Capítulo 40
Capítulo 40 – 1811 CIS (Calendario Solar Imperial) – Once años después
Misi Calo - Orillas del río Thaal, frontera de Albia con Throndall
Los podía ver entre los árboles. La oscuridad era casi absoluta aquella noche sin luna, pero las llamas de la hoguera junto a la cual se calentaban bañaban de luz sus rostros macilentos y sin alma. Eran al menos ocho y estaban bien equipados. Tres de ellos montaban guardia por los alrededores, pero hacía rato que no pasaban por la zona. Perdidos entre los frondosos árboles helados del bosque, se habían convertido en el objetivo de mis compañeros. A aquellas alturas debían estar muertos.
Y los otros no tardarían demasiado en unirse a ellos.
Estábamos nerviosos. A mi lado, acuclillado con el puñal entre manos, se encontraba Marcus Giordano. Estaba tranquilo en apariencia, controlando la situación, pero sabía que por dentro estaba tan alterado o más que yo. Llevábamos cerca de un mes buscándolo por todo el bosque a la desesperada, sin dormir más de cinco horas seguidas, y el que al fin estuviésemos tan cerca de él era estremecedor.
Porque tenía que ser él, estaba convencida. Hacía doce horas que perseguía a aquellos asesinos por el bosque y estaba convencida de que el prisionero que llevaban a cuestas era él. Aún no había visto su rostro, pero me había bastado con ver su uniforme. Sin duda, debía tratarse de nuestro objetivo. De lo contrario, ¿para qué iban a retenerlo?
Respiré hondo y aguardé al final de la cuenta atrás. El Centurión nos la susurraba a través de los receptores que llevábamos en los oídos y estaba a punto de acabar. Era el gran momento... el día que pasaríamos a la historia como los salvadores.
El día en el que Albia dejaría de aguantar la respiración.
—Cuatro... tres... —escuché murmurar a Marcus a mi lado—. Dos... uno...
Caímos sobre ellos convertidos en cinco sombras. Rápido y brutal, con el metal acallando sus gritos al morder la carne de sus gargantas. Uno a uno todos y cada uno de los asesinos fueron pereciendo alrededor de la hoguera, dibujando un gran charco de sangre carmesí en el suelo. Ni tan siquiera habían tenido tiempo de reaccionar, pero no me importaba. No después de lo que nos habían hecho. El daño que Throndall había causado a Albia sería irreparable, por lo que ninguno de nosotros tuvimos remordimiento alguno al acabar con sus vidas de aquel modo. De hecho, ni tan siquiera nos lo planteamos. Sencillamente nos abrimos paso y, rezando una vez más al Sol Invicto para que nos escuchase al fin, acudimos al rescate del prisionero a la tienda de campaña donde lo tenían maniatado y con la cabeza cubierta. Temblaba cuando nos escuchó entrar. Aidan se arrodilló a su lado, le quitó la capucha con la que ocultaban su rostro, y...
No era él.
Aquella noche derramé una lágrima a la luz de la luna. No estaba presente ninguno de mis compañeros cuando afloró de mi ojo derecho, pero lo sabían. Sabían que me había alejado del campamento con la excusa de coger aire, pero que en realidad lo que necesitaba era liberar mi angustia. Habíamos rescatado a un sargento, sí, y eso era positivo, sobretodo para él, pues de lo contrario habría acabado muriendo en manos del enemigo, pero no era aquel el motivo por el que habíamos abandonado nuestro puesto en la frontera con Talos para viajar al norte de Albia. La Unidad Sumer se había saltado las órdenes de permanecer lejos de la guerra para salvarlo, para encontrarlo... y habíamos fracasado.
Pero seguiríamos intentándolo. Desconocía hasta cuándo permaneceríamos allí, luchando contra el insoportable frío en una misión que día a día iba perdiendo sentido, pero confiaba en que al menos fuese un día más. Me resistía a creer que Throndall nos lo hubiese arrebatado a él también...
Lástima que ya casi ninguno de los míos creyese en la posibilidad del milagro.
Un rato después, ya algo más recompuesta pero con la cabeza palpitándome de dolor, regresé al campamento junto a los míos. No había ni rastro de Marcus ni Lansel, pues estaban de guardia, por lo que tomé asiento en la fría nieve junto al Centurión. No muy lejos de allí, ayudando al sargento a atarse las botas, pues los salvajes que lo habían capturado le habían amputado varios dedos, Damiel me guiñó el ojo al verme aparecer.
—¿Mejor? —me preguntó el Centurión. Sabía que mirarme a la cara me haría sentirme incómoda, así que no apartó los ojos de la hoguera—. Te he dejado un poco de vino, por si necesitas calentarte. La noche va a ser más fría de lo normal.
—Gracias, Centurión —respondí. Cogí la petaca que me ofrecía y le di un trago. Nunca me había gustado su sabor pero aquella noche me supo especialmente amargo, como si estuviese mezclado con sangre—. Montaré las tiendas térmicas entonces.
—Sí, hazlo, pero un poco más tarde. No has respondido aún a mi pregunta.
Volví a darle un sorbo a la petaca antes de contestar. Aunque desahogarme me había ayudado a relajarme, mentiría si dijese que estaba bien. De hecho, dudaba que ninguno lo estuviese. Aquella operación nos estaba destrozando los nervios a todos.
—Estaba convencida de que era él —confesé—. Vi su uniforme y me dejé llevar por la desesperación.
—Todos quisimos creerlo —respondió Aidan, restándole importancia—. Lo único que me pregunto es hasta cuándo seguiremos teniendo esa esperanza. Imagino que eres consciente de que el tiempo juega en su contra.
—Lo sé.
—No debes tomártelo como algo personal. No lo es. Todos queremos encontrarlo, yo el primero, te lo aseguro, pero si no lo logramos, no quiero que te castigues por ello.
Asentí con la cabeza. Creía en sus palabras. Nada de lo que había ocurrido era culpa mía ni de ninguno de mis compañeros, pero era inevitable que lo sintiésemos como tal. Albia había sido atacada brutalmente, y por mucho que intentábamos lamernos las heridas, no lográbamos que dejasen de sangrar.
—¿Hasta cuando vamos a seguir aquí, Centurión? —pregunté, poniéndome ya en pie, dispuesta a montar las tiendas.
—No lo sé —respondió él, y le dio un sorbo a mi petaca de vino—. Pero al menos un día más.
Davin Valens – Cafetería "el Mundo Alegre", sur de Solaris
El café estaba ardiendo. Lo podía sentir quemándome los dedos y la palma de la mano, con su vapor humedeciendo mis labios y colándose en mis fosas nasales. Haciendo lagrimear mis ojos...
Pero no me importaba. Acababa de salir de un encierro de once años en la Torre de los Secretos y no podía creer lo que en aquel momento estaban diciendo en las noticias. Ni yo ni ninguno de los más de cuarenta hombres y mujeres que en aquel entonces llenaban la bonita cafetería situada a doce kilómetros de la entrada sur de Solaris. De hecho, ni tan siquiera la periodista que narraba lo ocurrido parecía segura de lo que decía. Ella leía lo que le habían mandado decir, y lo hacía con los ojos entreabiertos y llenos de brillos, probablemente a punto de verter unas cuantas lágrimas.
El Emperador Konstantin Auren había muerto.
—¿Lo sabías?
Vivíamos tiempos difíciles y Meda Cross lo sabía. Durante todos aquellos años había permanecido a mi lado, cuidándome como si de un hijo se tratase, apoyándome y mostrándome cuánto sabía, hasta que de repente había decidido que mi encierro había llegado a su fin. Nadie se lo había ordenado, ni tampoco yo se lo había pedido. Sencillamente había tomado aquella decisión, sin darme explicación alguna, y ahora entendía el motivo. Mi presencia en la Torre de los Secretos ya no tenía sentido: Albia me necesitaba.
—La guerra con Throndall estalló hace tres meses —respondió—. Atacaron la ciudad de Dankor, en la frontera norte, haciendo desaparecer no solo a la totalidad de su población, sino también a la V legión, la Domina. Lothan Jorim, su general, sigue desaparecido desde entonces. A estas alturas es de suponer que esté muerto.
—¿Throndall? —pregunté con perplejidad—. Creía que la tensión se encontraba en la frontera con Talos, no con ellos. Siempre hemos estado en guerra, sí, pero...
Estaba confundido. El enfrentamiento con nuestros vecinos del norte nunca había desaparecido. Sus gentes realizaban incursiones prácticamente a diario, pero ahí estaba el general Vespasian, señor de Herrengarde, para detenerlos. El que se hubiese declarado una guerra definitiva contra un pueblo totalmente dividido como el de Throndall resultaba inquietante.
—Surgió un nuevo caudillo en el norte, un hombre que se hacía llamar Urvalk Hijo del Hielo —prosiguió Meda con su taza humeante entre manos. Miraba a la pantalla de la televisión, aunque no veía nada. Su mente estaba muy lejos de allí, probablemente perdida en los acontecimientos que me estaba narrando—. El Senado y el Alto Mando Militar desaconsejaron al Emperador acudir a la guerra. Más que nunca, las cosas se estaban complicando en el norte. Lamentablemente el Emperador era un hombre de fuertes convicciones y consideraba necesario que fuese él en persona quien vengase a sus súbditos, así que decidió ponerse al mando del ataque. Su hermano, Lucian Auren, se unió a él junto con su I legión, la Lumina, y su hijo, Doric, con la II, la Vulkana. Unidos, los tres Auren se encaminaron hacia el norte.
Y así fue como murió Konstantin Auren, venciendo la guerra al acabar con la vida de Urvalk a costa de la suya propia, dejó huérfana a Albia.
A lo largo de todos aquellos años habían sido muchos los acontecimientos que me había perdido. Desde la muerte de grandes hombres hasta el nacimiento de otros tantos, pasando por conflictos armados e importantes avances gracias a los que Albia había logrado brillar aún más. En muchas ocasiones Meda me había intentado hablar de ellos, convencida de que podrían ser de mi interés, pero yo no la había escuchado. Quería vivir mi castigo aislado de la realidad, disfrutar del total y absoluto desconocimiento del mundo que me rodeaba, y lo había conseguido. Ahora, sin embargo, la verdad me estaba golpeando con tanta fuerza que apenas sabía cómo reaccionar.
—Hace tres días que sabía lo de su muerte —confesó—. Hoy lo sabe toda Albia.
La noticia estaba conmocionando a todo el Imperio. Querido por gran parte de sus súbditos, Konstantin se había convertido en uno de los emperadores más queridos de la historia. Su eterna valentía y cercanía con el pueblo lo había congraciado con muchos. El que ahora hubiese muerto por salvarlo no hacía más que aumentar aún más la leyenda que había a su alrededor. Sin duda, el suyo sería uno de los nombres que pasarían a la historia.
La gran cuestión era... ¿y ahora? ¿Qué pasaría a partir de ahora? Según la línea de sucesión, el heredero debía ser Doric, su hijo varón... pero si Meda había decidido sacarme de la Torre de los Secretos después de la guerra y no antes tenía que venir motivado por algo.
Algo que pronto, muy pronto, descubriría.
El repiqueteo de la puerta de la cafetería al abrirse una vez más no captó mi atención. El local era grande y los clientes entraban y salían muy de vez en cuando. Meda, sin embargo, desvió la mirada hacia la entrada y dejó su taza sobre la barra para bajarse del taburete.
Dibujó una leve sonrisa.
Guiado por la curiosidad, seguí su mirada hasta la entrada. Para mi sorpresa, una persona muy conocida se encontraba frente a ésta, dirigiéndose con paso firme hacia nosotros. Aquella mañana vestía ropas de calle, una blusa blanca abotonada hasta el cuello y unos pantalones negros bastante ceñidos, llevaba el cabello rubio ceniza recogido en un moño y los ojos enmarcados por profundas ojeras de no haber dormido en horas.
Lyenor Cross.
Las hermanas se estrecharon la mano a modo de saludo. Entre las dos existía un parecido muy evidente, tanto a nivel constitución como en el mapa facial, aunque Meda era algo más joven. Ambas superaban los sesenta años ya, con la mayor a punto de cumplir los sesenta y cuatro y la pequeña sesenta y uno, pero seguían estancadas en la treintena. El paso del tiempo había ido dibujando alguna que otra marca en su rostro, al igual que las heridas y los cortes, pero era en realidad en sus ojos donde se podía percibir el auténtico cambio.
Aquella ya no era la misma Lyenor Cross que tiempo atrás había sido mi Optio.
Les dejé unos segundos para que se saludasen. Después de tantos años sin verse, cinco como pocos, ambas tenían muchas cosas que contarse. Sin embargo, como pronto descubrí, no era el momento para ello. Intercambiaron unas cuantas palabras por lo bajo, en apenas un susurro, y Lyenor se encaminó hacia mí.
Me tendió la mano a modo de saludo.
—Davin —dijo—. ¿Lo tienes todo preparado?
Lo tenía. Meda me había pedido que hiciese la maleta y yo había obedecido sin preguntar. Había aprendido a confiar en ella. Y si su plan era que me fuese con Lyenor Cross, lo haría. Con dudas, desde luego, pero lo haría.
—Sí —respondí, estrechando con suavidad su fría y huesuda mano. No la recordaba tan delgada, ni tampoco con aspecto tan cansado. Malos tiempos, me dije—. ¿Nos vamos?
—De inmediato —dijo, e hizo un ligero ademán de cabeza hacia Meda a modo de despedida—. Te espero fuera.
Busqué respuestas en el rostro de Meda, pero lo único que encontré fue frialdad. Presentía que aquellas dos mujeres se estaban arriesgando por mí, que la decisión de sacarme de la Torre de los Secretos había sido propia, así que decidí no alargar la despedida. Me llevé la mano a la sien y con un sencillo "hasta pronto" finalicé la extraña relación que nos había unido los once últimos años. Inmediatamente después, liberándome al fin de las cadenas invisibles que durante todo aquel tiempo me habían convertido en un prisionero de la Casa de la Noche, atravesé la puerta y me dirigí a la parte trasera del coche negro junto al que me aguardaba Lyenor. Metí la maleta en su interior, cerré el maletero y subí al asiento de copiloto. Poco importaba hacia dónde nos dirigiésemos. Teniéndola a ella al volante, estaría a salvo.
Luther Valens – Jardín de los Susurros
—No podemos bajar la guardia —dijo uno de los Centuriones—. La guerra contra Throndall no ha acabado, debemos ser conscientes de ello. Urvalk ha muerto, pero pronto habrá otro que ocupará su lugar.
—El Imperio ha sido debilitado —reflexionó otro Centurión—, habrá quien aproveche la oportunidad para intentar atacarnos.
—¿Talos, quizás? —intervino un tercero—. No si culminamos el proyecto de paz que el Emperador Konstantin inició. Las negociaciones están muy avanzadas. No podemos permitir que se destruya todo el trabajo realizado hasta ahora.
—¡No podemos confiar en Talos! —exclamó el primero, poniéndose en pie—. Pudieron engañar al Emperador, ¡pero no a nosotros! ¡No nos dejemos embaucar por falsas promesas! Albia está sola y herida... los lobos caerán sobre nosotros.
Murmullos, dudas, preguntas... silencio.
Veintitrés éramos los Centuriones que en aquel entonces nos encontrábamos en la Sala del Cónclave de la Noche, en las profundidades del Jardín de los Susurros. Todos habíamos viajado desde distintos puntos del mundo para reunirnos y debatir, pero nos unía un mismo origen y unos mismos colores. Uniformados de oscuro, con las capas grises ondeando a las espaldas y los cascos cubriendo nuestros rostros, parecíamos veintitrés clones de un mismo guerrero, de un mismo ser. Los hijos de la noche.
Hacía muchos años que no utilizábamos aquella sala. Únicamente la empleábamos para situaciones de emergencia y aquella era una de ellas.
Cada uno de los presentes teníamos un trono situado al final de uno de los treinta rayos que conformaban el Sol Invicto de la mesa. Los asientos se heredaban cada vez que caía uno de los nuestros, por lo que los nombres de sus ocupantes no estaban grabados en su cabecero. No obstante, no hacía falta. Todos sabíamos qué lugar debíamos ocupar, e incluso en aquella ocasión, cuando más Centuriones juntos había visto a lo largo de mis sesenta y dos años de vida, nadie había dudado a la hora de ocuparlos.
Era una situación crítica, todos lo sabíamos. Cuando había una reunión cada uno de los presentes encendía la vela que había situada en la punta del rayo que le correspondía para confirmar su presencia, y en aquella ocasión eran muchas las llamas que brillaban. Tantas que incluso podía percibir en mitad de la oscuridad reinante la presencia de los míos. Ya no éramos meras sombras, y eso era peligroso. Según decía la tradición, cuanto mayor era el peligro al que nos enfrentábamos, más numerosos eran los Centuriones que acudían a la llamada, y por lo tanto, mayor era nuestra visibilidad. Por separado éramos mucho más letales y efectivos, pero después de lo ocurrido, se requería de la unión.
—Centuriones, no está en nuestras manos el decidir cuál es la deriva que debe tomar Albia respecto al acuerdo con Talos —intervine, tratando de calmar los ánimos—. La decisión quedará en manos del nuevo Emperador. Lo que ahora debemos hacer es enfrentarnos a la auténtica amenaza real que conocemos: Throndall. Como bien habéis dicho, tarde o temprano surgirá un nuevo caudillo. Como miembro del Cónclave desde hace ya varias décadas, propongo buscarlo y eliminarlo antes de que sea demasiado tarde. Ofrezco a mi Unidad para ello.
—¿Tu Unidad? —respondió una de las Centuriones. Hacía más de diez años que no coincidíamos—. Perdona, compañero, pero tu Unidad lleva demasiado tiempo sin pisar el extranjero como para poder ser realmente efectiva. Tu lugar se encuentra aquí, velando por el bien de Albia desde su corazón. Tengo un mal presentimiento sobre todo esto... es posible que el día de mañana el Imperio te necesite más que nunca.
—Estoy con ella —la secundó otra compañera—. Mi Unidad está especializada en territorios hostiles como Throndall. Podríamos infiltrarnos y localizarlo fácilmente.
—Aeron no es Gynae —intervino otro Centurión—. Cada continente es un mundo.
—La nieve cae del cielo también, ¿no? ¡Pues me basta! Dejadme ir a mí, y...
—¡No podemos olvidarnos de Talos! —interrumpió con vehemencia otro de los Centuriones—. ¡El rey Kritias Astrayan es un enemigo real, no ese caudillo aún sin nombre! ¡Debemos concentrar nuestros esfuerzos en detener esa locura de tratado y atacar antes de que ellos lo hagan! ¡El príncipe Lucian tiene razón, nos están engañando!
—¿Y desobedecer la última orden del Emperador Konstantin? —pregunté, remarcando el título a propósito—. No contéis conmigo para ello, compañeros.
Sabía que no íbamos a llegar a ningún acuerdo, pero debía permanecer allí hasta el final de la sesión. Aidan y Lyenor no habían podido asistir, por lo que, en cierto modo, estaba allí representándolos. Por desgracia, aquel era un tiempo perdido. Mientras nuestro líder siguiese siendo el Emperador, nada podríamos hacer hasta que no fuese sustituido.
Debatimos durante varias horas, hasta la caída del sol. La Casa de la Noche, al igual que el resto de Casas Pretorianas, tenía mucho por hacer, pero necesitábamos aquella reunión. La mayoría de nosotros se sentía desconcertado ante la inesperada muerte de Konstantin. Algunos tenían su propio líder, desde luego, la Liga Áurea de Lucian seguía coleando, pero hasta que las cosas no se normalizasen, muchas serían las decisiones que deberíamos tomar por nosotros mismos. Y una de ellas era qué hacer respecto a la desaparición. Hasta donde sabía, varias eran las Unidades que se habían lanzado a los bosques de Throndall en su búsqueda, pero con el paso de los días la esperanza se iba disipando.
—Algunos de vosotros sois muy cercanos a Lucian... —reflexionó una Centurión bajo cuyo casco un joven rostro de mujer se ocultaba—. ¿Hasta cuando va a seguir esperando? ¿Cuánto ha pasado ya desde que lo perdimos? ¿Un mes? ¿Dos? Ya se ha hecho pública la muerte del Emperador... no podemos alargarlo eternamente.
—Era el propio Konstantin el que insistía en que debía ser buscado —respondió otro Centurión—. Un mes, dos, tres, los que sean necesarios. Es un hombre fuerte: ¡encontrará la forma de sobrevivir!
—Es fuerte, pero no inmortal —sentenció otro—. Si a estas alturas no hay rastro de él es porque ha caído en manos del enemigo. Y después de la muerte de Urvalk... —Negó con la cabeza—. Dudo que encontremos jamás su cadáver.
—Muerto o no, eso es lo de menos —insistió la Centurión—. Una vez se haga la coronación, no habrá marcha atrás. La gran cuestión es, ¿cuándo lo anunciará? ¿Hasta cuando vamos a seguir sin un líder? ¿Hasta cuando...?
El resto de la pregunta quedó enterrada bajo las voces del resto de los presentes. En el fondo, aquella era la gran cuestión por la cual nos habíamos reunidos. El desenlace de la guerra estaba a punto de llegar, y aunque todos sabíamos cuál era, había quien temía sus consecuencias. Albia necesitaba un nuevo Emperador, y pronto, muy pronto, volvería a tenerlo...
Me puse en pie. Como bien sabían todos los allí presentes, yo era el Centurión más cercano a Lucian Auren. Quizás no en el que más confiase, desde luego, pues ni tan siquiera formaba parte de su Liga Áurea, pero sí aquel que geográficamente se encontraba más cerca, y conocía la respuesta a esa pregunta. Lucian había confesado la fecha en la que la espera llegaría a su fin... pero no sería aquella noche ni yo quien la sacaría a la luz. Ni podía, ni quería. Lo que sí que podía expresar, sin embargo, era mi preocupación sobre lo que estaba aconteciendo, y así se lo hice saber.
—Hemos logrado que la muerte del Emperador no saliese a la luz durante unos días, tal y como Lucian Auren nos ordenó —dije, logrando con mis palabras ganarme la atención y el silencio de todos los presentes—. Desconozco cuándo decidirá que el pueblo sepa la verdad sobre lo ocurrido en la guerra, pero hasta entonces debemos asegurarnos que la desaparición sigue siendo un secreto. Como bien habéis dicho alguno de vosotros, es un hombre fuerte... si sigue vivo, volverá. —Hice una breve pausa para coger aire—. Compañeros, no nos queda otra opción que esperar. Talos, Throndall o ambos... la decisión queda en manos del próximo Emperador.
Jyn Corven – Teatro Bóboli, ciudad de Solaris
Tenía que salir. Faltaban apenas unos minutos para que sonase la música que marcaba mi entrada en el escenario, pero no me sentía con fuerzas para ello. Después de la devastadora noticia que aquella misma mañana nos habían dado, me había costado incluso levantarme de la cama.
Conocía al Emperador Konstantin desde que era una niña. Mi amistad con su hijo me había permitido compartir con él algún que otro momento durante la adolescencia, y en él había encontrado a un hombre justo y amable que me había tratado con cariño. Doric decía de él que era bondadoso pero duro y firme en sus decisiones. Un hombre honorable al que había respetado y admirado desde el primer aliento. Lo había criado con mano firme, sin olvidar que era su hijo, pero también consciente de que el día que él faltase ocuparía su lugar. Doric era su esperanza, el legado que dejaba a Albia, y como tal lo había tratado. Personalmente no lo conocía tan en profundidad, pero admitía que había hecho un buen trabajo. Doric se había convertido en un buen heredero, y yo, en cierta medida, en una buena súbdita.
Y precisamente porque me había sentido querida por él, ya fuese por ser hija de quien era o por haberme ganado su simpatía, me había dolido tanto lo ocurrido. Todos decían que debía sentirme orgullosa de que hubiese muerto luchando por nosotros, su pueblo, pero inevitablemente, más allá de lo evidente, lo que me sentía era triste por haberlo perdido. Ahora era el momento de Doric, sí, pero ojalá no lo hubiese sido.
Al menos no tan pronto.
—Tres minutos —me advirtió Marcelo—. ¿Puedo contar contigo, Jyn?
Me froté los ojos con el puño antes de asentir. Podía contar conmigo, sí, tal y como llevaba haciendo durante los últimos cuatro años.
Marcelo Escalar era uno de los mejores directores de teatro de Albia. Surgido del barrio de las Mil Columnas de Hésperos, el joven albiano había pasado de escritor a director de teatro, pasando por bailarín y actor, en apenas quince años. Se decía de él que era una de las grandes revelaciones del país a nivel artístico, y yo estaba de acuerdo. Marcelo brillaba por sí mismo, y el que me hubiese elegido como su musa era un auténtico honor. Aquel hombre me había abierto las puertas al triunfo, y lo había hecho sin pedir nada a cambio. ¿Cómo fallarle entonces?
Pasase lo que pasase, podía confiar en mí.
Cogí aire y cerré los ojos, trayendo a mi memoria palabras tranquilizadoras. Lo haría bien. Aquella era la tercera vez consecutiva que interpretaba el mismo papel y me sabía el texto. No era fácil, desde luego, y mucho menos cuando me encontraba ante un teatro cuyos espectadores habían acudido para intentar olvidar lo que estaba pasando fuera, pero lo haría lo mejor que pudiese. A lo largo de aquellos años había aprendido muchas cosas de los monarcas y los Pretores de los que me había rodeado, y a no rendirme era una de ellas.
Respiré hondo. Miré atrás, hacia el tocador donde había dejado el teléfono y me acerqué instintivamente a comprobarlo. Como de costumbre tenía muchos mensajes y llamadas sin leer ni contestar, así que no me molesté en mirarlo en detalle. No tenía tiempo para ello. Me eché un último vistazo al espejo, forcé una sonrisa y, obligándome a mí misma a concentrarme, me preparé para salir a escena.
Aquella noche llegué al hotel cansada y el corazón lleno de emociones encontradas. Después del gran éxito que había sido la obra, tres de los actores, Marcelo y yo habíamos salido a cenar y tomarnos algo para celebrarlo. Era un día extraño, con las calles deshabitadas y los bares casi vacíos, así que no tardamos en decidir regresar al hotel. Un par de cervezas, unas risas a la luz de las estrellas en una de las terrazas del centro y poco más. Suficiente para que me olvidase momentáneamente de lo ocurrido, pero no tanto como para acostarme sin sentir tristeza. En lo más profundo de mi alma el peso de la muerte del Emperador seguía muy presente, al igual que lo estaba el total y absoluto desconocimiento que tenía de lo que estaba sucediendo en el frente. Nat no respondía a mis llamadas y Doric hacía mucho que no salía en televisión. Extraño, aunque lógico. Las promesas se acababan rompiendo.
Me di una ducha de agua caliente antes de meterme en la cama. Me dolía el cuerpo de tener los músculos en tensión. La semana había sido larga, con tres jornadas de trabajo seguidas, pero al fin llegaba el merecido descanso y hasta el siguiente miércoles no tendría que volver a actuar. Con suerte hasta podría ir a la playa y tomar el sol.
Ilusa.
Tomé asiento en la cama y cogí el teléfono. Lo había dejado cargando antes de meterme en la ducha, resistiéndome una vez más a revisar su contenido, y empezaba a tener tentación de dejarlo para mañana. Los párpados me pesaban tanto...
De repente la pantalla se encendió en mi manos. Miré el número, desconcertada ante la gran cantidad de dígitos que lo componía, y dudé si responder. Estaba casi segura de que debía tratarse de una llamada del extranjero. ¿Algún conocido, quizás? ¿O trabajo? Últimamente había tanta gente que quería hablar conmigo que me dio pereza el mero hecho de pensar en hacer otra entrevista. Mi cara volvía a ser tan conocida o incluso más que cuando era bailarina.
Quizás entonces mejor no responder...
Una punzada de esperanza me hizo aceptar la llamada. Sabía que era improbable, y más después de lo ocurrido hoy, pero en lo más profundo de mi ser confiaba en la posibilidad de que la llamada procediese del frente... o quizás...
—Jyn, ¿eres tú?
Voz agitada y jadeante, pero familiar. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al reconocerla. Cerré las dos manos alrededor del dispositivo y cerré los ojos, aliviada.
Mi corazón empezó a latir desbocado.
—Sol Invicto, Nat, hace meses que espero tu llamada.
Un breve silencio. A veces tardaba, pero Nat Trammel siempre cumplía con sus promesas.
—Lo siento, Jyn —respondió con tristeza—. Me hubiese encantado llamarte antes, te lo aseguro, pero no ha sido posible. Las cosas no han sido fáciles aquí arriba. —Otra pausa—. ¿Dónde estás?
—En Solaris, con la obra de "el Cartero y la Sirena". ¿Y tú? ¿Sigues en Throndall? ¿Cómo estás? ¿Y Doric? Hoy ha salido en las noticias lo del Emperador Konstantin... es horrible.
La tormenta de preguntas provocó que el legionario se quedase en silencio, probablemente tratando de ordenar la información antes de responder. Ambos estábamos nerviosos, no necesitaba verlo para saberlo, pero además de ello Nat parecía especialmente breve, como si temiese decir algo inadecuado.
—Estoy bien... escúchame, Jyn. —Nat tragó saliva—. ¿Dónde estás? ¿Estás sola?
Me levanté, repentinamente incómoda. Miré a mi alrededor, temiendo encontrar una sombra tras de mí, pero rápidamente aparté aquellos estúpidos pensamientos de mi mente. No tenían sentido... no once años después.
Negué con la cabeza. Empezaban a temblarme las manos y no era de miedo precisamente.
—Estoy sola, sí... ¿qué pasa?
—Tengo que contarte algo. —Una nueva pausa—. ¿Estás segura de que nadie te oye? Es importante, asegúrate.
—Estoy en un hotel, Nat. Hay cientos de personas a mi alrededor, pero en otras habitaciones. A nadie le importa lo que hable.
—Jyn...
No tuve más remedio que ponerme la bata y recorrer la habitación en busca de unos curiosos que, por supuesto, no había. Recorrí el baño, el salón y por último el recibidor. Incluso me asomé al pasadizo, por si acaso. De hecho hasta habría salido a la terraza, pero me negué a hacerlo. Estaba sola, estaba convencida, y nadie iba a convencerme de lo contrario.
Me negaba a volver a planteármelo siquiera.
Volví a tomar asiento en la cama.
—Confirmado, estoy sola. ¿El frío te ha vuelto paranoico, Nat?
—El frío no, la guerra —respondió con voz cansada—. Lo siento.
Siempre tan correcto, tan dulce... Nat Trammel era una de las pocas personas que, dijese lo que dijese, siempre lograban hacerme sentir ternura. Quizás fuese por su tono, o puede que por el modo en el que me miraba cuando las decía, no lo sé, pero siempre lograba arrancarme una sonrisa. Aquel hombre era pura bondad.
—¿Sentirlo? —Negué con la cabeza—. Por tu alma, Nat, llevas meses en la guerra luchando por proteger al Imperio. No tienes nada que sentir... al contrario.
—No es para tanto, mujer.
—Sabes que sí... pero vamos, dime que es eso que querías contarme. ¿Tan importante es? —Dejé escapar un suspiro—. Francamente, después de lo del Emperador...
Iba a decir que después de lo del Emperador ya no podía haber nada que empeorase aún más el día. Que aquella noticia me había dejado KO y que, fuese lo que fuese, no era para tanto... que podía confiar en que lo asumiría bien.
Lamentablemente, me equivocaba. Aunque costase asumirlo, el destino siempre se esperaba al último plato para las peores noticias.
—Es Doric —interrumpió Nat, soltando las palabras de repente, como si le costase pronunciarlas—. Doric... Doric ha desaparecido, Jyn. Desapareció en el bosque, mientras combatíamos al enemigo. Fue un visto y no visto... algo muy extraño. Llevamos meses buscándolo... revolviendo el mundo entero para dar con él, pero... pero... —Se le quebró la voz—. Van a anunciar su muerte, Jyn. No sé cuando, pero lo harán pronto. Esto no se puede alargar eternamente. Aún no hemos encontrado su cuerpo pero... Sol Invicto, creo que lo han matado.
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