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III


—Gracias por tu ayuda, ya te puedes retirar.

En la puerta de su celda, Mikael intentó deshacerse del intruso, antes que su situación empeorara.

No quería imaginarse lo que iba a ocurrir si alguien llegaba a verlo en ese estado. ¿Cómo explicar lo que estaba sucediendo? Tenía que despachar al tal Elí de una vez y ver el modo de que no volviera a perturbarlo más.

—Hablo en serio, retírate por favor. —insistió en vano.

Elí no le prestó la menor atención a sus palabras y giró el picaporte para ingresar ambos en la celda.

—No voy a ningún lado curita mételo en cabeza.

Fue la respuesta que obtuvieron los oídos incrédulos de Mikael. Intentó ignorar las palabras de Elí y se liberó de los brazos que lo contenían.

—No tienes nada más que hacer aquí. —dándole la espalda, Mikael avanzó hacia el ropero empotrado contra la pared de su propia celda. —Me voy a cambiar de ropa y...

Tal y como esperaba, sin siquiera tener que voltear a verlo, supo que Elí acababa de sentarse en sus palabras y sobre su cama. Desde ahí lo miraba bastante serio, como esperando que terminara de hablar, para contradecirlo de nuevo.

—Necesito mi privacidad. —continuó Mikael resoplando al final de la oración.

Pero Elí sólo levantó las cejas y cruzó los brazos. No, de ahí no se iba a mover, así se congelara el infierno. Mikael no acababa de entender la situación. ¿no? Cuando Elí hundía los dientes en la presa, no había manera de que la suelte. Así que no, de ahí no se iba hasta conseguir lo que fue a buscar.

—Apúrate curita que no tienes todo el día. Desvístete de una vez. No me salgas con pudores ridículos.

Desde su lugar en esa habitación vio al cura hacer un mohín, para luego tomar un par de prendas del ropero y girar sobre sus talones, listo para emprender la huída. Así que tuvo que detenerlo. De un salto arremetió contra Mikael y terminó arrinconándolo contra el muro.

De prisa y antes que su presa pudiera reaccionar, sus manos enguantadas deshicieron los pocos botones que seguían en pie. La camisa del curita estaba hecha jirones y los retiró con cuidado, sólo para develar lo que tanto ansiaba, las heridas abiertas. No eran muchas, tampoco pocas, pero algunas más amplias que otras.

Elí le recorrió el pecho a Mikael y hubiera querido hacerlo con las manos desnudas. Aquella energía oscura aún se cernía sobre la carne herida y las imágenes de aquel ataque, empezaron a recrearse en su mente.

El dolor acompañó la serie de visiones, como una punzada profunda que le atravesaba el pecho. Elí sacudió la cabeza para reponerse de la impresión y continuó el recorrido sobre las heridas.

—¿Qué crees qué haces? —protestó el sacerdote repeliéndolo de un empujón.

—Quédate quieto. —Elí no iba a dejar que lo interrumpiera. Necesitaba tocar todas y cada una de esas laceraciones. No eran profundas, sangre apenas se asomaba por entre la piel rasgada.

Una huella escarlata llamó la atención de sus ojos escudriñadores. Elí no se contuvo y pasó sus manos por la garganta del cura. El crucifijo que le fue arrancado por aquel demonio, le dejó una herida larga. Se quitaría los guantes, eso haría. Necesitaba sentir esa piel contra la suya propia. Quería la experiencia completa, poder sentir lo que Mikael sintió al ser atacado.

—¿Por qué haces esto?

La voz de Mikael lo sacó del trance. ¿Qué clase de pregunta era esa?

—Soy un investigador paranormal. ¿No te lo había dicho antes? Tu camisa, —añadió Elí lanzándole una mirada de reojo a la tela sobre el suelo. —me la llevaré como evidencia.

—Haz lo que quieras, si con eso me vas a dejar tranquilo. —fue la débil protesta de Mikael.

Elí no le prestó demasiada atención a sus palabras y de su bolsillo sacó un teléfono móvil.

—Evidencia. —repitió disparando un par de fotos antes de apuntar al rostro incrédulo del sacerdote.

—Ya tienes lo que quieres, puedes irte.

Quizá no debió hacerlo, pero las palabras de Mikael lo hicieron estallar en risas. ¿De verdad era tan inocente?

—No entiendes todavía. No voy a ningún lado, curita. Tú eres mi evidencia y hasta que no obtenga lo que quiera de ti, no me voy.

Bueno, de repente no debió decírselo de ese modo, sobre todo cuando todavía lo tenía contra la pared y ambas manos sobre las heridas del pecho de Mikael. Por la expresión de terror que se formó en el rostro del cura, Elí supo que sus palabras fueron tomadas del peor modo.

Al final, no había dicho nada más que la verdad. Así que era mejor que Mikael lo supiera de una vez, para que no albergara ideas acerca de escapar de él o algo parecido.

—No. —fue la respuesta que obtuvo de la boquita del curita y la verdad, no se la esperaba.

Junto a la negativa, llegaron ambas manos del sacerdote repeliéndolo con vigor. A decir verdad, jamás imaginó que Mikael fuera capaz de moverse tan rápido y con tanta decisión.

—Te voy a pedir por última vez que te marches. No tengo nada que ver contigo y no voy a permitir que me amenaces. Voy a dar parte a la policía, si no te retiras en este instante.

En definitiva, una sorpresa total. Elí retrocedió, pero no intimidado por sus palabras, sino porque quiso darse el gusto de observar bien el rostro decidido del sacerdote. No necesitaba tocarlo para poder leer su mente, sólo escuchándolo sabía que sí era capaz de cumplir sus amenazas.

Así que quería jugar con fuego, de acuerdo. Acabarían ardiendo los dos.

—Hazlo Mikael, llama a la policía. ¿Qué les vas a decir ah? Me muero de curiosidad. ¿Cómo vas a explicar las heridas que traes, ah?

Tenía que reconocerlo, Elí acababa de dejarlo sin palabras.

Mikael se odió por el momento de silencio que tuvo que concederle al intruso. No conseguía pensar en una respuesta a aquella pregunta que Elí le hizo. ¿Cómo iba a explicarle a las fuerzas del orden que podía ver demonios? No sólo verlos, sentirlos, tocarlos y...

—Les podemos decir la verdad, pero vas a tener mucho que explicar Mikael. No sólo a las autoridades, si no a tus superiores, a los otros curas. ¿Qué les dirás? ¿Les revelaras ese secreto qué guardas con tanto celo?

No podía hacerlo. ¿Qué iba a suceder con él si alguien se llegaba a enterar que tenía ese tipo de contacto con seres infernales? Pensarían que él no tenía fe suficiente para mantener tentaciones al margen. Si no que dejaba que lo atormenten.

Cuando sus superiores lo supieran. ¿Qué iba a suceder con él? Tendría que dejar los hábitos, dejar la iglesia y la sola idea de poner un pie fuera de ese recinto, lo aterraba hasta los huesos. No. No era una opción decir la verdad. Ese secreto no podía saberlo nadie. Sería su fin. Si no podía seguir siendo sacerdote, su vida no tenía sentido.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

Escapó de su boca sin siquiera pensarlo. Mikael se estaba rindiendo ante el enemigo y agachó la cabeza al sentirse derrotado.

—Lo quiero todo de ti. —fue la respuesta que le dio Eli con seriedad.

—No tengo nada, sólo soy un sirviente de Dios. No poseo nada más que lo que ves en esta habitación.

—No me refiero a tus cosas y lo sabes. No te quieras hacer el gracioso conmigo Mikael. Te quiero a ti, tú me interesas.

Ahora sí acababa de aterrorizarlo, porque no, en realidad no sabía a lo que se refería. Mikael intentó retroceder, pero era demasiado tarde para hacerlo. El brillo extraño de los ojos de Eli lo intimidaban todavía más de lo que lo hacía su sola presencia. ¿Qué quería de él? Podía imaginarse tantas cosas considerando que hasta hacía un momento lo tuvo contra un muro y estuvo tocándolo libremente.

—Vaya que eres todo un pervertido, Mikael. ¿De verdad piensas que te deseo?

No esperaba esas palabras. Saltó en su sitio por la sorpresa y se ruborizó tanto, que sintió que la frente empezaba a transpirarle.

—¿Qué cosas dices?

—Puedo leer tu mente. Y así no tuviera esa capacidad, en la cara se te ve. Piensas que te deseo. ¿Ah? ¿Qué te quiero lanzar contra la cama y forzarte ahí mismo? Interesante, curita. Me saliste todo un pervertido. Nada que me sorprenda, ah.

Mikael se cubrió el rostro con sus propias manos, a punto de desplomarse de la vergüenza. Si ese sujeto decía la verdad y podía leer su mente, entonces no sabía como combatirlo. Estaba en clara desventaja.

—¿Qué quieres que piense? Tus palabras me confunden. No sé que quieres de mí, no te entiendo. Sólo sé que si te has propuesto atormentarme, por la razón que sea, lo estás consiguiendo. Si eso es lo que quieres, adelante. Hazlo. Quieres meterme en problemas, hazlo. Pero no voy a hacer nada contigo.

—Cierto, cierto. Creo que ustedes los cristianos, católicos lo llaman dar la otra mejilla. No te vas a defender, vas a dejar que yo haga lo que quiera contigo, entonces. Como un cordero va al sacrificio, manso, sumiso.

Elí acortó distancias y una vez más estuvo encima suyo. A pesar de su corta estatura, conseguía imponerse. Mikael intentó repelerlo una vez más, pero su adversario lo atrapó de las muñecas y las separó hacia los lados.

—¿Qué quiero que pienses? Nada Mikael, a ti te entrenaron para no pensar, si no seguir ciegamente lo que dicta tu fe. ¿No es así? Te adiestraron como un animal, para rechazar todo tipo de tentación y negarte todo tipo de contacto con otra persona. Me refiero a este tipo de contacto.

Los labios de Eli se acercaron a su garganta y apenas si los sintió rozarle la piel. Bastó para que se estremeciera bajo las manos de quien lo sujetaba con fuerza.

—¿Tanto te asusta que te toque? ¿Qué te da más miedo? ¿Qué alguien nos encuentre en esta situación o qué se enteren que puedes exorcizar demonios, Mikael? Contéstame con la verdad.

Imposible pensar en una respuesta. Su cuerpo temblaba incómodo. Nervioso hasta el extremo, transpiraba frío. Mikael se quedó paralizado y bajo el dominio de aquel sujeto, quien no contento con sus palabras, ahora le pasaba la lengua sobre la yugular, sobre una herida abierta.

—¿Por qué me haces esto? —fue un quejido agonizante.

Estaba por rendirse, por caer de rodillas y suplicar al cielo que lo perdone por ser tan débil. Por no poder quitarse de encima a ese sujeto, por haber guardado ese secreto por tanto tiempo, por ser un cobarde. Pero principalmente, porque su cuerpo estaba reaccionando ante ese pecaminoso contacto.

—Te lo he dicho ya, quiero todo de ti. —continuó Elí susurrando como lo haría una serpiente envolviendo a su presa. —Y parece que tu cuerpo está dispuesto a dármelo.

Fue una burla la que le hizo, pero Mikael lo interpretó del peor modo. Podía leer la secuencia desordenada de sus pensamientos. El pobre curita era un caos. El miedo que sentía le nublaba la razón y toda clase de ideas alucinadas se disparaban en su mente.

Sí, era más que obvio que tenía pánico de que su secretito viera la luz. Pensaba que lo expulsarían de la orden, de la iglesia y hasta se imaginaba que estaba en tiempos de la inquisición, el pobre. Pero no, Elí no tenía tiempo para tenerle compasión. Necesitaba esa capacidad suya de poder pelear contra los demonios y ganarles. Eso era lo que quería de él. ¿Qué tan difícil era de entender?

Claro que Mikael tenía otra impresión. Pensaba que intentaría forzarlo sobre su cama, sobre el suelo. Curiosa idea que Elí reforzó lamiéndole el cuello, sólo para atormentarlo más. Al parecer, el curita reaccionaba muy obediente a sus caricias. Podía sentir su corazón palpitar acelerado y su cuerpo experimentando una ligera excitación.

Nada que sorprenderse, algunas víctimas de violación llegan a experimentar orgasmos, aun siendo violentadas. Sin embargo, no era la situación, no pensaba abusar de nadie y menos aún de Mikael, quien sin duda alguna, no sería capaz de sobrevivir una experiencia como esa.

Si así de aterrado estaba tan sólo imaginándose que se descubriera su habilidad de exorcizar demonios. ¿Cómo se pondría si alguien llegara a robarle su sacro santa virginidad?

Eli tuvo que ahogar una sonrisa, porque el aura virginal que despedía Mikael, era escandalosa. Ese pobre estaba asustado hasta de tocarse el sexo mientras se duchaba. Claro, si hasta se negó a desvestirse delante de él. No sólo estaba adiestrado para seguir su religión al pie de la letra, sino que además castrado mentalmente y en completa negación de los deseos de su cuerpo.

—Será mejor que dejemos esto para después, —le dijo finalmente, separándose del cuerpo de Mikael.

Sin quitarle los ojos de encima, se alejó del cura, quien no se movía de su sitio. Elí no olvidó tomar la camisa rasgada que quedó olvidada en el suelo y la apretó contra su cuerpo. Tenía ganas de reír a carcajadas, pero se contuvo..

—No hemos terminado Mikael, así que no te hagas ideas. Nos vemos luego.

Y Elí se marchó sin voltear.

+ + +

—Hermano Mikael. ¿Qué sucede contigo?

Tendría que aceptarlo, la pregunta lo sacó de sus profundas cavilaciones. Giró el rostro ligeramente, para prestarle atención a la monjita a su lado, pero sin descuidar el camino.

—No, nada hermana Anunciata. —respondió con fingida calma.

Y se tuvo que detener, porque el remordimiento lo tomó por asalto. Le estaba mintiendo la monjita anciana con la que acababa de dictar una clase acerca de la Biblia. ¿Acaso podía ser más hipócrita? Mikael se hundió en su asiento, deseando desaparecer.

—Andas muy distraído. —insistió la monjita. —¿De verdad te sientes bien?

—Sólo un poco cansado. ¿Por qué la pregunta?

—Porque te has pasado una luz roja, hermano.

Ante estas palabras, Mikael optó por disculparse tímidamente. No se sentía capaz de seguir negando lo evidente. Tendría que poner atención en sus acciones y no dejar que nadie más lo note. Ni sus alumnos en la escuela, ni las hermanas de la congregación, ni los demás hermanos. Nadie debía sospechar si quiera que guardaba un secreto.

—No te ves muy bien, hermano. Estas trabajando muy duro y desvelándote para cuidar al hermano Feliciano.

—Cuidar del hermano Feliciano no es problema. Me he sentido un poco agotado, sí, pero voy a estar bien.

—¿Por qué no nos acompañas a cenar esta velada? A las hermanas les va a gustar mucho saludarte.

Podía negarse, decirle que prefería regresar a su celda y descansar, pero sería mentirle de nuevo. No podía conciliar el sueño, ni recuperar la calma, no luego de los sucesos recientes. Incapaz de faltarle a la verdad, Mikael aceptó la invitación de la hermana Anunciata.

¿Por qué no? Pasar un buen rato en compañía le haría bien. Por lo menos dejaría de pensar en ese sujeto Elí, en sus amenazas y sus avances.

Las hermanas de la congregación, lo recibieron muy animadas. No había tenido oportunidad de compartir con ellas, porque siempre estaba ocupado con sus clases o atendiendo al hermano Feliciano. Las veía en la misa diaria, pero más allá de esos encuentros, no tenían contacto con ninguna de ellas.

La hermana Anunciata estaba a cargo de todas e hizo que se siente a la cabecera de la mesa. Pronto los platos encontraron su camino desde la cocina hasta el comedor, de manos de las monjitas. Apenas todo estuvo listo, ellas le pidieron que bendiga la mesa y pronto empezaron a cenar.

—Hermano Mikael, creo que no conoces todavía a nuestros nuevos miembros. Silvia es nuestra novicia y Manuela es una nueva hermana. Ambas llegaron casi al mismo tiempo que tú

—¡Qué bendición! —intervino Mikael. —Este año la cosecha del Señor ha sido buena.

Ambas hermanas sonrieron animadas, pero fue Manuela quien tomó la palabra a continuación.

—Hermano Mikael, tus palabras, me han dejado anonadada. —exclamó riendo. —Hermana Anunciata. ¿Recuerda lo que conversamos por la mañana? Las palabras del hermano han sido una señal del cielo.

Se hizo un silencio en la mesa, quizá las demás hermanas quedaron tan curiosas como Mikael.

—En efecto, hermana Manuela. Justo me quedé pensando en lo mismo. —continuó Anunciata en tono cómplice.

Mikael las miró a ambas, expectante. No era el único que quería saber a qué se referían. Las demás hermanas cuchichearon suavecito, hasta que fue Anunciata quien le hizo una señal con el rostro a Manuela, para que aplacara la curiosidad de los presentes.

—Si me permiten contarles una historia —empezó Manuela dejando su cuchara sobre la mesa, con mucho cuidado. Su rostro redondo y sus ojos vivaces se llenaron de brillo. —No sé si quieran oírla.

—Por favor, queremos saber. —dijo otra de las monjitas riendo.

—Bien, les contaré entonces la vida de una niña y sus cinco hermanos, allá en una aldea muy pobre en Kenya.

Manuela suspiró hondo, como dándose fuerzas a sí misma para continuar. Anunciata bebió un sorbo de su vaso con agua y le sonrió para animarla.

—Mi madre fue una mujer muy buena. Trabajó muy duro para cuidarnos mientras pudo. Cuando cumplí doce años, ella murió infectada con VIH. El último de mis hermanos, también tenía esa enfermedad a sus cortos dos años.

El silencio se hizo pesado. Ninguno de los presentes en esa mesa se atrevía ni a respirar.

—Me quedé a cargo de mis hermanos, viviendo de la caridad de los vecinos. Hasta que una noche, poco tiempo después de que mi madre nos dejó, nuestra aldea fue atacada por insurgentes.

Ella se detuvo. Sus ojos oscuros parecían perdidos en una brumosa memoria lejana. Apretó sus labios gruesos y sacudió el rostro, como para recordarse a sí misma que era parte del pasado.

—Escapamos entre el caos y las balas, saltando entre los cadáveres de los aldeanos y vecinos que nos dieron de comer durante meses. Llevaba al menor de mis hermanos en la espalda y al resto de ellos colgando de mis manos. Nos detuvimos al alba, con los pies desechos y sin aliento para continuar.

Otra pausa más y Mikael salió del trance en el que las palabras de Manuela los fundieron. Al darle una mirada disimulada al resto de monjas, las encontró sumergidas en esos recuerdos que salían de la boca de quien fue una vez una niña africana, huyendo de insurgentes.

—Mis hermanos y yo conseguimos burlar al dios de la muerte. A mis cortos doce, yo lo conocía bien. Lo vi llegar en busca de mi madre durante una madrugada. Esa noche volvió a bordo de camiones e incendió nuestros hogares, mató a nuestros vecinos. Con mi hermano menor en los brazos, me dije a mí misma: "Imani, hasta ahora sólo conoces al dios de la muerte, pero el dios de la vida se muestra ausente."

—¿Imani? ¿Ese es tu nombre, Manuela? —preguntó una monjita quien parecía no darse cuenta que esas palabras salieron de su boca.

—Es el nombre que me dio mi madre.

—¿Y qué pasó con los niños? —la misma monjita no podía parar de preguntar. Mikael no la culpaba, él también quería saber el resto de la historia.

—Bien, durante días caminamos por la maleza, alejándonos del camino. Hambrientos y desfalleciendo. Levanté mis ojos al cielo una noche y esperaba ver al dios de la muerte venir por nosotros. Pero por la mañana, mi hermana segunda divisó una caravana de desplazados. Esa pobre gente estaba peor que nosotros. Algunos con quemaduras graves, otros con heridas en el cuerpo. El dios que nos estaba observando en ese momento, nos mostró el camino y nos dejó unirnos a la caravana.

Ella tomó un sorbo de agua, chasqueó sus labios gruesos y retomó el relato.

—A mi corta edad, mi única misión era mantener a mis hermanos con vida. Apenas llevábamos un día de camino, cuando un grupo armado nos salió al encuentro. El dios de la muerte no nos daba tregua, pero mis hermanos y yo escapamos confundidos con un grupo de niños despavoridos. Éramos diez y siendo la única mujer me llamaron madre.

Mikael acababa de darse cuenta que había dejado de lado la comida y acababa de poner los codos sobre la mesa, para escucharla con más atención. Avergonzado por ello, regresó las manos a su regazo y continuó escuchando el resto de la historia.

—Una madre vela el sueño de sus hijos y esa noche esperé por el dios de la muerte, para espantarlo si es que decidía aparecer. Esos niños eran mi responsabilidad y los iba a cuidar a toda costa. Por la mañana, caminamos hasta que el hambre y la sed no nos dejaron continuar. Fue cuando el dios de la vida decidió hacerse presente.

—¿Cómo así? ¿Qué pasó?

—Un camión divisó nuestra menuda caravana. Eran un par de hombres y una mujer que nos dijeron darían ayuda. Mis niños se asustaron, porque fue la primera vez que veíamos a gente sin piel. Fue mi primer contacto con gente blanca. —dijo Manuela riendo. —Nunca había visto a nadie con la piel que no fuera oscura, así que se nos hizo extraño ver esos rostros pálidos. Estas personas nos llevaron a su campamento donde en vez de chozas había tiendas de campaña y un símbolo que jamás había visto. Era una cruz, pintada con sangre, pensamos cuando niños. Una mujer tomó al menor de mis hermanos de mis brazos y se lo llevó para atenderlo.

—¿Llegaron a un campamento de la Cruz Roja? —se le escapó a Mikael fascinado con el relato.

—Así es. La gente sin piel, con los ojos del color del cielo, nos acogieron, nos alimentaron y nos dieron un lugar para quedarnos. Sin embargo, menor de mis hermanos no sobrevivió el viaje. El dios de la muerte vino por él, vestido de alba. Esa mañana lo tenía en los brazos y lo vi marcharse cuando rompía el día. Una monjita, sin piel también, me encontró abrazándolo. Ella me lo recibió y lo enterraron en un ladito del campamento, junto con otras cruces de madera. Escribieron su nombre en un libro y rezaron varias oraciones.

—¿El bebé murió entonces? —una de las monjitas se conmovió hasta las lágrimas.

—Era su destino y el mío llegar a ese campamento y conocer a la hermana Manuela. Ella trabajaba en esa misión y cuidaba de todos nosotros. Nos enseñó a leer, a escribir y a conocer a Dios. Me era muy difícil entender la idea de un Dios amoroso, de un libro donde estaban escritos sus mandatos, porque hasta ese momento sólo conocía al dios de la muerte.

Hubo una pausa más y la monjita anterior se secó las lágrimas con una servilleta de papel.

—La hermana Manuela me explicó que es obra de Dios, la vida, la muerte, el día, la noche. Qué Él tiene una misión para todos nosotros y Él quiso que mis hermanos y yo llegáramos al campamento que fue nuestro hogar por varios años. Cuando cumplí dieciséis, la hermana Manuela me recomendó en un hogar en la ciudad más cercana donde fui a trabajar de niñera. El dinero que me daban, me sirvió para ayudar a mis hermanos a ir a la escuela. Trabajé además de mesera, luego limpiando habitaciones en un hotel, para luego ser recepcionista. Visitaba a mis hermanos cada dos semanas y no perdía la misa diaria.

La suavidad de su voz era hipnótica y el acento en sus palabras, delicioso. Mikael se encontró entonces, azorado por el calor del África, imaginándose ese campamento, las calles polvorientas y a una joven Manuela yendo y viniendo en busca de sus hermanos.

—Con el dinero que hacía y la ayuda de Dios, todos mis hermanos, los ocho niños que Él me envió en esa caravana, son ahora gente provecho. Mi hermana segunda es enfermera, mis tres hermanos siguientes son profesores, ingenieros y mecánicos respectivamente. Los niños que Dios me dio para cuidar, todos tienen educación y viven sirviendo al Señor, allá en mi tierra.

—Pero, ¿cuándo fue tu llamado?

—Fue una noche cuando regresaba de la Iglesia rumbo a casa, el dios de la muerte vino a buscarme. Tenía manos gruesas y quería el dinero que no tenía. Me apuñaló dos veces y me abandonó en un callejón.

Un grito ahogado de parte de las presentes interrumpió la historia. Manuela tomó aire y siguió entonces.

—Esa noche, el Dios de la vida vino por mí. Acudió a mi llamado. En esa calle solitaria, una sola persona caminaba rumbo a casa y escuchó mis oraciones. Me llevaron al hospital y cuando la hermana Manuela llegó a verme, se lo dije. El Señor me ha llamado, quiere que sea su sierva. Me ha dejado seguir viviendo, pero quiere que le sirva. —continuó la narradora riendo. —La hermana Manuela se me quedó mirando y me dijo bien claro. "¿Estás segura de ello?

Rieron todos entonces, el ambiente se relajó un poco después de tanta tragedia.

—Nunca voy a olvidar el modo como la hermana Manuela me miró. "De verdad es lo que quieres, Imani." Yo le respondí, "no es lo que yo quiero, es lo Él quiere para mí". Y ella me dijo entonces, serena como la recuerdo, "El Señor siempre elige lo mejor de la cosecha y sin duda este año ha sido buena"

—Entonces así es como te uniste a la congregación. ¡Qué historia tan maravillosa!

—No termina ahí. Cuando salí del hospital, empezó mi travesía, la cual me trajo hasta aquí. Fueron meses en los que el Señor me demostró lo mucho que me ama. Sacó a esa niña africana de las garras de la muerte, de vivir el resto de mi existencia buscándolo sin saber como hallarlo. Encontré mi vocación y supe que era lo que quería para mí. El día qué tomé los hábitos fue uno de los más maravillosos. Esa madrugada, la recuerdo bien, me desperté de un sueño en el cual mi madre y mi hermano me hablaban. La hermana Manuela también apareció en ellos. Le rogué que viniera, mis hermanos le ofrecieron comprarle el pasaje de avión, pero ella se negó. "Estaré contigo en espíritu" me dijo la noche anterior cuando hablamos por teléfono. La ceremonia fue preciosa, a cargo de las hermanas de la congregación, tomé los hábitos, hice mis votos y me ordené como sierva del Señor. Tomé el nombre Manuela ese mismo día, en honor a quien me mostró como llegar el camino del servicio.

—¿Y la hermana Manuela, la original? —Mikael se moriría de curiosidad de no saberlo. Con los codos sobre la mesa de nuevo, tuvo que continuar preguntando. —¿No pudo venir, entonces?

—La hermana Manuela murió esa madrugada, luego de varios meses de enfermedad. Pero ella cumplió su promesa, estuvo conmigo en espíritu, junto con mi madre y mi hermano. Hermano Mikael, tus palabras me recordaron tanto a las de ella. Me llenaron de alegría, además, porque esta mañana conversaba con la hermana Anunciata acerca de como el Señor me hizo recorrer tantas millas, para ponerme en este convento, junto con todos ustedes que me han acogido con tanto amor.

—Hermana Manuela, estamos tan contentos todos de tenerte con nosotros. —intervino la hermana Anunciata. —Así como de que la hermanita Silvia se nos una también. Especialmente cuando cocina tan delicioso. Así que vamos, que se nos enfría la cena.

El resto de la comida transcurrió entre temas de la Biblia y anécdotas de la escuela. Casi al terminar la velada, Mikael recibió una cordial invitación para apoyar a las monjitas en uno de sus muchos ministerios. Así que aceptó encantado la oportunidad de trabajar en un albergue para víctimas de abuso y en otro de rehabilitación de sustancias adictivas.

Bastante relajado se despidió de sus anfitrionas, prometiendo que las acompañaría más seguido a cenar. Regresó entonces a los pasillos silenciosos de su residencia.

Las luces del pasillo estaban encendidas y tenía que aceptar que se sentía algo incómodo sumido en tanta soledad. En momentos como esos extrañaba el seminario. Una de las reglas era caminar siempre de a tres. Decían ahí que, si caminaban de a dos, el pecado sería el tercero.

Al principio Mikael no entendía la razón para esa medida, pero luego le explicaron que dos personas pueden ponerse de acuerdo para pecar. En cambio, de a tres, hay menos probabilidad que se busquen ocultarse de los ojos del resto y sucumban a las tentaciones del maligno.

Así, perdido en sus pensamientos, Mikael se encontró en la puerta del hermano Feliciano. Esa noche la hermana Trinity estaba a cargo de cuidarlo y tan sólo se asomó para ver si ella necesitaba algo. Al hacerlo la puerta crujió y la monjita saltó sobre su asiento.

—Lo siento hermana, no quise asustarla.

—No, no hermano Mikael. ¿Qué cosas dices? No me asustaste, es que estaba leyendo una encíclica y me venció el sueño. ¿Ya es de día?

—No hermana, apenas son las nueve de la noche.

—Ya veo. —respondió ella frotándose su carita arrugada. —El hermano Feliciano ya cenó, ya tomó sus medicinas, así que será mejor que lo dejemos descansar. ¿Ya cenaste Hermano?

—Sí, la hermana Anunciata me invitó a cenar.

—Ya veo. ¿Verdad qué la nueva novicia tiene manos benditas? Cocina delicioso.

—Sí, estuvo todo muy bueno. Pero, hermana será mejor que me quede a cuidar al hermano Feliciano. Usted está muy cansada y...

—¡Ah la juventud siempre tiene energías de sobra! —interrumpió la monjita. —Estoy bien hermano. Tú necesitas descansar también. Ahora que estas jovencito no sientes el tiempo, pero tu cuerpo necesita descanso.

Hubiera querido decirle que lo último que deseaba era regresar a su celda. El sueño le era esquivo y el descanso inalcanzable. Incapaz de contradecirla, se despidió entonces y emprendió la retirada.

De nuevo a los pasillos silenciosos. Regresaría a su celda, sí, pero por breves minutos. Tomaría su toalla y ropa de dormir para ir a darse un buen duchazo. Necesitaba lavar su cuerpo. Luego del ataque recibido, tenía hasta temor de enfrentarse a sus heridas.

Una vez se encontró en el cuarto de baño, le dio la espalda al espejo. Abrió la llave de la ducha y dejó el agua correr. Empezó a liberarse de sus prendas y descubrió que la tela se adhirió a sus heridas. El dolor le hizo retorcerse sobre el lavadero y al levantar los ojos vio su reflejo.

Era peor de lo que pensaba. Cerró los ojos a prisa y volvió a voltearse para evitar seguir mirándose. Abrazándose a sí mismo sintió miedo. Si alguien llegaba a verlo en ese estado, le harían muchas preguntas. ¿Qué iba a responder entonces?

No podía dejar que nadie lo mirara, mucho menos lo volviera a tocar como hizo ese sujeto Elí. Sintiéndose violentado y patético, Mikael ingresó a la ducha, a intentar olvidar todo lo sucedido.

Tenía cuidado al asearse. No podía permitirse ningún tipo de placer. Mientras dejaba que el agua resbalara sobre su cuerpo liso, colocó ambas palmas sobre la pared de la ducha. El agua tibia se sentía bien, el vaho invadió el cuarto de baño y el ambiente se sentía agradable.

Dejaría que el agua lo lavara, el dolor de sus heridas evitaría cualquier amago de placer. No podía tocarse, ni siquiera para asearse, porque temía que las ganas de complacerse lo fueran a atacar.

No lo hacía desde que era un chiquillo despertando a la pubertad. Esa etapa de su vida estuvo marcada por malas experiencias. Se tocaba compulsivamente, bajo las sabanas en su cama. Siempre cerraba los ojos y se moría de miedo de ser descubierto.

"Si te vuelvo a atrapar haciendo eso, vas a ver Mikael. Le diré a tu padre."

La voz de su madre todavía resonaba en su memoria, cargada de reproches. En esos momentos sus amenazas resultaban vacías, porque su padre no llegaba a casa todas las noches. Cuando lo hacía era para pelear con su mamá y marcharse de nuevo.

"Te lo advertí Mikael, te dije que dejaras de tocarte. Eso es sucio, es asqueroso. Voy a poner un fin a esto. Yo te lo advertí."

Debió ponerles atención a sus palabras, porque ella no sólo se lo dijo a su padre. Si no que decidieron ambos, como pareja, que su único hijo había acumulado puntos necesarios para ir a ver a un psiquiatra.

El agua tibia se sentía tan bien, casi como caricias sobre su cuerpo magullado. La suavidad de las gotas sobre su piel, casi tenían el efecto que las manos de Elí le provocaron. Mikael abrió los ojos aterrado. Giró el grifo de agua hacia la izquierda y a toda prisa. Agua fría y tuvo que ahogar un grito. Cayó de rodillas al suelo y se encogió miserable.

El agua dolía, sus gotas se convirtieron en golpes de hielo. Los dientes le castañeteaban, el cuerpo se le iba a acalambrar, pero era lo que merecía, por haberse atrevido a dejar que el deseo se cuele en su mente.

Temblando estiró un brazo para cerrar el grifo de agua y detener su auto castigo. Mikael se arrastró fuera de la ducha, patético y tembloroso. No se sentía con fuerzas ni para levantarse y tomar su toalla de donde la dejó colgada.

Tumbado en el suelo, se encogió de nuevo. Perdió el control de su propio cuerpo tiritando violentamente. Las heridas le ardían más que nunca, pero se merecía todo ese dolor, por ser un pecador.

Elí no abandonaba sus pensamientos. El recuerdo de sus manos sobre su pecho, su aliento envenenándole el oído. Estaba asustado de sí mismo, por permitirse albergar ese recuerdo y negarse a enterrarlo.

—Dios mío ven en mi auxilio. —murmuró miserable retorciéndose en el suelo. Desnudo, mojado y temblando. —Señor... date prisa en socorrerme.

+ + +

—Salgan de una vez. Se van a terminar por hacer daño.

La voz de Elí llegó fuerte y claro a través de la puerta cerrada de su estudio y los pasadizos silenciosos.

—No lo voy a repetir, Sam, Robin. Puedo sentir la presencia de los dos. Así que dejen los juegos.

—¡Mientes Elí! No es cierto. —gritó Samantha irrumpiendo en el estudio en penumbras. —Robin tiene razón, eres un tramposo.

—Sé bien lo que piensa Robin, puedo leerles la mente a los dos. ¿Ya lo olvidaron? Y no miento, puedo sentirlos a una milla, como si fueran dos elefantes desplazándose entre vitrinas de vidrio.

—No es cierto. Mis barreras mentales...

—Son como las que se les ponen a los niños para que no se caigan por las escaleras, Sam. Aunque Robin, tengo que felicitarte, por un momento perdí tu rastro. Estás mejorando, muchacho.

El mellizo más tímido se sonrojó apenas y agradeció en su mente. Sus pensamientos eran complicados de seguir, pero Elí estaba acostumbrado a ellos. En cambio, Samantha, hervía de ira y acababa de proferir un par de gruesos insultos, sin tener que usar su voz para lanzarlos.

Elí no necesitaba levantar la mirada de las páginas que garabateaba con su caligrafía apretada. Sabía bien donde se encontraba cada uno de los miembros de su equipo, dentro de la casa. Los mellizos no estaban en la cama, a pesar de lo avanzada de la noche.

No necesitaba preguntarles a donde iban, la respuesta la obtuvo de sus mentes. Samantha intentó pelear contra él, pero no era rival. Robin en cambio logró que se perdiera en la espiral de pensamientos que se revolvía en su cabeza. Con sacarle la información a Sam era suficiente, porque el hermano la seguía como un animal adiestrado.

—Y ya qué están aquí. ¿Por qué no hacen algo útil y acomodan esos libros en el estante?—Sugirió Elí sin prestarles atención.

Robin siendo tan dócil, tomó un ejemplar de sobre el pupitre enorme de Elí y se fue a cumplir la orden.

—¡Qué no! No Elí. No somos tus sirvientes.

—Entonces regresen a la cama. Mañana tienen escuela.

—Robin no puede dormir, tuvo pesadillas de nuevo.

—Nabanita le preparó un té para que pudiera dormir tranquilo. Si no lo hubieras echado al inodoro, Sam, tu hermano estaría descansando tranquilo.

La pelirroja retrocedió ofendida por la acusación. No podía mentirle a quien la leía como libro abierto, con todo e ilustraciones. Robin tomó otro libro y se estiró para colocarlo en lo alto de un estante.

—Ella no... Recién ha llegado. No puedo dejar que le dé a Robin esas hierbas raras. Se puede enfermar...

—Vamos Sam, regresa a dormir o ayuda a tu hermano.

—Yo sólo quiero lo mejor para mi hermano, Elí.

—No he dicho que no lo hagas. Nabanita no va a intentar nada en su contra. Le diré que te prepare uno mañana para que tú también duermas.

—Tú deberías tomar de esas hierbas, pero a galones. Nunca duermes. Además, deberías andar con cuidado Elí. Yo que tú no tomaría ningún té que venga de esa mujer.

Elí la ignoró por completo, pero ella no había terminado aún.

—Eres un bobo. No te has dado cuenta que te tiene ganas, Elí. Cada vez que te mira, esos ojos tan grandes que tiene se le salen de la cara. Todos nos hemos dado cuenta, menos tú.

—Robin, llévate a tu hermana. Tanto desvelarse le hizo daño.

—No tenemos sueño. Íbamos a la cocina por algo de tomar y...

—Puedo leer tu mente, Sam. Hasta tus más recónditos secretos...—la interrumpió Elí con tono severo. —Iban a salir cuando tienen prohibido hacerlo.

Robin dejó caer el libro en sus manos y se encogió en su sitio. Samantha retrocedió al verse descubierta. Elí no mentía, sus barreras mentales no servían para nada. Tanto practicar para no dejar que nadie invada sus pensamientos, había sido por gusto.

—Queremos hablar con Raven Jack. —confesó rendida. Era la verdad, necesitaban hablar con él, porque los sueños de Robin los mantenían despiertos a ambos.

—Lo sé, pero él no quiere ser perturbado y tienen que respetar su decisión.

—Raven Jack puede ayudar a mi hermano, Elí. Tiene que ayudarlo...

—Lo hará cuando esté listo, Samantha. Y ustedes dos no tienen permiso para salir de la casa de noche y sin compañía.

—Entonces ven con nosotros, Elí. Robin necesita...

—Descansar, regresen a dormir los dos. —de un golpe Elí cerró el libro que escribía sin mirar a los mellizos. —Robin, me quedaré contigo esta noche. Mañana vas a beber lo que te de Nabanita, no más excusas.

No hubo más protestas. Los mellizos se rindieron entonces y fueron escoltados escaleras arriba por Eli quien iba tras ellos.

En el descanso de la escalera, Sam se detuvo. Desde la ventana que daba al enorme terreno que rodeaba la casa, se podía ver el tipi que construyó Raven Jack. No quedaba demasiado lejos de la puerta, pero Elí no permitía que se aventuraran en la noche y sus espectros.

Nunca a solas.

Samantha sin decir una palabra, se retiró a su habitación. Robin dejó que Elí lo acompañara y tomara una silla para acomodarla al lado de su cama.

—No estoy enojado con ella. —le respondió al silencio de Robin. —pero no puedo permitir que ambos se expongan al peligro.

El muchacho pelirrojo se acomodó en su cama y cerró los ojos entonces. Sus pensamientos eran como alambres de púas. Cuando más se internaba en ellos, más lastimado terminaba. Elí apagó la luz de la lámpara sobre el velador y sólo la luna quedó iluminando la habitación.

Robin no tardaría en dormirse, porque intentaba adormecerlo manipulando su mente. Si podía conseguir plantar memorias falsas, aunque sea durante las horas de sueño, lograría que el muchacho descanse un poco.

Los mellizos estaban conectados por sus propias mentes. Samantha se comunicaba con Robin a través de pensamientos. Pero ella no era lo suficientemente fuerte para aplacar la tormenta que asolaba a su hermano.

Elí cerró los ojos, navegando entre la tempestad dentro de Robin. Imágenes dantescas, combinadas con la infancia de ambos, conseguían que perdiera su concentración. La voz de Samantha se confundía con las de las memorias de Robin.

Monstruos, sombras, voces estridentes. El pelirrojo estaba haciéndolo caer en una de sus pesadillas. Elí se encontró a sí mismo en la casa de los mellizos. Paredes sucias de humedad, agrietadas y descascaradas. Ropa en el suelo, basura por doquier. Al final de un pasillo una puerta abierta.

Al dar un paso las puertas aparecieron de entre las paredes con un rugido de animal herido. Mucha oscuridad y voces sacudiendo el piso. Dibujos en los muros, cada uno más escalofriante que el otro. Crayones rojos, crayones negros.

Gritos.

Las puertas se agitaron. Los muros respiraban. Los niños dibujados en las paredes gritaban y corrieron a esconderse aterrados.

Elí siguió avanzando, encerrado en el laberinto de pesadilla. Las puertas lloraban y sus lágrimas inundaban el suelo. Escuchó el sonido de pasos a sus espaldas y al girar una sombra oscura, sin rostro se acercaba a él.

Dejó que lo atravesara y que avanzara hacia la última puerta. Elí siguió sus pasos mojados, las paredes aullaban de miedo. Los niños en las paredes se cubrían los ojos y gritaban aterrados.

El líquido en el suelo se volvió espeso. A Elí se le hizo difícil caminar. Arrastrándose entre la marea de sangre, alcanzó a asomarse tras la última puerta. Tenía que llegar a donde estaba esa sombra, alcanzarla aunque no pudiera tocarla.

La encontró en la habitación, encorvada sobre el cuerpo de un niño. Tenía que ser fuerte, era una pesadilla. Elí corrió hacia la sombra, para apartarla del cadáver que pretendía devorar. La boca llena de dientes, le sonrió macabra.

—Elí. —le dijo. —Elí, he venido por ti.

Abrió los ojos sobresaltado. Sudaba frío y estuvo a punto de caerse de la silla al despertar de la pesadilla. Le tomó un momento reponerse y que su corazón regresara al ritmo normal. Sobre la cama, Robin dormía apacible, libre de terrores.

Entonces Elí se levantó. Consiguió traspasar la pesadilla de Robin a su propia mente. Ahora no iba a poder encontrar descanso. Dejó la silla en su sitio y abandonó la habitación del muchacho pelirrojo.

Cerró la puerta tras él, temblando ligeramente. El pasillo era el mismo, la disposición de las puertas también. Elí regresó a su habitación, perturbado por las imágenes en su mente. El resto de su equipo de trabajo dormía plácidamente. Podía sentirlos descansando, sumidos en un profundo sueño.

Esa noche no correría con la misma suerte. Quizá regresaría a su estudio, a seguir matando el tiempo. También podía acostarse en la cama y con los ojos abiertos, contemplar sus propias pesadillas, una y otra vez.

Apretó el amuleto en su pecho, sintiendo que se le hundía en la carme y el dolor le hizo bien. Cerró la puerta de su habitación y decidió buscar el modo de aplacarse a sí mismo.


Gracias todos por leer. Les comparto una imagen que me regaló Nicolás Caicedo. Un lindo art de como ve a los protas de la historia.

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