Capítulo 46. ADN
Ninguna de las puertas aún cerradas se movió ante el intento de los sujetos por abrirlas. Era lógico: lo que había al otro lado de cada una de ellas aún no debía ser revelado. Lo extraño es que quedaban tres puertas para dos exámenes —aunque tan solo faltaba un domingo en el mes.
—¿Habéis conseguido algo? —dijo Víctor, quien acababa de llegar junto con Sergio.
—Nada de nada —refunfuñó Miriam, harta de merodear por una zona que no hacía más que traerle malos recuerdos— ¿Podemos irnos ya?
—Por mí podemos irnos ya a la habitación —Fer bostezó discretamente tras la propuesta.
—Pero bueno, ¿ya tienes sueño? —respondió Víctor, sorprendido.
—Pues hombre, un poco... Pero da igual, que si tenéis alguna propuesta más me quedo.
La realidad era que las opciones donde investigar se iban reduciendo: no les quedaba ningún sitio sospechoso que revisar. Blanca, quien no hacía más que darle vueltas a su memoria, estaba empezando a enfadarse consigo misma: estaba segura de que había un lugar que se le estaba escapando. Y entonces, tras estrujar al máximo su cerebro...
—¡Ah, esperad!
Todos dirigieron sus miradas a ella.
—En algún lugar vi una puerta cerrada.
—Pues di dónde, chica —contestó Victor, expectante—. ¿No te acuerdas?
—Eh... ¿En el coto de caza, quizá? Sí, fue allí, estoy segura —mencionó, feliz por haberse acordado de ello—. Me había olvidado hasta ahora, si es que soy idiota.
—¿No la revisaste en su momento? —cuestionó Sergio— Raro en ti.
—No estaba como para cotillear una puerta que sabía que no iba a moverse, sobretodo si estaba Bea persiguiéndome. ¿O estaba buscando a Irene en ese momento? No me acuerdo, pero vaya, el caso es que por ahí hay una puerta.
—¿Te acuerdas más o menos de dónde estaba? El recinto es enorme —dijo Miriam, quien se irritó con solo con pensar en el gran esfuerzo que sería buscar aquella puerta sin ninguna pista.
—Creo que en la pared izquierda, más o menos por la mitad más lejana a la entrada.
La médica asintió y se dio la vuelta para observar el portón entreabierto del coto de caza. El resto de sus compañeros hizo lo mismo, dispuestos a volver a ese desagradable lugar en busca de la hipotética puerta de la que Blanca hablaba.
—Pues habrá que ir, supongo —terminó diciendo, dando un paso al frente.
Afortunadamente, Blanca estaba —más o menos— en lo cierto, y solo tuvieron que caminar unos diez minutos para lograr divisar aquella puerta, la cual estaba prácticamente mimetizada con el ambiente gracias a estar pintada del color de la pared. Fue el pequeño pomo de plástico negro lo que les permitió darse cuenta de su presencia.
—Joder, esta puerta tiene pinta de tener más años que mi abuela —murmuró Sergio mientras la recorría con la mirada.
Razón no le faltaba: la pintura estaba ligeramente desconchada y su mediocridad chocaba en comparación con la estética del resto de Apeiro. Tan solo era una puerta de acero común y corriente, como la que podía encontrarse en un edificio común. Víctor se acercó para tratar de girar el pomo.
—Cerrada.
—Anda, qué sorpresa —contestó Miriam, con ironía—. Supongo que solo será la típica sala de contadores.
—Apeiro no es tan cutre —recordó Fer, quien sospechaba que algo importante se hallaba al otro lado.
—A menos que quieran serlo a propósito —pensó Sergio en voz alta—. Si no se abre nos va a hacer falta una llave: mirad la cerradura en el pomo.
—Llave, dice —Miriam se acercó a inspeccionar el pomo y a palpar la superficie de la puerta— La puerta es bastante endeble.
La joven dio unos pasos atrás y pidió a sus cuatro compañeros que se alejasen un poco. Tras comprobar que tenía espacio, se dispuso a dar unas sorprendentes patadas a la zona más cercana al pomo con una considerable fuerza. Cada golpe hacía ver la barrera más y más débil: la pintura se estaba agrietando y el metal se abollaba. Finalmente un último toque reventó la cerradura permitiendo que la puerta se abriese estruendosamente.
—Pues sí que han sido cutres con esta puerta —contestó tras ver la eficacia de sus patadas.
Atónitos, el resto de sujetos se volvió a acercar con la mirada fija en la derrotada puerta.
—No me miréis así, ya os dije en su momento que llevaba años en Taekwondo —dijo con una sonrisa, orgullosa de haber sido útil y de haber podido liberado un poco de estrés—. Soy segundo Dan y todo.
—No, si no hace falta que lo recuerdes —respondió Sergio, tan sorprendido como el resto—. Es que puesto en práctica sorprende más.
—Sí, pero, ¿qué es un segundo Dan? —preguntó Víctor.
—Es el... Mira, te lo explico luego, que no es momento.
Miriam abrió la puerta para revelar un oscuro y mugriento pasillo. Con un gesto, la joven invitó a los demás a acercarse. A un par de metros se apreciaba un interruptor que encendió las luces LED que colgaban del techo hasta una esquina que podía verse más adelante.
—Esto podría ser perfectamente el camino al garaje de mi comunidad —dijo Víctor, pendiente al suelo mientras se adentraba—. Como vea una araña...
—Dudo que haya arañas aquí, tranquilo —respondió Fer, realmente igual de asqueado que el resto por el pésimo ambiente del lugar.
Irónicamente, todos sintieron aquel largo conducto como un respiro a la tecnología futurista de Apeiro, como si hubiesen vuelto a sus vidas normales y corrientes. La habitación que se hallaba al final era igual de ordinaria: cuadrada, considerablemente grande pero llena de polvo, con paredes de cemento a las que estaban adheridas una serie de estanterías y muebles de madera vieja, y con una silla de oficina barata frente a una pequeña mesa sobre la que se dejaba ver un ordenador de los años noventa.
—Blanca, tú que eres física, ¿es posible retroceder en el tiempo? —preguntó Víctor, perturbado por lo que estaba viendo.
—Eh... ¿Por?
—Porque parece que hemos viajado al sótano mugriento de un señor gamer que aún vive con su madre, y viniendo de Apeiro no me sorprendería.
—La verdad, sí que da asco —Miriam tenía una leve expresión de disgusto en su rostro—. Pero dudo que esto esté aquí por nada.
—Pues claro que no —contestó Sergio, quien se acercó a aquel escritorio y buscó el botón de encendido de la torre junto al ordenador— Qué puto asco... Hay polvo en todas partes.
Mientras el estadista encendía el dispositivo, Fer y Víctor se acercaron a uno de los estantes. Una serie de pequeños objetos perfectamente alineados se alcanzaban a ver en el centro del tablón de madera. El alemán se dispuso a coger uno de estos cacharros e inspeccionarlo, extrañándose en cuanto leyó la etiqueta que había pegada sobre él.
—¿Qué ocurre? —preguntó Miriam mientras se acercaba a ellos.
—Aquí hay unos pendrives. Y tienen nuestros nombres escritos de mala gana en una pegatina.
—¿Cómo? —la joven se acercó para verlo con sus propios ojos.
En efecto, eran cinco los USB que yacían sobre el estante. Cada uno de ellos tenía escrito el nombre de uno de los sujetos que quedaban con vida, y el color de cada uno de ellos parecía coincidir con el sector de cada persona. Mientras Fer le enseñaba el pendrive de Sergio a Miriam, Víctor seguía mirando la estantería.
—Mirad esto...
El ingeniero mostró unas extrañas marcas intercaladas entre los cinco objetos. La capa de polvo de la sala era tan gruesa que se hacía obvio que en algún punto hubo otros cuatro pendrives sobre el estante, y al habérselos llevado dejaron una silueta sin polvo en el lugar.
—No jodas, esto está hecho a propósito —dijo Víctor con una sonrisa. Le parecía tan patético que era imposible que fuese un error por parte de Apeiro.
—Voy a suponer que se han ido llevando los pendrives de los eliminados —la teoría de Miriam parecía convincente.
—¿Eso significa que también tenían uno para Irene? —preguntó Fer.
—O para Silvia —respondió a Miriam, pensativa—. No sabemos cuál de las dos es la que sobra desde el punto de vista de Apeiro.
—El caso es que los nueve que hemos pisado este sitio tenemos un cacharro de estos —aclaró el pelinegro, tratando de buscar una explicación a lo que estaban presenciando—. ¿Qué serán?
Miriam se volteó para señalar el ya encendido ordenador que Sergio estaba manejando.
—No creo que nos hayan puesto pendrives y un ordenador en la misma sala por nada.
Fer se acercó para enseñarle a Sergio memoria externa que llevaba su nombre. Si bien tanto él como Blanca estaban atentos a la conversación que los otros estaban teniendo, la mayor parte de su concentración se la estaba llevando el arrancar el ordenador, que había mostrado un par de pantallas de error en el proceso.
—Pues a ver, el ordenador funciona, ya deberíais poder meterlo en el puerto USB sin que el ordenador explote —informó Sergio mientras se limpiaba las manos de polvo.
—¿Seguro que quieres que pongamos el tuyo? —preguntó Víctor, preocupado por alguna razón.
—¿Mi qué?
—Tu pendrive, coño.
—¿Qué va a pasarme? Va a explotarme la cabeza por conectar un cacharro con mi nombre al ordenador? —Sergio agarró dispositivo de la mano de Fer y lo conectó sin pensarlo los veces, aunque lo metió del revés en el primer intento. Siempre le pasaba igual.
—Tiene pinta de que van a ser archivos personales de cada uno, quizá hay algo que no quieres que veamos.
—Me da un poco igual, la verdad —dijo mientras esperaba que los archivos apareciesen en la pantalla—. Si veo algo que no quiero que leáis, pues lo quito.
El pelinegro asintió y esperó a que algo sucediese. La lentitud del ordenador hacía notar sus años de antigüedad, pero tampoco estaban para quejarse si Apeiro había decidido regalarles información extra. Porque si estaba oculta —más o menos—, es que era importante, ¿no?
Una carpeta apareció en el escritorio: "Δ-334". Sergio miró el código de su sudadera.
—Ese soy yo.
Deslizó el ratón sobre aquella figura y pulsó sin más dilación. La carpeta contenía dos archivos sin nombre: uno de texto y un PDF. Dado que nadie alzó la voz, Sergio pulsó el primero que se le ocurrió, y ese fue el PDF.
Un largo documento se cargó en la pantalla. Cuando Sergio pudo darse cuenta, ya tenía delante un detallado informe de 241 páginas con información sobre él. La primera página lo dejaba claro: tras la foto que adjuntó a su formulario de admisión se podía leer "Banco de información del Proyecto Theos: Sergio Espinosa Rodríguez".
Tan solo por asegurarse, se dispuso a revisar las páginas que iban a continuación. Un índice de varias páginas de longitud se abrió: nacimiento, infancia, gustos, debilidades... incluso secretos. Esa gente sabía absolutamente todo sobre él, y no necesitaba leerlo todo para creérselo. Simplemente cerró el documento y lo movió a la papelera, asegurándose después de que se borraba.
—Uy. Pues sí, sí que me conocen.
—¿Para qué lo borras? —preguntó Blanca— Está claro que tienen una copia.
—Para que vosotros no leáis, obviamente. Deberíais hacer lo mismo si no queréis que se revelen cosas que no queréis que se sepan, pero bueno —el joven descansó la vista de la parpadeante pantalla por la que estaba navegando antes de continuar—. Ahora el otro. No creo que pueda ser peor, ¿no?
Este archivo tardó considerablemente más en cargar, por lo que imaginaron que tenía un tamaño sospechosamente grande. ¿Tanto como para ser solo texto? Los minutos pasaban y nada sucedía.
—¿Seguro que el ordenador no ha petado? —dijo Miriam.
—A ver, el puntero del ratón sigue moviéndose, así que diría que no.
Tras unos cinco minutos, el archivo se abrió. Cinco míseros minutos para... una pantalla llena de letras mayúsculas escritas sin ton ni son. Algo le pareció extraño a Sergio en todo esto, así que no apartó la mirada de la pantalla y procedió a deslizar hacia abajo en busca de algo interesante. Fue entonces, tras meditar qué podrían significar aquellas letras, cuando se dio cuenta de lo que era. Para entonces, Fer y Miriam ya estaban petrificados.
—Es ADN —murmuró esta última.
—¡Joder, es verdad! —exclamó Blanca.
—No puede ser... —dijo Víctor, ojiplático—. ¿En qué momento lo han sacado?
—Pelo, piel muerta, uñas, saliva... —enumeró Miriam— Hay muchas formas, pero... Dios mío, ¿para qué lo quieren?
—Lo que me sorprende es que hayan podido hacer copias exactas con tan solo lo que hemos desprendido durante el tiempo que hemos pasado aquí —destacó el genetista.
—Es Apeiro —recordó la física, aún observando fijamente la secuencia de letras—, ¿de verdad te sorprendes a estas alturas?
—Lamentablemente, sí.
Sergio continuó bajando filas de letras mientras se hacía la misma pregunta.
—A mí lo que me sorprende es que hayan podido cargar todo esto en un ordenador tan roñoso, debería ser imposible. ¿Y por qué coño nos enseñarían esto?
—Me puedo hacer una idea —anunció el pelinegro mientras se rascaba la barbilla—. ¿Cómo de posible sería que esto sea una pista del próximo examen?
Los demás se pararon a pensar la validez de aquella teoría. Sentido tenía, cuanto menos.
—Pero no entiendo cómo puede influir nuestro ADN en un maldito examen —Miriam estaba confusa, aunque le veía lógica a la idea de Sergio.
—Bueno, a ver, el ADN no lo sé, pero, ¿y la información? Pueden jugar a que nos traicionemos partiendo de los secretos de cada uno.
—Eso sería... cruel —farfulló Blanca.
Mientras que a ella no le preocupaba que ninguno de sus secretos fuese revelado, temía por los demás: sobretodo por los de Víctor y Fer. La cantidad de problemas que podría traer una filtración en masa del lado oculto de cada uno de ellos era, cuanto menos, alarmante.
—No hablemos de crueldad, cosas peores hemos visto —alegó Fer, intentando no hacer memoria de las atrocidades que habían vivido.
—Además —añadió Sergio—, teniendo en cuenta que cada examen es más bruto que los anteriores... no nos espera nada agradable este domingo.
Blanca suspiró. Si lo sucedido el anterior domingo fue traumatizante, prefería no imaginar qué sería de ella en unos días.
—Bueno... —dijo, cabizbaja— Dudo que me espere algo más desagradable que tener que matar a mi amiga.
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