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Capítulo 37

Capítulo 37 – Hésperos, 1.800 CIS (Calendario Solar Imperial)




Damiel Sumer – Jardín de los Susurros




Las flores de fuego o el "Veneno de la víbora", que era el nombre con el que se las conocía en la leyenda de la Hija del Sur, era una especie extinguida cuya reaparición en Albia había logrado sorprender enormemente a Vicus Maledor, el Optio de la Unidad Cross.

Especializado en venenos y con más de cincuenta años de servicio a la espalda, el conocimiento del Optio sobre la materia era tal que tan solo había necesitado escuchar el relato de Lansel para identificar la especie de la que estábamos hablando. Poco después, tras abrir el paquete que Gregor Waissled había enviado a Lyenor, sus sospechas se habían hecho realidad. El "Fénix" había traído del recuerdo la malévola y peligrosa flor, permitiendo al abrir la puerta que separaba la realidad de la fantasía que algún otro ser no bienvenido se colase.

—¿Conocéis la historia de la Hija del Sur? —preguntó el Optio desde el alto taburete metálico desde el cual inspeccionaba uno de los pétalos.

Nos encontrábamos en la guarida de la Unidad Cross, en las profundidades del Jardín de los Susurros. Al igual que la nuestra o la Unidad Valens, su escondite se encontraba oculto bajo tierra, a más de diez metros de profundidad. Los rumores hablaban de dos entradas secretas: una a la que únicamente se podía acceder al encender una hoguera a los pies de la estatua de la Emperatriz sin rostro que había oculta en el corazón del laberinto de setos, al oeste, y otra que tan solo se abría durante la noche cuyo paradero era secreto.

No diré cómo accedimos a su interior, pues prefiero que sea otro quien revele el secreto en caso de ser necesario, pero puedo asegurar que fue una experiencia muy especial.

Así pues, nos encontrábamos en el corazón de la tierra, en el interior de una amplia sala de estudio, de pie junto a la mesa donde, armado con una potente óptica circular, Vicus inspeccionaba uno de los pétalos rojos del regalo que el "Fénix" había enviado a Lyenor. Para cuando yo llegué hacía ya una hora que lo miraba, fascinado por su "peculiar naturaleza", palabras textuales, y desde entonces no había apartado la vista de ella.

Eso sí, al menos había levantado la mano derecha a modo de saludo al verme entrar.

—Me suena —respondió Lyenor, de pie en el otro extremo de la sala, con el teléfono en una mano y un libro en la otra—. ¿Es la de las dos brujas?

—Casi casi, Centurión. Has estado cerca.

—¿Entonces?

Vicus era un personaje extraño. Estancado en la treintena en apariencia, pero con más de setenta años a las espaldas, Maledor era un hombre de aspecto enfermizo cuyo cabello negro caía en largos mechones alrededor de un rostro blancuzco. Era esbelto y alto, con la espalda ligeramente curvada y los brazos y las piernas desproporcionadamente largos. En cierto modo recordaba a un gran insecto, aunque sus ojos se asemejaban mucho más a los de un felino. De un intenso color verde y con el iris rasgado, pocos eran los que lo miraban a la cara y lograban mantenerle la mirada más de tres segundos.

Pero aunque no gozaba de un aspecto especialmente agradable, Vicus Maledor era un buen hombre. Mi padre me lo había presentado hacía unos años, poco después de que Lyenor se uniese a su Unidad como Centurión, y lo cierto era que siempre me había parecido legal. De todos, él era el que le había facilitado más las cosas, y eso era algo por lo que los Sumer siempre le estaríamos agradecidos.

—La de las cuatro hermanas. —Vicus dejó las lentes sobre la mesa para concentrar la mirada en nosotros—. Veréis, chicos, había una vez unas niñas...

... que nacidas de la unión del sol y la luna fueron entregadas a Gea para gobernar a los hombres desde las sombras. Sus nombres eran Norte, Este, Oeste y Sur, y como bien decían sus nombres, cada una de ellas habitaba una de las regiones del Bosque de Nymbus. Norte era alta, inteligente y hermosa, diestra con el arco. Se decía de ella que era una cazadora nata. Era la guerrera. Este también era alta, inteligente y hermosa, aunque no sabía dar uso alguno a las armas. Por suerte, ella no las necesitaba. De la punta de sus dedos surgían destellos gracias a los cuales conseguía que cuántos la rodeaban la obedecieran. Ella era la hechicera. Como sus hermanas, Oeste era alta, inteligente y hermosa, pero ni podía hacer magia ni sabía cazar. Por suerte, ella no lo necesitaba. Su voz era cuanto requería. Sus cantos se adentraban en la mente de los hombres y todos caían rendidos a sus pies. Ella era la sirena. Y por último estaba Sur, alta e inteligente como sus hermanas... pero deforme. Sur no podía empuñar armas ni lanzar chispas por los dedos, pues en vez de manos tenía alas. Tampoco podía cantar, pues de nacimiento era muda, ni ver ya que tampoco tenía ojos. Por suerte, no los necesitaba. Sur tenía oídos con los que escuchaba a sus hermanas reírse de ella, y tiempo. Mucho tiempo. Mientras que sus hermanas cazaban, hechizaban y cantaban, ella viajaba a las aldeas de los alrededores y escuchaba a cuantos encontraba en su camino contar sus historias. Escuchaba a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los débiles... a los recién nacidos y a los que iban a morir. Y aunque ellos nunca sabían que se encontraba a su lado, pues Sur tenía la capacidad de camuflarse entre los árboles, todos coincidían en que sentían una gran paz cuando se acercaba.

Pero aquella paz no le permitía ser feliz. Sur vivía atormentada por las continuas burlas de sus hermanas, y cuanto más aprendía de los humanos, menos deseaba regresar al bosque donde Norte, Este y Oeste la esperaban. Pero tenía que hacerlo... era su deber. Así pues, por las mañanas partía para regresar guiándose por las estrellas... hasta que un buen día, un día en el que las nubes cubrían el camino de vuelta, decidió no regresar. Sur dejó atrás el bosque de Nymbus y se adentró en el mundo de los humanos hasta dar con un asentamiento construido donde en el futuro se alzaría Solaris. Deambuló por los alrededores del campamento, temerosa de que sus habitantes se asustasen al ver su feo semblante, hasta que finalmente se quedó dormida a los pies de un árbol. Unas horas después, cuando despertó con el primer rayo de luz, se encontraba en el corazón del campamento, a los pies de la hoguera y cubierta por gruesas pieles de los mismos animales que Norte cazaba en el bosque. Y no estaba sola. Sur estaba rodeada por once hombres y mujeres cuyos rostros, cubiertos por máscaras de madera, siempre permanecían ocultos.

Según le contaron, uno de ellos la había encontrado y no había dudado en recogerla y llevarla junto al resto.

—Y se convirtió en una más —prosiguió Vicus con emoción—. Dice la leyenda que nunca llegó a ver el rostro de sus nuevos hermanos hasta que, uno a uno, todos ellos fueron muriendo. Sur, que viviría eternamente siendo una niña, los vio morir sin poder hacer nada hasta que al fin volvió a quedarse sola. Fue entonces cuando, a los pies del cadáver en llamas del último de sus hermanos, sus lágrimas...

—¿Lágrimas? —intervino Lansel—. ¿Pero no decías que no tenía ojos?

Lyenor y yo intercambiamos una fugaz mirada ante la pregunta de Jeavoux. Ambos lo miramos, con la carcajada a punto de escapar de nuestras gargantas, pero logramos controlarnos lo suficiente como para poder ver la expresión de sorpresa de Vicus.

El agente se cruzó de brazos, pensativo.

—Ahora que lo dices...

—Es una maldita leyenda, Lansel —exclamó Lyenor con diversión—. ¿De veras las lágrimas son lo que más te preocupa? ¡Es lo de menos! Anda, Vicus, sigue.

Maledor dudó por un instante, probablemente demasiado perturbado ante la pregunta lanzada por Jeavoux como para concentrarse, pero por fin retomó la palabra.

—Cuando las lágrimas alcanzaron el cadáver, estas dibujaron agujeros en su piel por los que empezó a manar sangre. En apenas unos segundos a sus pies se formó un gran charco escarlata... de donde nacieron doce flores. Flores tan bonitas que incluso dañaba la vista mirarlas... pero envenenadas por la tristeza que en aquel entonces tanto atormentaba a Sur. —Maledor dibujó una sonrisa triste—. ¿Y sabéis qué es lo que hizo la pobre niña? Decidió volver a casa. Si aquellos hombres enmascarados la habían aceptado, sus hermanas lo harían... y más si les llevaba un bello regalo. Así pues, recogió las flores y, guiándose por las estrellas, regresó al bosque de Nymbus. Las reunió a las tres a la orilla del río Espejo y les ofreció el regalo a modo de disculpa por haber desaparecido durante tanto tiempo. —Hizo una pausa teatral—. ¿Y sabéis qué pasó entonces?

—¿Que murieron? —pregunté, basándome en lo acontecido con Olivia.

A mi lado, Lansel desvió la mirada hacia el suelo, incómodo. Aunque no había sido mi intención, aquel comentario había logrado enturbiar el agradable aura de paz reinante.

Vicus negó con la cabeza.

—Al oler las flores, el veneno de los pétalos devoró sus rostros, deformándolos para siempre. Norte, Este y Oeste perdieron la gracia que tanto las había caracterizado y con la muerte de su belleza llegó la paz entre hermanas.

—¿Paz? ¡Si mi hermano me hiciera...!

Lansel dejó la frase a medias al ver mi expresión. No valía la pena darle vueltas a la historia. Era una leyenda, nada más.

—Bonita historia —sentenció Lyenor—. Un poco macabra, pero bonita. Desde luego podría tratarse del mismo tipo de flor. ¿Qué otras opciones hay, Vicus?

—Bueno, podrían haber impregnado flores cualquiera con algún tipo de sustancia venenosa... pero en los análisis no hay nada que lo indique. Esas cenizas pertenecen a un único ente.

—Pero a ver... —intervine yo, incapaz de reprimirme—. ¿De veras nos estamos basando en una leyenda para darle origen a esas flores? No tiene sentido. Sí, sabemos que todas las leyendas tienen su base real, pero no olvidemos que no aparecen en ningún registro.

—Nymbus no ha sido explorado en su totalidad, Damiel —me recordó Lansel, cruzándose de brazos—. Francamente, nunca había oído hablar de la historia de la Hija del Sur... y tampoco es que sea la leche, no os voy a engañar, hay leyendas mucho mejores, pero sí creo en la posibilidad de que esas flores puedan proceder del bosque. Verás, después de lo que me comentaste antes, la llamada a al Centurión, he estado indagando un poco más sobre ese tal Orland Alaster...

—¿Y bien?

Sobre el padre del "Fénix", Orace Alaster, ya lo sabíamos prácticamente todo. Sus padres, abuelos de Orland, seguían desaparecidos, pero siendo antiguos miembros de las Casas Pretorianas dudábamos que estuviesen colaborando con un criminal. Así pues, teniendo en cuenta aquellas circunstancias, Lansel había decidido investigar la otra parte de la familia.

—Mindali es un apellido muy poco común —explicó—. De hecho, solo he logrado encontrar un registro en el que aparece, y es de Donnegard, al otro lado del océano.

Donnegard era uno de los países que formaba el continente de Gynae. Personalmente no lo había visitado ni conocía demasiado al respecto salvo que se encontraba en el hemisferio norte, al sur de Galaad y este de Volkovia. Poco más. Conocía a varios Pretores que habían decidido pasar alguno de los veranos en sus playas, tostándose al sol y atiborrándose de la comida y bebida local, pero salvo que se lo habían pasado muy bien, no recordaba mucho más.

—En el registro se hablaba de los Mindali como una familia establecida en la ciudad de Yhubia desde hace siglos, donde llevan ocho generaciones al mando —prosiguió Lansel—. Yhubia está construida junto a uno de tantos ríos y es conocida como la joya blanca y negra de la costa de Donnegard. Actualmente es regentada por la Reina Kaisha... por cierto, ¿os he dicho ya que es un país matriarcal? —Puso los ojos en blanco—. Pobres inocentes.

—Muy graciosillo, Jeavoux —respondió Lyenor entre dientes, alzando únicamente una ceja a modo de advertencia—. Sigue.

Lansel me miró con los ojos muy abiertos.

—¡No era broma! —dijo escandalizado, pero rápidamente prosiguió hablando—. La cuestión es que Kaisha tuvo hace ya bastantes años tres hijas con un albiano llamado Mishael Dunarr... un aventurero que decidió viajar al otro continente a probar suerte, por lo visto. —Se encogió de hombros—. ¿Y sabéis de dónde era Dunarr? ¡Efectivamente, de Nymbus! ¿Sorprendidos? —Lansel negó con la cabeza—. Tranquilos, la historia sigue. Como decía, nuestro amigo Mishael y Kaisha tuvieron tres hijas cuyos nombres eran Syb, Blaisa y Medel.

—Nuestra Syb Mindali —murmuré para mí mismo—. Empieza a tener cierta lógica...

—No hay mucha más información sobre la familia, la verdad es que en Albia nos interesa más bien poco lo que suceda en Donnegard, pero en los registros se dice que dos de las hijas abandonaron el continente siendo poco más que unas adolescentes. Por lo visto, viajaron a Aeron... y teniendo en cuenta lo que sabemos, al menos una de ellas acabó en Albia. —Lansel me miró de reojo—. En caso de que siguiese con vida, su tía Blaisa o Medel, la que sea que viajase con Syb, podría estar ayudando a nuestro hombre desde aquí.

—O para ser más exactos —intervino Lyenor—, desde Nymbus, un lugar perfecto en el que esconderse. —Negó con la cabeza—. Puede que hayan buscado apoyo en la familia paterna.

Podría ser.

Lyenor y Lansel siguieron discutiendo durante un rato al respecto, valorando las distintas posibilidades mientras que Vicus retomaba la lente y seguía con sus estudios. Yo, por mi parte, permanecí un rato escuchándoles, sin participar. Notaba la cabeza muy caliente y atribulada, abarrotada de demasiada información y preocupaciones. Es posible que tuviese fiebre. Aquel viaje a Hésperos se estaba convirtiendo en el peor de mi vida, y cuantas más horas pasaba en aquella ciudad, más ganas tenía de irme.

Irónico, ¿no? Después de tanto tiempo deseando volver, lo único que en aquel entonces quería era volver a Ballaster, reunirme con mi padre y mis hermanos, cerrar los ojos y olvidar.

Olvidar el fragmento de Magna Lux del que me había despedido horas atrás en el hospital, de sus besos y sus sonrisas... sus miradas... Del listado de nombres que ahora decoraban la habitación de Jyn en la academia de las "Elegidas".

Olvidar a la bestia que se hacía llamar el "Fénix", pero cuyo nombre era Orland Alaster.

Olvidarlo todo durante unas horas y recuperar la inocencia de la infancia.

Lástima que no pudiese, ¿verdad?

—Damiel —llamó de repente Lyenor, arrancándome de la breve ensoñación en la que había sucumbido momentáneamente. Tanto ella como Lansel me estaban mirando, pero no había reproche alguno en sus caras por no haberles estado escuchando. Al contrario. Aquel par siempre era demasiado comprensivo conmigo—. Tú y el Centurión deberíais valorar la posibilidad de ir a Nymbus en busca de respuestas. Conozco a alguien allí que podría ayudaros, si quisierais podría pedirle que os eche una mano. Es de confianza.

—Además, yo soy de allí —me recordó una vez más Lansel—. Sé cómo moverme. Quizás no sea mala idea, Damiel. Ahora mismo no tenemos un rastro real donde buscar... ¿por qué no probar suerte?

Buena pregunta. Alcé la mirada hacia Lyenor y la observé en silencio durante unos segundos. Me habría gustado pedirle que viniese con nosotros a Ballaster. Que dejase aquella maldita Unidad y regresase a nuestro lado. Gustoso le entregaría el puesto de Optio con tal de volver a tenerla cerca, apoyándonos cuando más la necesitábamos. No obstante, no podía hacerlo. Ella no había elegido estar donde estaba, al igual que yo no había elegido al "Fénix" como enemigo. El destino había decidido por nosotros, y tal y como había hecho ella al enfrentarse a aquel repentino giro que había dado su vida sin mostrar debilidad alguna, yo tenía que hacer lo mismo. Mi objetivo ahora era claro, tenía que dar con el asesino de mi madre y Olivia, y si para ello tenía que viajar hasta Nymbus o al mismísimo infierno, lo haría.

Por supuesto que lo haría... y más con un guía como Lansel a mi lado. Aquella, sin duda, podría llegar a convertirse en una de las grandes aventuras de nuestra vida. Solo faltaba Marcus para que el equipo fuese perfecto.

—A Nymbus decís... —respondí finalmente, y obligándome a mí mismo a salir de aquella oscura nube que con tanta fuerza ansiaba apoderarse de mí, asentí con la cabeza—. No suena mal.




Luther Valens – Escuela de los Soles




La observaba desde las sombras del jardín. Sentada en su pupitre, con la mirada fija en la pizarra y los brazos apoyados sobre el libro de texto, Diana escuchaba con atención a su profesor, atenta a cada uno de sus movimientos. Para el resto de niños de su clase, todo críos de su edad, las palabras que aquel hombre pronunciaba no eran más que un aburrido repertorio de tonterías que pronto olvidarían. Después de todo, a los críos no les importaba quien había gobernado Albia siglos atrás. Diana, sin embargo, veía más allá. Mi pequeña se empapaba del conocimiento que los profesores compartían con ella, pero no era lo único que hacía en clase. Además de atender y estudiar, ella ponía en práctica todo aquello que Danae y yo le enseñábamos en casa: desde leer los labios hasta detectar hasta el más mínimo detalle que rebelase nerviosismo o cansancio. Aún era muy joven, apenas una niña, pero pronto llegaría el momento en el que tendría que ingresar en el Castra Praetoria, y quería que las cosas le fuesen bien.

Diana era una niña inteligente. Magnus decía que veía en ella la sensatez de Danae y mi astucia. Personalmente coincidía con él, la niña había heredado lo mejor de ambos, aunque también había mucho de cosecha propia. Diana era orgullosa e individualista: una pequeña sombra nacida para volar en solitario, sin cadenas que le impidiesen alzar el vuelo. Danae y yo, sin embargo, no éramos nada sin el resto de la manada.

Confiaba en ella. Danae a veces se enfadaba porque consideraba que arriesgaba demasiado, y quizás tuviese razón. Mi fe en mi hija era tan ciega que incluso en aquel entonces, a sabiendas de que cuando acabase la clase recibiría el paquete en cuyo interior se encontraba el letal regalo del "Fénix", no tenía miedo. Sabía que actuaría bien... y precisamente por ello me encontraba allí, oculto en la oscuridad del patio de su escuela, observándola a través de las ventanas.

Si fallaba, no me daría tiempo a detenerla. Diana caería en la trampa y moriría. Pero si no lo hacía... Sol Invicto, ¿acaso no sería eso señal suficiente de que había nacido para brillar?

Muy pronto lo descubriría.

La clase transcurrió con enervante lentitud. El profesor que en aquel entonces impartía historia lo hacía con un tono de voz átono que impedía que los niños pudiesen sentir interés. Hablaba de reyes y de guerras, de soldados y batallas, pero lo hacía de tal modo, con tan poca pasión, que bien podría haber estado hablando de frutas o legumbres. Era una auténtica lástima. Teniendo yo su edad, Jyn se había encargado de que asistiese a los mejores colegios, y gracias a ello, al menos en parte, era quien era. No había durado demasiado en la escuela, debo admitirlo, pues la llamada de las Casas Pretorianas había sido fuerte, pero el tiempo que había estado formándome había sido muy especial. Durante aquellos años había descubierto la belleza de la historia, de las artes y de las ciencias, y así se la había intentado transmitir a mi pequeña. Que lo hubiese conseguido o no era algo que aún desconocía, pues aunque sus notas eran excelentes nunca se había expresado abiertamente al respecto. Como digo, era una loba solitaria. No obstante, yo confiaba en ello. Veía una pequeña copia de mí mismo en Diana, y si aquel día cumplía con mis expectativas, ya no habría lugar a la duda.

Alcanzadas las seis de la tarde, la sirena de la escuela emitió un potente pitido que marcaba el fin de las clases. El profesor acabó el largo discurso con el que llevaba cerca de una hora aburriendo a sus alumnos y cerró el grueso tomo que tenía entre manos. Sobresaltados, varios de los niños más adormecidos dieron un brinco en sus sillas. La clase había sido muy dura. Diana, sin embargo, ni tan siquiera se inmutó. Mantuvo la mirada fija en el profesor mientras guardaba sus cosas en su maletín y se encaminaba hacia la salida, probablemente calibrando sus movimientos, y aguardó a que cruzase el umbral de la puerta para levantarse.

Un par de crías se despidieron de ella al pasar a su lado. Alzaron la mano y, al unísono, le dijeron que se verían mañana. Interesante desde luego... Diana no me había hablado de ellas. ¿Amigas, quizás? Podría ser, aunque por el poco interés que mostró mi pequeña en ellas, supuse que únicamente se habían despedido por pura cortesía.

¿Pero acaso importaba? Teniendo en cuenta que existía la posibilidad de que no volviesen a verse jamás, no, no importaba.

Me crucé de brazos, a la espera de que los niños acabasen de abandonar la clase. Conocía a Diana lo suficiente para saber que aguardaría hasta estar sola para examinar la caja que alguien había dejado en su cajón. Era demasiado cuidadosa para no hacerlo. Se despidió de un par de críos más con un ligero ademán de cabeza, distante, y siguió haciendo tiempo metiendo y sacando libros de su mochila hasta finalmente quedarse a solas.

En apenas un par de minutos la ama de llaves acudiría a la clase a cerrar.

Comprobó el reloj que colgaba de la pared y se encaminó hacia la puerta para ajustarla sin llegar a cerrarla del todo. A continuación, con movimientos fluidos, se dirigió hacia su cajón y lo abrió. En su interior, envuelto con papel gris, había una caja. Diana la cogió, la llevó hasta su mesa y volvió a tomar asiento. Desde fuera no podía ver lo que había escrito en la parte superior, pero imaginé que sería su nombre.

Interesante.

Diana lo observó durante unos segundos, probablemente estudiando la caligrafía, y cortó el cordón que lo mantenía cerrado con las tijeras de cortar papel. Levantó el paquete, tiró del cordel hasta liberar el cartón y volvió a dejarlo en la mesa. Empezó a desembalar la caja, cuidadosa de no romper el papel que la envolvía. El movimiento de sus manos era cuidadoso pero rápido, así que no tardó más de veinte segundos en conseguirlo. Ya libre de su envoltorio, observó la caja con detenimiento. Se trataba de un cubo de madera de bonitos acabados florales sobre el cual descansaba una nota rosa con lo que parecía ser una dedicatoria.

¿Estaría firmada por mamá? ¿Papá? ¿O quizás algo más rebuscado?

Empezaba a inquietarme la escena. Diana parecía estar segura de lo que hacía, como si dominase la situación, pero no se detenía. Tras desembalar la caja cogió la nota y se tomó unos segundos para leerla.

Me pregunté si llegaría la ama de llaves a tiempo.

Murmuró algo entre dientes, una maldición por lo que pude ver desde fuera, y acercó las manos a la cerradura dorada de la caja. Los deslizó por su superficie. No había nada que impidiese que la abriese y oliese las flores que aguardaban en su interior. Nada. Solo su percepción... su instinto.

Era joven, muy joven... pero era inteligente. Sabía que no me fallaría.

Estaba totalmente convencido...

Y no lo hizo. Diana cogió su mochila, se la cargó a las espaldas y, tomando la caja con ambas manos, salió de la clase justo cuando la ama de llaves llegaba para cerrar. Se despidió de ella con un ligero asentimiento de cabeza, sin articular palabra, y se perdió momentáneamente en el interior del colegio. Unos minutos después, salió por la puerta principal con su caja a cargas y una expresión de fría indiferencia cruzándole la cara.

Me buscó con la mirada.

—Padre —dijo tras acudir a mi encuentro con paso tranquilo.

Me agaché a su lado para que me besara la mejilla.

—Hola pequeña —respondí, y señalé con el mentón la caja que traía a cuestas—. ¿Qué es eso? ¿Algo que has hecho en clase?

—Es una trampa —dijo ella, y me la ofreció para que la cogiese—. Cuidado.

—¿Una trampa? —pregunté con curiosidad, sin poder evitar que el orgullo dibujase un asomo de sonrisa en mi rostro—. ¿Por qué lo dices?

Ya liberada del peso de la caja, Diana se sacudió las manos antes de meterlas en los bolsillos de su chaqueta despreocupadamente. Fuese lo que fuese que aguardase en el paquete, no le importaba.

—La nota está firmada como si la hubiese escrito mamá —dijo—, pero esa no es su letra. Se parece mucho, pero no es la misma. —Negó con la cabeza—. Alguien intenta engañarme.

—Curioso —respondí yo, tomando la nota para comprobar lo que decía.

Y por supuesto estaba en lo cierto. La letra era peligrosamente parecida, pero no era la suya.

Interesante... muy interesante. Los recursos del "Fénix" empezaban a ser francamente abrumadores. Por suerte, jamás podría engañar a la pequeña Diana Valens. Como elegida del Sol Invicto que era, ella estaba por encima de aquellas cosas.

Guardé la caja dentro de la bolsa que había preparado para ello y la cogí por las asas. La otra mano se la ofrecí a Diana.

—¿Volvemos?

Ella respondió cogiéndola e iniciando la marcha. Ni ella iba a explicarme cómo le había ido el día en el colegio por mucho que yo se lo preguntase ni yo qué había hecho a lo largo de la jornada, así que simplemente permanecimos en silencio, bastándonos con la compañía del otro para que el camino de regreso resultase agradable. Aunque a Danae a veces le preocupase que fuese tan silenciosa, habíamos tenido mucha suerte con ella. Aquella cría llegaría lejos el día de mañana.

—¿Se lo vas a contar a mamá? —le pregunté un rato después, tras de detenernos en una pastelería para comprarle la merienda—. ¿Debe saber lo de la caja?

Diana me miró de reojo, con las manos ya sujetando el trozo de pastel que en apenas unos segundos empezaría a devorar con ansia. A cualquier otro le habría parecido que me miraba con cierto desprecio... con superioridad. Como si me considerase estúpido. A mi modo de ver, lo hacía con diversión.

—Papá, por favor, no finjas. Ya lo sabe. Mamá lo sabe todo.

Y qué gran razón tenía. Por supuesto que lo sabía.

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