Capítulo 27
Capítulo 27 – Luther Valens, 1.761 CIS (Calendario Solar Imperial) – 39 años antes
Tenía once años cuando pisé por primera vez el Castra Praetoria. Después de superar las pruebas de acceso sin problemas, me disponía a pasar los siguientes cinco años de mi vida con el objetivo de unirme a las Casas Pretorianas. En aquel entonces no sabía a cuál quería unirme, ni si tendría el derecho a elegir, pero no me importaba. Mi vida estaba cobrando sentido.
Yo no tenía familia. Salvo mi hermana mayor, Jyn, estaba totalmente solo en el mundo. En Solaris, la ciudad que nos había visto nacer, había algunas personas que en cierto momento de nuestras vidas habían asegurado ser familiares lejanos, compartir parte de nuestra sangre, pero su falta de interés en nosotros había acabado demostrando la verdad. Fuese cierto o no que descendiésemos de la misma estirpe, lo cierto era que Jyn y yo estábamos solos.
Por suerte, no necesitábamos a nadie.
Siete años mayor que yo, astuta y tremendamente inteligente, Jyn no solo había cuidado de mí durante todo aquel tiempo, sino que había sabido sacar adelante a nuestra pequeña familia. Consciente de que no encontraríamos fortuna en Solaria, mi hermana me había llevado a la capital del Imperio, donde rápidamente había sabido posicionarse muy cerca de la corona gracias a un "amigo".
El mismo "amigo" que le había recomendado Hésperos como nuevo destino.
Tardé bastante tiempo en descubrir los círculos en los que realmente se movía Jyn. Siempre ocupada, con el teléfono a mano y desapareciendo días y noches sin dar explicación alguna al respecto, mi hermana parecía estar metida en asuntos bastante turbios. Además, el hecho de que tuviese un arma en casa no ayudaba. Eso sí, por muy extraña que fuese su conducta a veces, nunca escatimaba en el cariño que me profesaba. Jyn me quería con toda su alma y el sentimiento, para qué engañarnos, era mutuo. Pero independientemente de cuánto me quisiera, su trabajo la tenía muy ocupada, y no era para menos. Después de todo, ¿qué otra cosa podría esperarse de una de las asesoras y amigas más íntimas del por aquel entonces príncipe Konstantin?
Auren nos ayudó mucho. Además de asegurarse de que tuviésemos un techo bajo el que dormir y que mi hermana cobrase un sueldo digno a final de mes gracias al cual mantenerme, Konstantin me dio la posibilidad de probar suerte en las Casas Pretorianas. Siendo yo un joven huérfano procedente de una familia cuyo pasado se remontaba a las minas de Solaris, resultaba complicado creer que se me brindase aquella oportunidad. Aquel derecho estaba reservado, en la mayoría de casos, a los hijos de otros Pretores. Los "sangre nueva", como se nos llamaba a la gente como yo, teníamos que hacer auténticos malabares para poder demostrar nuestra valía.
Por suerte, en mi caso, aquella oportunidad fue más que suficiente para que se me abriesen las puertas de par en par.
No exagero cuando digo que fui el mejor de mi generación. Rodeado de gente cuyos padres habían preparado para las pruebas, me sentía fuera de lugar. Yo no tenía el apoyo de nadie, salvo el del príncipe, claro, con lo que aquello comportaba. Mi nombre no era conocido, procedía de un lugar lejano y, lo que aún era peor, no gozaba de un físico poderoso que emplear a modo de escudo. A diferencia de muchos otros, yo aún no me había desarrollado. No era ni alto ni corpulento. De hecho, en aquel entonces tenía tal cara de niño que tenía que ir mostrando mi identificación una y otra vez para demostrar la edad. Pero incluso así, con todos aquellos hándicaps a mis espaldas, fui capaz de pasar las pruebas de acceso.
Tal y como decía mi hermana, mi destino estaba ligado a las Casas Pretorianas, y no se equivocaba.
Tras superar las pruebas con éxito entré en el periodo de preparación para los rituales de iniciación. Aquello implicaba estar cinco años fuera de casa, instalado en el Castra Praetoria, asistiendo a diario de decenas de clases teóricas y prácticas junto a un conjunto de chicos de mi edad. Chicos que, en su mayoría, no solo tenían las cosas más fáciles que yo debido a su apellido sino que, por alguna estúpida razón, se lo tenían muy creído.
Demasiado creído.
Dos claros ejemplos de ello eran Galdur Eorem y Casari Kallen. Aquel par de idiotas, matones de manual, procedían de muy buenas familias cuyo amplio palmarés en las Casas los convertía en candidatos perfectos para superar los rituales. Altos, fuertes y bastante diestros con las armas, no tardaron demasiado en convertirse en las bestias negras de muchos de mis compañeros. De hecho, en apenas una semana la mayoría ya tenía algún apodo despectivo y, en según que casos, habían recibido una paliza. A modo de advertencia, eso sí. Por el momento solo querían marcar el territorio.
Recuerdo que a mí me llamaban el "caramuerto". El apodo, no muy agradable, todo hay que decirlo, venía en parte por mi extrema palidez y delgadez, pero también por la fría expresión con la que solía responder a sus burlas. A algunos de mis compañeros lograban intimidarlos con sus comentarios y amenazas. En mi caso, sin embargo, me resultaba bastante indiferente. Sabía que nunca iba a volver a disfrutar de aquella oportunidad y no quería desperdiciarla. Precisamente por ello, porque sabía que tendría que demostrar mucho más que la mayoría si lo que quería era superar los rituales, entrenaba a diario mi cuerpo y mi mente, ya fuese de día o de noche.
Tanto esfuerzo, por supuesto, no tardó demasiado en dar sus frutos.
Superado el segundo mes de preparación, las clases teóricas dejaron paso a las prácticas, y sin darme apenas cuenta de ello, me vi de pleno en mi primera clase de esgrima, uniformado totalmente de gris, con la máscara cubriéndome la cara y el arma firmemente sujeta en mi mano derecha. La profesora, una antigua ex combatiente de la Casa del Invierno, había pedido a dos candidatos para iniciar la valoración de nivel, y por alguna extraña razón, mi nombre había salido a relucir.
Todos lucharíamos aquel día... o mejor dicho, todos se enfrentarían a mí. La idea de Minerva, la profesora, era que el vencedor de cada combate fuese enfrentándose a los otros alumnos, y así ir marcando el nivel dentro de la clase. Para sorpresa de todos, sin embargo, nadie fue capaz de vencerme. Uno a uno, todos fueron pasando por las manos del "caramuerto", y como era de esperar, ni tan siquiera Galdur Eorem y Casari Kallen lograron vencerme.
¿Demasiado ocupados molestando al resto, quizás?
Idiotas.
Mi aplastante victoria no pasó desapercibida para nadie. Al estar en el gimnasio principal muchos fueron los que vieron los combates. Alumnos de otros cursos que, sorprendidos, habían acabado siguiendo la clase desde la distancia, curiosos ante lo que estaba sucediendo.
Y entre ellos, casualmente, había otro par de matones como Galdur y Casari que aguardaron a que la profesora diese por finalizada la clase y saliese del gimnasio para, entre carcajadas, acercarse a los dos aspirantes y burlarse de ellos.
Nunca olvidaré sus estruendosas carcajadas resonando por todo el gimnasio.
—¿Y vosotros dos queríais entrenar con nosotros? —exclamó Jarek Sumer, burlón. Con la cabeza afeitada, alto y musculoso, y a punto de cumplir los dieciséis, aquel aprendiz parecía ya casi un adulto—. No me hagáis reír, ¡nenazas! ¡Ni en vuestros sueños más cachondos voy a perder el tiempo con vosotros!
—¡Ha sido suerte! —se defendió Galdur, rabioso ante la humillación—. ¡Si no hubiese estado delante la profesora todo habría sido diferente!
—Desde luego —respondió el otro alumno de quinto y gemelo de Jarek Sumer, Aidan—. Probablemente os habría matado a los dos... a la vez... y con una sola mano... ¡idiotas!
—¡No te atrevas a insultarme, Sumer! —chilló Casari a la defensiva, con las lágrimas asomando en sus bonitos ojos azules—. ¡Todo el mundo sabe que tú y tu hermano estáis aquí solo por quien sois!
—¿¡De veras!? —gritó Jarek, que rompió a reír de nuevo—. Respuesta incorrecta, amigo mío, pero tranquilo, te voy a demostrar porqué estoy aquí...
Además de humillarlos durante un rato más, sacando a relucir todos los trapos sucios de los dos matones y de parte de su familia, logrando arrancar auténticas carcajadas a todos los presentes con ello, los Sumer, unos auténticos capullos en aquel entonces, por cierto, finalizaron su intervención iniciando una brutal pelea.
Una pelea que, por supuesto, vencieron.
Así pues, además de humillados, aquella tarde mis dos queridos compañeros acabaron en la enfermería, víctimas de una auténtica paliza, mientras que yo, convertido en el nuevo alumno revelación, conseguí que aquel par de idiotas, porque insisto, eran unos auténticos idiotas, mostrasen interés en mí.
—Tu eres al que llaman el "caramuerto", ¿no? —me preguntó Jarek Sumer tras dejar a mis dos compañeros en el suelo prácticamente inconscientes.
—Sí —respondí yo, intimidado tras la brutal demostración de fuerza bruta a la que acababa de asistir. A pesar de lo sucedido en la clase de esgrima, aquella pelea me sirvió para darme cuenta de la increíble diferencia de nivel que había entre los alumnos de primero y los de quinto. Aquel par podrían haberme matado sin apenas esforzarse—. Soy yo.
—Pero imagino que ese no es tu nombre real, ¿no? —insistió—. ¿O prefieres que te llame así?
Recuerdo haber tragado saliva antes de responder. De pie frente a mí, con la luz de la tarde colándose por las grandes ventanas del gimnasio a sus espaldas, aquel par parecían gigantes a mi lado.
—Me llamo Luther Valens —dije al fin.
—¿Valens? —repitió Jarek, que miró a su hermano gemelo con la duda reflejada en el semblante—. ¿Te suena, Aidan?
—No —respondió él—. Eres un sangre nueva, ¿eh?
Temí que aquello les hiciera perder el interés en mí y acabase convirtiéndome en uno más de su lista negra. Los Sumer tenían mucha fama en el Castra, y no solo por sus fechorías. Eran unos matones, sí, fanfarrones hasta decir basta, pero también eran los mejores. Sus capacidades eran tan sorprendentes que se daba por sentado que superarían los rituales sin problemas. Era por ello que, siendo yo alguien nuevo, con el aspecto que tenía y sin una familia que me respaldase, me interesaba caerles bien...
Y por suerte, lo conseguí.
—Sangre nueva o no, eres bueno —sentenció Aidan, y me guiñó el ojo—. Llegarás lejos.
—¿Y dices que te llamaban "caramuerto"?
—¡Eso es lo de menos, Jyn! Lo importante es que nos hemos hecho amigos, y...
Llevaba ya seis meses en el Castra Praetoria cuando al fin pude ir a visitar a mi hermana por primera vez. Por aquel entonces mi fama de espadachín se había extendido por todos los cursos y centenares eran los aspirantes que se habían enfrentado a mí para probar su suerte. Gente de primero, de segundo... incluso algunos de tercero se habían atrevido. Y nadie me había vencido. Previsible, ¿eh? De cuarto y de quinto también hubo quien quiso probar suerte, pero plenamente consciente de que no tendría nada que hacer contra ellos, gustoso les pasaba el testimonio a mis dos nuevos amigos.
Los Sumer.
—No me gusta ese apodo —dijo ella de brazos cruzados—. Eres un chico muy guapo, Luther.
—Jyn...
—Lo digo en serio, hermano. Eres genial.
Aunque me gustaba cuando se ponía tierna y me abrazaba y estrechaba entre sus brazos, en aquel entonces tenía una reputación que mantener. Me estaba endureciendo por días, y si lo que quería era convertirme en un Pretor digno al que los enemigos de Albia temiesen, tenía que seguir trabajando duro.
Ni un minuto de descanso, ni un minuto de debilidad.
—¿Y qué edad dices que tienen tus nuevos amigos?
—Dieciséis. Dentro de tres meses se someterán al ritual de la Magna Lux.
—Son un poco mayores para ti, ¿no crees? Además, si van a enfrentarse al ritual, en nada tendréis que separaros. Quizás deberías buscarte amigos de tu curso, Luther.
—Lo sé... y lo intento, pero...
Jyn era muy protectora. Demasiado a veces, pero tenía razón en cuanto a lo de los Sumer. Cuando ellos superasen el ritual volvería a quedarme solo, y pasar cuatro años en un lugar como el Castra Praetoria solo no iba a ser fácil. Así pues, siguiendo el consejo de mi hermana, me propuse abrirme y conocer más gente. Esforzarme por ser más accesible... aunque no iba a ser fácil. Después de lo sucedido en la primera clase de esgrima, gracias a la cual me había ganado el odio eterno de Galdur Eorem y Casari Kallen, y aquellos meses prácticamente en solitario con los Sumer, los aspirantes de mi curso no tenían demasiado interés en acercarse a mí.
Por suerte, tenía tres meses por delante para buscar soluciones.
—¿Necesitas que te ayude, Luther? Conozco a alguien que...
—No, tranquila. Yo me ocupo.
—¿Seguro? No quiero que estés solo, hermano.
—No lo estaré, tranquila.
Aquella misma tarde, cuando regresé al Castra Praetoria, compartí mi conversación con mi hermana con mis dos únicos amigos. Los Sumer, como era de esperar, le restaban importancia al tema, pues nunca habían necesitado a nadie a su lado salvo a ellos mismos, pero decidieron colaborar. Siendo quienes eran, conocían a muchos de los aspirantes del resto de cursos.
—Hay un chaval tan raro o más que tú incluso en segundo —dijo Aidan—. Se llama Magnus Wise, ¿lo conoces?
En aquel entonces no lo conocía, pero no tardaría en hacerlo. Magnus entró en mi vida muy pronto, cuando éramos adolescentes, y desde entonces no habíamos vuelto a separarnos. Convertidos en compañeros de armas, habíamos luchado juntos a lo largo de todos aquellos años, primero como iguales y después como Centurión y Pretor, pero nuestra amistad nunca se había visto afectada por ello. Al contrario. Cuantos más años pasábamos juntos, más unidos estábamos.
Siguieron hablándome de distintos aspirantes durante media hora más. En su mayoría eran gente a la que le costaba encajar por distintas razones, desde el aspecto a la conducta, pero con un gran potencial. Personalmente no me importaba demasiado cuál fuese su situación. Mi interés en ellos era puramente egoísta, no quería estar solo. No obstante, mencionaron a personas interesantes. Personas con las que me cruzaría a lo largo de aquellos años y por los que llegaría a sentir auténtica simpatía.
Buena gente en su mayoría.
Pero lo importante de aquel día no fueron los nombres que se pusieron sobre la mesa, ni tampoco los lazos que en el futuro me unirían a aquellas personas. Lo realmente significativo ocurrió una hora después, con la caída de la noche, cuando estábamos a punto de retirarnos a nuestras habitación y, de repente, alguien se unió a la conversación.
Alguien que estaba muy enfadado.
—¡Jarek Sumer! —exclamó, plantándose ante la mesa donde llevábamos toda la tarde conversando tranquilamente. Tenía el rostro colorado y los brazos firmemente cruzados sobre el pecho, en actitud defensiva—. ¿¡Pero tú de qué vas!? ¡Habíamos quedado!
—¿Ah sí? —respondió él, sin poder evitar que una de sus cejas se levantase en una actitud chulesca—. ¿Tú y yo quedando? Ya... más quisieras, Alaster.
—¿Eres estúpido acaso? ¡En una semana tenemos las pruebas de selección y acordamos prepararlo juntos! ¿Acaso te has olvidado que somos compañeros?
Por el modo en el que sonrió, no se había olvidado, no. Cuando ensanchaba la sonrisa de esa forma, Jarek lograba recordarme a un tiburón. Y como decía, no se había olvidado, no obstante, no tenía interés en preparar a alguien como Alaster. Porque en el fondo, iba a prepararlo a él, por supuesto. Jarek no necesitaba más horas de entrenamiento para superar las pruebas con nota.
—¿Estás seguro de querer llamarme estúpido, Alaster? —respondió.
Y con ponerse en pie y acercarse a él bastó para que Orace Alaster retrocediese.
Orace Alaster no era un mal tipo. Hijo de un antiguo Pretor de la Casa del Sol Invicto y con una gran historia familiar a las espaldas, el único descendiente con vida de los Alaster sentía la presión que ejercía su apellido a diario. Sus familiares y amigos esperaban mucho de él, probablemente más de lo que él podía hacer, y le estaba costando cumplir con lo esperado.
Era, sin duda, un chico al que la presión empezaba a dominar.
Pero aunque no estuviese pasando por un buen momento, era demasiado dramático. Como él había muchos otros cuyos aspirantes familiares presionaban a diario para que superasen los rituales y no iban con la cara hasta los pies precisamente. Lo de aquel muchacho era excesivo y el hecho de que le hubiese tocado emparejarse con Jarek Sumer para parte de las pruebas de selección había sido un auténtico golpe de suerte.
Al menos al principio, claro.
—¡Te comprometiste! —insistió el aspirante desde una distancia prudencial—. Me diste tu palabra...
—¿Ah, sí? —respondió Jarek—. Curioso, no lo recuerdo.
—Pero...
—Por suerte, yo sí lo recuerdo, hermano —intervino Aidan, poniéndose en pie también para rodear el hombro de su hermano con el brazo—. Te dio su palabra, sí, y va a cumplir con ella. Los Sumer no rompemos nuestras promesas, ya lo sabes.
Aquellas palabras bastaron para que Alaster se retirase relativamente satisfecho. De haber sido por Jarek, aquel habría sido el final de su relación. Ni quería ayudar a aquel llorón, ni perder el tiempo con él. Por suerte para Alaster, Aidan era un hombre de palabra, y costase lo que costase se aseguraría de que su hermano mellizo cumpliese con sus promesas.
—¿Pero qué dices? —inquirió Jarek a su hermano en cuanto Alaster abandonó la cafetería—. ¡No quiero ayudar a ese inepto!
—Deja de comportarte como un idiota, anda —respondió él—. Te has comprometido y vas a cumplir con tu palabra. Los Sumer no somos unos mentirosos.
—¡Pero Aidan!
—Hazlo.
Como no podía ser de otra forma, aunque a regañadientes, Jarek se reunió con Alaster y juntos trabajaron la preparación para la prueba de selección. Y el trabajo bien hecho se reflejó en los magníficos resultados que ambos obtuvieron. Los Sumer no decepcionaron, y en el caso de Alaster, sorprendió.
Pero aquella prueba no era más que la primera de muchas. Unas pruebas a las que, aunque deberían haber preparado juntos, se enfrentaron por separado, y es que aunque Sumer era un hombre de palabra, y más cuando su hermano le obligaba a cumplirla, Alaster ya no creía en él.
Consciente de que en solitario o con la poca ayuda que Jarek le brindase no lo conseguiría, Alaster decidió buscar apoyo en otro destacado aspirante de su generación. Una joven que, aunque pasaba muy desapercibida a ojos del resto de aspirantes debido a su discreción, se había convertido en una de las mayores promesas de la época.
Alguien que, de haber seguido el camino correcto, probablemente habría acabado convirtiéndose en una gran Pretor.
Alaya Cyrax.
Alaya y Orace se unieron mucho a lo largo de las siguientes semanas. Acostumbrado a estar solo en el Archivo durante la mayoría de noches, los primeros dos días me sorprendió verlos a altas horas de la madrugada, trabajando unidos. A partir del tercero, sin embargo, di por sentado que aquella sería la tónica habitual, y no me equivoqué. Fuese donde fuese, sin importar la hora, aquel par estaban trabajando para mejorar sus capacidades el máximo posible antes de enfrentarse al ritual. Unas capacidades que, tras verlos en acción un par de veces en los jardines, ocultos en los rincones más solitarios y sombríos, casualmente mis favoritos, no solo iban mejorando día tras día sino que evidenciaban que su destino era ingresar en la Academia como Pretores del Sol Invicto.
Eran, sin duda, gente especial. Gente muy trabajadora, gente con proyección... pero gente con demasiada ambición. Ya fuese por la presión de sus familiares o sus propias ansias de poder, la obsesión por mejorar de aquel par les llevó no solo a esforzarse hasta el límite de sus fuerzas, sino también a traspasar unas líneas a las que, sin lugar a dudas, jamás debieron acercarse.
A dos meses de celebrarse el ritual de la Magna Lux para los aspirantes del quinto curso, algo sucedió. Yo no estuve presente, pero sí Aidan Sumer, y me lo contó. Mi buen amigo se encontraba en la parte trasera del edificio principal del Castra, charlando con una de sus amigas, (charlando, ja), cuando había oído unos gritos. Un grupo de personas estaba discutiendo. Curioso, Aidan y su amiga se habían acercado, ocultándose entre los setos del jardín, y asombrados habían asistido a una curiosa disputa.
Una disputa entre Galdur Eorem y Casari Kallen, los dos matones de primer curso, y Alaya Cyrax y Orace Alaster. Un grupo de personas bastante inusual, y más si se tenía en cuenta que unos eran de primero y otros de quinto, cuyo desenlace habría sido fatal de no ser por la intervención del propio Aidan y su amiga.
Según nos confesó aquella misma noche, Alaster y Cyrax habían estado a punto de matarlos. ¿El motivo? Probar sus capacidades, claro. ¿Y quién mejor que aquel par de idiotas como conejillos de indias? No nos engañemos, Galdur y Casari se merecían un buen escarmiento, pero no acabar en el hospital.
Aquello fue demasiado.
Lamentablemente, solo fue el principio de lo que iba a suceder a lo largo de los siguientes meses. Confiados en el control cada mayor que tenían sobre sus capacidades, Alaster y Cyrax empezaron a ponerse a prueba. Siempre en las sombras y durante las noches, en lugares ocultos, donde nadie pudiese verlos, con aspirantes como blanco.
Al menos al principio.
Tres semanas después del incidente con Galdur y Casari, la zona de alta seguridad del Archivo se convertiría en su objetivo.
—¿Qué está pasando en el Castra Praetoria, Luther? —me preguntó Jyn la misma noche en la que salió a la luz que había habido un sabotaje en el Archivo. Por lo visto, alguien había pirateado los accesos para colarse en la base de datos de la Casa del Sol Invicto—. Últimamente me llegan muchas noticias y ninguna es buena.
Aunque lo que ocurría más allá de los muros del Castra no salía a la luz, pues los Pretores se encargaban de mantener muy limpia la fachada, mi hermana siempre acababa enterándose de todo. ¿Cosa de sus amistades, quizás? Probablemente.
—Nada grave, Jyn. Lo de siempre. Tanto aspirante junto...
—¿Desde cuando los aspirantes roban y matan?
Robar y matar. En aquel entonces yo no lo sabía, pero me enteraría de todo al siguiente atardecer, cuando me reuniese con los Sumer en uno de los gimnasios. Efectivamente, había habido un robo. Un robo de información en el Archivo... y sí, también había habido una muerte. Tras pasar unos días en el hospital, Casari Kallen había regresado al Castra Praetoria para seguir con su preparación. Lamentablemente, poco después había aparecido muerto, con la mitad del cuerpo carbonizado.
Galdur, en cambio, sencillamente había desaparecido.
—Estoy preocupada, Luther —me confesó mi hermana—. Todos estos acontecimientos están deteriorando la buena imagen que tenía el Senado el proceso de iniciación. Hay voces que empiezan a decir que no es seguro... que los responsables de la seguridad que hay no son suficientemente contundentes.
—¿Te refieres a los profesores y los vigilantes? ¡Eso es absurdo, Jyn! La mayoría de días puedo notar su aliento en la nuca.
—¿Y entonces por qué pasa esto?
Buena pregunta... muy buena pregunta. Yo mismo me la hacía últimamente.
—No lo sé...
—Pues entonces haz algo, Luther.
—¿Yo? Pero yo solo soy un alumno de primero, Jyn... un recién llegado. ¿Qué puedo hacer yo para cambiar las cosas?
Los ojos de mi hermana se iluminaron ante tanta duda. De todas las personas que conocía, incluidos los Sumer, ella era la más segura de sí misma. Jyn conocía sus posibilidades, sabía lo que podía hacer, y no dudaba en superar sus propios límites siempre que lo necesitaba.
Como solía decir, nada podía detener a un Valens, y ella era la clara demostración.
—¿Un recién llegado? Has hecho casi todo el primer curso... y que yo sepa, eres el mejor. O al menos eso dices tú, vaya... —Entrecerró los ojos, consciente de que no necesitaría provocarme mucho más para hacerme reaccionar. Aquella mujer me conocía demasiado bien—. ¿Sabes? Cuando yo creo en algo lucho por mantenerlo, por protegerlo.
—Ya, pero no dejo de ser un sangre nueva, ¿recuerdas?
—¿Y? No me seas llorón, "caramuerto".
Jyn tenía razón. Si realmente quería que todo siguiese como hasta ahora debía actuar, debía detener aquella vorágine de locura que se estaba apoderando del Castra Praetoria, y sabía que para conseguirlo necesitaría ayuda.
Una ayuda que, por supuesto, no dudaron en brindarme.
—Te lo ha pedido tu "amigo", ¿verdad?
—¿Amigo? ¿Qué amigo? —Jyn me guiñó el ojo—. No me lo ha pedido nadie, hermano. Simplemente te lo pido yo a ti. ¿Queremos dejar huella en Hésperos o pasar desapercibidos? Porque yo lo tengo muy claro. No he viajado para ser una más, te lo aseguro... y no me vengas con eso de que no tenemos apoyo. No lo necesitamos. Además, tienes a tus amigos, ¿no?
—Sí, puedo contar con ellos.
—Entonces ya sabes lo que tenéis que hacer.
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