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Capítulo 43

Capítulo 43 – Damiel Sumer, 1.811 CIS (Calendario Solar Imperial)




El eterno retorno.

Años atrás volver a Hésperos era un premio. Las pocas veces que conseguíamos hacerlo regresábamos con grandes sonrisas pintadas en la cara y el corazón latiendo de pura emoción. Aquella ciudad, aquella preciosa e imponente ciudad, nos había hecho creer que era nuestro hogar. Que en ella estaríamos seguros y encontraríamos el calor de aquellos que daban sentido a nuestra existencia. Y nosotros, creyéndonos mucho más débiles de lo que realmente éramos, nos dejábamos envolver por su manto protector y fingíamos ser felices en su seno.

Pero todo era mentira. En aquel entonces no era capaces de verlo, pero con el paso del tiempo lo había ido entendiendo. Ni aquel era nuestro hogar ni jamás lo había sido. Tampoco quedaba nadie que nos esperase ni que se alegrase de nuestro regreso. Hésperos simplemente había sido el punto de inicio, el lugar donde nuestra historia había empezado, pero no donde acabaría. Ahora que al fin habíamos aceptado lo que realmente éramos, nómadas sin hogar ni familia salvo la que nos rodeaba, todo iba a ser mucho más fácil.

O al menos eso quería pensar.

Volver a Hésperos ya no despertaba emoción alguna en mí, pero sí el pisar el suelo acristalado del Palacio Imperial. El avanzar por sus pasadizos cubiertos de estandartes con el Sol Invicto iluminando nuestro camino... el cruzarnos con Pretores a los que el uniforme prácticamente les iba grande de lo jóvenes que eran.

Sentir el latido de la Magna Lux más debilitada que nunca.

Mentiría si dijese que era devoto de los Auren. Siempre había respetado y admirado al Emperador por su gran labor, pero nunca había llegado a creer del todo en él. La extraña relación que lo había unido a mi madre había marcado una gran distancia entre nosotros. Sabía que él confiaba en mí plenamente, pero a veces yo no podía evitar preguntarme si él lo haría en mí. Después de tanto tiempo fuera de Hésperos, manchándome las manos de sangre en nombre de una Albia que apenas conocía, había logrado que me sintiese un extraño en aquel lugar. Pero incluso así, con aquella mezcla de sentimientos encontrados martilleándome la cabeza con más fuerza que nunca, aquel día sentí tristeza al adentrarme en el Palacio Imperial. Sentí lástima por haber perdido al Emperador, pero aún más por no haber logrado encontrar a su hijo. El que Lucian Auren, nuestro auténtico jefe, fuera quien nos hubiese convocado en nombre de la corona evidenciaba nuestro fracaso, y eso, muy a mi pesar, era algo que me pesaba demasiado como para fingir que no me importaba.

Por suerte, a nadie parecía importarle.

Lucian Auren nos recibió en uno de los salones del Palacio. Rodeado por sus más leales servidores, desde Pretores hasta legionarios, el hasta entonces príncipe de Albia sabía que debía ser cuidadoso en sus próximos movimientos si lo que quería era ganarse a su pueblo. Lo más probable era que el Senado lo coronase Emperador en poco tiempo, pero debían ser precavidos con las fechas. El pueblo quería a Doric Auren. El joven príncipe había logrado ganarse la simpatía de Albia, y si bien todo apuntaba a que había muerto, había muchos que se aferraban a la idea de que hasta que su cuerpo no apareciese no se podía perder la esperanza. Y era cierto, no nos vamos a engañar. Era muy complicado que siguiese vivo, pero no era imposible. Así pues, Lucian debía jugar muy bien sus cartas para no levantar suspicacias. Tenía que ganarse el apoyo del pueblo, y para ello, le gustase o no, era vital que gente como nosotros, respetados y admirados por su ciudadanía, creyésemos en él...

Irónico, ¿no?

Después de tantos años a su servicio, aquella fue la ocasión en la que con más honores nos recibieron. Lucian narró nuestros grandes éxitos a todos los guerreros y personalidades presentes en la sala, que no eran pocos, y uno a uno fue destacando los grandes momentos de nuestra carrera, pintándonos a ojos de todos los invitados como los auténticos héroes que éramos. Porque lo éramos, no voy a mentir. Nuestros actos nunca afectarían directamente al día a día de Albia, pero sí a su futuro. Porque sin nosotros, que a nadie se le olvide, muchos más serían los enemigos que golpearían a nuestras gentes. Habría más asesinos sueltos, más terroristas y más conspiradores. Habría, en general, una inestabilidad gracias a la cual nuestro Imperio se vería abocado al fracaso... a la autodestrucción. Así que sí, tanto la nuestra como el resto de Unidades de la Casa de la Noche estaban compuesta por héroes. Agentes que nunca seríamos reconocidos con honores a excepción de momentos como aquel en los que las falsas apariencias y la hipocresía corría a cuenta de los Auren.

En fin, gajes del oficio. Si hubiese querido que me colgasen medallas me habría metido en la Casa de las Espadas o del Invierno. Los agentes de la Noche no teníamos tiempo para esas nimiedades.

La recepción resultó ser bastante más corta de lo que ninguno de nosotros esperábamos, pero al menos nos valió para degustar el exquisito cátering que habían preparado y conversar con compañeros de otras casas. Al igual que nosotros, los próximos días serían varias las unidades con las que Lucian se reuniría para afianzar alianzas.

Unas alianzas con las que pronto, muy pronto, se convertiría en el nuevo Emperador.

Fue un día extraño. Un día de aquellos que no solo recordaría por lo chocante de la situación, sino por lo que sucedería más tarde, cuando después de la recepción el príncipe Auren decidió convocarnos uno a uno a su despacho para poder hablar en privado.

Lucian no era estúpido precisamente.

Bajo la atenta mirada de todos los presentes, uno a uno mis compañeros fueron saliendo del salón para acudir a su encuentro. Primero lo hizo con los más novatos, con Terry Swift y Eugene Kallen a la cabeza. Ambos entraron dubitativos al despacho, temblorosos incluso de tener que enfrentarse en solitario con el príncipe, y durante diez minutos estuvieron con él, charlando del Sol Invicto sabe qué. Después, igual de inquieta o puede que más que sus compañeros, les siguió Nancy Davenzi. Su reunión fue algo más corta, de tan solo ocho minutos, pero por el mensaje que poco después me envió al teléfono supe que todo había ido bien. El príncipe sabía lo que cada uno de nosotros necesitaba escuchar para poder ganarse nuestra simpatía.

Misi y Marcus fueron los siguientes en entrar. Ambos me lanzaron una última mirada antes de entrar en el despacho. Aunque aún eran jóvenes, el tiempo los había curtido. Sabían lo que tenían que hacer. Lansel, sin embargo, era otra historia.

—No te pases de listo —le advertí en un susurro cuando se disponía a entrar—. Actúa con cabeza, ¿de acuerdo?

—¿Acaso no lo hago siempre?

Su reunión se alargó más que la del resto. Desconozco qué fue lo que hablaron, pero por el modo en el que Lucian Auren me recibió pocos minutos después supuse que había ido bien. Lansel tenía la lengua muy afilada, pero no era estúpido.

Pero ahora era mi turno, casi una hora y media después de que iniciase la ronda de encuentros privados, y tenía ganas de saber qué era aquello que el nuevo Emperador quería decirme. Sentía curiosidad, no voy a mentir, pero también tenía ganas de que me regalase los oídoa. Aquel hombre llevaba mucho tiempo haciendo lo que quería con nosotros sin apenas agradecérnoslo, así que quería algo más de su parte. Algo que me demostrase que realmente éramos alguien para él y no simples asesinos a los que prefería fuera de su ciudad.

Necesitaba algo más... y él lo sabía.

—Damiel Sumer —dijo nada más verme entrar. El príncipe se levantó de la butaca donde estaba sentado, tras una amplia mesa de madera negra, y la rodeó para tenderme la mano—. El Optio de la Unidad Sumer desde hace diecisiete años... es sorprendente cómo pasa el tiempo. Aún recuerdo el día en el que tu Centurión puso tu nombre sobre la mesa. En aquel entonces eras muy joven, creo que no tenías más de veinte o veintiún años, pero él confiaba plenamente en ti. Yo tenía mis dudas, pero está claro que me equivocaba. Hizo una buena elección.

Me invitó a tomar asiento en el escritorio. La estancia era bastante pequeña, con el techo bajo y las paredes cubiertas de estanterías a rebosar de libros. El suelo era de cristal, al igual que la mayor parte del Palacio, lo que permitía ver el complejo de cavernas que aguardaba bajo el edificio. En aquella zona en concreto había un pequeño riachuelo subterráneo cuyas aguas cristalinas chispeaban a la luz de las lámparas. Por lo demás, la sala únicamente destacaba por la gran cantidad de información y documentos que había en sus estantes. La iluminación era tenue, el mobiliario moderno pero poco funcional. Demasiado grande para un lugar de tan pocas dimensiones. De hecho, todo era demasiado estrecho para alguien como yo. Lucian, que era ancho de espaldas pero no tanto, se sentía bastante cómodo allí. Yo, sin embargo, sentía cierta claustrofobia. ¿Casualidad, quizás? No soy lo suficientemente estúpido como para dejarme engañar tan fácilmente.

—Agradezco las atenciones y el cóctel, mi señor —dije, seleccionando las palabras con especial cuidado—. Me alegra que mis hombres hayan tenido un recibimiento como merecen. Se juegan la vida a diario.

—Soy consciente de ello, Damiel. Formar parte de la Liga Áurea no es fácil, requiere un gran sacrificio, pero vuestra Unidad ha demostrado estar a la altura. Es por ello que os he hecho llamar. Después de tantos años de leal servicio os habéis ganado mi total confianza.

Un tanto sorprendido ante tanta simpatía no pude evitar que una media sonrisa se dibujase en mis labios. Ambos sabíamos que aquellas palabras eran producto de las circunstancias, que aquel hombre deseaba algo de mí, pero dada mi situación opté por no oponerme. Fuese lo que fuese que quería proponerme, estaba casi convencido de que iba a suponer una mejora para la Unidad, así que, ¿por qué no escucharlo?

—Os lo agradezco.

—¿Qué otra cosa ibas a decir? —Lucian sonrió sin humor—. Sé que eres inteligente, Sumer. Todos los de tu Unidad lo sois, pero es innegable que la sangre de tu familia es poderosa. Tu padre, tu hermana, tú... incluso tu hermano. Todos sois personas especiales. En mi familia pasa algo parecido. Mi hermano ha sido el mejor Emperador que jamás Albia ha tenido, y de haber seguido con vida, mi sobrino habría seguido con su gran labor. Eran grandes hombres. Hombres a los que admiraba con toda mi alma y cuya pérdida está resultando muy dolorosa. Era mi familia, mi única familia junto a mi sobrina Seline, y sin ella me siento algo perdido. Es por ello que os estoy haciendo llamar a vosotros, mis más fieles guerreros, confidentes, consejeros... amigos, para que me ayudéis a seguir con la gran labor que mi hermano estaba realizando. Albia está viviendo momentos complicados en los que la guerra y la sangre está salpicando su buen nombre y necesita que un mando fuerte y unido que la guíe. —Lucian apoyó los antebrazos sobre la mesa, adelantándose un poco—. Tenemos que ser fuertes.

—Y lo seremos —convine, plenamente consciente de la importancia que tenían las Unidades como la mía en el futuro más inmediato del país—. No puedo hablar en nombre de todas las Casas, pero estoy convencido de que puede contar con nosotros. Nuestras vidas están al servicio de Albia y su Emperador, y si el día de mañana ese hombre es usted, no dude que haremos honor a nuestro juramento.

Satisfecho ante mi declaración de intenciones, Lucian asintió con la cabeza. En su sonrisa seguía sin haber alegría alguna, pero su mirada transmitía mucho más de lo que jamás harían aquellos labios. Y sus ojos decían mucho. Hablaban de un futuro en común en el que ambos podríamos salir gratamente beneficiados de la mutua colaboración... pero también hablaban de tiempos inciertos. Mi padre de vez en cuando hablaba de la inminente llegada de una época oscura en Albia. De que el día en el que Konstantin nos abandonase el Imperio atravesaría una etapa extraña, y aquella mirada era la que marcaba su inicio.

—Te tomo la palabra, Optio. Siempre fuisteis de mis favoritos, y en momentos como este no puedo hacer más que reafirmarme. Había quien no creía en vosotros, Damiel. Imagino que ya lo sabes, pero el nombre de tu familia no siempre ha sido visto con buenos ojos. La traición de tu hermano ha dejado marcado vuestro apellido.

—¿La traición de Davin?

Había oído hablar del destino de mi hermano, de su enfrentamiento con el propio Lucian y de su final en la Torre de los Susurros, pero no de una traición. Aquello era nuevo para mí, al igual que lo era el que sus acciones hubiesen ensuciado el nombre de mi familia. ¿Sería posible que el haber pasado tanto tiempo fuera de Albia nos hubiese impedido ver lo que realmente sucedía?

Apreté los puños bajo la mesa. Todo aquello podía formar parte de su estrategia para ganarse mi apoyo, desde luego, pero me parecía excesivo. Lucian ya contaba con el apoyo de la Sumer, y lo sabía. Entonces, ¿a qué venía todo aquello?

De haber estado en presencia de cualquier otra persona habría empezado a moverme incómodo en la silla, ansioso por abandonar la sala cuanto antes. En aquella ocasión, sin embargo, me quedé muy quieto, prácticamente petrificado. No quería que percibiese mi mal estar.

—Dime una cosa, Damiel. Davin dejó tu Unidad hace mucho tiempo, prácticamente veinte años. ¿Qué relación es la que ahora te une a él? El lazo entre hermanos suele ser fuerte.

—Suele serlo, sí —admití—. Pero no en mi caso. Davin decidió dar la espalda a la Sumer y con ello marcó un antes y un después entre nosotros. Es mi hermano, por supuesto, y siempre lo será, pero su camino y el mío transcurren por senderos diferentes.

Lucian asintió con la cabeza, pensativo en apariencia.

—Ya veo... es una decisión admirable desde luego. A veces hay que tomar decisiones complicadas que marcan nuestro destino. Decisiones que pueden llegar a ponernos en contra de nuestra propia familia. —Negó suavemente—. Yo mismo he tenido que enfrentarme a una de ellas. Mi hermano Konstantin era un gran hombre, pero en los últimos tiempos se estaba volviendo demasiado confiado. Antes siempre escuchaba mis consejos. Nuestra relación era excelente y sabía que en mí tenía a alguien leal que únicamente buscaba su prosperidad. Sin embargo, en los últimos años hubo ciertas voces que susurraron en sus oídos con malas intenciones. Voces que lo llevaron a acercarse demasiado a un pueblo que, como hemos podido ver, nos ha traicionado. —Lucian entrecerró los ojos—. Aún hay muchas cosas que no han salido a la luz de la muerte de mi hermano, Damiel, y una de ellas es el papel que jugó Talos en ello. El Rey Kritias Asatryan tiene las manos manchadas de la sangre de nuestro Emperador, y te aseguro que pagará por ello... pero tranquilo, no es de alta política de lo que quería hablarte. Llegará el momento en el que lo haga, pero será un poco más adelante.

Asentí con la cabeza. Estaba confuso. Lucian no dejaba de lanzar dardos de distintos temas, y aunque no llegaba a profundizar en ninguno, me preocupaba lo que dejaba entrever. Por todos era sabida su enemistad con Talos, pero de ahí a sugerir que su Rey había participado en la muerte del Emperador había un mundo. Una acusación como aquella era muy, muy grave, y más cuando el propio Konstantin había luchado tanto por firmar la paz.

Lucian pisaba terrenos demasiado pantanosos como para no despertar mi preocupación.

—Pronto seré coronado Emperador —prosiguió—. La decisión está en manos del Senado, por supuesto, y rezo al Sol Invicto a diario para que mi sobrino regrese, pero me temo que ha llegado el momento de aceptar la verdad. Doric ha muerto y ha llegado el momento que tome las riendas de Albia. Si todo va bien, en menos de siete días se celebrará la coronación. Hasta entonces quiero que tu Unidad permanezca en Hésperos.

—Me parece bien —le secundé—. Nuestro papel en la frontera con Talos es importante, y más después de lo que me ha confiado, pero si su deseo es que estemos aquí, cumpliremos con ello.

El príncipe asintió con la cabeza, satisfecho. No habría aceptado un no por respuesta.

—Sé que hace tiempo que no volvéis a Hésperos —prosiguió—. De hecho, en los últimos años apenas lo habéis pisado. Imagino que habrá sido duro, este es vuestro hogar.

Preferí no responder. Era una pregunta trampa. Dijese lo que dijese podría volverse en mi contra, así que, quizás pecando de precavido, sencillamente me encogí de hombros. En la Unidad había quien echaba de menos la ciudad, era innegable, pero yo no entraba en esa lista. Lo único que me interesaba de aquel lugar era mi hermana, y desde que había iniciado su carrera como actriz viajaba por todo el país, así que poco quedaba ya que me atase a aquella tierra.

Mi tío y mis primas eran otra historia.

—¿Os habéis puesto de acuerdo todos para responder de la misma forma? —preguntó, sonriendo al fin con sinceridad—. No me engañáis, sé que al menos algunos de vosotros la echáis de menos. Quizás no lo digáis, pero lo noto en vuestra mirada. He sido duro, lo admito, pero os necesitaba en el frente. Os requería dándolo todo por Albia. No obstante, ahora os necesito aquí, a mi lado. Estoy pensando en hacer cambios importantes. Las cosas van a cambiar... y ahí es donde entráis vosotros, Damiel. O mejor dicho, donde entras tú. Hace tiempo te ofrecí convertirte en Centurión y lo rechazaste. No quieres abandonar tu Unidad, y lo entiendo. Las tradiciones familiares hay que respetarlas. Sin embargo, me temo que debo volver a hacerte esa oferta... y esta vez no voy a aceptar un no por respuesta. Te necesito al mando de un equipo; al mando de una Unidad que no tenga miedo a morir. Mientras sigamos en guerra con Throndall, no podremos velar todo lo que quisiera por nuestras espaldas, y sé que Talos no va a tardar en atacarnos. Esos traidores van a aprovechar la oportunidad para golpearnos con fuerza... pero no lo voy a permitir. Es más, serás tú quien no lo permita. Te necesito preparado para actuar, Damiel. Preparado para golpear y neutralizar a nuestro enemigo ancestral con un golpe maestro, y para ello, como ya he dicho, necesito que seas tú quien guíe su propia Unidad... pero antes de que sigas frunciendo el ceño tal y como haces ahora, quiero que me escuches. He estado pensando. Vuestra Unidad es fuerte y es amplia en número. Sois algo inusual: en vuestra Casa hay muchos agentes que trabajan en solitario. Agentes que van y vienen cumpliendo órdenes sin un líder que los guíe. Sin embargo, vosotros no solo sois una Unidad, sino que sois muchos. Demasiados. Te propongo algo, Damiel, y confío que aceptarás.

¿Acaso tenía alguna opción a no hacerlo? Oh, vamos...

—La Unidad Sumer se va a dividir internamente —siguió ante mi silencio—. No quiero prescindir de Aidan como Centurión: es de lo mejor que tenemos hoy en día en Albia. No obstante, no voy a seguir desperdiciando tu talento. Tu Unidad va a ser la primera de la historia con doble liderazgo. Tu padre se quedará en Hésperos, tal y como siempre ha deseado, sirviéndome directamente, y tú viajarás a Talos, donde cumplirás con tu destino. No queréis separaros, y lo entiendo, pero entonces deberéis reorganizaros. Os necesito, Damiel, y os necesito al máximo. Vienen tiempos complicados. Tiempos de guerra en los que no todos van a sobrevivir. Tiempos en los que tenemos que estar más unidos que nunca para poder vencer al enemigo. Tiempos de sacrificio. La pregunta es fácil... —Lucian tendió la mano sobre la mesa—. ¿Puedo contar contigo?




Había caído ya la noche cuando llegué a la guarida. Hacía tiempo que no pisaba el Jardín de los Susurros. Las cosas no habían cambiado demasiado aquellos años, pero aquella noche, con la mente tan atribulada como la tenía, ni tan siquiera me molesté en comprobarlo. La reunión con Lucian Auren se había alargado mucho, y aunque en casi ningún momento había logrado hacerme sentir realmente incómodo, había regresado con un sabor de boca muy amargo. Las sospechas sobre la traición de Talos, su inminente proclamación como Emperador, la división de la Unidad... Auren había hablado de demasiados temas importantes como para poder asimilar toda la información en tan poco tiempo. Por suerte, quizás consciente de ello, me había dado veinticuatro horas de descanso.

Veinticuatro horas en las que tenía muchas cosas que hablar con mi padre.

Pero no sería aquella noche. Después de mi reunión venía la de Aidan y estaba convencido de que aquella se podría alargar durante muchas horas. Así pues, no le esperaría despierto. Al siguiente amanecer, con las ideas ya algo más ordenadas, hablaríamos, pero de momento prefería meditar sobre lo ocurrido.

Había demasiadas decisiones que tomar.

Marcus y Lansel se encontraban en el salón principal de la guarida cuando descendí las escaleras. Ambos estaban acomodados en los sillones, con las botas descansando junto a la entrada y las chaquetas colgadas en el perchero. Aún lucían sus uniformes, aunque era cuestión de minutos que se los quitasen. Aquella noche querían salir, querían airearse un poco, y no iban a hacerlo con el traje puesto.

—¡Eh, Damiel! —exclamó Lansel al verme cruzar la puerta. Mi compañero alzó el botellín de cerveza a medio beber que tenía en la mano derecha a modo de saludo—. ¿Todo bien?

Ambos me miraron y señalaron el hueco que habían dejado vacío en el centro del sillón, preparado para cuando llegase. Hacía días que hablábamos de salir juntos los tres, de disfrutar de una noche de diversión en la capital, con música y bebida, y por el modo en el que me miraban, querían que fuese aquella. Lamentablemente no iba a poder complacer sus deseos. Después de la reunión con el príncipe tenía la cabeza saturada de información y no me sentía con fuerzas de pasarme toda la madrugada fuera.

—Bueno —respondí desde la puerta, dejando clara mi posición al no cruzar el umbral—. Ha sido largo... largo y muy intenso. Demasiado para mi gusto.

—Empezábamos a creer que no te iba a dejar ir en toda la noche —admitió Marcus. A diferencia de Lansel, él tenía una lata de refresco en la mano. Lo suyo eran los licores, el whisky, el ron y el tequila, no la cerveza—. ¿Se ha puesto muy intenso?

—Un poco. ¿Qué os ha dicho? Os ha pedido vuestra lealtad, imagino.

Lansel asintió. Su reunión había sido muchísimo más breve que la mía y en ella apenas habían tratado temas de vital importancia. Lucian simplemente se había asegurado de que le jurase lealtad y que prometiese apoyarle una vez fuese coronado Emperador. Los demás eran temas a tratar con los oficiales, no con Pretores rasos como Lansel.

Con Marcus había sido más de lo mismo.

—Lo van a coronar ya —dijo Lansel—. Dice que en una semana, pero tengo la sensación de que el Senado no va a aguantar tanto. Nadie cree que Doric siga vivo.

—Es comprensible —reflexionó Marcus—. Ha pasado ya mucho tiempo desde su desaparición. Lo más probable es que un día de estos su cadáver aparezca tirado en alguna cuneta, probablemente con la cabeza separada del cuerpo. La gente del norte no se anda con tonterías.

—¿Eso es lo que crees o con lo que fantaseas? —bromeé, logrando arrancar a mi buen amigo Jeavoux una carcajada—. Pero tienes razón: está muerto. Eso sí, si a estas alturas no ha aparecido, no lo hará. Sencillamente habrían deshecho del cuerpo.

—¿Y no os planteáis la posibilidad de que lo tengan prisionero? —preguntó Lansel con curiosidad—. A mí no me parecería descabellado. Antes, durante la recepción, conocí a uno de los Pretores de la Casa de la Corona que estaba con él cuando desapareció. Estaba bastante afectado. Dice que fue por la mañana, pocos días después de internarse en los bosques, junto al río Thaal. El príncipe quería ir a lavarse la cara, así que él y unos cuantos compañeros más lo acompañaron. Formaron un perímetro de seguridad para asegurarse de que no hubiese enemigos cerca y le dieron unos minutos de intimidad... fue entonces cuando desapareció. Por lo visto fue un visto y no visto, como si se hubiese esfumado. Lo buscaron durante días, pero no hubo forma. —Se encogió de hombros—. Muy extraño todo.

Sentí un escalofrío al imaginar la situación. El bosque nevado, el agua cristalina del río Thaal, la sombra de los árboles, el frío calando hasta los huesos... y la repentina desaparición. Aquellos hombres debían haberse vuelto locos buscando al príncipe.

—Lucian los mandará ejecutar —comentó Marcus con la mirada fija en su lata—. ¿Cómo demonios pueden perder a un príncipe? Ni que fuera una maldita cartera. Es asqueroso... vomitivo. ¡Es gente como ellos los que nos dan mala imagen! ¡Panda de inútiles...!

¿Asqueroso? ¿Vomitivo? ¿Panda de inútiles? Lansel y yo intercambiamos una rápida mirada. Marcus estaba sospechosamente hablador aquella noche. Además, escupía veneno... demasiado veneno incluso para ser él. Sin duda, nuestro querido Giordano estaba de muy mal humor aquella noche. Por lo visto, el regreso a Hésperos no nos estaba sentando demasiado bien a ninguno.

—¡Sol Invicto, este muchacho necesita urgentemente salir y conocer una chica! —bromeó Lansel, rodeándole los hombros con cariño—. ¿Te apuntas, Damiel? Hemos quedado con Terry y Misi a la una, en el Nexo.

—¿Y el resto?

—Nancy y Eugene se han acostado ya. Estaban cansados, o no sé qué. La verdad es que no les prestaba demasiada atención cuando se han despedido. —Lansel se encogió de hombros—. Misi ha ido a ver a sus padres y Terry a su hermana, pero se vienen. ¿Contamos contigo entonces?

No me habría ido mal salir. Después de la reunión me habría ido bien tomarme unas copas y despejarme, pero sabía que no era lo adecuado. Tenía que meditar sobre todo lo ocurrido, y en mitad de una discoteca rodeado de mis compañeros no iba a conseguirlo.

—Lo siento, chicos. Mañana quizás.

—¿De veras? —Marcus frunció el ceño, decepcionado—. Será solo un rato, anímate.

—¡Claro! ¡Anímate, jefe! —insistió Lansel—. Al chico le vendría bien... y a ti también.

Tuvieron la tentación de seguir insistiendo, pero tras la segunda negativa se dieron por vencidos. Sabían que era complicado hacerme cambiar de opinión, y más en aquel tipo de situaciones. En lugar de ello sencillamente alzaron sus bebidas a modo de despedida y siguieron charlando en el salón mientras yo me encaminaba a mi habitación. Me adentré en los profundos y oscuros pasadizos de la guarida, los recorrí con paso tranquilo, levantando polvo en las zonas más abandonadas, y, alcanzando al fin mi puerta, saqué la llave. La cerradura crujió al introducir la llave. La hice girar y entré, cerrando la puerta tras de mí. Inmediatamente después, antes incluso de dar un paso al frente, percibí la intensa oscuridad reinante en la sala.

No pude evitar sonreír.

Ni tan siquiera me molesté en encender las luces. Sencillamente me adentré unos pasos más en la sala y, brindándole unos segundos para que surgiese de entre las sombras teatralmente, tal y como le gustaba hacer, la recibí extendiendo los brazos hacia ella y rodeándola por la cintura.

La atraje hacia mí para besar sus labios a modo de saludo.

—Creía que te habías ido a la cama —le susurré al oído, agradecido de poder hundir una vez más el rostro en su cabello negro.

—Te estaba esperando —respondió ella.

Y volvió a acercar sus labios a los míos para fundirlos en uno de aquellos besos tan suyos con los que me hacía perder la razón. Apoyó las manos sobre mis pómulos, las deslizó por el cuello acariciando la piel con la yema de los dedos, y a punto de alcanzar el pecho, las apartó.

—Te he echado de menos —dijo en apenas un susurro.

Retrocedió un paso, se llevó las manos a la nuca, allí donde se encontraba el cierre dorado de su vestido, y lo abrió con sencillez. Al instante la ropa resbaló por su cuerpo como una cascada de seda blanca y dorada hasta alcanzar el suelo. La mujer sonrió, alzó la mano hacia su cabello negro para retirárselo de la cara, y después...

Después...

Ya ni me acuerdo qué pasó. Nancy Davenzi tenía aquella capacidad. Me miraba a los ojos y con un par de sonrisas y guiños lograba que apartara los pies del suelo. Que mi mente volase más allá de la realidad y se perdiese en su hechizo... que me hiciese olvidar cuanto me rodeaba para concentrarme únicamente en ella y su largo cabello negro. En sus ojos azabache y su piel morena...

Sin duda, ella había sido el mejor fichaje de los tres.

Me gustaba aquella chica. Exótica y seductora como pocas, Nancy había fijado su objetivo en mí nada más verme. Era algo más joven que yo, dos o tres años, y procedía de un mundo diferente. Según ella misma me había contado, por sus venas había sangre extranjera, pero ella era albiana. Siendo una niña, sus padres habían viajado desde Galaad a Solaris, y allí se habían pasado una larga temporada hasta que su única hija había tenido edad suficiente para entrar en el Castra Praetoria.

Nancy no hablaba demasiado de su familia, pero sabía que sentía un gran respeto por ella. Era algo cultural. Sus padres habían invertido todo lo que tenían en su hija, y ella, a cambio, buscaba llegar lo más lejos posible para poder devolverles parte del esfuerzo. Y ahí es donde entraba yo, por supuesto. Nancy Creía que yo era una catapulta para llegar lejos, que mis lazos de sangre con el Centurión podrían abrirle muchas puertas, y no había dudado en lanzarse a por mí de cabeza.

Pobre ilusa.

Con el tiempo nuestra relación había ido cambiando. Tras varios meses muy intensos Nancy se había dado cuenta de que únicamente ella misma podría hacer algo por mejorar su situación, que estar conmigo no le iba a servir de nada, así que se había replanteado lo nuestro. Había tenido ciertas dudas, pero no lo había dejado. Al contrario. Nuestra relación había ido evolucionando, y si bien al principio había sido producto del interés, ahora había sentimientos de por medio. No todos los que probablemente debería, desde luego. Ni estábamos enamorados ni seguramente nunca lo estarías, pero nos sentíamos cómodos juntos y nos cuidábamos mutuamente. Sin presiones, sin preguntas... sin ataduras. Perfecto para alguien como yo.

Pero aunque agradecía la siempre cálida y excitante compañía de Nancy, aquella noche no era lo que necesitaba. Su mera presencia me desconcentraba. Así pues, viéndome obligado a esperar hasta altas horas de la madrugada para ello, aguardé a que se quedase dormida para salir de la guarida en busca de un poco de aire. Fui al garaje, cogí uno de los coches y salí a las tranquilas calles de Hésperos, tratando de encontrar en la conducción un poco de paz.

Lo que encontré, sin embargo, fue la certeza de lo que mi subconsciente quería decirme. Me adentré en la silenciosa ciudad a través de una de los accesos externos, bordeando los muros defensivos, y poco a poco fui recorriendo barrio a barrio, sin mirar atrás, hasta acabar volviendo al Castra Praetoria. ¿Dónde si no? Estacioné el coche en el aparcamiento más cercano, a apenas unos minutos de recorrido a pie, y ya saliendo al fin a la noche albiana, deambulé por la zona hasta alcanzar la entrada al gran edificio.

Me detuve bajo el cálido abrazo de su sombra, sintiendo como mi Magna Lux se activaba automáticamente para esconderme a los ojos de los curiosos, y tomé asiento en uno de los bancos para contemplar el tranquilo escenario. A cierta distancia de allí había Pretores de otras casas, algunos charlando, otros fumando, pero yo los sentía tan lejos que apenas era consciente de su presencia. En mi mente ahora solo tenían cabida las palabras del príncipe, mis respuestas... y aquellos años en los que, siendo poco más que ríos, Olivia, Lansel y yo habíamos estado juntos.

Que lejos quedaban ya aquellos tiempos... ahora eran otros los hombres y mujeres con los que me relacionaba, distintos los lugares en los que dormía y, en general, distinta la vida que me aguardaba. Los tiempos habían cambiado, y con ellos mi propia persona. Ya quedaba poco del Damiel que había sido años atrás... El de ahora era mucho más práctico, más frío, y lo agradecía.

Además, seguía levantando tantas pasiones o incluso más que en el pasado. Solo hacía falta mirar a mi alrededor para darme cuenta de ello... y es que, por muy bien que creyese ocultarse, podía percibir su presencia a mi lado en todo momento.

Dulce juventud.

—¿No te aburres de mirarme sin decir nada?

Aquella noche no iban a dejarme tranquilo. Había tenido aquel presentimiento al llegar a la guarida y encontrarme a Lansel y Marcus dispuestos a salir, pero no fue hasta entonces, cuando la espía que me seguía desde el Jardín de los Susurros decidió salió de su escondite, que me di por vencido. Aquella noche, me gustase o no, estaría demasiado ocupado como para reflexionar.

—Podría pasarme días y noches mirándote sin decir palabra, que no me aburriría, Damiel —susurró la oscuridad—. Podría...

—Imagino que sabes que siempre hay oídos escuchando conversaciones ajenas. Estás en el ojo del mundo, preciosa.

—¿Y acaso crees que me importa?

La joven Pretor dueña de aquellas palabras disipó la oscuridad con la que se había ocultado durante todo aquel rato, y dando al fin a conocer su rostro, me saludó. Se encontraba a escasos centímetros de mí, sentada a mi lado, uniformada de oscuro y con los ojos iluminados de juventud y alegría. Pelo corto de color negro, piel cenicienta, complexión muy delgada y de estatura media...

Era impresionante cuánto había cambiado aquellos años.

—Mentirosa —respondí, y le tendí la mano—. ¿Sabe tu padre que estás aquí?

—Ni lo sé... —dijo, cogiendo mi antebrazo para acercarse y depositar un rápido beso en mi mejilla. Llevaba los labios maquillados de un rojo muy intenso—. Ni me importa. ¿Desde cuando tengo que pedir permiso para venir a saludar? —La jovencita me guiñó el ojo—. Bienvenido a casa, primo.

Bienvenido a casa, me dije a mí mismo, y asentí con la cabeza. Podía resistirme cuanto quisiera, pero mientras en la ciudad quedasen personas como Diana para recibirme, me temo que aquel lugar seguiría siendo mi hogar.

—Gracias pequeña —contesté al fin, llevándome su mano a los labios para besar el dorso—. Sol Invicto, cuánto has crecido. Y ese uniforme... je, déjame adivinar. ¿Agente de la Noche?

—¿De qué iba a ser sino? —replicó ella, orgullosa, y se puso en pie sobre el banco, mostrando con sumo orgullo el uniforme negro que recientemente le había sido entregado—. Que tiemble Talos: la Reina de la Noche ha llegado.

—¿La Reina de la Noche? —Tal fue la alegría y fuerza con la que pronunció aquellas palabras que no pude evitar contagiarme de su entusiasmo. Me puse en pie y extendí los brazos hacia ella, para tomar sus huesudas manos—. ¿Es así como debo llamarte a partir de ahora?

Ella tomó mis manos y tiró de mí con fuerza, logrando que nuestros rostros quedasen a la misma altura. Me miró fijamente a los ojos, con las largas pestañas pintadas de negro aleteando la fría brisa nocturna, hasta que, transcurridos unos segundos, me plantó un beso en la frente.

—Tú puedes llamarme como quieras, Damiel —aseguró—. ¡Otra cosa es que te responda!

Diana desapareció ante mis ojos convertida en una columna de humo para, acto seguido, volver a aparecer a mi lado. Tomó mi mano, satisfecha ante mi sorpresa, y tiró de ella hacia la noche, en dirección opuesta al Castra Praetoria.

—Ven, tenemos que hablar seriamente. He oído que esta tarde te has reunido con el futuro Emperador... ¿qué te ha dicho? Dicen las malas lenguas que van a reunir a parte de los agentes que trabajamos en solitario para hacer algo grande. Una operación que marcará un antes y un después... ¿tú sabes algo sobre el tema, verdad? ¡Tienes que contármelo todo!

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