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II

—¡Maldito chupa cirios de mierda!

Azotó la puerta, entró dando trancazos y se dirigió derechito a su despacio. Qué nadie se atreviera a molestarlo. Renegando todo el camino, porque el labio no dejaba de dolerle, Elí se internó dentro de su despacho.

—¡Maldito muelas de burro! Debí dejar que se ahogue. Pero es mi culpa, me lo merezco por meterme donde no me llaman.

Elí se tumbó sobre la silla de madera que perteneció a uno de sus ancestros, para acabar de rumiar el coraje que traía. El enorme escritorio cubierto de papeles y libros en torre, tenía la apariencia de una fortaleza donde gustaba ir a esconderse. Respiró hondo un par de veces y se frotó el labio herido con el pulgar.

La rabia que sentía no se disipaba, todo lo contrario. Tan sólo recordar la cara de imbécil de ese sujeto, le entraban ganas de regresar y caerle encima a puñetazos. Sólo intentaba salvarlo, se estaba ahogando el cabrón y así le pagaba.

De repente y sólo de repente, existía una remota posibilidad de que él, Elí tuviera algo de culpa en todo eso. Bueno, entró sin permiso y se paseó por casa ajena hasta que encontró al idiota de Mikael en su pieza. Pero era culpa de Mikael por dejarlo hablando solo.

¡Grosero! Eso era lo que era. ¡Cobarde además!

Además, lo único que quería era una respuesta, pero ni eso fue capaz de darle el curita.

Ahora bien, pensándolo con detenimiento, el tal Mikael estaba aterrado, pero de sí mismo. Ese pobre imbécil. Elí suspiró hondo dejando que su lado racional aflore y empiece a tejer teorías, mientras que su dedo seguía abriendo la herida. No era difícil darse cuenta del miedo que tenía el curita ese. Pero a ¿qué? Su instinto le decía que Mikael ocultaba algo más y no iba a descansar hasta descubrirlo.

Ya se lo había dicho al curita, esto recién empezaba.

Elí tomó un cuaderno donde solía apuntarlo todo. Las imágenes que vio dentro de la mente de Mikael, tenía que traducirlas a letras. En un futuro le podían ser de utilidad.

Empezó a escribir a prisa con su caligrafía cual huellas de garrapata, pero así él mismo se entendía. Las escenas se recreaban en su mente, una vez más, como una película gastada y hasta podía sentir la angustia de Mikael en su propio cuerpo. Elí tuvo que detenerse, el dolor en la mano izquierda hizo que soltara el bolígrafo. Aquella presión familiar en el pecho volvió y con la mano derecha buscó entre sus ropas el amuleto que llevaba colgado al cuello.

Se quedó en silencio unos segundos. Abrazándose a sí mismo, intentando alejar aquella sensación que asfixiaba. Silencio en la habitación, la presión se disipó y pudo volver a respirar con normalidad.

Elí respiró hondo, pero la paz le duró poco. Cuchicheos tras la puerta no tardaron en dejarse oír, junto con el sonido de pasos acallados y alguien incluso se apoyó tras la madera de la entrada, para escuchar mejor lo que sucedía dentro.

«Está de mal humor otra vez.»

«Shh, no hables tan alto, nos puede oír.»

«Cállense y déjenlo en paz. Dejen que se enfríe y se le pase la cólera.»

«Yo no sabía que había salido. ¿Qué pasó?»

«¿Cómo quieres qué sepa? ¿No viste que entró corriendo sin hablar con nadie?»

«¿Acaso no eres vidente o eso?»

«Basta ya, que nos va a escuchar.»

Elí se llevó las manos a las sienes, intentando vencer la rabia que acababa de regresar a toda prisa. No iba a descargarse contra los fisgones tras la puerta, pero le resultaba muy difícil calmarse con todos ellos cuchicheando afuera.

Fue Maya quien llegó a restablecer la paz allá afuera. No necesitaba verla, podía sentir su presencia a través de la puerta. Hizo que el resto de su equipo de investigación se retirara en silencio y ella se quedó esperando que la dejara entrar.

—Adelante Maya, la puerta está abierta.

Ella lo hizo, despacio como era su costumbre. No tenía que decírselo, Maya sabía que algo le sucedía, podía sentir su angustia, su miedo y sin duda que tenía una herida en la boca, porque sus manos arrugadas le buscaron la cara a Elí y le acariciaron el labio.

—Estoy preparando un té de hierbas. Pronto va a estar listo. Traeré un poco para ti, Elí.

Para ese momento, Elí trataba con todas sus fuerzas de contenerse. Quería ponerse a patalear de la rabia y de la angustia que todavía se escondía en el fondo de su pecho. Maya le acarició el cabello oscuro como la noche y lo hizo recostarse sobre su pecho.

—Tenías razón, pero eso ya lo sabes Maya.

—¿Quisieras contármelo Elí? ¿Cómo es ese ángel?

— Es un idiota, Maya.

La anciana rio ante su comentario, sin dejar de acariciarle el cabello.

—Es en serio. No sé qué te da tanta risa. Aunque tenías razón como siempre. Tal como lo predijiste, lo encontré en la puerta de la iglesia. Hizo un exorcismo a plena luz del día, nada menos.

Sin duda fue algo fascinante. No era la primera vez que presenciaba una expulsión de ese tipo, pero el modo como sucedió fue lo que más le llamó la atención.

—Mikael no tenía puesta la indumentaria que se estila. Ya sabes, la estola morada, el crucifijo, el agua bendita, nada. No alcancé a ver el ritual que hizo, si es que hizo algo de eso. Sólo vi cuando la entidad escapaba y se perdía en el bosque.

Envuelta en el silencio que la caracterizaba, Maya tomó asiento. Toda su atención puesta en su interlocutor, como hacía siempre, desde que se conocieron una fecha ya lejana. Elí le iba ilustrando con palabras, la experiencia que tuvo y ella podía recrearlas en su mente, con suma claridad.

Elí daba vueltas por la habitación, como un niño que le cuenta a su abuela sus aventuras en la escuela. Aunque a veces se apuraba, tropezaba con sus propias palabras, se permitía aquellos pequeños deslices solo con ella.

—Por eso me llamó tanto la atención, porque pude sentir la presencia demoniaca y la de Mikael, bastante fuerte, además. Estaba solo en la iglesia, no quedaba nadie dentro. No sentí ninguna otra presencia, Maya.

—¿Estaba solo? Siempre pensé que se necesitaba más de uno para luchar contra los demonios.

Maya era quien lo escuchaba sin importar lo que tuviera que decir. Podía además sentir la ansiedad escapándosele al relato que le iba a contando.

—¡Lo sé! Por eso es que me resultó tan sorprendente. Estaba solo, sin cruz en la mano, estola, biblia, nada. Pero eso no acaba ahí Maya. Cuando le pregunté como hizo eso, tú sabes, expulsó al ente de esa iglesia, se asustó más por mi pregunta, que por lo que acababa de hacer. Lo negó todo.

Maya se quedó pensativa. Iba a decir algo, pero se abstuvo, en cambio Elí no pudo detenerse.

—Así que fui a buscarlo para que me respondiera. Lo encontré en su cuarto, rezando en el suelo. ¿Y sabes algo? Esa energía que tiene, la pude sentir desde afuera de la habitación. Es más, me fue fácil encontrarlo porque sólo tuve que seguir su rastro.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Maya en franca curiosidad.

—Pues le volví a preguntar. Mikael empezó a actuar como si no supiera de lo que hablaba. Pero sucedió algo. Algo que fue quizá el mejor descubrimiento de todo. Entré en su mente, pude ver su pasado Maya. Tal y como sospechas, desde niño sufre acoso. Lo vi todo, su habitación, pude sentir el olor pestilente, la angustia, el terror, el sonido de las alas del infierno. La oscuridad Maya, aquella tan honda que sientes que te traga.

Entonces se quedaron en silencio por un momento solemne. La anciana se llevó ambas manos al pecho y luego las regresó a su regazo. No necesitaban palabras, ella entendía perfectamente la situación sin necesidad de que se lo explicara con más detalle. Maya podía percibirlo, no necesitaba decírselo.

De pronto un sonido potente del otro lado de la puerta se dejó oír. Los fisgones estaban de vuelta y a decir verdad, nunca se fueron muy lejos. Aparentemente el silencio dentro de la habitación los alarmó lo suficiente, como para pegar la oreja contra la puerta. Con lo cual, acababan de delatarse.

—¡Entren de una vez! No sé a quién quieren engañar. —vociferó Elí, sintiendo como la rabia le regresaba a prisa.

Los cuchicheos no se hicieron esperar y pronto el rostro penitente de Nita, fue el primero que apareció tras la puerta.

—Lo siento mucho, intenté detenerlos, pero no me hicieron caso.

Fue la disculpa sincera del miembro más reciente de su equipo de investigación. Nabanita, era su nombre y tras ella apareció una parte del grupo de curiosos.

—Estábamos preocupados, por eso nos quedamos afuera. —anunció Samantha jalando la manga de la polera de su mellizo Robin. —¿Verdad que sí?

El mellizo sólo asintió, pero regresó sus ojos al suelo.

—Vine porque vi a estos dos escabullirse hasta acá. —añadió Morgan con su consabida cámara de video en la mano y señalando a los hermanos. —Ni me interesa el asunto. Es más, ya me iba.

—¡No mientas, Morgan! —le reclamó Samantha apuntándolo con un dedo.—Tú fuiste el primero en venir a ver qué pasaba. ¿Sí o no Robin?

—Basta ya, si tanto querían saberlo, pues nada, no me pasa nada. Todo está bien. No hay nada aquí que sea de su interés. Ya pueden regresar a ocuparse de sus asuntos.

Fue la respuesta que obtuvieron de Elí, menos cortante de la que esperaban. Lo cual no consiguió más que incendiar las sospechas del equipo de fisgones.

De nuevo el silencio en la habitación. Las palabras de Elí cayeron en saco vacío. Nadie le creyó, todos estaban bien al tanto de que algo estaba sucediendo y no se irían sin saber la verdad. Ninguno de los recién llegados hizo un esfuerzo por disimularlo.

—Pero si no pasó nada, ¿por qué estás enojado? ¿y qué te pasó en la cara? ¿te peleaste con alguien? ¿Quién te pudo hacer algo así Elí? —Samantha no se detendría hasta sacarle el relleno completo. Lo atosigaría con preguntas y acabaría enojándose con ella.

—No seas impertinente, muchacha. — intervino Nita y la reacción de Samantha no se haría esperar.

—Discúlpame por preocuparme por Elí, no sabía que no podía hacerlo. — fue el contrataque de parte de la adolescente quien no sabía cuándo detenerse. —Mira, tú mejor no te metas en lo que no sabes. Me preocupo por él, porque Elí es como nuestro hermano mayor. Tú no sabes nada porque recién llegas y mejor cállate y no seas impertinente...

—Suficiente. Si quieren saber se los diré. —lo que fuera con tal que esas dos no empezaran a pelearse de pronto. No era que necesitaran una excusa para hacerlo, simplemente, Elí no toleraba esas riñas. —Si dejan las puyas para cuando estén solas.

—Es tu culpa Elí, ya te lo dije amigo, mujeres juntas ni difuntas. Las traes locas, eso es... —Morgan nunca perdía la oportunidad de echarle leña a la hoguera.

Algún día se quemaría en la pira que gustaba alimentar, claro que Elí gustoso lo lanzaría, de cabeza. Resoplando irritado, tuvo que intentar obviar el comentario malintencionado que lanzó su compañero de equipo y el profundo rubor de las dos mujeres en disputa.

—Cierra el hocico, Morgan. Y ya que quieren saber, sepan que fui tras una entidad bastante fuerte y que hace días estuve sintiendo.

La expresión de los presentes se tornó sombría, excepto la de Morgan, quien se acomodó contra la pared, con la cámara en la mano y su usual expresión de indiferencia.

—¿Por qué no nos dijiste? —reclamó Samantha agitando los brazos. —Siempre nos dices que no actuemos por nuestra cuenta y tú eres el primero en...

—Por qué a diferencia de ustedes dos, yo sé lo que hago. —fue la respuesta cortante de Elí.

Samantha quiso decir algo más, pero un tirón en la manga de su ropa la detuvo. Su hermano menor negó con la cabeza y ella sólo hizo un mohín, para cruzar los brazos enojada.

—Estoy de acuerdo con Sam. —fue el turno de Morgan de tomar la posta con los reclamos. —¿Por qué carajo no avisas? Hubiera ido contigo y podido conseguir evidencia visual. Exactamente lo que necesitamos para ponerla en toda nuestra maldita página web y que nos revienten el correo con contratos para programas de televisión y películas y...

—Y esa es la razón porque opté por no decir nada e ir a investigar por mi cuenta.

Con ello bastó para callarle la boca a Morgan, por lo menos por un rato. Elí no estaba jugando, de haberles participado al resto del equipo, lo hubieran arruinado todo con sus preguntas. Lo había decidido, Mikael era algo que no iba a compartirles, no.

Otro silencio incomodo, dónde la respiración de todos los presentes era el único sonido. Nadie se atrevió a continuar las protestas. Elí los terminaría largando a todos y seguro sólo se verían las caras a la hora de la cena, donde harían las paces.

De repente.

—El agua está hirviendo. —anunció Maya levantándose pesadamente de su silla.

Despacio y descalza como le gustaba andar, se desplazó entre los presentes sin tropezar con ninguno de ellos. Nita siempre estiraba sus manos para asistirla, en caso que Maya necesitara ayuda para encontrar su camino en las tinieblas en las que estaba sumida. A veces, cuando Nita conseguía asirla, Maya le sonreía. Otras veces le tomaba la mano y se la llevaba consigo. Terminaban ambas conversando en la cocina, con una taza de té en medio.

—Voy con usted Maya. Tengo un té muy bueno que me enviaron mis padres. —anunció Nita, yendo tras los pasos de la anciana ciega.

—Prepararemos una taza para todos, entonces. Vamos, vamos.

Maya se alejó sonriendo y el resto del equipo la siguió, aunque a regañadientes. Incluso Morgan quien perdió el interés en la conversación. Elí acababa de tomar de sobre su escritorio un bolígrafo y ahora se concentraba en ignorarlos a todos.

Cerraron la puerta al partir y por fin pudo estar solo de nuevo como tanto ansiaba. Necesitaba acabar de ordenar sus ideas y planear su siguiente movimiento. Elí dejó la escritura a un lado, entre los garabatos que acababa de plantar sobre los renglones de su cuaderno, un conjunto de letras era quizá lo único legible.

Mikael.

+++

El padre Feliciano seguía en cama, recuperándose todavía. Pasó la noche bastante bien, pero dada su avanzada edad necesitaba atención profesional. Una enfermera lo visitaba dos veces al día para asegurarse que tome sus medicinas. Mikael acababa de acompañarla a la puerta y la dejó partir.

De nuevo se encontró a solas consigo mismo en los pasillos de la casa parroquial.

Todavía era temprano, casi las diez de la mañana, según el reloj de su muñeca. Así que bien podía volver al lado del anciano enfermo y repasar la clase que tenía que dar. Desechó la idea de inmediato, porque era mejor dejar que el padre Feliciano descanse sin interrupciones.

Lo mejor era ir a la escuela de una vez y esperar en un aula vacía.

Mikael pasó por su pieza y tomó los libros y notas que tenía preparadas para la clase. Cuando lo trasladaron a esa parroquia, fue para que poco a poco tome el puesto del anciano sacerdote.

El padre Feliciano, ya no contaba con fuerzas suficientes para seguir enseñando, a pesar de que él pensara lo contrario. Mikael aceptó sin chistar la clase que le asignaron, ciencias naturales y para su buena fortuna, los alumnos se adaptaron a la transición bastante bien.

Los niños de escuela eran una bendición. Bastante despiertos y llenos de preguntas e inquietudes. No llevaba ni un par de meses dictando la clase y ya estaba conversando con el resto de tutores acerca de abrir un taller después de clases, para poder responder todo lo que los pequeños querían saber.

La creación era uno de los temas recurrentes de su clase. Sus estudiantes querían saber como Dios creó el mundo en tan sólo siete días, pero los libros de ciencias hablaban de evolución y explosiones cósmicas.

Tan sólo recordar sus rostros curiosos, le hacía sonreír. Así que, con los libros en la mano, se dirigió hacia el edificio contiguo, que era la escuela.

La brisa tibia de un soleado día de primavera acabó de despabilarlo. A pesar de que el tiempo estaba muy bueno, el cielo despejado y azul, las aves cantando y todo, Mikael estaba exhausto. La noche anterior no pudo conciliar el sueño. Pesadilla, tras pesadilla. La mañana llegó y lo encontró arrodillado en el suelo, cubierto de sudor, rezando y rezando.

Todavía faltaba una hora para que comenzaran sus clases, pero le hacía falta escuchar bulla para que no lo venza el cansancio. La casa parroquial era muy silenciosa, en cambio la escuela siempre reventaba de risas infantiles.

Cuando niño asistió a una escuela pública y no fue la mejor experiencia de su vida. Siempre fue muy tímido y tenía esa apariencia de debilucho que lo hacía blanco fácil de los abusivos de la clase. Además del hecho que tenía problemas crónicos para dormir, hacía que los maestros los regañen cuando terminaba con la cara sobre el pupitre y roncando entre clases.

Pero todo eso había quedado atrás. Ahora era un educador, a cargo de una clase con treinta alumnos ávidos de conocimiento. Tenía que dar lo mejor de sí, así que sacudió la cabeza para alejar toda pesadilla remanente.

Con su rosario de madera en la mano, iba repasando las cuentas mientras caminaba hacia el aula vacía donde esperaría a sus pupilos. ¿Qué preguntas le harían? Seguro querrían que dibuje en la pizarra, como solía hacer, para que ellos entendieran mejor. Por supuesto que les daría gusto, luego de clase tomaría unos minutos para resolver todas sus dudas acerca de lo que ellos quisieran.

Una ráfaga helada lo golpeó por la espalda e hizo que se detuviera en seco. Aquella sensación de nuevo, la misma que no lo dejaba descansar y se empeñaba en quitarle la paz. Una sombra oscura pasó flotando, la pudo percibir con el rabillo del ojo. Las solía confundir con pájaros negros, pero con el tiempo supo que no era nada así de benigno.

Apretó el rosario, otra sombra más se unió a la anterior y pudo sentir más acercándose.

No ahora, no en la escuela, pensó. Muy quieto, intentó tranquilizarse. Podía volver a la casa parroquial y a su celda. Todavía tenía tiempo.

Pero la campana que indicaba el cambio de periodo de clases le destempló los oídos. Mikael se sobresaltó en medio del pasillo. Paralizado por un momento, tuvo que recuperar su compostura a pedazos. Sudaba frío y con terror vio como las puertas de las aulas se abrían y de estas brotaban estudiantes. Sus voces se mezclaban con los zumbidos de alas que producían esas sombras presentes, escondiéndose entre los niños que conversaban ensimismados.

Mikael reaccionó entonces y armado de valor avanzó hacia las sombras. Tenía que alejarlas de esos niños inocentes. Resultó su plan, mientras avanzaba por el pasillo ocupado, podía sentirlas acercarse a él, intentando alcanzarlo.

A pasos largos, sorteando a los estudiantes que lo saludaban al pasar, llegó al aula vacía, a la que se dirigía en un principio.

Apenas si pudo cerrar la puerta tras él, antes de caer de rodillas. El salón se cubrió de oscuridad. Los vidrios de las ventanas se sacudían amenazando con hacerse añicos, como si algo invisible los golpeara desde fuera. Los pupitres de los alumnos rebotaban furiosos contra el suelo. Mikael tomó su rosario y levantó el rostro, pero no alcanzó a ver más allá de la densa penumbra.

Su nombre, escuchó su nombre entre las vibraciones de las ventanas, el ruido de los pupitres alejándose y golpeando la pared. Eran mil voces desencajadas llamándolo por su nombre, zumbando a su alrededor.

La pestilencia vaporosa que traía esa oscuridad le provocó arcadas. A duras penas intentó levantarse, pero una fuerza ajena se adelantó a sus deseos. De pronto se encontró en el aire y volando hacia la pizarra empotrada a sus espaldas.

El golpe fue tremendo. Por un momento pensó que perdería el conocimiento, pero Mikael no podía permitírselo. Abrió los ojos, a pesar de estar aterrado y sus labios clamaron por Dios.

Las voces arreciaron, la fuerza que lo sujetaba contra la pared se hizo más fuerte. Entonces su propia voz se deshizo dentro de su garganta. La presión en el pecho crecía tanto, que le costaba respirar y los latidos de su corazón se dispararon dolorosamente.

Mi...ka...el...

Quiso gritar, pero la fuerza no le alcanzaba. Sus pies acababan de abandonar el suelo y estaba suspendido contra la pared. Sus brazos separados, una de sus manos apretando su rosario con desesperación y él sin poder moverse.

Las miles de voces gritaron sobre su rostro un rugido de animal salvaje. La presión sobre su garganta estaba por partirle el cuello y con los ojos cerrados, Mikael intentó liberarse de aquella fuerza oscura, pero le era imposible.

Estaba asustado, las oraciones de sus labios desaparecieron y su mente se convirtió en un caos.

Los pensamientos se le diluían, las fuerzas lo abandonaban. Aquellas miles de voces rugían sobre su rostro. Hablaban algunas, en distintos idiomas. Otras decían su nombre. Todas en conjunto formaban un coro espeluznante, de sonidos destemplados.

—El señor es mi refugio...tú eres mi fortaleza... El Dios en que confío.

Una voz en el fondo de su mente se resistía a dejarse acallar por aquella oscuridad. Mikael no podía estar seguro de dónde provenía, pero se convirtió en un minúsculo rayo de luz, dentro de aquel abismo de oscuridad.

— Su verdad es mi escudo y mi baluarte. No temo al terror de la noche...

La pared se hundía tras su espalda. La fuerza lo empujaba dentro, iba a tragarlo, engullirlo entero.

— Ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las sombras.

Un rugido más potente que los anteriores, hizo las cuatro paredes temblar. Mikael se forzó a abrir los ojos y era una bestia de fauces de sombra la que tenía encima.

— No tendré más que abrir bien los ojos para ver a los impíos recibir su merecido. Puesto al Señor como mi refugio, al Altísimo como mi protección...

Una luz invadió el ambiente y lo cegó por completo. Las voces desaparecieron, las sombras huyeron por las ventanas abiertas.

El suelo recibió el peso muerto de su cuerpo. Mikael se fue de bruces, sin energía suficiente como para amortiguar la caída. El corazón se le iba a salir de su sitio, los oídos le zumbaban, un dolor de cabeza le oprimía las sienes.

Respiraba agitado, intentó incorporarse, pero sus piernas no colaboraban.

—No lo intentes, estás muy débil. —una voz a su lado lo hizo sobresaltarse.

Alguien lo ayudó a levantarse y lo tomó en sus brazos. Era uno de sus estudiantes, seguro. Porque era un cuerpo pequeño quien lo sostenía.

—Estoy bien, sólo fue un desmayo...Estoy bien...

—Desmayo mi culo, ve a contarle mentiras a tus ovejas, curita.

¡Esa voz! Mikael intentó soltarse de las manos que lo asían, pero le fue imposible.

—¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo entraste? ¿Qué quieres aquí?

La garganta seca, las palabras abandonaban sus labios sin medir su magnitud, ni consecuencias. Acababa de reconocer esa voz como la de aquel sujeto, el del día anterior, ese que apareció de quien sabe dónde. Ahí estaba, tal y como lo temía, todo vestido de negro y arrastrándolo hacia uno de los pupitres de sus alumnos.

¿Cuánto tiempo había pasado? Los estudiantes llegarían pronto. Los pupitres estaban arrimados hacia el fondo de la habitación. Incluso su propio escritorio estaba fuera de su sitio y los libros que traía estaban tirados en una esquina.

—Tengo que dar una clase, los niños van a venir pronto. Tienes que irte. —fue casi una súplica, pero no esperaba que fuera a dar resultado.

Aquel sujeto, Elí dijo que se llamaba, lo miraba con esos ojos intensos que le decían bien claro que no se iba a mover de su sitio. Mikael se asió con fuerza de las solapas de la ropa de Elí e intentó imponerse, sin conseguirlo.

—Haré que te arresten por ingresar a una escuela sin permiso. No tienes nada que hacer aquí, así que vete.

—¿No qué la mentira es un pecado? —fue el comentario lleno de sarcasmo que ese sujeto le escupió en la cara. —Además tú eres lo que yo tengo que hacer aquí, curita. Lo vi todo y si no quieres que la policía y toda tu escuela se entere que tú y yo estábamos acá, solos en esta aula a la hora de clases...

—¡No te atreverías!

—¿No? No sé, con todos los escándalos que la iglesia católica tiene encima... tú sabes... una raya más al tigre no le hace nada. ¿No?

—¡Vete de una vez!

—También les puedo contar que estuvimos en tu celda, a solas y me mordiste la boca, Mikael. Creo que eso sonaría mucho mejor.

—Es una mentira y lo sabes.

—Pues estamos a mano. Tú te empeñas en mentirme en mi cara, cuando yo vi bien cuando expulsaste a ese demonio en la puerta de la iglesia y cuando ahorita estabas peleando contra uno. No estoy ciego, ni loco, tampoco mudo. Si digo que tú y yo tenemos algo, haré que me crean.

Mikael se quedó en silencio. No supo que hacer, ni que más pensar. Intentó buscar en los ojos verdes de Elí algo de compasión hacia él, pero no halló nada. ¿Ese sujeto sería capaz de mentir de ese modo sólo para perjudicarlo? Por supuesto que lo haría, sin dudarlo si quiera.

—Entonces, ¿cómo va a ser, curita? —insistió el tal Elí. —La decisión es tuya.

Elí todavía lo tenía en sus brazos y lo primero que hizo Mikael, fue liberarse. Se puso de pie y se tambaleó para alejarse de ese sujeto de manos enguantadas, quien intentó alcanzarlo. Retrocedió todo lo que pudo, con la cabeza a punto de reventarle, el corazón acelerado, el sudor helado escurriéndose por su espalda y los labios sellados.

Necesitaba cierta distancia para evaluar sus posibilidades. Si traía a la policía, podría denunciar a ese tipo de invadir su privacidad de su hogar y de su centro de trabajo. Lo arrestarían de inmediato y los cargos que le imputarían, seguro lo mantenían lejos por un buen tiempo.

Pero claro, Elí no iba a caer sin pelear. Seguro lo acusaría de lo que ya había dicho. De quedarse a solas en el aula, de estar a solas en su celda y... Pero, ¿a quién le creerían? Si abrían una investigación... ¿Entonces qué haría? Podía seguir ocultando la verdad, diría que no sabía por qué ese sujeto lo estaba acosando.

Pero en realidad, sí sabía la razón. Sólo que no quería aceptarla.

—Verás curita, no tengo mucha paciencia y el tiempo se te acaba.

Elí se levantó de su sitio y se dirigió hacia la puerta. Mikael entonces se sobresaltó de nuevo. Recién se percataba que la ropa de aquel sujeto estaba rasgada, como si alguien se la hubiera intentado arrancar.

—Apenas cruce esta puerta, voy a hacer exactamente lo que te estas imaginando. —le dijo Elí con una media sonrisa. —por cierto, no te has dado cuenta, pero no es buena idea que recibas a tus alumnos en esas fachas. —le señaló.

Mikael ahogó un grito al ver el estado de su ropa, tan rasgada como la de Elí. La cruz que colgaba de su pecho estaba ausente. La camisa que traía puesta hecha trizas y recién se percataba del ardor que tenía alrededor del cuello.

Alcanzó a mirar su propio pecho y encontró heridas abiertas.

—Ven conmigo. —dijo Elí retrocediendo sobre sus pasos. —te voy a llevar a tu cuarto para que te cambies o lo que quieras hacer. —y extendió una mano enguantada para ayudarlo a caminar.

—No. —fue la respuesta cortante de Mikael. —No será necesario. Estoy bien.

No era un buen mentiroso. Vio a Elí rodar los ojos y hasta lo oyó balbucear un insulto hacia su persona. Pero Mikael no se amilanó e intentó recuperar la cruz que quedó sobre el suelo. Sólo que apenas lo intentó, cayó de rodillas.

—Sabes que serías un excelente Papa. Ya que te gusta besar el piso. —Elí llegó a su lado para auxiliarlo y su mano extendida era demasiado tentadora para dejarla pasar. —Vamos curita, te llevaré a tu cuarto para que te cambies de ropa. Aprovecha ahora que no hay nadie en el pasillo y no nos van a ver.

Mikael se tragó una negativa, junto con lo poquito de orgullo que tenía y aceptó la mano abierta de aquel intruso. No tenía más alternativa que aceptar su ayuda. En el estado que se encontraba, le sería difícil dar una explicación. Quizá era mejor idea colaborar con ese sujeto, por el momento.

—Y deberías ponerte a dieta. Pesas demasiado, Mikael.

Fue Elí quien lo dejó apoyarse contra su cuerpo y le ayudó a desplazarse por el pasillo. Uno de sus pies se negaba a sostenerlo y cojeando no iba a llegar muy lejos. Más asustado por ser descubierto, que por el enfrentamiento que acababa de tener con un demonio, Mikael aceptó la ayuda de ese sujeto entrometido.

No estaba seguro de la magnitud del lío en el que se estaba metiendo, pero tenía la sensación de que no iba a salir bien librado.

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