Capítulo 24
Capítulo 24 – Jyn Corven, 1.800 CIS (Calendario Solar Imperial)
—Puedes elegir la habitación que prefieras. Menos las dos del fondo, que son la de Marcus y la mía, el resto están vacías aún.
—¿Marcus?
—Sí, Marcus Giordano. Ahora te lo presentaré. Pero vamos, elige, ¿cuál prefieres? Si tienes un poco de vértigo, te recomiendo que no te cojas las del muro exterior. Las vistas son impresionantes, pero hay que tenerlos bien puestos para dormir en ese suelo acristalado. Échale un vistazo si quieres, yo no quiero ni entrar.
Misi Calo no mentía al decir que había que tener mucho valor para dormir en aquella habitación. La casa era preciosa, eso era innegable, pero su localización era tan descabellada que aún me costaba creer que nos encontrásemos en la falda de un desfiladero.
—Por el Sol Invicto... —murmuré al abrir la puerta y ser golpeada por la luz de la mañana—. Es increíble.
Mi nuevo hogar se encontraba inscrito en la pared de uno de los desfiladeros más pronunciados de los valles que rodeaban la ciudad de Vespia, a más de mil metros de altura. La vivienda había sido construida en la piedra, utilizando parte de la cadena de túneles que recorría la montaña para su diseño. De altos techos y amplia hasta el punto de ser incluso cavernosa, la casa tenía dos zonas diferenciadas. La más grande y sombría, localizada en la parte interior de la piedra, y la externa, construida a base de grandes placas de cristal a través de las cuales entraba la luz del día. Una zona que, aunque hasta entonces tan solo había podido imaginar gracias a las descripciones que la agente Misi Calo me había ido dando a lo largo de todo el viaje de ida, ahora al fin podía contemplar con mis propios ojos.
Y era impresionante, la verdad.
La habitación surgía de la piedra en forma de cubo de cristal a través de cuyos suelos, techos y paredes, todas acristaladas, se podía contemplar el paisaje. Era, por así decirlo, como flotar junto a la ladera de la montaña... como volar.
Increíble.
Apoyé las manos en el marco de la puerta, sintiendo el corazón acelerarse en mi pecho, y adelanté el pie derecho para pisar el suelo de cristal. Aunque era plenamente consciente de las buenas calidades de la construcción, era difícil no tener la sensación de que podía romperse bajo los pies en cualquier momento. De hecho, parecía que toda la sala fuese a desprenderse de un momento a otro y fuese a rodar montaña abajo, hasta acabar estampándose contra el suelo.
Desde luego, aquel lugar no era para cobardes precisamente.
—Parece que se vaya a romper de un momento a otro —dije.
—¿Entiendes ahora que mi habitación dé al interior, no? —respondió ella desde la seguridad del pasadizo—. Hay que estar muy loco para dormir ahí.
Había que estarlo, desde luego. Aquel lugar no era apto para cardíacos. Por suerte para mí, siempre me había gustado el riesgo.
—A ver qué pasa —me dije.
Y reuniendo casi tanta valentía como inconsciencia para ello, me adentré en la sala. Una sala cuyo suelo firme me animó a atravesar hasta alcanzar la vidriera desde la cual se podía ver Vespia en todo su esplendor con sus grandes rascacielos, sus puentes colgantes y sus lagos.
Me detuve frente al cristal y observé en silencio la ciudad que me había visto morir. Misi había insistido en que debía despejar mi mente, que si lo que quería era superar el trauma debía intentar olvidar lo ocurrido y centrarme en el futuro, pero resultaba complicado hacerlo cuando aún podía sentir a cada paso el dolor de las heridas que el "Fénix" me había provocado.
Cuando tan solo tenía que cerrar los ojos para ver las estatuas de cristal en las que había convertido a mis compañeros.
Lo siento Misi, pero hay cosas que nunca se pueden olvidar. Nunca.
—Genial —escuché que decía desde la puerta—. Otra loca como Damiel y Giordano.
—¿Lo dices por mí?
Aunque volver la vista al suelo logró que el estómago me diese un vuelco, tal fue la sensación de libertad que sentí en aquel entonces que no pude evitar que una carcajada nerviosa escapase de mi garganta. La primera carcajada desde lo del "Fénix". Irónicamente, aunque prácticamente toda Gea creía que había muerto, me sentía más viva que nunca.
Mi reacción logró hacer sonreír a la agente.
—Doy por sentado que no hace falta que te enseñe las otras habitaciones, ¿no?
Respondí dejando caer mi mochila sobre la amplia cama de sábanas blancas que aguardaba en en el muro izquierdo, el único que, a pesar de ser traslúcido, no dejaba ver con nitidez la habitación colindante. Paseé la mirada por la sala, más por curiosidad que por interés, y una vez vistos todos los muebles, todos de exquisita calidad, regresé al pasadizo donde Misi me aguardaba pacientemente.
—En fin, sigamos viendo la casa—me dijo con amabilidad—. Yo le he echado un vistazo muy rápido esta mañana, así que prácticamente la vamos a descubrir a la vez.
—¿No habías venido antes?
—¿Yo? Que va, ha sido cosa de Damiel. El jefe le pidió que buscase un sitio bueno donde poder escondernos y visto lo visto ha elegido bastante bien. Teniendo en cuenta que desde fuera toda la fachada se ve opaca, nadie nos va a descubrir. Puedes estar tranquila.
Misi era una chica agradable. A lo largo de los ya casi cinco días que llevábamos juntas la agente se había mostrado muy comprensiva y cercana conmigo, y eso era algo que agradecía enormemente. Además, había tenido mucha paciencia. Aunque no me consideraba una persona desconsiderada ni tampoco mal educada, he de admitir que no le puse las cosas fáciles. Ni a ella ni a su jefe, Aidan. Lo ocurrido con el "Fénix" me había dejado muy tocada y por mucho que ellos habían intentado tranquilizarme, me estaba costando mucho lograr encontrar la paz suficiente como para serenarme. El miedo estaba a flor de piel, y lo que era aún peor, mis emociones iban y venían de un extremo a otro a gran velocidad, transformándome de un dulce pajarito a un puma en tan solo unos segundos. Y no solo eso. A pesar de que las heridas estaban mejorando a buen ritmo, el malestar general que me acompañaba me tenía de muy mal humor. Aquello sumado a todo lo demás provocaba que, como es de suponer, no fuese la mejor compañera del mundo, ni mucho menos una buena testimonio protegida. Por suerte, Misi estaba sabiendo enfrentarse muy bien a la situación, y si bien estaba convencida de que en más de una ocasión se había planteado darme un buen bofetón para que me callase, jamás lo había hecho. Al contrario. Dijese lo que dijese, ella siempre respondía con una sonrisa o un guiño gracias a los cuales, poco a poco, mi alma empezaba a apaciguarse.
—¿Hasta cuando crees que vamos a estar aquí? —pregunté mientras atravesábamos un precioso salón de decoración minimalista cuyos sillones blancos parecían estar pidiéndome a gritos que me dejase caer. A pesar de estarme recuperando, cualquier esfuerzo por mínimo que fuera me agotaba enormemente—. Quiero volver con mis padres.
—Ya hemos hablado sobre ello, Jyn —respondió ella, dedicándome una sonrisa tranquilizadora—. Lo mejor para ellos es que de momento no sepan nada hasta que no demos con el "Fénix". Es por su propia seguridad.
—Lo sé, pero imagina cómo deben estarlo pasando. Si al menos pudiese hablar con ellos...
Era por su propio bien, sí. Lo sabía. Aidan me lo había explicado y Misi me lo había recordado ya en más de diez ocasiones, pero incluso así no podía evitar tener la necesidad de hablar con ellos y decirles la verdad. No quería que sufriesen.
Pero aunque deseaba con todas mis fuerzas volver a su lado en busca de su protección, por encima de todo estaba su seguridad. De haber sido mi primer encuentro con el "Fénix" y por lo tanto algo potencialmente casual, las cosas habrían sido distintas. Mi nombre simplemente habría sido uno más de la lista, así que no habría habido tanto peligro de que el asesino fuese a por mis padres. Lamentablemente, mi historial con el "Fénix" empezaba a ser demasiado abultado como para no desaparecer del mapa durante una temporada.
Sin duda, aquello era lo mejor... pero era duro, la verdad. Aunque aquellos hombres formasen parte de la seguridad de Albia y estuviesen haciéndolo por mi propio bien, me resultaba complicado pensar que iba a pasar una temporada desaparecida.
—Ten paciencia, Jyn. Es lo único que puedo decirte.
Tras un tranquilo paseo por la casa, la cual resultó ser mucho mejor de lo que cabría esperar para un edificio construido en una montaña, pero no tan lujoso como ciertos hoteles que había visitado en los últimos años, Misi me guió hacia una agradable terraza de suelo de madera en cuyo interior había un joven esperando. Giordano, imaginé nada más verle, y no me equivocaba. A parte de nosotras dos, el único habitante con el que contaba en aquel entonces la vivienda a la que con el tiempo acabaríamos conociendo como el "Nido" era Marcus Giordano, uno de los dos agentes que, poniendo su vida en riesgo para ello, habían acudido a mi rescate.
A lo largo de mi vida serían muchas las veces que recordaría aquel momento. Aquel momento tan mágico en el que, al fin, Marcus Giordano y yo nos conocimos. Siempre recordaría su sonrisa tímida, su mirada huidiza y su uniforme perfectamente planchado; las heridas que cubrían su rostro, el ligero temblor en su voz... pero sobre todo su sonrisa. Aquella sonrisa que en tantas ocasiones lograría dar luz a los días más oscuros.
—Eh, Marcus, te presento a Jyn —exclamó Misi con naturalidad, interponiéndose entre los dos—. Jyn, Marcus es el compañero del que te hablaba. Estás viva gracias a Damiel y él.
Por aquel entonces Marcus era un chico de solo dieciséis años, alto y atlético, con la piel blanca llena de pecas y el cabello oscuro totalmente rapado. Uniformado y con una sonrisa nerviosa cruzándole el rostro, me pareció un chico guapo, aunque no lo suficiente como para que llamase realmente mi atención. En el fondo, era un chico más de los tantos que había conocido a lo largo de todos aquellos años. Su timidez, sin embargo, lo diferenciaba del resto. A pocos hombres logré poner tan nerviosos con mi simple presencia como a Marcus Giordano.
Marcus me tendió la mano a modo de saludo, robótico. Estaba tremendamente tenso.
—Hola —dijo con voz entrecortada—. Hola, Jyn. Soy Marcus Giordano, encantado.
—Hola —respondí yo, e ignorando su mano, me acerqué a él para besar su mejilla con cariño—. No te recuerdo en el escenario, pero te agradezco lo que hiciste. Misi me lo ha contado todo.
—¿Todo? —El agente chasqueó la lengua—. No sé qué te habrá dicho, pero o es mentira o ha exagerado, así que...
—Como sea —dije, dedicándole mi mejor sonrisa—. Estoy en deuda contigo.
—Jyn ha elegido la habitación de cristal contigua a la tuya —prosiguió Misi—. Parece que tenéis cosas en común... eso es bueno, tendréis de qué hablar. Aunque me gustaría poder quedarme con vosotros, me temo que el Centurión me ha asignado una misión, así que tengo que dejaros. Marcus, ¿te puedes ocupar de ella?
¿Ocuparse de mí? Antes incluso de acabar la frase, Misi ya me estaba mirando de reojo, con una media sonrisa asomando en sus labios. Sabía que yo no necesitaba ningún canguro precisamente, que era una persona perfectamente suficiente, pero no se atrevía a dejarme sola. Después de lo ocurrido, temía que cometiese alguna locura...
Me crucé de brazos a la defensiva, a la espera de lo que Giordano respondiese. En sus manos quedaba ganarse mi respeto o, por contra, mi indiferencia. Era injusto, lo sé, pero la vida no me estaba sonriendo precisamente y no quería llevarme más chascos.
Por desgracia, no superó la prueba.
—Me encargo de ella —dijo.
Y aunque no había sido su objetivo precisamente, pues por su cara de decepción al alejarme era evidente que había creído que podríamos pasar el día juntos, no necesité escuchar más para decidir ir a mi habitación y encerrarme durante unas cuantas horas.
Ni necesitaba una niñera, ni iba a consentir que me pusieran una.
Me pasé el resto de la jornada en mi cuarto, navegando por la red de Vespia gracias al ordenador portátil que Giordano me había conseguido. Creo que su idea inicial había sido la de sacarme de la habitación cuando me lo ofreció. Después de varias horas encerrada, salir y airearme no me habría ido mal. Es más, me habría gustado volver a la terraza y disfrutar de algún refresco bajo la luz del sol, pero en aquel entonces estaba tan ofendida con la idea de tener que ser protegida por aquel agente que el orgullo me lo impidió. En lugar de ello, acepté el ordenador y sin darle opción a más cerré la puerta en sus morros. A partir de entonces, probablemente molesto por mi comportamiento, Giordano no volvería a molestarme a lo largo de la jornada en ningún momento.
Como decía, me pasé el día navegando por la red de Vespia, consultando portales de noticias. En las principales páginas se hablaba de los sucesos locales relacionadas con las festividades, aunque también había artículos relacionados con lo ocurrido en el palacete de los Swarz. Incluso había columnas de opinión en las que se hacía mención a la masacre de la cena benéfica, donde el "Fénix" había rociado el vino con su receta mágica, y los relacionaban.
Pero poco más. Las festividades en la capital de Ballaster ocupaban prácticamente todas las noticias con sus conciertos, sus celebraciones y, muy a mi pesar, sus espectáculos.
Debo admitir que me sentí un poco decepcionada de no acaparar más portadas. Acostumbrada a aparecer en el frente de los periódicos de mayor tirada de mi país, me molestaba que mi muerte pasase tan desapercibida. Para alguien vanidoso como yo era prácticamente un insulto. Por suerte, logré localizar las suficientes noticias como para que, alcanzada la media tarde, tuviese la certeza de que, pasase lo que pasase, no iba a perderme el evento que aquella misma noche se celebraría en la Catedral Suprema del Sol Invicto. Después de todo, ¿cómo perderme la misa en honor a mi propia alma?
Aquello era digno de ver...
Esperé hasta que el cielo se tiñese de sombras para salir de mi habitación y deambular por la casa en busca de Giordano. Al no encontrarlo imaginé que habría salido, o que quizás estaba en su cuarto, así que intenté ser lo más rápida y silenciosa posible. Recorrí el pasadizo principal hasta la puerta de acceso al garaje y descendí las escaleras. Al otro lado de estas, sumidas en las tinieblas, aguardaba un coche de aspecto algo anticuado que no se correspondía con el que habíamos utilizado para ir desde el Palacete de los Swarz.
Mierda, contaba con él.
Decepcionada, recorrí el amplio garaje en busca de algún otro transporte con el que poder viajar hasta Vespia. No habían dejado ninguno a mi disposición, probablemente porque sabían que lo utilizaría, así que, sin dudarlo un instante, abrí la puerta del garaje con uno de los mandos a distancia que había colgados en la pared del fondo y salí al túnel interior. Pocos minutos después, tras recorrer durante largo rato el interior de la montaña, salí al exterior a través de una de las cinco entradas secretas que había ocultas entre la naturaleza. Desactivé el escudo de camuflaje que ocultaba la entrada, pasé al otro lado y, una vez fuera, volví a activarlo presionando el botón oculto en la roca.
Ya fuera, prácticamente en la cima del monte, miré a mi alrededor. Recordaba habernos cruzado con un teleférico durante el viaje de ida. Busqué con la mirada los cables que lo conectaban con Vespia y, localizándolos en la lejanía, inicié la marcha.
Por suerte, había salido con tiempo de sobras.
Caminé por los bordes del camino de tierra que nos había llevado hasta la casa en silencio, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y el pelo cubierto por la capucha. Por aquella zona de la montaña no transitaban vehículos, pero incluso así quería asegurarme de que no me viesen. Si por alguna razón Misi decidía volver, dudaba que se alegrase de verme caminar en mitad de la noche. Así pues, aprovechándome de la maleza y los árboles que cubrían de naturaleza la zona, y guiándome por la luz de las estrellas, fui avanzando hasta, media hora después, localizar en la lejanía la oficina del funicular.
La zona no estaba demasiado iluminada. Al acercarme a la plazoleta conmemorativa que había frente a la taquilla de venta me crucé con varios excursionistas, pero tal era la oscuridad reinante que ni tan siquiera repararon en mí. Mejor. Atravesé la plazoleta leyendo en los carteles luminosos la hora en la que próximamente saldría el último transporte y me apresuré a sacar una entrada.
Pocos después, ya sentada en los asientos traseros de un vagón muy luminoso y lleno de ruidosos excursionistas que regresaban a la ciudad tras pasar el día en la montaña, me dispuse a volver a la ciudad.
Con suerte, en menos de una hora estaría ya en la catedral.
Miles de flores blancas decoraban los féretros de las víctimas. Colocados prácticamente en vertical para dejar a la vista el grabado del Sol Invicto que había en su superficie y rodeados por centenares de maceteros, los ataúdes vacíos que representaban a mis compañeros y a mí misma permanecían estáticos en el fondo de la catedral, junto al altar. A su alrededor, colgando de los techos de piedra y las columnas, pendían mariposas y querubines dorados de cuyo interior surgía agradables aromas que se mezclaban con los aceites ceremoniales y los inciensos de la catedral.
He de admitir que estaba precioso.
Llegué tarde a la misa. Cuando al fin logré atravesar las grandes puertas de la catedral el sacerdote ya había acabado su discurso y estaba sonando música clásica por los altavoces. Los invitados a la ceremonia aún estaban sentados en los bancos, con las miradas gachas y falsas expresiones de tristeza en la cara. De todos los presentes, dudo que hubiese alguien que realmente sintiese aprecio por alguna de nosotras. No obstante, allí estaban, engalanados con sus mejores trajes y luciendo sus joyas, fingiendo una pérdida que aunque no les dolía emocionalmente, ofrecía una imagen muy humana de ellos.
Una imagen perfecta para congraciarse con el pueblo.
Debería haber supuesto que algo así sucedería. Mentiría si no se me hubiese pasado por la cabeza, pero por un instante, mientras recorría el camino polvoriento de la montaña, creí que podría encontrar algo de verdad en aquella ceremonia. Obviamente, me equivoqué. Lo único real que hubo aquella noche fui yo, sentada en el último banco, con el rostro oculto bajo la capucha y lágrimas de rabia y tristeza corriendo por mis mejillas. Lo demás, desde los ataúdes vacíos hasta los invitados sin alma, fue puro atrezo.
Pura mentira.
Durante la ceremonia escuché a varios de los presentes hablar sobre una fiesta que acontecería después de la misa. Todos hablaban de bailar y reír hasta las tantas de la madrugada en honor al alma de las niñas asesinadas... en beber todo lo que ellas no podrían y disfrutar por ellas la vida arrebatada... Mientras los escuchaba, por mi mente cruzó la idea de acudir a esa fiesta y envenenar la bebida, tal y como habían hecho con mis compañeras. Sin duda, aquella sería una buena forma de solidarizarse. Y no solo eso. Después de envenenarlos, para que se viesen en situación, obligaría a bailar a los supervivientes a punta de pistola, tal y como había hecho conmigo. Y les haría que cantasen... que se quitasen la ropa. Haría todo lo que pudiese con tal de humillarlos, como hacían ellos con nosotras ahora. Después de todo, en Ballaster todo parecía valer. Cualquier excusa era buena para divertirse, así que yo no sería la única en pasar la noche llorando.
De eso nada.
Por el bien de todos, pero sobre todo por el mío, pues en aquel entonces rondaban todo tipo de ideas homicidas mi mente, decidí quedarme sentada en el banco mientras los invitados, uno a uno, acudían hasta el altar para dar el último adiós a los ataúdes. Era un alivio saber que mis compañeras estaban lejos de allí, probablemente ya en Albia. De haber estado presentes, incluso después de muertas, Lisa Lainard las habría obligado a sonreír como monos de feria.
Como los malditos monos de feria en los que nos había convertido.
Como digo, mi mente se estaba llenando de todo tipo de ideas. El miedo que había pasado se había convertido en rabia, y ahora la rabia se estaba transformando en un profundo odio que, poco a poco, me estaba envenenando.
Si al menos hubiese podido volver con mis padres o hablar con Doric, todo habría sido diferente. Ellos sabían cómo tratarme... sabían cómo calmarme en los peores momentos. Sus palabras, siempre comprensivas y tranquilizadoras, eran de las pocas que lograban serenarme. Sola como estaba en aquel entonces, en un país vecino y rodeada de todo aquel atajo de impostores en aquella fiesta pseudo-religiosa, resultaba casi imposible sacarle el lado bueno a la ceremonia.
—Eran tan jóvenes... —escuché que decía una señora entrada en carnes y vestida con un traje rojo de plumas—. Es una auténtica tragedia. Aún tenían toda la vida por delante.
—Este es el problema de exponerlas tanto mediáticamente —respondió el hombre que la acompañaba, un larguirucho trajeado de pelo canoso—. Hay demasiado perturbado suelto capaz de obsesionarse con cualquier cosa, y si encima son chicas jovencitas y llamativas, pues peor.
—Demasiado llamativas —le secundó la mujer—. Ese pelo y esa ropa...
Lo que me faltaba por oír.
—¿Y has oído lo que dicen que pasó con la chica que sobrevivió? Con Corven... —decía otra mujer—. Dicen que el asesino la llevó al teatro y la obligó a hacer de todo antes de matarla. Pobre chiquilla, espero que el Sol Invicto la perdone por sus pecados.
¿De todo? ¿Pecados?
—No sé cómo los padres han permitido que llegasen tan lejos. Esas chicas...
—Y esa Lisa Lainard...
—Sí, sí, dicen que la encontraron desnuda en el escenario. Antes de matarla...
Empezaba a faltarme el aire.
—¿Y dónde estaba la policía? ¿Por qué nadie dijo nada? ¿Y los empleados? ¡Es una auténtica vergüenza! Le dije a Margot que tenía que contratar seguridad privada. ¿Pero cómo imaginar que esas chicas iban a traerle tantos problemas?
—Bueno, a Margot le gustaban este tipo de celebraciones, ¿no? Al menos murió como a ella le gustaba vivir, rodeada de jovencitas y con la copa bien llena.
—¿Y dices que iban a estrenar nuevo espectáculo? Desde luego lo han hecho a lo grande...
Aunque por un instante tuve la tentación de unirme a la cola y acercarme a darle el último adiós a los féretros, los comentarios me hicieron cambiar de opinión. Permanecí un rato más en el banco, escuchando todo aquello que aquella gente sin corazón tenía que decir, y me deslicé hasta la salida disimuladamente, tratando de pasar desapercibida. Entre tanta gente de bien destacaba como una antorcha en la noche. Por suerte, todos estaban demasiado ocupados en aparecer en las portadas de los periódicos y dar entrevistas como para darse cuenta de que una de las bailarinas por las que rezaban estaba vivita y coleando.
Idiotas.
Salí a la plaza de la catedral con paso rápido, ansiosa por respirar un poco de aire puro. La edificación se encontraba en el corazón de una bonita plaza floreada donde había varias decenas de bancos de madera repartidos entre los árboles. También había estatuas y otros motivos decorativos repartidos entre la naturaleza, por lo que no me costó demasiado mezclarme con la gente allí presente. Me encaminé hacia una de las esquinas de la plaza y tomé asiento delante de una cafetería, bajo la luz de una farola.
Unos metros detrás de mí, una familia formada por los padres y cinco críos disfrutaban de unos enormes y llamativos helados de colores cuyo olor azucarado rápidamente alcanzó mis fosas nasales.
—¿Y por qué hay tanta gente hoy en la catedral, papá? —preguntaba uno de los críos, un mocoso de no más de cinco años—. ¿Se casa alguien?
—Ojalá —respondió el padre—. Se están despidiendo de unas chicas, cariño. Unas bailarinas.
—"Las Elegidas", idiota —le espetó otro de los niños, un chico de unos diez años de edad—. ¿Es que no lo has visto en las noticias? ¡Las han matado!
—¡Tim!
Fuese donde fuese, el tema de moda no dejaba de perseguirme. Era lo normal teniendo en cuenta donde me encontraba, pero incluso así resultaba molesto. Quizás no debería haber asistido a la ceremonia. Claro que, ¿cómo imaginar lo que iba a pasar? Estaba convencida de que en Albia todo habría sido diferente... empezando porque no habría habido ceremonia religiosa alguna, claro. Konstantin los habría mandado arrestar ante la mera idea. En Ballaster, sin embargo, la religión aún seguía teniendo demasiada presencia.
Los dolientes salieron de la catedral, lo que provocó que una nube de periodistas acudiese a la entrada principal para fotografiar el momento. Entre los presentes debía haber auténticas personalidades por el interés mediático. Había periodistas de Ballaster y Albia, de Arkania y Bynell; hasta de Ostara, con lo que aquello implicaba.
Era curioso. Conocía a uno de los reporteros enviados por la cadena nacional de Albia. Aquel hombre había cubierto muchos reportajes sobre el regreso de Lisa Lainard y me había hecho varias entrevistas. Irónicamente, dudaba que ahora me reconociese en caso de que me acercara. Tal era su interés en quién fuera que hubiese dentro de la catedral que lo demás poco importaba.
Una lástima.
Observé la escena desde la distancia, pensativa. No sabía qué era lo que me llevaba a quedarme allí, viendo todo lo que acontecía, puede que fuese algo masoquista, pero lo cierto era que, aunque me dolía la situación, no podía irme. Quería ver todo, quería escuchar lo que aquellas personas tuviesen que decir y hasta que no quedase la plaza totalmente vacía, no me iría. Después de todo, ¿acaso tenía algo mejor que hacer? Me hubiese gustado poder decir que sí, pero estar encerrada en la casa de cristal no era precisamente una opción atractiva.
—Yo creo que aquel es el príncipe Auren, ¿no? —comentó la mujer de la cafetería a su esposo, con una cucharada de helado a medio camino de su boca—. He oído que seguía por la ciudad. Puede que...
—¿Lucian Auren? No, se fue hace ya dos días —respondió el marido—. De hecho...
No era el príncipe Lucian Auren, desde luego. La persona que levantaba tanto interés era Morrigan Struddle, la embajadora de Albia en Ballaster. Según había podido oír, ella se había encargado tanto de la ceremonia como del traslado de los cuerpos a Albia, por lo que era de suponer que, de entre todos los presentes, ella fuese la que más respuestas pudiese dar a los reporteros.
No obstante, aunque la figura de Morrigan Struddle era muy interesante, mis ojos no se centraron en ella. Pasearon a su alrededor e incluso se detuvieron momentáneamente en su peculiar traje a cuadros blancos y negros con los que tan elegante creía ir vestida, pero siguieron observando a los presentes. Pasaron de hombres a mujeres, de ancianos a niños, hasta que, tras varios minutos de ir a la deriva, acabaron fijándose en un hombre. Un solo hombre que, vestido de traje y gabardina, logró que mi mente quedase en blanco.
Mi corazón se aceleró.
No recordaba demasiado sobre él, pues nuestro encuentro había sido muy breve, pero su mirada de ojos oscuros ligeramente rasgados se había quedado grabada en mi memoria. Su mirada y su media sonrisa carente de humor, solo de perversión. De locura.
Era él. Sus andares, su cara, su media melena, su sonrisa. Sin duda, aquel era el hombre que me había sacado de debajo de la cama y me había arrastrado hasta el escenario. El mismo que había colaborado con el "Fénix" para intentar asesinarme... el mismo que había envenenado a mis compañeras. Gregor Waissled, pues aquel era su nombre, estaba en la plaza, acababa de salir de la catedral... y yo iba a matarlo.
Me levanté como un resorte del banco y hundí la mano en el bolsillo de la chaqueta. Allí, junto a los billetes sueltos que había cogido de la cartera antes de salir, estaba mi pistola. La misma pistola que había intentado utilizar contra él, pero cuya bala había salido desviada.
Aquella noche no había lugar para errores.
Waissled se despidió de un par de señoras antes de encaminarse hacia uno de los callejones laterales. Aquella noche tenía buen aspecto con sus elegantes ropajes y su sonrisa perfecta. Estaba feliz. Irónico saliendo de un funeral, ¿no? Waissled estaba feliz y tranquilo, lo que me permitió acercarme a él sin que fuese consciente de ello. De hecho, tal era la seguridad con la que paseaba por el callejón que sacó el teléfono del bolsillo y empezó a revisarlo, al margen de que yo le seguía con la mano dentro del bolsillo, preparada para disparar. Podría haberle matado sin que se diese cuenta de ello. Podría, sí, pero no iba a hacerlo. Para nada. Al igual que habían hecho ellos, yo me recrearía aquella noche con él. Le haría pagar el daño que me había causado...
Aguardé a que nos alejásemos un poco más de la plaza para empezar a recortar la distancia con Waissled. Pasamos por delante de un supermercado a punto de cerrar, un par de bares cuya clientela se arremolinaba alrededor de las puertas y, por último, un pequeño y tranquilo restaurante de aspecto familiar. Pasada la puerta del local, el callejón se sumió en el silencio total y absoluto, situación que sumada a que algunas de las farolas fallaban me animó a tomar la gran decisión.
Había llegado el momento. Le dejé que avanzase unos cuantos metros más, hasta poder ver el parking que aguardaba al final de la calle y al que probablemente se dirigía, y me detuve junto a unos contenedores de basura.
Había llegado el momento.
—Eh, tú —dije.
Y saqué mi arma antes incluso de que respondiese. De hecho, la saqué, la alcé y, sintiéndome mucho más fuerte que nunca, presioné el gatillo. Lo presioné una vez, dos, tres, incluso cuatro, pero el arma no disparó. Era como si no funcionase...
Como si alguien hubiese sacado la munición.
En aquel momento, dándose cuenta al fin de mi presencia, Waissled volvió la vista atrás y contempló con horror que tras él había una joven con aspecto de yonki armada, dispuesta a disparar. Obviamente, salió corriendo. Y yo lo habría seguido, palabra, lo habría perseguido y lo habría matado a golpes de haber podido, pero en aquel entonces, sorprendida ante mi error, tardé demasiado en reaccionar. Comprobé el tambor vacío y, para cuando quise ir tras él, mi víctima ya había escapado.
Demasiado lenta, Jyn.
Demasiado lenta.
—¡Joder! —grité, furiosa, y estrellé el arma contra el suelo—. ¡Maldita sea!
Escuchando aún sus pasos en la lejanía, ya probablemente muy cerca de su coche, dispuesto a irse cuanto antes, decidí seguir con la persecución. Lancé mi arma a la otra punta del callejón de una patada y, sacando renovadas fuerzas de donde no me quedaban, empecé a correr, con el parking como objetivo. Pasé junto a los contenedores, frente a un par de escaparates cerrados, y seguí corriendo hasta que, ya adentrándome en el aparcamiento, alguien me detuvo.
Alguien que surgió de la oscuridad para materializarse frente a mí y, convertido en un muro humano, detenerme.
—¡Quita! —grité al sentir sus brazos cerrarse sobre los míos—. ¡Quita ahora mismo!
Traté de apartarlo de un empujón, pero tal era su corpulencia que lo único que conseguí fue salir yo dispara hacia atrás. Es más, estuve a punto de caer de espaldas. Tuve suerte de que en el último momento me cogió del brazo, de lo contrario, para finalizar una de las noches más humillantes de mi vida, habría caído de culo ante él.
—¡Quieta tú! —gritó el hombre.
Y aunque aún tardé unos segundos en reconocerlo, fue Marcus Giordano quien en aquel entonces se interpuso entre Gregor Waissled y yo. Un Marcus Giordano que, por supuesto, no había dejado de vigilarme en ningún momento desde que, horas atrás, abandonase la casa de cristal.
—Cálmate, ¿quieres? —insistió al ver que al fin le reconocía—. ¡No es él, te lo aseguro!
—¡Sí que es él! —respondí a voz en grito—. ¡Ese tipo es el que mató a mis compañeras y me llevó hasta el escenario! ¡Él y el "Fénix"...!
—¡No es él! —repitió—. Lo hemos investigado, Jyn, y no, no es él. ¡Has estado a punto de matar a la persona equivocada! ¡Ese tipo se llama Jerome Septis y es un empresario de la ciudad! No tiene nada que ver con Waissled o con el "Fénix"... no tiene nada que ver contigo.
—Pero... pero...
El sonido del motor del coche de Septis al arrancar nos interrumpió. Ambos desviamos la mirada hacia el interior del aparcamiento, donde el hombre escapaba probablemente con un ataque de pánico, y aguardamos en silencio a que el vehículo desapareciese. De nuevo a solas, con el silencio golpeando mi mente con dureza, no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas de rabia.
—¡Has dejado que escapase! —grité—. ¡Es él, lo sé! ¡Lo vi con mis propios ojos!
—¡Por supuesto que he dejado que escapase! —insistió Marcus—. Porque no era él, insisto. Olic lo ha estado investigando. Todos creímos que era Waissled, creíamos haber dado con él... pero no, no es él, Jyn. ¡Es una simple casualidad, nada más!
—¡Eso es imposible!
—No lo es.
Aunque en aquel entonces habría dado cualquier cosa por no creer lo que decía, sus palabras fueron tan convincentes que no tuve más remedio que aceptar que me había equivocado. De hecho, tan solo necesitaba pensar en el sujeto en cuestión para darme cuenta de que, aunque el parecido era abrumador, podría haberme equivocado. La distancia, la oscuridad, el nerviosismo... aquella mezcla de elementos me había hecho estar convencida de que era Waissled, pero nada más.
Efectivamente podría haberme equivocado... y probablemente, así fue.
Desolada ante la desconcertante noticia, me acerqué a uno de los muretes del aparcamiento para dejarme caer en él. Había estado tremendamente cerca de matar a un inocente. Tanto que al ser al fin consciente de ello, mis manos empezaron a temblar.
—¿Estás seguro? —pregunté en apenas un susurro.
—Sí —respondió, y tomó asiento a mi lado—. Lo siento, debí decírtelo antes.
—He estado a punto de matarlo.
—Lo sé, te seguía de cerca... te llevo siguiendo desde que saliste de casa. El Centurión me habría matado de no haberlo hecho.
—¿Me seguías? —repetí—. ¿Y por qué no interviniste antes entonces? ¿Por qué me dejaste disparar? De haber tenido balas...
El joven pretor se encogió de hombros. A la luz de la farola, su rostro evidenciaba el cansancio acumulado no solo por lo ocurrido aquella noche, sino por la recuperación de los últimos días. Aquellas escapadas nocturnas no eran precisamente buenas para su salud.
—Sabía que la pistola no tenía munición —confesó—. Quería ver hasta dónde eras capaz de llegar. Lansel decía que eras de armas tomar... que serías capaz de matar a un hombre sin dudarlo. El Centurión decía que no, que exageraba, pero visto lo visto... tienes agallas.
Marcus se encogió de hombros.
—¿Es eso un piropo?
—Francamente, no sabría decirte. Quizás en otra situación sí, pero ahora mismo... pues no, la verdad. Debes estar muy segura de quién aguarda al otro lado del cañón antes de disparar un arma, Jyn. Estás pasando por un mal momento, pero no puedes tomarte la justicia por tu mano. Si todos lo hiciésemos el mundo se volvería loco, te lo aseguro.
—Lo sé, pero... pero... —No pude evitar que una lágrima resbalase por mi mejilla—. Estaba tan segura de que era él... tan, tan convencida... y luego toda esa gente... esos malditos malnacidos que han ido a la ceremonia. Si hubieses oído todo lo que dicen sobre nosotras... ¡no estaba desnuda cuando me encontrasteis!
—No lo estabas, no, me acordaría.
Marcus se sonrojó al darse cuenta lo que acababa de decir. Yo, sin embargo, no pude evitar que una carcajada nerviosa escapase de mi garganta. Irónicamente, aquellas eran las primeras palabras mínimamente amables que escuchaba en muchas horas.
—Perdona. No estabas desnuda, no, lo confirmo. Mira... —Marcus se puso en pie para acuclillarse ante mí y mirarme a la cara—. A la gente le encanta inventar. Cuanto más escabroso sea todo, más morbo generará y más venderá el caso.
—¡Pero eso es asqueroso!
—Lo es, sí... ¿pero qué puedo decir? ¡Bienvenida al mundo real!
—No tiene gracia...
—No la tiene, no, pero por desgracia esto es lo que hay. ¿Sabes? Estás poniendo las cosas un poco complicadas. Si siguiese el reglamento ahora mismo debería detenerte por intento de homicidio. Ese tipo al que has asustado probablemente te denunciará. Por suerte para ti, me he encargado de que no viese absolutamente nada, así que no tendrá demasiado que aportar. La cuestión es que, aunque no te denuncie, debería informar al Centurión de lo que ha pasado.
Me crucé de brazos, a la defensiva. Si lo que quería era amedrentarme o que me sintiese culpable, no era necesario que siguiese. No valía la pena.
—Dile lo que te dé la gana, me da igual —dije a la defensiva—. No me da miedo tu Centurión. Ni él ni ninguno de los tuyos, te lo aseguro. Soy ciudadana albiana: tengo mis derechos. Además, soy amiga íntima del príncipe Auren, así que...
—¿Amiga del príncipe Doric Auren? —Marcus ensanchó la sonrisa con diversión—. Pues qué suerte, ¿no? Yo le he visto muchas veces desde la distancia, pero no somos amigos. De hecho, creo que ni tan siquiera sabe que existo. Pero incluso así me cae bien, eh, creo que es un buen tipo. Lástima que tu príncipe azul no haya estado aquí para evitar que cometieras una tontería, ¿verdad?
Me guiñó el ojo... y lo hizo con tanta gracia que tardé unos segundos en lograr reaccionar.
—¿Me estás vacilando?
—Un poco solo. Tu aventura llega a su fin, Jyn —dijo, y volvió a tenderme la mano—. ¿Qué prefieres? ¿Esperar a que tu príncipe valiente venga a salvarte o venir conmigo? Yo no tengo tanto dinero ni soy tan famoso, pero estuve en el teatro el día que necesitaste mi ayuda... y estoy aquí. Y la próxima vez que me necesites también estaré allí. Sea donde sea, no importa la hora. Siempre podrás contar conmigo y con la Unidad Sumer. En fin... ¿nos vamos?
Y nos fuimos. Por supuesto que nos fuimos.
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