días, como si arrastrase conmigo el peso del mundo, pero incluso así empecé a andar. Di un paso tras otro, esquivando cuerpos y pisando charcos de sangre y agua sucia, hasta al fin alcanzar la parte inferior de un desnivel. Ante mí, el claro estaba totalmente sembrado de cuerpos y de vehículos calcinados.

Me pregunté cuándo habría acabado todo. Desconocía cuánto tiempo había estado en poder de Somnia, pero por la posición del sol en el cielo, no podía haber sido demasiado. ¿Una hora, quizás? ¿Dos? Lo suficiente para que la batalla terminase...

—¡Damiel!

Lansel corrió a mi encuentro. No recuerdo de dónde salió, ni tampoco qué me dijo al vernos, pero sí su expresión. Me había dado por muerto.

—¿Estás bien? ¿¡Dónde demonios estabas!? ¡Llevo horas buscándote!

Volví la vista atrás y señalé la zona de la que había venido. No recordaba exactamente el punto donde había despertado, pero no había sido un lugar especialmente oculto precisamente.

—¿Estabas allí? —Lansel negó con la cabeza—. ¡Imposible! He rastreado la zona en varias ocasiones y no estabas. No notaba tu Magna Lux... demonios, Damiel, temía lo peor.

—Tranquilo —respondí—. Estoy bien. ¿Ha acabado todo?

—Me temo que sí —dijo, y negó suavemente con la cabeza—. Ha sido un maldito desastre. Teníamos ya la batalla vencida: estábamos haciéndolos retroceder cuando el Espectro llegó hasta el General. —Hizo un alto—. ¿Recuerdas lo que pasó con Nancy? Aquel fogonazo la alcanzó de pleno. Cuando la encontré, estaba en el suelo... y su Magna Lux no latía. Fue algo muy extraño... creía que estaba muerta. De hecho, tardó cerca de diez minutos en volver a latirle. Era como si hubiese muerto. —Negó con la cabeza—. Temí que fuese a desintegrar de un momento a otro. Por suerte, su corazón reaccionó. Seguía inconsciente, pero al menos estaba viva. Le pedí a un legionario que se la llevase, quería regresar a la batalla, pero para cuando lo hice, fue demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? —pregunté, con temor—. ¿Qué quieres decir con que fue demasiado tarde?

En el fondo sabía lo que aquello significaba. Lo sabía perfectamente, pero necesité escucharlo para creerlo. La batalla había sido vencida, pero el coste había sido muy alto.

—El General Vespasian ha muerto —dijo al fin—. Tenemos el camino libre hasta Hésperos, sí, pero a qué precio. —Lansel desvió la mirada hacia la lejanía, donde se encontraba el campamento—. Esta noche se realizará el funeral. Después, partiremos hacia el sur.




—¿Puedes moverlos?

—No. El doctor dice que tengo los tendones dañados. Esta noche me intervendrán. Con suerte, en un par de días habré recuperado la movilidad.

—¿Y qué pasa con la otra? Tienes la piel abrasada, ¿no?

Nancy me cogió la mano con delicadeza. Nos encontrábamos en la entrada a nuestra tienda, aprovechando las horas de descanso que había marcado el Alto Mando antes de la despedida del General. Lansel estaba dormido en su camastro, agotado después de la batalla, mientras que Nancy y yo, demasiado conmocionados aún por lo sucedido, hablábamos fuera, sentados frente a un gran bidón en llamas. A nuestro alrededor, el cansancio y la paz se había apoderado del campamento. Eran muchos los que a aquellas horas estaban en el campo de batalla recuperando los cuerpos de los suyos, pero aún más los que descansaban en sus tiendas de campaña. La lucha había sido muy dura, pero no era más que el inicio de nuestro avance.

—¿Qué te ha pasado? Ha sido ella, ¿verdad?

—¿Ella?

—Esa bruja. —Sin apartar la mirada de mi mano, Nancy entrecerró los ojos—. La vi durante solo unos segundos... Cuando me alcanzó con su hechizo, salí disparada contra un árbol. Fue un golpe fuerte, muy doloroso, pero soportable para un Pretor. Tardé unos segundos en levantarme, pero cuando lo hice, dispuesta a combatir, descubrí que ya no estaba en el mismo bosque. Todo estaba helado, la temperatura era muy baja, prácticamente insoportable, y estaba frente a un camino de tierra iluminado por antorchas.

Deslizó los dedos alrededor de mi quemadura con delicadeza, como solo ella sabía hacer. Hacía tiempo que no estábamos tan cerca el uno del otro, que no compartíamos aquella intimidad, desde hacía al menos un par de meses, pero no me molestó su cercanía. Aunque hacía ya tiempo que no estábamos juntos, Nancy seguía siendo una persona muy importante para mí.

—Seguí el camino y llegué hasta una casa de madera. Ella estaba en su pórtico, sentada en una mecedora. Cuando me vio, se sorprendió de mi presencia. No me estaba esperando a mí, se notaba. Había dado al blanco equivocado. No obstante, a mí no me importó. Tenía las manos cubiertas de fuego, por lo que supuse que ella estaba detrás del ataque, así que desenfundé mi espada y me dispuse a atacarla. Antes de alcanzarla, sin embargo, me dijo que no iba a permitir que interviniésemos. Yo le pregunté de qué hablaba, pero no respondió.

—¿Y entonces? ¿Qué pasó después?

Nancy me soltó la mano.

—Desperté en brazos de Lansel. Por ese entonces imagino que ya estarías tú con ella. Jeavoux dice que no te encontraba: que no sentía tu Magna Lux. Lógico, no estabas en el campo de batalla. Estabas con ella, ¿verdad?

Asentí con la cabeza. Nancy era inteligente. Aunque en su momento no le había explicado lo acontecido durante nuestra visita a Throndall con el ejército de Talos, ella no había necesitado escuchar lo ocurrido para sacar sus propias conclusiones. No era estúpida. El que Somnia tuviese especial interés en mí no era casualidad.

Lancé una maldición entre dientes. No podía evitar preguntarme si no habría podido cambiar las cosas en caso de no haber caído en la trampa de Somnia. De haber estado presente, puede que hubiese podido evitar la muerte de Vespasian. Quizás no, desde luego, pero aquella era una duda que siempre me acompañaría.

—No me lo vas a contar, ¿verdad? —respondió ante mi silencio. Sonrió sin humor—. ¿Por qué será que no me sorprende? En fin... voy para dentro, creo que te buscan.

Nancy y yo nos pusimos en pie, aunque cada uno eligió un destino diferente. Mientras que ella entró en la tienda tal y como había dicho, yo me alejé unos pasos, hasta alcanzar la posición donde la Centurión de la Casa de las Tormentas me esperaba.

Tan pronto llegue a su altura la mujer asintió a modo de saludo y se puso en marcha, hacia el interior del campamento.

Al igual que yo, Vanya Noctis llevaba el uniforme sucio y lleno de cortes y quemaduras, producto de la batalla. Tenía el cabello casi blanco recogido en una coleta alta, el rostro tiznado de ceniza y suciedad, y una expresión triste en el semblante. Su participación en la contienda había desequilibrado la balanza a nuestro favor, pero incluso así se la notaba decepcionada. En el fondo, al igual que nos sucedía a casi todos, aquella victoria era muy amarga.

—Quería felicitarte, Centurión —dijo sin apartar la vista del frente ni aminorar la marcha—. He oído que tanto tú como tus hombres habéis jugado un papel vital en la batalla. Acabasteis con los Pretores de la Casa de las Espadas que servían al Espectro.

Asentí con la cabeza. Era un tema delicado. Aunque ya no formase parte de la Casa, suponía que en el fondo de su corazón le dolía el haberse tenido que enfrentar con antiguos compañeros.

—Así es.

—Bien hecho. —Me dedicó una sonrisa fugaz—. Te diría que solo duele la primera vez que se vierte la sangre de un compañero, pero te estaría mintiendo. Esto es una auténtica mierda, y cuanto más tiempo pasa, va a peor... al menos podemos consolarnos con saber que estamos haciendo lo correcto. Este ha sido un gran paso para el avance de Doric. En cuanto nos pongamos en marcha, aseguraremos el camino para que él pueda llegar a la ciudad sin problemas. —La Centurión se detuvo y volvió la mirada hacia mí. Se cruzó de brazos—. Y dicho esto, imagino que te estarás preguntando a qué viene esto. Creo que solo hemos hablado un par de veces, y la primera fue en Gherron, para amenazarnos o insultarnos mutuamente, ¿verdad?

—Algo así, sí —admití—. Si no recuerdo mal, querías matarme tanto a mí como a toda mi familia... y no de una forma rápida y poco dolorosa precisamente.

Divertida al recordar el encontronazo, Vanya dejó escapar una risotada.

—Mi antiguo Centurión siempre decía que me perdían los modales. Lástima que a él le pase lo mismo, ¿no crees? —Se encogió de hombros—. El Emperador cree en ti, en toda la familia Sumer, y por lo tanto, yo también.

Agradecido ante sus palabras, asentí con la cabeza. Teniendo en cuenta el historial de los míos, con Davin prácticamente expulsado de las Casas Pretorianas y mi hermana en la lista negra del Emperador Lucian Auren, resultaba reconfortante escuchar algo así.

—Haces bien —respondí—. No os equivocáis con nosotros.

—Bueno, eso ya se verá con el tiempo. Eso sí, si seguís así, creo que pronto cerraréis todas las bocas... si es que queda alguna abierta, claro. Pero a lo que iba: eres consciente de que con la muerte del General Marcus Vespasian, Kare Vespasian, su hijo, pasa a ser el heredero de Doric, ¿verdad?

Lo era, sí. No me lo había planteado hasta entonces, pues apenas había tenido tiempo para ello, pero por lógica el capitán de la "Flama Aurea" subía de posiciones cara al trono.

—El Alto Mando ha decidido que abandone el país de inmediato —prosiguió—. Es por seguridad: por su propio bien. Vamos a luchar porque el Emperador sobreviva a esta guerra, eso ante todo, pero en caso de que algo fallase, necesitamos a alguien que pueda ocupar su lugar.

—Lógico —respondí.

—Bien. Yo debo volver junto a mis hombres. El campamento del Emperador se está moviendo, y en cuanto tenga vía libre para Hésperos, irá directo al Palacio Imperial. —Se encogió de hombros—. Mi lugar está allí, no aquí... pero eso no implica que la VII deba detenerse. Tenéis que seguir abalanzando como hasta ahora, pero con la pérdida de su General, no va a ser fácil. La muerte de Vespasian ha sido un golpe muy duro para la moral. Ahora mismo sus oficiales están afectados. Llevan décadas bajo sus órdenes, y la situación no es fácil. Necesitan serenidad. Es por ello que debo pedirte un favor, Centurión. Tú eres un miembro de la Casa de la Noche destacado: en su momento fuiste uno de los favoritos de Lucian Auren, y no sin razón, y ahora Doric cree en ti. —Se esforzó por sonreír—. Por favor, ayuda a los hombres de Vespasian a recuperar el control de la situación. Necesitamos que sigáis avanzando, que nos abráis paso hasta la capital, y para ello es vital que alguien con la cabeza fría serene los ánimos. Necesitan ordenar las ideas, pero también utilizar las rutas adecuadas. Sé que los agentes de la Noche disponéis de ciertos accesos secretos que nos podrían facilitar las cosas... si a eso le sumamos vuestra red de contactos, creo que te he dado motivos más que suficientes para que te quedes aquí y eches una mano. ¿Cómo lo ves, Centurión?

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