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Capítulo 36. Punto de quiebre

La líder de sector pidió explicaciones antes de hacer cualquier movimiento. Pero no había demasiado que decir: la razón de la huida —bueno, del intento de huida— era clara.

—No aguantamos más, Delta —confesó el joven alemán con el corazón a mil y la cabeza baja, al frente del equipo.

Su superior no dio respuesta directa. Estaba más decepcionada de lo que se podría haber imaginado antes de dar comienzo al proyecto. No pensó que algo así ocurriría en Apeiro.

—¿Sois conscientes del error que habéis cometido? ¿Se puede saber cómo habéis salido? —preguntaba sin parar, justo antes de fijar su mirada en el arma de Víctor— Dios mío, ¿y de dónde coño habéis sacado la pistola?

—La he construido yo —admitió avergonzado. Ya no parecía hacerle tanta gracia haber tenido aquella gran idea.

Delta se echó las manos a la cara.

—No, si se nota que competentes sois. Ningún grupo de sujetos en la historia de Apeiro se había atrevido a tanto como vosotros.

—Pues ya me jodería quedarme sentada esperando mi muerte —rechistó Bea entre sollozos—. Delta, quiero irme de aquí.

—No podéis. No puedo permitir que os vayáis. Lo siento.

—¡Mentira! —gritó sin pensar Blanca con un rostro empapado en lágrimas— ¡No lo sientes! ¡Eres una mentirosa, no te importamos lo más mínimo!

—Eso no es verdad. Sois importantes para mí.

—Lo somos para la empresa, no para ti. ¡Por favor, deja de mentir!

—Blanca, para.

—No sin que sepas que eres un monstruo. Tú y todos los que trabajáis para esta mierda de lugar.

Tras aquellas palabras, Blanca volvió a su llanto silencioso. Miriam pudo notar un rostro extraño en Delta, pero los nervios no la dejaron analizarlo. Aunque llevase en silencio la mayor parte del escape, ella estaba igual de aterrada del resto. Si la cosa seguía así, ella sería la siguiente en dejar aquel mundo. 26 puntos no daban para mucho más.

Un pitido interrumpió la situación en la que se encontraban, uno similar al que indicaba a los sujetos que su puntuación había bajado. Más de uno —Miriam incluida— miraron como acto reflejo su muñeca, pero el sonido realmente no venía de ellos, sino de Delta. Con tranquilidad, esta alzó su muñeca y centró su mirada en su brazalete. Si su expresión ya era un cuadro, empeoró al volver a poner el brazo en su sitio.

Miriam notó que Delta observaba a Irene en silencio. Y ella también pareció darse cuenta, porque negó con la cabeza y se secó las lágrimas para poder hablar.

—¿Qué pasa...?

La científica exhaló con intranquilidad y giró su cabeza a sus dos acompañantes.

—Lleváosla al sector Sigma.

Mientras que el rostro de Irene se descompuso y los dos guardas dieron un paso al frente mientras alzaban sus armas, el resto liberó un grito casi al unísono.

—¡¿Por qué ella?! —preguntó un histérico Fer.

—Órdenes de Sigma —contestó una notablemente decepcionada Delta. Algo andaba mal en sus ánimos, pero Miriam no sabía el qué.

—Por favor, no... Yo... —Irene no pudo hacer más que retroceder un paso tras otro, intentando alejarse de los casi automatizados guardas.

Víctor alzó su extravagante cañón de Gauss para apuntar al pecho de uno de los guardas. Blanca y Fer se pusieron entre su compañera y los trabajadores, a lo que Miriam finalmente se sumó. Las armas de los dos atacantes no tardaron ni un segundo en apuntar hacia el suelo, justo bajo los pies de los tres chicos. Lo que salió del cañón no fue una bala. Es más, no salió nada. Tan solo pudo oírse un fuerte estruendo y en la superficie que pisaban apareció una colosal grieta que los agitó hasta casi perder el equilibrio. Miriam pudo sentir una fuerte —pero afortunadamente inofensiva— onda de choque en sus pies.

Aquel arma era mucho más fuerte que la que Víctor llevaba, y cuando el joven se dio cuenta prefirió rendirse por mucho que le doliese. Ninguno de los trabajadores frenaron, sino que siguieron caminando en dirección a las tres chicas. A pesar de haberse resistido, estas también terminaron por retirarse. Miriam no podía hacer más que sentirlo por Irene, pero lo que pudiese pasarle si la disparaban con aquel par de armas la aterraba.

¿Eso era todo para ella? ¿De verdad todo acabaría apenas cuatro días después de su aparición? Tenía poco tiempo para pensar y quizá lo que tenía en mente era demasiado arriesgado, pero no quería permitir que una persona más muriese. Su número era bajo, muy cercano al 0. Ella tenía menos que dar a Apeiro, eso seguro. Era hora de hacer por fin algo por el grupo.

Sin pararse demasiado a replantearse sus actos, Miriam se dio la vuelta y empujó a Irene en dirección contraria a los guardas. Acto seguido se situó entre estos y la joven que, con una mirada confundida y estresada, observaba la escena mientras retrocedía lentamente.

—¡Corre! ¡Corre al mar y nada a tierra firme!

—P... ¡Pero no sé dónde está Formentera!

Sergio alzó la mirada. Tardó segundos en poder dar una respuesta: justo el tiempo que le tomó localizar la estrella polar.

—Nada en la dirección a la que Miriam te ha empujado. Por la dirección que tomó el metro, diría algo más al norte de Formentera: probablemente de día podríamos divisar alguna isla en la distancia, pero no hay suficiente luz. Si eres capaz de aguantar un par de horas de nado llegarás sin problemas.

Mientras todos se sorprendían por la inesperada ayuda de Sergio, Irene decidió recomponerse y tener esperanza. Su corazón latía a mil por hora. La única forma de escapar era la que Miriam proponía. Posiblemente estaría siendo egoísta al aceptar su sacrificio, pero... no quería morir allí. Entonces corrió lejos.

—¡Si consigo salir viva volveré a por vosotros! —gritó entre lágrimas. Sus nervios estaban a punto de hacerle perder la fuerza en las piernas, pero no podía detenerse.

La joven de flequillo blanco ni siquiera se atrevió a mirar atrás. Delta observaba la escena sin mediar palabra. Los guardas no se dignaron a disparar, tan solo apuntaban desde la distancia. Estaban esperando órdenes de la líder.

—¿Delta? —preguntó uno de ellos, extrañado por su silencio.

—No hace falta. Morirá de hipotermia o ahogada. Mandaré un equipo de inspección marítima cuando acabemos con esto.

Irene desapareció en la oscuridad de aquella noche cerrada, tan solo iluminada por la luz de una luna parcialmente llena y las estrellas que salpicaban su alrededor. A pesar de que aquel era el cielo más majestuoso que habían visto en sus vidas, ninguno de ellos tenían ni ganas ni fuerzas para contemplarlo.

Se salvó de puro milagro, porque Delta no quiso que la quitasen de en medio. Al menos había conseguido que Irene huyese, y con un poco de suerte lograría sobrevivir. ¿Realmente Sergio le había dicho la verdad?

Miriam se planteó si hacer lo mismo era buena idea. Probablemente ahí sí dispararían. No era lo mismo perder un sujeto que había llegado tarde que perder a todos los participantes del proyecto. Daba igual. Su destino era, probablemente, permanecer en Apeiro. Era más justo que huyese alguien que nunca firmó por estar allí.

—Nadie se irá con vosotros —dijo Víctor muy seriamente, aún con el arma entre sus manos.

—Vale —contestó con frialdad—. Volvamos entonces al complejo.

La facilidad con la que la líder aceptó confundió a los chicos. ¿Era una victoria para ellos? La situación se complicaba más y más por día que pasaban en Apeiro. Escoltados por los guardas, los seis jóvenes fueron llevados de vuelta a sus residencias. Delta no castigó a ninguno de ellos por interponerse, algo muy extraño en ella. Cualquier imperfección en cualquiera de ellos estaba castigada con una penalización, ¿por qué ahora no?

Volvieron al complejo Theos poco antes de las 4:30 de la madrugada. Delta se fue en cuanto entraron todos, pero dejó a sus dos escoltas vigilando el recinto principal por si acaso se les ocurría otra locura. Lo primero que hicieron fue confiscar el arma de Víctor.

No había sueño. El grupo se sentó en la solitaria y oscura cantina para charlar mientras cogían un poco el sueño. Blanca encargó cinco vasos de chocolate caliente —y uno de agua para Sergio.

—Bien hecho, Miriam —le dijo con una sonrisa mientras dejaba las bebidas sobre la mesa—. Y tú también, Sergio. Si Dios quiere... Irene podrá salir de aquí. Y con suerte vendrá a por nosotros.

—No sé yo —interrumpió Sergio con su característico pesimismo—. Yo no tengo ni idea de la distancia que hemos recorrido en metro, solo sé que fuimos rectos desde el puerto. He dicho dos horas, pero quizá son cuatro o cinco.

—Algo es algo—contestó la chica de gafas redondas—. Creo que es suficiente con que no muera bajo este maldito techo. Nosotros ya estamos malditos, nosotros decidimos venir aquí. Ella no, merecía salir y contar lo que nos hacían. Ni siquiera tenía brazalete.

—Sigo sin comprender por qué la trajeron —dijo Bea, cabizbaja—. No competía en nuestra misma liga, no tenía número.

—Tendría algún propósito que no descubriremos porque torcimos los planes de Apeiro —argumentó Fer mientras sorbía la bebida.

—¿Sería importante en el próximo examen? —propuso Miriam— De ser así, no sé qué va a ser de nosotros el domingo.

—No nos han dado pista alguna esta vez —recordó Sergio—. A ciegas de nuevo, como en el laberinto.

—Olé —soltó con sarcasmo Víctor, apoyando su cansada cabeza en la mesa—. Creo que me voy a dormir, ¿os importa?

Solo contestó Blanca.

—¿Te acompaño? Yo también voy a irme ya.

—Vale —respondió con un tono más feliz del que había empleado antes.

Tras una rápida despedida, ambos salieron del lugar con los vasos de leche entre las manos. A Miriam le estaba empezando a dar pereza que esos dos pasasen tanto tiempo a solas. Era un poco descarado.

Y no era la única.

—Allí van una vez más —dijo el matemático con un suspiro—. Son novios, ¿no?

—Ni lo sé ni me importa —refunfuñó Bea.

—Uy, parece que alguien está celosa..

—No es eso —contestó apartando la mirada—. Solo me cansa que solo quieran estar a solas. Hay más gente aquí además de ellos.

—¿Qué más te da? —respondió Fer arqueando una ceja. Era raro que dijese eso, sobretodo porque parecía igual de molesto que el resto.

—Vamos a ver... Blanca se hizo mi mejor amiga cuando llegamos aquí. Ahora me está empezando a dejar de lado por él. Solo es eso.

—¿Cómo que mejores amigas si os conocéis de hace menos de un mes?

—Sergio, que seas un psicópata sin sentimientos no es mi problema. Me refiero a que es con quien más congenié aquí, ¿vale?

—Pero no está bien que les pongas mala cara —dijo el alemán—. Eres muy poco discreta, y no es la primera vez que lo haces.

—Tú no estás para hablar cuando te molestan tanto como a mí. Ahora no vengas de digno, ¿eh?

Miriam suspiró en su mente. ¿Acababan de ver a Irene tirarse al mar y ahora discutían por una pareja?

—Yo solo opino, no quiero producir malos rollos.

—¡Pues ya ves que los consigues, chico!

—No voy a discutir —admitió Fer para a continuación levantarse y caminar en dirección a la puerta con seriedad.

Antes de salir, Bea murmuró algo que nadie se esperó pero todos oyeron.

—Eso, vete a llorar porque Víctor no te hace ni puto caso.

Fer frenó y alzó su cabeza, sorprendido por el innecesario comentario. La médica se esperaba la peor reacción por su parte... pero sorprendentemente tan solo continuó su camino unos segundos después. Bea no levantó la mirada. El resto no dijo absolutamente nada.

Menos Sergio.

—¡Así que es verdad, Fer quiere a Víctor! ¿Nos han traído aquí para matarnos o para ligar? Cada día lo tengo menos claro.

Miriam se cansó del ambiente. No había conocido personas más infantiles que las que había en aquel lugar.

—Paso, me voy.

—Pero... ¡Miriam, espera...! —dijo Bea. Parecía arrepentida.

—No. La próxima vez piénsate mejor lo que dices de tus supuestos amigos. Luego no te extrañes cuando te dejen de lado.

Tal y como dijo aquel comentario, se fue por la misma puerta que el resto. Bea y Sergio quedaron a solas. No era la mejor combinación que dejar sin vigilancia, pero a Miriam le daba lo mismo. Que se apañasen ellos.

Cada día, sus ganas de luchar disminuían. Al igual que su número, al igual que el número de personas, al igual que los días que quedaban para un nuevo examen, probablemente mucho más arriesgado que los dos anteriores.

Se acercaba un nuevo peligro que no sabía si podría superar.

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