
Capítulo 29. Realidad o ficción
El día que su carta indicaba había llegado. Una invitación a las instalaciones de Apeiro: la compañía científica más avanzada de España y probablemente del planeta, según su minimalista web, había invitado a alguien como ella a sus instalaciones. A una chica de segundo de carrera de ingeniería informática. Algo olía mal en todo ese asunto.
Irene necesitaba dinero, y participar en el proyecto que la organización mencionaba solucionaría sus problemas, pero... ¿Realmente necesitaba ese dinero para seguir viviendo? No, probablemente no. Sacrificar un mes de su valioso tiempo de vacaciones, encerrada con siete personas desconocidas, en un lugar del que no terminaba de fiarse... sonaba poco atractivo, cuanto menos.
— —— —
—Papá, la carta que dijiste que llegó a mi nombre es una oferta de trabajo.
Aquel hombre, bajo y algo rechoncho, apartó la vista del televisor y se volteó para mirar a su hija.
—¿Cómo? —dijo con un rostro confundido, antes de alargar su mano para agarrar las gafas de leer— A ver, trae. ¿Mandaste al final los currículum?
—No. Por eso me ha extrañado, además no conozco a la compañía que me ha contactado. ¿Te suena a ti?
La frente del padre se arrugó y negó ligeramente con la cabeza.
—Ni idea, cielo, sabes que yo de tecnología... Igualmente, será algún engaño.
—Pero saben quién soy.
—Tus datos básicos pueden cogerlos cualquiera —aclaró, mientras le devolvía el papel a la joven—. No estaré yo acostumbrado a estas mentiras...
—¿Entonces no me apunto?
—No sé, haz lo que veas, pero a mí no me huele bien. Infórmate si quieres, pero ni se te ocurra firmar nada sin que esté yo delante. Ten cuidado con los contratos, que te la lían muy fácilmente. Investiga bien quiénes son y a qué se dedican.
—Vale...
— —— —
Recordó el consejo de su padre antes de firmar el contrato que se le ofreció al acceder a la web como una de los ocho destinatarios de la oferta. Ni siquiera se lo enseñó, simplemente cerró el navegador y se puso a otra cosa. El dinero podría salir de otros lugares, como un supermercado o una tienda de ropa. No había que perder un mes lejos de casa, haciendo cosas de científico. Para eso ya tenía todo el curso que le venía encima en unos meses.
Pudo terminar el segundo año como una de las mejores de su clase —tal y como sucedió también en el primero—, pero le costó una buena porción de salud mental. Estaba orgullosa de sí misma, y por ello pensaba que merecía un buen descanso. Pero aun así... Quería saber más.
Irene se encontraba de camino al lugar donde se la citó en la carta: la carretera de un pueblo cercano a la capital de Formentera, donde ella vivía. Sonaría mucho peor si no fuese porque ya había estado por aquella zona: era medianamente concurrida y por lo menos no era un callejón mugriento y oscuro; de hecho, era la carretera principal del pueblo —una bastante pequeña debido a las proporciones de la población en sí, pero menos daba una piedra—. El olor a sal y el distante sonido de las olas hacía saber a Irene que no estaba muy lejos de la concurrida playa a la que todos los residentes de Formentera iban en los meses de calor. ¿De verdad una compañía hecha y derecha haría algo a ocho adolescentes en un lugar así?
La mejor amiga de la rubia estaba con ella. Obviamente no iría sola a otro pueblo en el que igual la esperaban unos secuestradores. Ya le dijo que probablemente sería una empresa timándola en cuanto a cantidades o logros, pero no una mafia como Irene lo pintaba. Igualmente, la curiosidad las venció y ambas acudieron al lugar para ver qué se cocía. ¿Qué tendría razón, la paranoia de Irene o el escepticismo de Claudia?
—Debería ser el aparcamiento al otro lado de la rotonda.
—Uf... Yo estoy empezando a cansarme. El bus nos ha dejado demasiado lejos.
—Tampoco era para tanto. En fin, no tendrías que haber venido. Si es que estás anémica perdida —rió Irene—. Pero porfa, démonos prisa que quedan unos minutos para la hora.
—Cuidado que te la contagio por graciosa —la otra joven puso ojos en blanco—. Y yo más no puedo correr, pero hago el esfuerzo. Vaya carrera me estás haciendo dar en pleno junio, coño. De aquí nos vamos darnos un baño, ¿eh?
Un coche frenó a su lado y bajó la ventanilla. Las dos chicas pararon para acercarse a una amable mujer de pelo ondulado azabache que las llamaba con la mano.
—Perdonad cielos, ¿sabéis qué camino hay que coger para bajar a la playa? Es que no soy de por aquí y no hay manera de encontrarla, vaya...
Menudo momento para preguntar. Irene soltó un ligero suspiro que tanto su amiga como la mujer notaron.
—¡Ay! Si tenéis prisa no pasa nada, ¿eh?
—No, no —dijo Irene con vergüenza al darse cuenta de que había sido demasiado descarada—. No se preocupe, no tenemos prisa.
—Irene, si quieres yo le echo una mano. Ve tú y ahora te alcanzo.
La joven asintió con una sonrisa. Le recordó dónde la esperaría y se adelantó a paso ligero mientras su compañera y el coche platicaban. Ahora estaba sola, de camino a donde estaba destinada a ir desde que Apeiro le echó el ojo. Que su amiga la acompañara sirvió de poco al final: todo estaba controlado para que saliese como se había planeado.
El parking era tal y como lo imaginaba. No estaba vacío: varios coches estaban aparcados y más de una persona se encontraba aparcando o simplemente paseando por sus alrededores. Un pequeño bus plateado con un infinito grabado en ambos laterales del vehículo se hacía ver entre el resto de vehículos familiares, bastante más convencionales y pequeños. Al darse cuenta de que probablemente sería el transporte que la organización había mencionado en la carta —probablemente no, debía serlo dado el logo grabado en el bus—, Irene disimuladamente caminó hasta camuflarse entre unos árboles más allá del asfalto del parking o de la acera. Hora de analizar el escenario.
Una, dos, tres... Siete personas, si no había contado mal, esperaban frente las puertas del bus. Una joven muy mona de pelo corto castaño, un chico de pelo negro, otro rubio y más alto, una pelirroja y uno de piel más morena y pelo castaño. Ellos estaban en corro, hablando. Dos de ellos estaban más apartados: una chica de pelo negro con flequillo blanco —y cara de pocos amigos— junto a un muchacho con gafas que parecía que no dejaba de hablar.
Pasaron un par de minutos así hasta que la entrada al vehículo se abrió y un señor poco visible desde donde Irene se escondía les invitó a entrar. Ordenadamente, todos entraron y minutos después el bus arrancó para desaparecer por la larga carretera, rumbo al... ¿Puerto, quizá? La rubia suspiró, llamándose tonta en su cabeza. Era una empresa normal, no un secuestro. O eso parecía, pues aún podía ser un timo del que saldría sin el dinero prometido. ¿Dónde iría el bus?
Una mano se posó en su hombro. Fue un pequeño sobresalto, pero supuso que sería su compañera Claudia —pues ya era hora de que pareciese—. Al voltearse, un hombre alto con capucha blanca la sorprendió, agarrándola velozmente y tapando la mitad de su cara con un trapo húmedo de olor... Olía a...
No pudo identificarlo antes de caer inconsciente. Lo siguiente que vivió fue la presencia de Sergio en aquella habitación blanca, diez días después. Leves recuerdos de murmullos, luces parpadeantes y un olor similar al de un hospital merodeaban su cabeza, pero no era capaz siquiera de visualizarlos. Eran simples estímulos que no podía ordenar por mucho que lo intentase.
—Eso es lo que recuerdo —terminó por decir, mientras hundía su cuchara en el plato de sopa frente a ella—. Entonces, vosotros sois los chicos que vi frente al bus, ¿no?
Los seis jóvenes se miraron con un rostro enfermo. ¿Qué había dicho?
—No recuerdo el viaje en bus —terminó por mencionar Víctor.
—Ni yo —añadió Blanca—. Es que... Lo último que recuerdo es tomar el barco a Formentera, luego estar en silencio en el metro y... Joder, qué mareo.
—¿Y no os habéis dado cuenta hasta ahora?
—Yo por lo menos no me he visto en la necesidad de recordar el viaje de ida —aclaró Miriam, dándole vueltas a las palabras de Irene.
—Qué, ¿sorprendida de haber hablado conmigo el primer día? —le preguntó con tono jocoso Sergio a la joven de flequillo blanco.
—Pues sí, la verdad. ¿Por qué coño no nos dijiste nada si recordabas todo?
—Hombre, a ver... Poneos en mi lugar, a saber que habría hecho Apeiro conmigo de descubrir que nunca me afectaron sus métodos de borrado de memoria.
—Chico, pues lo que viste durante el viaje pudo ser importante —dijo Bea con el ceño fruncido—. Qué manía con guardarse información importante.
—Nah. Pensándolo bien, seguramente estos muchachos me hayan dejado la memoria a posta. No le veo el sentido a que justo a mí no me afecten sus drogas. Están en el aire y, que yo sepa, he estado respirando desde que llegué.
—Je, en el aire —recalcó el pelinegro, con una risa tonta—. Como el amor.
—Exacto, otra droga que odio.
—Puede que te la dejasen para que fueses el único con cierta información clave... —propuso Irene, volviendo al tema— Por lo que contáis, lo que propone Apeiro es una especie de rompecabezas gigante. Todo lo que habéis vivido ha ocurrido por algo, ¿no? Quizá también sea así con los recuerdos de Sergio.
Todos desviaron sus miradas al joven, en busca de una respuesta.
—Pero si no vi nada importante, cojones —dijo tras un suspiro—. Bajamos del bus en una especie de puerto. Allí nos llevaron a una zona subterránea donde esperaba el metro y ya. Subimos, todos quedamos en silencio y tras un rato llegamos a Apeiro. Bea y Blanca siguieron hablando un poco tras arrancar, Germán con Víctor... No sé, creo que no hay más que destacar. Bueno, luego quedamos todos en silencio y poco después llegamos, tuvo que ser ahí cuando nos borraron la memoria.
El grupo se paró a pensar.
—Pues sí, es información bastante inútil —dijo Víctor, bastante decepcionado—. Germán y yo amigamos desde el principio... Qué mal, jo.
Irene se rascó la barbilla, intentando sacar la respuesta como fuese.
—Os habéis asegurado de que su muerte no fuese otro de los trucos de Apeiro, ¿no?
—¿Qué insinúas? —preguntó Miriam, algo molesta— Vi su cadáver en la morgue, me tocó revisarlo de arriba a abajo para buscar heridas. Pues claro que estaba muerto.
La rubia miró a otro lado mientras su mente continuaba trabajando. Apeiro le daba miedo: al fin y al cabo la habían secuestrado. Pero algo en su interior quería hacerla dudar... Borrados de memoria, tecnología con un nivel superior a lo nunca visto, pruebas cuanto menos peculiares y "accidentes" que nunca fueron accidentes. No eran secuestradores, eran titiriteros.
—¿Os habéis planteado que todo esto sea una farsa? Los números, las muertes, lo que os han contado... Están usando la tecnología que poseen para hacer la entrevista de trabajo más compleja y exacta que una empresa pueda haber creado.
Ninguno parecía demasiado convencido con la idea.
—A ver. ¿Tú, que no has pasado por nada de lo que nosotros hemos vivido, estás diciendo que ha sido todo mentira? —gruñó Bea, molesta con la propuesta— Igual lo que te falta es una semanita aquí para desmontar tu propia teoría.
El resto se mantuvo en silencio ante la discusión.
—Una empresa como Apeiro debe ser bien conocida por los gobiernos y otras asociaciones científicas de importancia. ¿Crees que les dejarían hacer ilegalidades como estas? No quiero dudar de nada, ni remover lo que ya ha sucedido, pero... Quizá Germán era otro colaborador de Apeiro, lo que Silvia os dijo fue un guión ya estudiado e incluso yo misma accedí a venir pero recuerdo lo contrario.
—Pues yo te aseguro que no firmé llevarme un golpe en el cogote, chica. A ver si te llevas tú uno también y así cambias de idea.
—Tú no eres precisamente la persona más agradable de aquí, ¿verdad?
—Mira, no me provoques que bastante he aguantado ya.
Víctor golpeó la mesa con fuerza, captando la atención de todos.
—Todos tenemos miedo y no entendemos lo que está sucediendo. Ahora, esta muchacha ha aparecido de la nada y nos toca creer lo que nos ha contado. Realmente ninguno puede confiar en el resto pero, ¿creéis que todo esto va a llevarnos a algún lado? ¿No podemos llevarnos bien por dos semanas más?
El joven esperó una respuesta que se transmitió a través de los temblorosos rostros de sus compañeros. Ante la falta de palabras, prosiguió su improvisado discurso de esperanza.
—Tenemos que empezar a actuar. Quedarnos aquí discutiendo y teorizando sirve tan poco como pararnos a pensar en cómo sobrevivir al ataque de un animal salvaje cuando este ya está corriendo hacia nosotros.
—Sí, tienes razón—dijo Fer—. Si queremos saber qué pasa en este lugar, tendremos que hacer algo. ¿No estáis cansados del experimento?
Todos asintieron. Incluso Irene, a pesar de no llevar allí —o al menos despierta— más de una hora.
—Pues vámonos —propuso el alemán—. Nos dejen o no, hay dos formas de salir de este complejo, además de la libertad que nos dan durante las prácticas. Quitando a un par, todos tenemos una buena puntuación. Movámonos, exploremos y busquemos en una forma de salir antes del próximo examen.
—Te están escuchando —recordó Blanca, señalando la pequeña cámara en una esquina de la cantina.
—Me da igual. Necesitamos comunicarnos, pero tendremos que actuar con rapidez.
El silencio del grupo hizo entender a Fer que no estaban muy de acuerdo con él y Víctor.
—Pues nada —volvió a intervenir el ingeniero—. Nos quedaremos aquí, siendo eliminados uno a uno, hasta que alguno sea proclamado ganador y pueda una vida feliz como el hijo de Dios. ¡Qué bien suena!
—Vale, vale —dijo finalmente Bea—. Cambiemos la fórmula de nuestra rutina. Pero va a ser difícil salir de aquí, ya te digo.
—Ya dije que Silvia pudo haber dejado cosas útiles —recordó Sergio, cansado de verles discutir como siempre—. Su habitación es literalmente la oficina de un trabajador de Apeiro y casualmente la han dejado abierta con todo dentro. ¿Casualidad?
El grupo se intercambió miradas una vez más.
—Vamos a revisar a fondo lo que nos ha dejado y luego pensaremos algo —propuso la pelirroja aún dudosa de la efectividad de aquel nuevo plan.
—Recuerdo que sería útil ir al sector Sigma en busca de Silvia —mencionó la física—. Conocer ese lugar en general podría ayudarnos.
Todos siguieron hablando e intercambiando ideas, olvidando parcialmente el escándalo que había supuesto la eliminación de Silvia y la posterior aparición de Irene. Poco pasó hasta que Víctor decidió abandonar la sala para, según él, "terminar una cosita muy útil". Nadie se sorprendió al ver a Sergio levantarse segundos después en su búsqueda.
—¡Víctor! Espera, hombre.
El joven se volteó para verle correr hacia él.
—Eh... ¿Te has creído el discurso de Irene?
—¿Discurso?
—Eso de que todo esto es falso, que nos están engañando y tal.
—No, no creo que sea eso. Y si lo es, felicidades —Víctor giró su cabeza a una de las varias cámaras que le rodeaban—. Habéis logrado engañarme.
—Yo creo que todo es real y esto es una banda terrorista vinculada al gobierno, o algo por el estilo. Y perdona que te diga, pero creo que vamos a cometer un error paseándonos por ahí como Pedro por su casa.
—Nada, nada. Llevo mucho tiempo esperando a tener que planear un escape, así que me he estado preparando.
—¿Qué has estado tramando? —preguntó el chico de las gafas con un tono de curiosidad.
—Bueno... —Víctor se rascó la barbilla mientras buscaba qué responder. Lo tuvo claro poco después—. Pues igual es hora de que alguien le eche un vistazo. Ven a mi habitación.
Sergio arqueó una ceja.
—Víctor, que no me gustan los hombres...
—Anda ya —replicó antes de darle un buen golpe en la cabeza—, déjate de tonterías y ven.
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